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Subimos en el autobús que a esas horas
estaba casi vacío. Aristóteles metió la mano en el bolsillo donde yo me
encontraba y me asomó a la ventanilla. Veía una ciudad pasar por delante de
nosotros. No ya una ciudad como Huesca, que era un pueblo grande. Esta era una
ciudad inmensa (vista desde la perspectiva de un periquito). Pasamos por calles
anchas con un jardín central, con grandes edificios en sus laterales, el
hospital y la facultad de Medicina, me decía Aristóteles, la facultad de
Farmacia, los jardines de Viveros... Allí mirando aquella ciudad a través de la
ventana del autobús por un momento sentí mi insignificancia. Me sentí más
pequeño que nunca.
Llegamos
al museo San Pio V, un edificio con
cúpula azul que destilaba majestad, pero su exterior era nada comparado con lo
que contenía, según decía mi compañero, un templo del arte. Pinturas que habían
desafiado el paso de los siglos, de artistas admirados en todos los rincones
del mundo, este mundo que a cada paso veía más lejos del mío. Lo sublime del
arte es algo que solo he llegado a entender más tarde. La pintura, la
escultura, la música transcienden del mundo real al mundo de lo onírico, al
territorio de los sentidos, donde la realidad se trasmuta.
La
palabra y su escritura, para mi en algún tiempo los bienes supremos del hombre,
sus grandes logros en la Naturaleza, quedan casi empequeñecidas al lado del
poder del color en un lienzo. Cada trazo, cada mancha, se convierte en una
alegoría, necesitaría ser traducido por miles de palabras. Como cada nota de
una sinfonía contiene mil matices imposibles de describir. Aquellos templos del
arte se erigen para gloria de la grandeza del hombre.
Para
mí, que nunca llegué a entender un poema, el doble fondo de las palabras, su
lenguaje subliminal, el mensaje oculto entre los versos, el profundo silencio
que sucede a la música, me sumergía en un mar de pensamientos. La música que el
hombre compone es un milagro sonoro, imposible de crear en ninguna garganta
animal, o quizá sólo en la voz del propio hombre.
Desde
mi visión de pájaro, aquellas cualidades para las que estaba vedado me llenaban
el alma, mi alma de periquito. No entendía pues como a las puertas de aquel
templo del arte no se agolparan miles de personas tratando de entrar,
disputándose el privilegio de saborear las imágenes, de llenarse los ojos y los
corazones con aquel inagotable caudal de vida que habitaba las pinturas. Sus
puertas estaban vacías, recibiendo el sol de la tarde.
Descendimos
del autobús y vimos sus puertas de cristal tras la que se adivinaba un patio,
esperando ser abiertas para mostrar sus encantos. Dimos la espalda como el
resto de los mortales a aquel santuario para dirigirnos a nuestro objetivo. No
sabía que aquella primera tarde en Valencia iba a poder saciar mi capacidad de
sorpresa. Veíamos antes de cruzar el puente, unas torres magníficas, puertas de
otrora magnífica ciudad, que se levantaban como cerrándonos el paso o quizás
invitándonos a adentrarnos en lo que se escondía tras ellas. Al pasar bajo los
arcos, franqueados por la torres, miraba hacia arriba y veía las gárgolas donde
extraños seres emergían abriendo sus bocas, un fraile agarrado a una cruz o un
león sosteniendo un niño. Pero sin duda en aquellas torres lo que más me
inquietaba era la figura de aquel pájaro de alas extendidas sobre la corona, en
piedra y en hierro lo vería más veces repetido a lo largo de la ciudad. Su
emblema, un murciélago. ¿Porqué las ciudades donde llegaba me hacían guiños de
complicidad? Mi mundo de pájaro tan distante de la ciudad, convergía con ella
por allí por donde pasaba.
La
calle Serrano arrancaba desde las torres para serpentear luego y abrirse en
callejones, esquinas, casas nuevas y viejas que convivían en aparente armonía.
Aunque en aquella calle lo viejo y lo nuevo no siempre parecían pertenecer a la
misma música. Había notas discordantes, blancas y negras, donde deberían haber
existido silencios. Tiendas de recuerdos fabricados en China, bares de tapas y
de paella valenciana junto a pizzerías, edificios ruinosos, callejones sucios y
fachadas sublimes. Todo vale, porque el tiempo permite que crezcan juntos los
opuestos y acaben pareciendo hermanos. Llega el presente y los encuentra
lógicos aunque nacieron en tiempos tan distantes que ni llegaron a conocerse.
Caminamos adelante hasta encontrar nuestra referencia. La calle Perdiz, un
callejón por el que apenas penetraba el sol y allí sobre un almacén la
casa donde estaba Quica. Habíamos
llegado a nuestro objetivo. Me salí del bolsillo sin poder evitarlo y volé
hacia los balcones, trataba de mirar a través de las ventanas, ignorando a
Aristóteles que se deshacía en la calle moviendo los brazos y llamándome. Un
espectáculo propio de quien no quería llamar la atención.
Cuando
regresé lo encontré enfadado. Él quería estudiar el terreno antes de actuar.
