KAFKA

domingo, 15 de enero de 2023

   Al despertar Gregorio tras un turbulento sueño, tomo conciencia de lo que estaba sucediendo. No podía precisar como aquello que percibía con absoluta certeza pudiera estar ocurriendo. Tampoco podía creerlo. Era absurdo y a la vez completamente lógico. Era atroz y sin embargo lo veía con una naturalidad sobrecogedora. Estaba muerto. 

   Se dio cuenta de su estado, por la lucidez con que su mente miraba el mundo. Todo a su alrededor cobraba vida. Era absurdo ya lo había dicho, pero ahora todo aparecía tal como era, sin subterfugios, sin la pátina de falsedad en que habitamos la realidad. 

   Salió de su casa esta mañana como siempre, sin otro propósito que consumir un día más, nada podía haberle indicado que sería el último. Al menos eso era un consuelo. ¿Quién podría soportar saber que está al borde de la muerte, si no es que la angustia ha sobrepasado todos los límites? 

   En verdad la vida trascurre como un paseo por los acantilados de un mar maravilloso. Cuando tropiezas puedes verte al borde de precipicio, pero cuando levantas la vista ves el horizonte y la hermosura del mar rompiendo contra la costa, los atardeceres con el sol poniente. La vida es un camino sin objetivo, sin destino. Sin otro final que no sea caer un día al vacío. Es una certeza que no nos conmueve porque no esperas su llegada. Sólo la vejez ofrece el suficiente cansancio para saber que más pronto que tarde el pie perderá su suelo y el cuerpo se volverá ingrávido en un descenso vertiginoso que nadie es capaz de imaginar. 

   Gregorio no era viejo, a los sesenta años se puede decir que se ha recorrido más de la mitad del camino, pero sigue viendo en la senda alicientes para caminarla. Te vas marcando pequeñas metas, puntos de paso que ves como necesarios, que acabas creyendo que son las metas volantes de aquella carrera. Ahora podía ver todos aquellos momentos como en una secuencia, era una prueba más de su muerte. Podía verse en su niñez corriendo por las calles del pueblo, jugando en verano hasta bien entrada la noche. Podía oler los guisos de su madre. Esos, eran extrañamente recuerdos en blanco y negro. Cuando veía las imágenes de su juventud con los amigos, en el instituto, entre libros preparando exámenes, tomaban el color sepia de los retratos. Lo veía con claridad, el color apareció con los besos, con el amor. A partir de ese momento ya toda su visión tomaba el color brillante del mundo que acababa de dejar. Se veía a sí mismo con su novia que sería después su mujer, su vida de médico, sus guardias, sus honores y sinsabores. Miraba perplejo como aquellas imágenes le llenaban los ojos de bruma, le emocionaban. Quizá no era ninguna emoción porque estaba muerto. ¿Es posible que los muertos también sientan? Quizá se apaga antes el corazón que el cerebro y en esos circuitos quedan abiertos canales donde los impulsos eléctricos, los neurotransmisores todavía estimulan las sinapsis. Sea cual sea el motivo, allí estaba él contemplando su historia convertida en un cine mudo. Emocionándose de su propia imagen riendo y llorando, abrazando a sus hijos. Lo que mayor pena le producía era lo que no podría ver. ¿Cómo se sentirían ellos tras la noticia de su muerte? En realidad, le daba pena por no estar ahí para consolarles. Le dolía sobre todo no haber podido despedirse. Aunque no estaba seguro de que podría haberlo hecho, es tan difícil decir adiós. Al menos si hubiese podido abrazarlos una vez más, besarlos, decirles como les quería. No importaba que hubiera muerto, ellos sabían que había valido la pena. 

   Era inútil lamentarse. En su estado lo mejor era apurar las últimas gotas del elixir de la muerte. ¿Sería posible que mantuviera eternamente su identidad incorpórea, su pensamiento fuera del cuerpo? Tenía la certeza de que no, que de la misma manera que la vida había sido truncada de manera brusca, sin previo aviso, en cualquier momento se fundiría la imagen en negro y vendría la oscuridad total. Esa sí, eterna. Aunque percibía el dolor de la separación y la incertidumbre, este era probablemente uno de esos momentos de mayor paz en su vida. Ya no estaba obligado a aparentar nada, al día siguiente no debía dar cuentas a nadie, no necesitaría trabajar ni demostrar nada, todo estaba ya hecho. Era su momento. Todos alabarían su persona, lamentarían su pérdida. Algunos sentirían la punzada del dolor real, otros se limitarían a pensar por un momento en la fragilidad de la vida, se asomarían temerosos al precipicio. Estaba satisfecho. No hubiera querido acabar así por supuesto, no había sido su decisión. ¿Quién lo había decidido? Probablemente nadie. Nada podía haber hecho para evitarlo. Claro que si ese día hubiera decido hacer otra cosa, podía no haber ocurrido el accidente, pero esas opciones se podían haber producido en tantas ocasiones previas, en tantos universos paralelos, que resultaba todavía más absurdo que un muerto las planteara. Eran hechos consumados, como solía decirse. Tampoco era momento de lamentarse, había visto morir a mucha gente, algunos le habían producido verdadera compasión, por su sufrimiento, por la injusticia de la biología con ellos, por la perversión del destino o la mala suerte, no sabía cómo decirlo. Él en realidad había tenido una muerte rápida y además tenía este tiempo de descuento en que estaba ahora. ¿Todos los muertos podían tener su misma suerte, contaban con un tiempo póstumo? Era posible que las mentes atormentadas por una agonía desearan un final absoluto, no podía saber si todos los que abandonaban el cuerpo dejaban también el mundo, pero por qué iba a ser él una excepción. 

   En ese momento Gregorio vio la secuencia de su vida parada y temió lo peor, todo iba a acabar. No podía tocarse para comprobar si quedaba algo de él vivo, no podía gritar, no podía más que pensar o lo que fuera aquello que estaba haciendo. La imagen se había parado en el momento del accidente. ¿Y si pudiera hacer que la imagen fuera marcha atrás, como en una moviola? Qué cosas se le ocurrían, debía asumirlo, estaba a punto de ser un recuerdo. Es probablemente eso en lo que nos convertimos, en recuerdos de los demás. A través de los otros mantenemos nuestra presencia, pero ya no somos nosotros. Él continuaba allí esperando el final, pero no llegaba. ¿Cuáles eran sus alternativas? Había decidido dejarse llevar. Mientras estuvo vivo no tuvo alternativa, lo aprendió de pequeño, tenía que batallar, luchar por un futuro, por una posición, por un salario. Supo que aquello le permitiría vivir bien. ¿Había hecho lo correcto? No iba a perder el tiempo intentando averiguarlo. Alea jacta est, de nuevo lo que había sido ya no tenía vuelta atrás y realmente podía decir que había sido feliz, al menos algo que él podía definir como felicidad. Ahora ya no dependía nada de él mismo, se había liberado del yugo de ser. Estos instantes finales o estos minutos, las horas o el tiempo que sus neuronas le permitieran, eran totalmente suyos, sin presiones, sin límites. 

   La muerte en su inquietante contradicción le había devuelto la vida.