ESPERANZA

sábado, 8 de febrero de 2014

Es la última de los nombres de mujer.



ESPERANZA

 Esperanza no es la mujer que espera en la estación. No es Penélope tejiendo un futuro inalcanzable. No sueña con héroes venideros o príncipes de humo. Es una mujer libre. Liberada por el tiempo, por el devenir de las circunstancias.

   Verde, clara, transparente. Esperanza vive en el momento, es pasado cada segundo que atraviesa. No mira atrás o adelante, ve únicamente el reflejo que le devuelve el espejo. Verse a sí misma como objetivo. No por el egoísmo del autocomplaciente, es una lucha por salvar al yo.

   Vivir el presente es hacer posible el día después, allanar el camino para la siguiente jornada.

   La conocí en la sala de espera de un hospital cualquiera, en el Departamento de Oncología. Un espacio donde la sobriedad asusta. Paredes blancas, imágenes colgadas en los muros que en nada invitan al consuelo. Sillas de plástico alineadas como en los autobuses. Hombres y mujeres sentados sin mirarse, sin hablarse.

¿A dónde lleva el viaje? Pasajeros de un tren que avanza con el monótono canto de sus ruedas metálicas, el silbido agudo, el humo negro que sale de su maquinaria. ¿Quién diseñó aquellos lugares para el dolor? La presión de aquel recinto huero de humanidad ahoga el alma. Aún con el frío del aire acondicionado se percibe una sensación sofocante, como el calor húmedo durante el monzón.

   Sin mirarse, sin verse, sin pronunciar más palabras que los suspiros, aquellos viajeros forzosos, esperan sin esperanza. ¿Qué dicen aquellos silencios? Soliloquios mudos, pensamientos que no logran salir de la boca que pueblan el mundo oscuro de los que se quejan.

   Esperanza brilla con luz propia. Es un farolillo encendido en la oscuridad de la noche. Sonríe y rasga el silencio con su palabra. Frases que parecen desentonar en aquel lugar, notas discordantes de un requiem, alegres comentarios que hieren el alma de los moribundos. Muere quien no vive.

   Pregunta a sus compañeros de asiento por su enfermedad, se sienten incómodos ante aquella franqueza. Casi siempre encuentra respuestas esquivas, evasivas que pretenden sin ser descortés recuperar la quietud del silencio. Mira con ojos vivos a sus compañeros, pero sólo encuentra unos ojos que le responden, que sostienen la mirada, que no la rechazan.

   José siempre se sienta al fondo, en el último banco de asientos. Por timidez, por pudor o quizá porque se siente protegido en el rincón, cercano a la pared. Como los toros arrimados a las tablas, buscando la puerta de chiqueros. José la mira porque es la única luz, en ella ve el verde sobre la tierra árida, el agua corriendo sobre la arena, el horizonte. La mirada le penetra con intensidad, pero se esfuerza por mantenerla y en su cara sin pretenderlo asoma una sonrisa. Ella entreabre los labios mostrando sus blancos dientes, agradecida. Resulta casi impúdico para el pasaje aquella manifestación de complacencia. Como si se quebrase el pacto de dolor que asumieron al llegar a ese recinto. A Esperanza no le importa, porque allí a tres filas de asientos esta la vida latiendo, abriéndose camino en otro navegante. No conoce otra respuesta que sonreír a la vida.

   Tras el encuentro visual, tras compartir la sonrisa como si hubieran compartido un postre después de la cena, cada uno vuelve a su mundo. Los dos están leyendo el libro que les acompaña en la espera. Los dos leen novelas de amor. No del amor frugal que se consume con el sexo. Si no del amor que emerge del fondo del alma, que incluye la pasión, la veneración, el odio, el miedo o la traición, pero que siempre surge de la sensación de estar vivo.

Él tiene en sus manos La vieja sirena, ella relee con deleite los capítulos de No digas que fue un sueño. La redención a través del amor, la consecución de la inmaterialidad que otorga el placer, la inmortalidad al ocupar al otro.