Por hoy había sido suficiente localizar la casa, ya volveríamos con la jaula y
mi ficción de periquito deprimido.
Aristóteles
me metió en el bolsillo dónde Quico estaba, necesitaba hablar con alguien y él
que le hablasen. Poco acostumbrado a paseos por espacios abiertos escondido en
los bolsillos de una chaqueta, se encontraba totalmente desorientado. Me
preguntaba que había sido todo aquel griterío. Cuando le conté que habíamos
encontrado el lugar dónde vivía su hermana no entendía porqué no íbamos a
buscarla. Traté de hacerle entender que dependíamos de la estrategia de
Aristóteles, que no podíamos actuar por nuestra cuenta.
Con
él me daba cuenta del verdadero lugar que ocupaba en la historia. Éramos
simples acompañantes, espectadores de primera fila de nuestra propia
representación. Actores secundarios de nuestra propia realidad. Pero con todo
estábamos allí, en una ciudad extraña, tratando de recuperar a una periquita
por amor. Cuantos humanos, dueños de sus propias existencias podían decir lo
mismo. Cuántas vidas se desgastaban sin un objetivo loable, sin un fin que
mereciera la pena ser contado. En cambio nosotros éramos escuderos de un
Quijote nuevo, de un enajenado que luchaba contra los molinos del tiempo y se
levantaba tras cada golpe que lo abatía, un viejo extraño que perdía sus
últimos años de vida rescatando a una Dulcinea con plumas de colores. La
nuestra era una historia digna de ser contada, aunque no fuéramos mas que los
teloneros del verdadero protagonista, aquel viejo un poco huraño y solitario,
que se dejaba ver en las calles llamando a gritos a un pájaro al que guardaba
en su bolsillo como si fuera el monedero. Nuestro cuento no era de hadas, pero
tenía la magia de lo paradójico, la certeza de ser imposible, la duda de si
acaso ocurrió sólo en nuestras mentes. Quizá como la vida todo fue un sueño de
un poeta o de un loco.
Regresamos
a casa por donde habíamos venido. Ya no salí del bolsillo, donde pase el viaje
hablando con Quico. Sólo callábamos cuando recibíamos un golpe desde fuera.
Aristóteles nos decía con ello:
-Ya
está bien cotorras, que tengo a todo el público mirándome.
El
día siguiente volvimos a la casa muy temprano. Aristóteles quería controlar los
movimientos de sus ocupantes en un día normal para poder decidir la estrategia.
A las nueve de la mañana salió el primer inquilino de la vivienda que por la
edad y características podrían coincidir con el hijo de los viejos. Media hora
más tarde salía de la casa una chica joven, embarazada. Es posible que los dos
se hubieran marchado a trabajar. Esperamos dos horas más cambiando de posición
para no llamar la atención, moviéndonos a lo largo de la calle si perder de
vista la puerta. Salieron dos personas más, un hombre mayor acompañando un niño
y una mujer de mediana edad que tampoco podía ser la nuera de los viejos. El
hombre mayor volvió sin el niño. La casa se mantenía tranquila, sólo el cartero
llamó a los timbre para dejar el correo.
Aristóteles
no lo dudó y se acercó al portal, llamó primero al timbre de la casa dónde
vivía el hijo de los viejos de Huesca. No había ninguna duda, el apellido se
repetía en el timbre del portal, era el primer piso de un edificio de tres
plantas. Tras repetidas llamadas no obtuvo respuesta. Casi estaba confirmado
que sus dueños no podían estar y habían salido esa mañana. En el segundo piso
contesto la voz de una anciana:
-¿Quien
es?
-Propaganda
-contestó mi compañero.
-No
queremos nada -cortó sin abrir.
El
2º piso estaba pues habitado por una anciana, al parecer. Probó entonces con el
tercer piso.
-¿Quien?
-sonó esta vez una vez más fuerte.
-Publicidad
-gritó Aristóteles.
Se
abrió el portal tras oír un sonido de abejorro. Sin dudarlo ni un momento mi
compañero se adentró en el portal un tanto sombrío. Las paredes estaban pintadas
en su parte más baja de una pintura plástica de color marrón que contrastaba
con el color más claro de la parte superior. Unas paredes que no parecían haber
limpiado a fondo en mucho tiempo. Al pulsar el interruptor se encendieron las
luces que iluminaban la entrada. Un primer rellano que daba acceso mediante
tres escalones a un segundo espacio donde estaban los buzones. Arrancaba desde
allí la escalera con barandilla de madera. Yo estaba aterrado en el bolsillo,
me asomaba con miedo, como quien se asoma a un precipicio. A pesar de la
soledad de aquel espacio no me atrevía a más. Quico permanecía en el fondo del
bolsillo como si hubiera sido cosido al forro, inmóvil. Me atrevía a preguntar:
-Nos
vamos ya.
-Pues
si que tenemos un aguerrido paladín. Creía que ibas a ser tu el que me empujara
escalera arriba.
-¿No
pensarás subir? ¿Y si nos ven?
-Será
si me ven. ¿Y qué? Diré que me he equivocado, que venía a visitar a los hijos
de un amigo que viven en el primer piso.
-Tienes
contestación para todo.
