CUENTO TRISTE DE NAVIDAD

domingo, 26 de diciembre de 2021

   Había una vez un país donde existía un hombre, ni joven ni viejo, ni optimista ni agorero, no era exigente ni conformista, un hombre corriente, como yo. 

   Aquel hombre decía estar cansado. ¿Por qué? Os preguntareis. Pues ni él mismo lo sabía. Es posible que todo lo ocurrido hubiera influido en su ánimo. Se asomaba al balcón del mundo y se sentía hastiado, como con flojera de piernas. Al mirar el mundo le entraba una mala gana. Todos alrededor le decían: ¡Anímate! No estás tan mal, tienes lo que necesitas, muchos otros están peor. Y ese hombre reflexionaba y pensaba para sí: tienen razón, aquello que dolía no era más que una queja injusta. Pero al pensar esto, todavía caía en un mayor tedio. Entonces la desazón que roía su cuerpo, tomaba carrerilla y le subía hasta nublarle la vista. 

   Un día decidió averiguar cuales podían ser los motivos de esta pesadumbre. Se hizo preguntas para tratar de encontrar las respuestas y con ello recuperar la Fe en el mundo. 

    Se decía: ¿Por qué seguimos atrapados en este círculo vicioso del virus, este dejà vu interminable? Después de dos años de pandemia, no hemos aprendido casi nada. Empezamos viendo de lejos la epidemia y siempre pensamos que no nos llegaría, cuando nos golpeó nos rehicimos, parecía que remontaríamos el vuelo como una sociedad nueva. Después de todo aquello y los muertos, y los aplausos, después de encerrarnos asustados, salimos en tromba a rescatar el tiempo perdido, seguros por la vacuna a la que nos agarramos como la tabla de salvación prometida. Nada podía pararnos (salvo que nos parase de nuevo el virus). ¿Qué pensar si hasta la conferencia de presidentes concluyó que la medida más útil era ponerse la mascarilla en la calle? (como en la fábula de Samaniego: “juntáronse los ratones para librarse del gato y después de largo rato de disputas y opiniones dijeron que acertarían en ponerle un cascabel…”). Le parecía broma ver como todos aquellos sapientísimos líderes se encerraban para decir, nada. No entraba a valorar a aquella imbécil que después de haber celebrado misas por los sanitarios muertos, ahora los llamaba vagos y los imaginaba conjurados en su contra. 

   ¿Por qué si el mundo y la OMS (palabra de Dios) pensaba que era necesario vencer la pandemia vacunando a toda la población mundial, no se hacía? No había escuchado ya a nadie hablar de liberalizar las patentes ni del COVAX, para el reparto equitativo de vacunas. Sólo las sobras del primer mundo se repartieron, claramente insuficiente para conseguir el objetivo marcado. Delta, Omicron, no eran más que  avisos antes de que llegara el Armagedón. 

   Nosotros ya por la tercera dosis, ¿Cuántas aguantará nuestro cuerpo? 

 El mundo parece que se hunde bajo el peso de las voraces civilizaciones: ciclones que barren islas, incendios desmedidos, la tierra abierta en canal vomitando lava como si de un exorcismo se tratara, queda que suenen las trompetas que anuncian las plagas. Entre tanto, corremos a comprar los últimos décimos, los regalos imprescindibles y los test de antígenos (que se han agotado). ¿Por qué no surge de tanta desgracia un espíritu de solidaridad? No hablo de caridad cristiana, de donativos, de mensajes de apoyo, de minutos de silencio, de discursos vacíos, si no de justicia en mayúsculas. 

   ¿Por qué ante una situación de crisis, la política no es un faro de luz? No pedía que hubiera unanimidad en las decisiones, pero si estábamos saliendo a trancas y barrancas que la ciénaga del virus, no era lógico esperar colaboración, discusión pero consenso, acuerdos. No le asustaban los negacionistas de la vacuna, le asustaba el negacionismo de los líderes de la oposición dispuestos a derrocar al Gobierno con el NO por sistema (y esos extraños compañeros de viaje). 

   Cuando se encontraba ya exhausto, abatido por la congoja ante su incomprensión del mundo, se sentó en el sillón. La habitación a oscuras, la mesa preparada para la cena, un pequeño adorno navideño con una vela sin prender todavía. Absorto en sus pensamientos despertó de pronto ante el televisor donde empezaba el rey su mensaje ¿Por qué le llaman Mensaje de Navidad de su Majestad el Rey? ¿Es acaso el Rey un enviado, un mensajero que trae nuevas de otro mundo, de otro tiempo en el espacio?. El discurso le producía somnolencia, pero aguantó, esperaba que aquel Rey de la Navidad pudiera resolverle alguna de sus dudas. Hablaba de la Constitución “la viga maestra de nuestra Democracia” pedía para ella respeto y lealtad. Hablaba de las Instituciones (entes teóricos representados por próceres y reyes) “Deben respetar y cumplir las leyes y ser ejemplo de integridad pública y moral” ¿Por qué sus magistrados le dan la espalda negándose a acatarla e impidiendo la renovación de sus órganos? ¿Por qué el monarca ausente defrauda dinero al fisco y supuestamente obtiene lucrativos beneficios de su reinado, incluso en los tiempos más aciagos para su pueblo? ¿Por qué dotar al monarca de una capa de invisibilidad que oculte sus delitos fiscales e investirlo de una dignidad que no merece por su conducta? ¿Por qué, un Rey puede hablar en su Mensaje sin decir nada, sólo obviedades? ¿Le compromete lo que diga en su futuro o quedará como un archivo sonoro para la memoria? 

   De repente el hombre, agonizante ya en su abatimiento, haciendo su último esfuerzo, pulso el botón de apagado de la tele que obediente se fundió en negro. El silencio era ahora su compañía. Se levantó en un gesto heroico, se sentó en la mesa y prendió la vela de su adorno navideño. Abrió la botella de cava y dejó que el burbujeante alcohol nublase su mente ya oscura. Un brillo de luz, como el que ve el moribundo en su último viaje, se abrió paso en su consciencia. 

  En aquel momento surgió la gran pregunta, la madre de las preguntas: ¿Por qué hacer preguntas si no deseas oír las respuestas que ya sabes? 

   Entonces vomitó su cena y quedó dormido sobre su propio vómito.


         YOLA. Stand for myself  


         JARABE DE PALA. El lado oscuro