   No se conocen, no saben que comparten gustos literarios, no imaginan lo que les une, pero reconocen en la mirada que existe alguien tras los ojos y los labios. Sólo saben que están allí porque comparten un destino, tienen en común un diagnóstico. Para ella un destino que es aún futuro, para él un diagnóstico es casi como un recuerdo porque parece haber sido derrotado. No saberse sólo es un consuelo. Encontrar un paisano en un país extraño, reconocer un amigo entre la multitud nos reafirma como individuos y nos infunde ánimo. Incluso cuando el mundo se empeña en empañar el futuro, los demás pueden hacernos fuertes.

   Esperanza no perdió ese ánimo ni siquiera cuando el diagnóstico de cáncer le fue anunciado. Cuando el ginecólogo con su bata blanca, llevando en las manos su expediente, leyó el resultado de la biopsia, cruzó por su cabeza la imagen de la Anunciación de Fra Angélico. Un mensaje divino remitido a través de intermediarios que no podía rechazar. Se veía como aquella Virgen resignada, sumisa, en cuyo rostro la aceptación del destino y la altura de la misión creaban una mueca de incredulidad. La palidez de aquella joven envejecida por el anuncio de su próxima maternidad se reflejó también en su cara, pero el símil con la Virgen le hizo esbozar una sonrisa. El ángel de blanco, confuso por su reacción, trató de explicarle el significado del resultado. No pretendía asustarla pero debían tomarse decisiones para solucionar el problema. Esperanza no le contó lo que había cruzado por su mente. No estaba asustada, sabía que aquel diagnóstico no era una sentencia, era sólo un nombre, un obstáculo en el camino, no un muro infranqueable.

- No se preocupe doctor, lo superaremos.

  No es difícil afrontar un cáncer en la consulta, delante de un desconocido. Lo complicado es aceptarlo en la intimidad de tu habitación, frente al espejo. Allí donde el dialogo no puede tener trampa, donde es transparente, porque tu interlocutor eres tú mismo. Decirte:

- Voy a vivir, no me quitarán aquello que quiero.

   Desnudo, mirándote a la cara, siempre ves a alguien más débil que el que sale al ruedo del mundo. Pero Esperanza se veía con la seguridad de estar delante de una ganadora. Animaba a su imagen reflejada, le transmitía la seguridad que sus treinta años le ofrecían. “Este cuerpo no nos va a fallar, saldremos victoriosas. Estoy segura”. Su percepción del mundo siempre había estado teñido de verde, positivizándo lo ambiguo. Los fracasos eran tropiezos, nunca caídas. Los obstáculos sólo un aliciente para correr más y burlarlos. Su filosofía era la de disfrutar el regalo de ser. Su único principio no hacerse daño y no dañar a los demás.

   Estaba decidida a aliarse con su cuerpo y combatir al enemigo que les acechaba. Mirar al enemigo a la cara y hacerle frente. Aquel tumor no eran mas que unas células rebeldes al sistema, furtivas, que desafiaban al cuerpo y querían vivir. Les movía su naturaleza, pero no podían combatir con una estrategia, sólo su errónea genética las hacía perversas. En cambio ella, su cuerpo y ella formaban un equipo ganador. Había un pacto de mutua ayuda en contra de aquel intruso. Si el tumor hubiera podido hablar, lo habrían convencido sin duda de su inútil propósito, hubieran propuesto un pacto de paz. Pero este enemigo no entendía de razones. Por ello se entregaría a la cirugía y a la quimioterapia, eran el lenguaje que el cáncer podía entender.  

   A veces cuando el cuerpo parecía ceder a la tentación del abandono, Esperanza lo animaba. Le contaba las veces que habían sentido el amor, que habían gozado viajando, bebiendo un vino, comiendo un plato con placer, vibrando en cada latido. No podían renunciar a todo lo que les quedaba por vivir, por conocer.

   La enfermedad puede ser el mayor aliado de la vida. Une a los dos habitantes del mismo individuo. El cuerpo y la mente se encuentran. Permite que se reconozcan como pareja de hecho, como compañeros inseparables, con un vínculo tan necesario que no puede ser roto sin su destrucción.

  El ángor, el íctus, el virus, la neoplasia no son más que revulsivos, reconstituyentes de un estado nuevo, de un ser más poderoso. Son el adhesivo de las dos mitades que nos habitan.