-El
que quiera saber, mentiras con él, dice la sabiduría popular.
-¿Es
la filosofía de un sabio o de un necio?
-Es
la vida en sí. Y a callar, que si me ven hablar contigo no se me ocurrirá nada
para excusarme.
-Lo
dudo.
-Eres
una mosca cojonera.
-No
conozco esa especie.
No
me contestó y siguió subiendo hasta la primera planta. Tomó aliento y llamó al
timbre. Yo me sumergí en el bolsillo, como si hubiera hecho una inmersión en el
agua. Quico y yo ni respirábamos. La puerta seguía sin abrirse y finalmente
Aristóteles tras pegar el oído a la puerta, inició la bajada al portal. Salimos
del edificio y se adelantó un poco mirando de nuevo el edificio. Yo le miraba a
él. ¿Qué tramaba?
-Nos
vamos a la Plaza de la Virgen, tenemos tiempo.
-¿Tiempo
para qué?
-Está
claro que nuestros chicos se han ido a trabajar, probablemente no volverán
hasta mediodía o es posible que hasta la tarde, así que tenemos tiempo para
pasear y comer. Hay allí una fuente famosa porque todos los pájaros que visitan
Valencia cagan sobre ella. Es una fuente dedicada al Rio Turia. Te gustará y
puedes contribuir a decorarla. El toque de un perico siempre le dará
distinción. Casi todas las que cagan son palomas.
-Tenemos
que rescatar a Quica y tu piensas en pasear y hacer el indio.
-No
podemos hacer otra cosa hasta que lleguen. Esta tarde yo vendré para hablar con
ellos y tratar de recuperar a tu novia. Deberías estarme agradecido.
-Es
que sentir que está tan cerca y no entrar, me produce dolor. Podría acercarme a
la ventana del balcón, es posible que se vea algo.
-Sobre
todo, sé discreto y no me montes un numerito si la ves.
¿Cómo
se siente un niño cuando le dicen que va a ir al zoo por primera vez? ¿Cómo
puede sentirse alguien que nunca vio el mar cuando se acerca a la playa? La
primera vez que se besa, el momento antes de abandonar la casa de tus padres,
la llegada de un hijo... En aquel momento yo me sentía tan poseído por la
emoción que no recuerdo que pensaba, pero seguro que todos los sentimientos que
rodean a la esperanza estaban en mí. Volé desde el bolsillo de Aristóteles
hasta aquel balcón como si fuera a sumergirme en las aguas del mar que acababa
de descubrir. Quizá esperaba encontrar a Quica allí mismo, quizá temía que se
hubiera ido o probablemente nada de ello estaba en mi mente.
Llegué
al balcón y me asomé a la ventana. Quería ver a través de las cortinas que
estaban corridas. Sólo el movimiento de las telas dejaba pequeños resquicios
para ver el interior de la casa iluminada por el sol. No conseguía distinguir
con claridad en el interior y me apoyaba sobre las puertas de cristal. Noté que
se movían levemente. Estaban abiertas pero sólo dejaban una pequeña abertura
por la que notaba la fina corriente de aire que venía del interior. Traté de
abrirla más, pero sólo podía empujarla con mis patas. La puerta se abría hacia
fuera y yo no podía abrirla. Metía mi pico en la abertura, pero el peso de la
puerta era demasiado para mi fuerza. Miraba y no podía estar seguro de si Quica
estaba allí. Insinuaba mi pico por el pequeño espacio y llamaba a mi amada.
¿Qué locura se apodera de los enamorados? ¿Acaso estaba dispuesto a entrar en
aquel recinto donde podía encontrar peligros que ignoraba? Por supuesto, no lo
dudaba. Hubiera entrado si hubiera podido, pero cuando oí la respuesta de mi
amada, entonces ya no tuve fuerzas. Sentí como el cuerpo se aflojaba. Si antes
me sentía incapaz de abrir la ventana, ahora la empujaba, la golpeaba con la
cabeza como si pudiera derribarla. Empecé a llamar a Aristóteles, le decía que
subiese, como si él también pudiera volar. Me trastorné, lo reconozco. No me
daba cuenta de que estaba llamando la atención. Mi amigo desde abajo, no sabía
cómo disimular, me gritaba que callase. Pude ver como algunas personas miraban
al viejo y miraban hacia el balcón. Seguían su camino. Todos tenían cosas más
importantes, sólo éramos un instante robado para ver la anécdota del día, una
sonrisa que destilaba compasión por un anciano demenciado.
Empecé
a hablarle a Quica, a decirle que la quería, que íbamos a sacarla de allí, le
gritaba que estuviera tranquila cuando mi paroxismo invitaba más al miedo que a
la tranquilidad. Quien había perdido el juicio era yo. Ella no podía entender
nada. No sabía de la existencia de Aristóteles, de mi odisea. Yo gritaba
explicándole todo, como un loco. Afortunadamente para las personas que pasaban
por la calle, aquel discurso sólo era el griterío de un pájaro, un canto más o
menos estridente.