La fiebre que enturbia la visión, el dolor que ennegrece el alma, el miedo a la muerte que nubla el futuro, despiertan al hombre. Le muestran su vulnerabilidad, pero le otorgan la humanidad. Cuando somos capaces de hacer que la experiencia del dolor permita el disfrute del placer y la fiebre abra los ojos a la vida, renacemos. Cambiamos de identidad, mudamos nuestra piel escamosa por una nueva que percibe mejor las vibraciones del mundo. Cuando la visión de una muerte futura no ensombrece el futuro si no que ilumina el presente, despertamos al verdadero individuo, al que es capaz de vencer. No siempre somos vencedores pero hasta en la derrota hay honor si se ha luchado con valentía.

“Si conoces a los demás y te conoces a ti mismo, ni en cien batallas correrás peligro; si no conoces a los demás, pero te conoces a ti mismo, perderás una batalla y ganarás otra; si no conoces a los demás ni te conoces a ti mismo, correrás peligro en cada batalla.

Antiguamente, los guerreros expertos se hacían a sí mismos invencibles en primer lugar, y después aguardaban para descubrir la vulnerabilidad de sus adversarios.

La invencibilidad está en uno mismo, la vulnerabilidad en el adversario. Por esto, los guerreros expertos pueden ser invencibles, pero no pueden hacer que sus adversarios sean vulnerables.” 
Sun Tzu
El arte de la guerra

   El arte de la guerra consiste en vencer sin pelear, pero si es necesaria la lucha, hay que entregarse a ella.

   Aunque la primera vez que nos vimos fue en aquella sala de espera, donde nuestras miradas se cruzaban. No fue hasta más tarde que hablé con ella. Una mañana la encontré sentada en el lugar que habitualmente yo ocupaba. Aquello no era casual. Vino a buscarme porque necesitaba no sólo mi sonrisa si no mi aliento. Las palabras que llevan en su sonido la terapia del alma. Porque en el pneuma están el alma, el espíritu, pero también el soplo, el hálito. Esperanza acababa de salir de su primera batalla. Había sido operada.

   Una mastectomía sólo es una técnica quirúrgica en un informe médico, es un término descriptivo que en nada contiene su significado. Aquella amputación va mucho más allá de la eliminación anatómica de un mama. Rompe el esquema corporal que vive en la mente. Destruye la imagen que nos devolvía el espejo, como si el azogue hubiera sufrido una grieta en su lisura. Mirarse y no reconocerse, verse y no creer en ello. Se necesita valor para enfrentarse a esa nueva fotografía. El valor que da el miedo. El coraje de los desesperados, de los necesitados de una victoria. Pero no había tristeza en su mirada, había dolor. Dolor físico y mental. Me habló de ello como si nos conociéramos de siempre. Dejó salir el pus de la herida para que cicatrizara. Me contó sus pensamientos en el quirófano antes de la anestesia, entregando su cuerpo a los cirujanos, me contó como iba perdiendo también la consciencia por los anestésicos. Entonces se prometió no dejar que la muerte la encontrara durmiendo. Cuando llegara quería mirarla a la cara, enfrentarle la mirada. Pasamos el tiempo hablando de nuestra vida, apoyados los libros en las piernas sin reparar en que acabábamos de iniciar algo que podía ser una vieja amistad.

   No puede ser testigo de la batalla en el quirófano. Pero viví con ella el resto de la guerra. Vimos juntos como en la lucha se perdían otros pasajeros de aquella extraña consulta, como quedaban asientos vacíos que podía llenarse con dolorosas historias. Como con el tiempo volvían a ocuparse los lugares abandonados.

   De todas las historias sólo la de Lucía ha quedado sepultada en nuestros silencios.

   Lucía tenía quince años y una leucemia. Pero tenía mucho más que eso, poseía la sonrisa más hermosa que hayamos imaginado nunca y la piel más blanca que nunca hayamos podido recordar. Su mata de pelo rojo, sus pecas, sus ojos de un azul casi transparente y su aire de muñeca. Frágil y poderosa, tierna y rebelde. Nos miraba cuando hablábamos desde el asiento de al lado con el descaro de un adolescente, con la dulzura de un niño. Y poco a poco entró en nuestra charla a pesar de que su madre le indicaba lo inadecuado de interrumpir a dos desconocidos. La enfermedad no sólo es capaz de unir las dos mitades de cada individuo. Es también el punto de unión de seres hasta entonces extraños. Eso ocurrió con Esperanza y conmigo. Esto nos llevó a conocer a Lucia. La enfermedad, el temor implícito en el diagnóstico de cáncer, la necesidad de encontrar a otros que luchen en la misma batalla nos reunió en aquel momento.