Aristóteles
viendo que la situación derivaba en un espectáculo grotesco, en el que más
pronto o más tarde alguien se daría cuenta que él estaba implicado, tomó la
iniciativa. Como siempre su iniciativa no era necesariamente la de un hombre
cuerdo, no acostumbraba a trazar planes previsibles ni lógicos. Pero al fin y
al cabo era nuestro plan. El suyo, pero que servía a mi propósito. Un
despropósito visto con la óptica de cualquier ser medianamente razonable.
Entró
en el almacén que existía en los bajos y pidió una escalera. Su perico se le
había escapado y estaba en el balcón de
arriba. Lo miraron como a un perturbado, pero era tanta la angustia que
traducía en sus palabras que no pudieron evitar asomarse. Eran un chico joven,
el dependiente, y una mujer madura, quizá la dueña. Me encontraron a mí
golpeando el cristal, aunque desde abajo no me veían bien, escuchaban mis
gritos. Se miraban sin decidirse a aceptar su propuesta disparatada. Permitir a
un anciano trepar por la escalera hasta el balcón de un vecino no parecía una
proposición muy sensata.
-Mire,
usted y yo sujetaremos la escalera y subirá Fran, él puede bajar a su perico
-contestó la mujer, intentando solucionar aquel problema casi de orden público
a las puertas de su negocio.
-Le
agradezco el ofrecimiento, pero si sube el chico el perico se escapará. A mí me
conoce y puedo recuperarlo. No me voy a caer, trabajé muchos años en la obra y
estoy acostumbrado a subir escaleras. Sólo necesito que alguien la sujete.
-Si
se cae nos pone en un compromiso.
-Le
aseguro que subir por aquí es para mí un juego. Limpiaba cristales colgado de
arneses en los edificios de Nueva York cuando era joven.
La
mujer y el chico miraban a Aristóteles con cara de una mezcla de admiración e
incredulidad. Mi compañero no tenía mesura en la mentira, cuando se arrancaba
era imparable.
-Me
fui a trabajar a América en los años sesenta y estuve encargado de la limpieza
de los edificios más altos de la gran manzana. Me llamaban el Spiderman
español porque me descolgaba enganchado por cualquier pared.
Esto
lo decía mientras tomaba el mando de la escalera que habían acercado y la
apoyaba contra la pared. Entretanto iba poniendo las manos del chaval sobre la
misma haciéndole entender que debía sujetarla fuerte. Tendría que haber cerrado
sus bocas, aquellas dos personas sujetando la escalera mientras mi compañero
subía hacia el balcón, mirando hacia arriba con las bocas abiertas podía
provocar un accidente, que algo entrase en esos orificios desde arriba.
Aristóteles ya se encontraba agarrado a la barandilla del balcón y no habían
reaccionado. Se asustaron un poco al ver la dificultad con que el Spiderman
español conseguía remontar la altura de la barandilla, que no era mucha. Ya
dentro no podían verlo, la profundidad del balcón y el ficus que
sobresalía conferían un diseño de selva
urbana poco agraciado.
Aristóteles
vino hacia mí y me atizó lo que los humanos llaman pescozón, pero que en mi
caso era un golpe de karateka contra toda mi persona. Consiguió el milagro de
callarme por un momento y tras recuperarme de la conmoción cerebral me di
cuenta de que él ya estaba dentro de la casa abriendo la jaula de Quica para
cogerla.
-¡Quica
no te preocupes es mi amigo! -coincidió mi grito con el de Aristóteles, que ya
había recibido el mordisco de mi amada.
-¡La
madre que parió a los periquitos!¿Quién me manda a mí juntarme con estos
plumíferos? -decía sin soltar a Quica.
-¡Cuidado
no le hagas daño! Quica no tengas miedo, es mi amigo -dije en un perfecto
bilingüismo humano-aviar.
-Dile
que a mi también me duele si me pican. Será muy dulce como periquita pero el
pico lo tiene duro como una piedra.
Abrió
la mano por el dolor y Quica salió volando hacia la ventana, yo por supuesto
fui detrás intentando calmarla. Salimos como una exhalación por el balcón y
metimos por la calle Perdiz hasta otro balcón donde Quica se paró. Lo demás no
puedo contarlo, todavía me emociona el recuerdo. Volver a rozar aquellas
plumas, restregarnos el pico, besarnos como si fuera la primera vez, en aquel
callejón, como dos amantes que no pueden contener sus impulsos.
Tras
ese arrebato inicial, empecé a explicarle un poco las novedades que a ella le
parecían cada vez más inverosímiles. Quico, su hermano, ella y yo otra vez
juntos, todo ello gracias a un viejo, que ahora era nuestro amigo. Necesitaría
como mínimo unos día para asimilar aquella locura.
Entre
tanto Aristóteles bajaba reptando por la escalera, como si nunca hubiera
descendido por una de ellas. Agarrado como garrapatas que tanto había quitado
en los perros, mirando hacia abajo como si aquellos tres metros de altura
fueran un abismo.
-Está
un poco oxidado ya ¡Eh viejo! -dijo el muchacho que veía a aquel hombre bajar
como si temiera perder la vida en un traspiés.
-Vaya
con cuidado que no tengamos un disgusto -expreso la señora que ya había dejado
de creer en el águila voladora de Nueva York y volvía a ver a un viejo
carcamal, más loco que una cabra, al que habían consentido subirse a una
escalera.
Con
alivio para todos llegó al suelo sin problemas, salvo la fatiga y el miedo que
no se podía ver, si acaso se adivinaba en la palidez de sus facciones.
-Se
ha volado su perico, pero me ha parecido que iban dos.
-Sí,
eran dos periquitos que llevaba y no sé porqué han iniciado una pelea, estaban
riñendo arriba y por eso quería bajarlos. Bueno muchas gracias por su
colaboración, voy a buscarlos, no sea que causen alguna desgracia. ¿Por dónde
se han ido? -preguntó con total descaro
-Se
han metido en la Calle la Perdiz -dijo Fran.
El
chico y la mujer se miraban como diciendo, este hombre no esta bien, pero menos
mal que no ha pasado nada y como no ha habido problemas, mejor no digamos nada
a nadie. Corramos un estúpido velo, como dicen ahora los modernos, pensarían.
Nunca
supimos que pensaron el hijo de los viejos y su mujer embarazada cuando
regresaran a casa y vieran la jaula abierta sin la periquita. La buscarían por
la casa y quizá concluyesen que la habían dejado mal cerrada y que había
conseguido escapar por la ventana que dejaban entornada para que se ventilase
la casa. Nadie les contaría el espectáculo de circo que aconteció en su casa
donde el gran Spiderman mostraba sus dotes de escalador. Nunca les llegaría
noticias de el viejo que sus padres le habían dicho que tenía un periquito
triste y que quería emparejarlo con la suya. Si viniera ahora tendrían que
decirle que ya no la tenían. Tenían otros problemas de los que ocuparse, sobre
todo de la paternidad que ya les llamaba.
En
la calle Perdiz, entre las sombras de aquel callejón. En los soportales viejos
con olor de orines, entre los restos de la basura y algunas botellas vacías de
pasadas noches, sucedió el milagro de la unión entre el mundo de los humanos y
el de los pájaros. La conjunción de astros que se encontraban a años luz,
confluyendo en el espacio, alineándose para dar lugar a un hecho nuevo. Aquel
viejo cínico y tres pericos se unirían tanto como lo hicieran dos amantes.
Fijarían su destino como uno solo, establecían una relación que trascendería la
de amo y esclavos, la de deudos y padre protector, para convertirse en amigos.
No
sé si es excesivo el término, me sonroja usarlo de esta manera. Pero no es
acaso amistad la relación establecida entre dos o más, cuyos intereses
confluyen, dónde las necesidades de unos se convierten en ayuda incondicional
por los otros. Donde las diferencias se aparcan para encontrar los puntos
comunes. Donde no existe más que el deseo de tenerse como amigos, sin necesidad
de poseerse. El lema famoso de los tres mosqueteros: “Uno para todos, todos
para uno” . Aristóteles era nuestro D´Artagnan y nuestro héroe.
Allí
en la calle Perdiz, cuando bajamos del balcón hasta donde estaba nuestro amigo
y sacó del bolsillo a Quico que asustado permanecía quieto en su fondo. Tuvimos
un momento de felicidad plena. De esos momentos en que miras a la vida y le das
gracias, despacio, evitando romper el encantamiento, temiendo quebrar la
fragilidad de esa felicidad tan esquiva. Revoloteábamos por encima de la cabeza
de Aristóteles, chocábamos entre nosotros, gritábamos de alegría por un
reencuentro impensable. Algo tan imposible que no podía ni ser pensado. En la
soledad del callejón ahora podíamos afirmar que habíamos sido felices al menos
una vez en al vida. Y quizá pudiera ser que aquel estado de gracia se
prolongara en el tiempo.
Aristóteles
propuso no quedarnos allí, podíamos llamar la atención. Deberíamos caminar
hacia lugares concurridos y confundirnos con el gentío. No creía que la mujer y
el chico del almacén nos estuvieran mirando, pero había que ser prudentes.
Aquella si que era una palabra chocante en boca de nuestro amigo. Nos metimos
los tres en uno de sus bolsillos en donde fuimos hablando bajito todo el
camino. Aristóteles caminó hasta la calle Cavallers y después nos acercó a la
Plaza de la Virgen en donde desde un lugar discreto nos dejó salir del
bolsillo. Era mediodía, el sol calentaba, pero la euforia era tal que nada nos
importaba. La única realidad que percibíamos era la nuestra. Salimos de nuestro
dulce enclaustramiento al son de las campanadas de las doce.
-Esta
es la plaza y la catedral, aquella torre que se levanta al fondo es el
Miguelete, de allí provienen las campanadas que habéis oído. Se llama así por
la campana de San Miguel, dedicada al arcángel San Miguel, una especie de
hombre pájaro de la mitología cristiana. Allí está la fuente dedicada al río
Turia con una figura recostada sosteniendo el cuerno de la abundancia con los
frutos de la huerta y a su alrededor las ocho fuentes que representan las ocho
acequias de la huerta de la Vega de Valencia.