   Lucía nunca dejó de ser una niña alegre, parecía incluso feliz. Era la protagonista de la historia, la heroína. Aunque sabía que ser el punto de atención de su familia no era bueno en esas circunstancias. A los quince años no se puede ver el túnel oscuro que conduce a la muerte, si acaso alguna sombra que desaparecerá con la luz del día siguiente. Su simpatía natural, su espontaneidad le permitían crear vínculos que podrían parecer imposibles.

   Cuando nos veía en la consulta arrastraba a su madre hasta nuestro lado. Escuchaba atenta y aportaba algún comentario, como si la conversación fuera verdaderamente entre tres. No fue difícil dejarla entrar en un círculo de confraternidad extraña.

   Por entonces Esperanza había iniciado su primer ciclo de quimioterapia. El veneno que se dejaba administrar dócilmente con la finalidad de derrotar aquel extraño ser que la invadía. Aquel cuya muerte significaba la vida y que sin embargo en cada dosis parecía crecerse, porque ella quedaba más débil. Ese invierno fue el más frío de todos. Temblaba como una llama que se apaga, un hielo que surgía de las entrañas la invadía. Como si en el gotero perfundieran nitrógeno líquido. Imaginaba aquel fármaco fuera del envase de vidrio, humeando, escarchando los tejidos que alcanzaba a través de las venas. Congelando sin duda aquellas células malignas que convertía en frágiles cristales. Este era su consuelo para resistir el hielo en su sangre. Su insoportable fragilidad de copo de nieve, se convertía en fuerza, en resistente témpano. Cada escalofrío, cada espasmo del vómito, le infundía el valor de una batalla ganada. Así vivió su primer ciclo, aferrada a la esperanza del triunfo.

   Lucia le pedía con la naturalidad de los inocentes que le contase sus sensaciones. Su madre ya no le recriminaba hablar con nosotros, como si intuyera que eramos seres afines, necesarios para que su hija entendiera la lucha que le esperaba. No reflejaba en sus ojos azules el miedo a un futuro incierto. En aquellos mares profundos se veía la fuerza de las olas, la inmensa riqueza que se atesoraba tras su mirada. Porque en las pupilas se reflejaba el deseo de luchar contra la leucemia, contra la inmoral injusticia del dolor de los niños, la antinatural razón de la vida para rebelarse contra la vida. En su sonrisa fresca se dibujaba el sarcasmo del destino. Todos los porqués podían preguntarse cuando un cáncer habita un niño. Y todas las respuestas parecían imposibles. No podía explicarse que maldito hado era responsable de aquella abominación, de aquel contrasentido. Sin embargo en su boca no aparecía ninguna de esas preguntas. Sólo quería conocer que sentimientos despertaba aquella quimioterapia vencedora. No veía en el tratamiento un castigo necesario, sino la salvación. Belerofonte derrotando a Quimera, Perseo decapitando a Medusa, el Quijote que se batiría por Dulcinea, por ella. La eterna lucha del Bien contra el Mal.

   Siempre pensamos en nosotros mismos como el bien máximo, somos el fin de la propia Creación. El mal es aquello que atenta contra nosotros. Pero a quien se puede hacer responsable de la enfermedad sobrevenida. No podemos culpar a la Naturaleza, no hay un error en la misma, es la autora tanto del virus como del hombre. Es la que genera tanto la vida como hace posible la muerte. Y la muerte es necesaria para la propia vida. No existe contradicción en el diseño. Lo que genera un sentimiento de rechazo es la percepción de una suerte de injusticia. No es posible asimilar con naturalidad ser marcado por el azar, ser elegido para sufrir sin nuestro consentimiento. Nadie eligió participar en el sorteo de la salud y la enfermedad. Pero desde el momento en que iniciamos el camino de la vida, aceptamos las reglas del juego. Vienen escritas sobre las tablas de la Ley, no sobre piedra, sino sobre materia orgánica. Escritas en ese código extraño de los cromosomas, la piedra roseta de la genética, la herencia de nuestros ancestros impresa en la lengua más arcaica. No se trata de una Ley Moral, no castiga a los pecadores y premia a los santos. No entiende de bondad o de compasión, no hay caridad pero tampoco maldad en sus actos. Es lógico abjurar de la rectitud de la Naturaleza cuando atenta contra los inocentes, repugna su proceder. Pero olvidamos con frecuencia los milagros que nos regala. Mirar alrededor es descubrir lo que nos da frente a lo que nos quita. La aceptación puede ser entonces la respuesta. Aceptar no significa resignarse, quiere decir no perderse en la autocompasión y plantar cara a la adversidad.