Verdaderamente
la imagen de la plaza daba idea de la grandeza de aquella ciudad. Traduje como
pude a mis compañeros lo que Aristóteles me había contado. Les explique la
tradición que parecía existir en aquella ciudad, todos los pájaros que
visitaban la plaza dejaban su cagadita sobre la fuente. Habitualmente lo hacían
sólo las palomas que eran las aves más numerosas en aquel espacio, pero
Aristóteles insistía en que la aportación de tres periquitos era como mínimo
enriquecedora. Aunque tenía mis sospechas de que aquello pudiese ser una burla
más de mi compañero no vi ningún inconveniente en explicarlo a Quico y Quica.
Valencia nos había dado mucho y debíamos devolver ese regalo con todo lo que en
nuestra mano estuviese. En este caso no era la mano, que no teníamos, pero si
prescindíamos de la “m” , estaba todo arreglado.
Yo
fui el primero para dar ejemplo y le cagué al Turia en el ojo, como prueba de
buena fe. Quica hizo a continuación lo mismo pero en lo alto de la cabeza, le
parecía más higiénico. Quico se resistía
a rendir homenaje a la estatua y le insistimos:
-Hazlo
por Aristóteles y por la ciudad, es lo menos que podemos hacer.
-Pero
es que he cagado hace un momento en el bolsillo de Aristóteles, cuando estaba
intentando subir a por ti. Me asusté y no pude evitarlo.
-¿Que
has cagado en el bolsillo de Aristóteles? Se va a poner hecho una furia cuando
se lo diga. Y como meta la mano y se
entere por sí mismo, aún será peor. Bueno ya veremos como solucionamos eso,
pero ahora cumplir con la fuente.
El
esfuerzo de Quico se vio recompensado con un hermoso detalle sobre la naranja
que salía del cuerno sostenido por el Dios.
Concluidos
los ofertorios, aliviados y más contentos revoloteamos por la plaza. Era un
hermoso día de verano.
La
gente transitaba aquel espacio sin detenerse demasiado debido al calor. Buscaba
las sombras y los bares de la plaza. Había oído decir a Aristóteles que en
Valencia se tomaba un refresco hecho a base de chufa, una bebida del color de
la leche que resultaba deliciosa. Sólo muy pocos estaban en el espacio abierto
de la plaza ofreciendo comida a las palomas, pensé que lo hacían para que estas
pudieran luego adornar la fuente debidamente. Sin embargo se reunía un nutrido
grupo de turistas alrededor de unos hombres vestidos con blusón negro. Estaban
de pie delante de la puerta de la catedral, los hombres de negro estaban sentados
tras la reja del pórtico. Al finalizar un ritual en que el portador de una
larga vara acabada en un gancho preguntaba si había alguna denuncia, se
disolvió el grupo y los turistas que los fotografiaban.
Aristóteles
que parecía saber de todo nos dijo que aquello era un tribunal. El Tribunal de
Las Aguas de Valencia. Allí se juzgaban los conflictos entre los regantes de la
huerta. El tribunal emitía sus sentencias que tenían valor jurídico a pesar de
que sus componentes eran sólo labradores, hombres que tenían la confianza de
sus iguales, sin estudios pero con la sabiduría que da el sentido común. En
definitiva, un grupo de hombres buenos ponían paz a los conflictos de una
comunidad. O yo no había entendido bien lo que ocurría en los tribunales de los
hombres o nada de aquello sucedía en las grandes salas de los juzgados.
Aquellos hombres togados no parecían tener pese a sus estudios el mismo respeto
de los ciudadanos que juzgaban. Entonces se puso serio y nos dijo trascendente:
-La
justicia humana dista mucho de ser un arreglo sensato entre iguales para
convertirse en un disputa de poder donde lo importante era ganar. Ganar el
pleito teniendo o no razón, mintiendo o sobornando, practicando intrincados
discursos con una dialéctica falaz. ¿Tan extraña es la ley que requiere
intérpretes de la misma, chamanes que consulten las fuentes del saber para
emitir la sentencia? Recuerda mucho a la justicia divina, al Credo en sí. ¿Cómo
un mensaje tan simple como amar al prójimo requiere sesudos teólogos para
interpretarlo? Quizá porque lo que desean no es trasmitir el mensaje, si no
manipularlo, utilizarlo en su beneficio. Aquel Tribunal de la Aguas resultaba
anacrónico pero esclarecedor de la naturaleza de la Justicia, de su esencia y
de como el tiempo la había devaluado.
-Por
cierto Aristóteles -dije yo, sacándole de ese estatus trascendente- ¿Cuál crees
que es el castigo por cagarse involuntariamente en el bolsillo de tu chaqueta?
-¿Que
os habéis cagado en el bolsillo?¿Será posible? Eso me pasa por juntarme con
pájaros -esa era su frase favorita.
-Acabas
de decirnos que no crees en los hombres. ¿Porqué no convertirte a la Fe de los
periquitos?
-Porque
yo ya no puedo pertenecer a ninguna Fe. Pero si te sirve de consuelo, no me
importa que os hayáis cagado en mi chaqueta. La vida me ha cagado otras muchas
veces y no he podido reprenderla. Estoy contento porque mi misión está
concluida. Ya estáis juntos. ¿No era ese el trato? Ahora necesito descansar.
Volvimos
en taxi, Aristóteles estaba muy cansado. Nos metimos los tres en el bolsillo
limpio y fuimos callados hasta aquella pensión que era nuestra casa en
Valencia. No hablábamos porque sabíamos que nuestro viejo amigo necesitaba
tomarse un descanso de pájaros y ya había tenido muchas emociones aquel día. Al
llegar a la pensión comimos alpiste de la jaula, bebimos agua y dejamos que
Aristóteles se tumbase en la cama.
Fue
una tarde y una noche completa donde revivimos todos los detalles de nuestras
vidas pasadas. Como si hubiéramos tomado café. Una vez lo había tomado seducido
por el aroma intenso que desprendía, Aristóteles me lo había advertido:
-Veras
la luz. Se te llenarán los ojos de luz y
no podrás cerrarlos. Es la planta del saber, ese era el árbol del Edén que Eva
no podía tomar. Porque el café te da la clarividencia, te despierta el espíritu
y la vida entra a raudales. No lo tomes porque te robará el sueño y la
voluntad.
Con
aquella advertencia, no podía sino tomarlo, a pesar de su sabor amargo. Yo era
así, siempre dispuesto a aceptar un desafío.
En
la noche de nuestro reencuentro no necesitábamos el café, el frenesí de los
acontecimientos tenía nuestro ánimo bastante perturbado, como para necesitar un
estimulante. Nos pusimos al día de lo sucedido en esos años que parecían
décadas. Como en la pajarera, después de nuestra aventura, seguíamos pensando
que el mundo de los hombres era maravilloso. Un lugar lleno de sorpresas, de
contradicciones, pero lleno de posibilidades. Esa era la verdadera libertad.
La
seguridad del hogar no es suficiente para prescindir de la apasionante
sensación de estar vivo, equivocándose y acertando, pero viviendo. Seguía
siendo un perico, pero me sentía cada vez más cerca de aquellos hombres. Mis
compañeros aunque no compartían mi pasión por los humanos, pensaban como yo que
había valido la pena salir de aquel recinto sagrado de la pajarera que ahora
sólo viviría para siempre en nuestra memoria. De aquella jaula magnífica
protegida por encinas, que había contenido todo lo necesario para una vida
tranquila, nos quedaba el dulce recuerdo de nuestros seres queridos, refugio de
los días que nos quedaban por vivir. Si hubiéramos permanecido en ella, sin
duda todo sería ahora diferente, pero con sin nuestra presencia el cambio se
habría producido. No estarían allí nuestros familiares, quizá tendríamos hijos,
algunos de ellos nos hubieran sido arrebatados y veríamos en los hombres seres
extraños. La misma realidad vista desde la lejanía parecía diferente. La
realidad es la que es, ajena a nosotros, indiferente al cristal con que la
queramos mirar. Somos nosotros quien pretendemos cambiarla, transformarla a
nuestro gusto, pero el mundo gira sin tenernos como eje.
Permanecimos
en el baño para no molestar a Aristóteles. Nuestro viejo amigo tomó algo en la
tarde y se sentó a leer. Se dormía en la
silla y cuando la luz se apagó y las sombras inundaban la habitación a pesar de
las bombillas del techo, Aristóteles dijo que iba a acostarse.
-Mañana
pensaremos la vuelta a casa. Si preferís quedaros aquí no hay problema, pero me
gustaría que me acompañarais.
-Les
he contado a mis amigos lo que has hecho por nosotros. Queremos estar contigo.
Gracias a ti nos hemos reencontrado y en ningún lugar nos tratarán mejor que en
tu casa. Déjanos acompañarte.
-Ahora
estáis juntos podéis construir una vida nueva, no os hago falta. Vosotros ya
estáis completos. A mi me queda poco, también tengo ganas de reunirme con los
míos, con los que me esperan. Sois
libres.
Se
metió en la cama vestido. Realmente estaba cansado o quizá ahora estaba
verdaderamente en paz. Se durmió y nosotros seguimos nuestra velada de
historias que parecían nacidas de la imaginación o de un sueño.
Al
amanecer la luz entraba cegadora por las ventanas que habían quedado abiertas,
el día nos invitaba a recorrerlo. A pesar de nuestra vigilia, estábamos
radiantes, éramos pájaros nuevos, almas llenas de vida, dispuestas a vivirla
intensamente.
Me
acerqué a mi viejo maestro para despertarlo, para llamarlo perezoso, para
invitarle a salir al mundo que nos esperaba. Pero él permanecía en una posición
rígida, con los ojos abiertos mirando hacia la eternidad, ausente y presente a
la vez, quizá llegando en brazos de la muerte a su otra vida, a su amada, su
complemento. Estaba en aquella cama con los brazos estirados sobre el abdomen,
las piernas un poco encogidas. Los pies cubiertos por unos calcetines finos que
mostraban un agujero por el que asomaba el blanco del dedo gordo. La cara
pálida, con una barba blanca de dos días, con una mueca a medio camino entre la
sonrisa y el fastidio. Parecía un Papa Noel antes de vestirse con el traje
rojo. No mostraba signos de dolor, la muerte no le había pillado desprevenido,
quizá habían llegado a un acuerdo. Conociendo a Aristóteles la parca habría
perdido la apuesta aunque pensara que había ganado. Dormía y soñaba con su
querida Inés, soñaba que iba hacia ella. La encontraba en una casita de secano
de su tierra de Aragón, esperándolo en la puerta, con una gran pajarera llena
de periquitos que rompían con sus cantos la quietud del momento. Seguro que en
ese momento caminaba ligero, casi corriendo hacia los brazos que lo esperaban
desde hacía años. Su cansancio se había disuelto, de repente había rejuvenecido
y su pelo blanco había tomado otra vez el color del carbón. Ella con su sonrisa
lo llamaba y su voz era la voz de un pájaro, pero él parecía entender ahora a
los pájaros. Comprendía por fin sus cantos, sus lamentos, las quejas por no
tener manos con las que acariciar. Él si tenía unas manos dispuestas a dar
todas las caricias que en estos años se habían perdido y una boca que no
deseaba otra cosa que besar a Inés. Creo que era feliz.
Pero
yo, me veía por primera vez huérfano, despechado por la vida, abandonado a mi
suerte, sólo a pesar de estar ahora de nuevo con mis amigos. No había conocido
la muerte de mis padres pero desde este momento podía imaginarla. La sensación
de ser el único testimonio de su existencia, la responsabilidad de cargar con
su memoria y de trasmitirla par evitar que la muerte ganara su batalla.
Por
eso no salió un llanto de mi pico sino un grito que era una palabra:
-¡Padre!
Mis
compañeros acudieron desde el baño para ver lo que ocurría. Ellos que hasta no
hacía mucho vivían al margen de los hombres, se sintieron igualmente abatidos.
Toda la energía que la noche nos había dado nos la robaba ahora aquella imagen
de un viejo tendido sobre la cama. Un hombre que se había convertido para
nosotros en el salvador, en el héroe, que había ganado el título de padre.
No
hablamos más, el silencio era nuestra oración, nuestro reconocimiento ante
aquel ser que nos había salvado de ser
unos pájaros más en las jaulas de otros. Nos situamos en los bordes de la cama,
como escoltando su tránsito. Éramos ahora los guardianes de su descanso. Yo
estaba en la cabecera de la cama y mis compañeros a ambos lados de los pies.
Formábamos un triángulo, una pirámide, tres puntos de apoyo que impedían su
caída, que le ayudaban en el viaje, que le proporcionaban la inmortalidad.
Así
nos encontró el casero cuando entro en la habitación a limpiar.
Se
echó las manos a la cabeza y comenzó una sarta de exclamaciones, de quejas, que
parecía un deudo del difunto. Le fastidiaba este giro del destino, un muerto en
su miserable pensión la hacía más miserable si cabía. Era un inconveniente
ahora explicar a la policía que hacía aquel viejo allí con tres pájaros. Vino a
por nosotros con la escoba que portaba, lo esquivamos, pero volvimos a nuestra
posición, trató de echarnos por la ventana, hasta que finalmente nos fuimos a
por él, le arañamos la cara y le picoteamos el brazo. Cuando desapareció,
seguramente para avisar a la policía, volvimos a nuestro sitio. Aquel era
nuestro homenaje y nadie se interpondría en nuestro camino.
Cuando
llego la guardia civil, con sus tricornios de charol y sus trajes verdes,
seguíamos siendo los vigías de aquella barca que cruzaba el río del reino de
Hades. Sus timoneles y sus grumetes, sus hijos solícitos en aquel viaje. Los
guardias que se miraron extrañados, intentaron apartarnos con las manos,
dulcemente, como si comprendieran nuestro dolor. Cuando comprobaron que siempre
regresábamos a nuestra posición nos dejaron. La policía, el forense, todos
trataban de apartar aquellos pericos que daban a la escena un aire surrealista,
añadiendo un dramatismo a la imagen de un hombre muerto, sólo, rodeado únicamente
de sus periquitos. Así aparecimos en las fotos que la policía había tomado de
la escena.
La juez que vino al levantamiento del cadáver,
no se molestó en apartarnos. Su mirada era indiferente, era el rostro de una
joven de aspecto virginal, de facciones pulidas y un brillo azulado en los
ojos. La muerte no la conmovía, el hábito de su visión en todas las versiones
que la violencia ideaba, la había esculpido en mármol.
Fue
la guardia civil la que le explicó a la juez que se había procedido a avisar al
hijo del finado y que ellos se encargarían de entregar a éste las pertenencias
del viejo, incluyendo sus periquitos. Lo dijo para que ésta aceptara, pero no
recibieron respuesta. El silencia valía tanto como una afirmación.
Sin
embargo yo acepté su trato. Pertenecíamos a Aristóteles, él nos había dado la
libertad pero nos había dejado huérfanos. Podíamos ser ahora adoptados por
Javier.
Les
explique a mis compañeros la conversación, de la guardia civil con la jueza.
Les anuncié las condiciones de la rendición, nos dejaríamos coger y encerrar en
la jaula que permanecía abierta. Iríamos con Javier. Se iniciaba ahora una
nueva aventura. Estábamos juntos. Todo saldría bien ahora.