   Lucia y Esperanza, dos mujeres separadas hasta entonces por un abismo generacional, por un mar de experiencias diferentes, por vidas paralelas, colisionaron como dos estrellas. De su choque no surgió una nube de planetas sino un único cuerpo celeste que brillaba aún mas. Una mixtura de sus dos cuerpos y mentes, en simbiosis, en armonía. Por momentos temí quedar cegado por su luz, barrido por la fuerza, pero en aquella fusión como en el Bing Bang se creó la gravedad, el tiempo, el espacio. La gravedad que las unía y me unía a ellas, el tiempo que empezaba a contar desde aquel momento y un espacio que era ahora distinto, nuevo. Las veía contarse sus sesiones de quimioterapia como quien comenta las últimas noticias del corazón, riéndose de las nauseas, imitando los vómitos con muecas que provocaban ahora espasmos de risa y llanto. Se mostraban sus cabezas calvas e intercambiaban los pañuelos para cubrirse. Se animaban mutuamente para la próxima sesión de quimioterapia. A pesar de que con cada ciclo las fuerzas menguaban y los análisis demostraban como la sangre perdía su naturaleza viva, ellas se empujaban hacia adelante. Sufrían y se rebelaban ante el que había pasado a ser ya un objetivo común, las dos saldrían de aquel trance, juntas, más unidas si cabía, más fuertes.

   Yo sufría con ellas las penurias en la salud y disfrutaba de sus alegres charlas casi como un espectador, sentado en la primera fila del mundo. Participaba de aquellos momentos aunque nunca como actor principal, como telonero destacado de aquel espectáculo. Ellas eran las guerreras, yo el general victorioso que venció en anteriores batallas y que merecía el puesto de asesor, de consejero. No me sentí nunca rechazado. Al finalizar los seis ciclos y tras un periodo de recuperación llegaron los primeros resultados alentadores. Analítica, marcadores tumorales, resonancias, un lenguaje al que ya nos habíamos acostumbrado y que en aquellos momentos resultaba como una música agradable a nuestros oídos. Todas las pruebas nos reconfortaban, sonaban a ilusión. Eran una canción de fiesta, no una balada o una melodía cadenciosa sino un estruendo que revolvía el ánimo y te empujaba a la pista de baile. Al baile de la vida. Salíamos a cenar y al cine. Lucía era una más en la extraña pareja que ahora constituíamos Esperanza y yo. Compartíamos piso desde hacía unas semanas. Que sentido tenía vivir juntos y habitar separados. Algo que podría decirse amor, o quizás más grande que el amor, había nacido en nuestra unión. Lucía no era un añadido, era un elemento de cohesión, como una hija nacida de nuestra relación. Compartía con nosotros incluso los secretos que podría haber compartido con compañeras de colegio, sus amores, sus temores, sus deseos. Todo aquello que no es posible contar a los padres biológicos nos era confiado. A los quince años hay una turbulenta vida interior que es imposible guardar para uno mismo. Son demasiadas las sensaciones que se agolpan en la cabeza, demasiados los impulsos que nacen del cuerpo para guardarlos en una caja. Lucía necesitaba liberar aquellas historias y había encontrado en Esperanza la amiga adecuada.

    La enfermedad tiene un efecto extraño sobre el tiempo, acelera su efecto, como un sol potente que hace madurar la fruta. La enfermedad madura la mente. Ayuda a replantear prioridades, ayuda a crecer. Cuando era pequeño cada vez que enfermaba y quedaba postrado por la fiebre, al salir del trance, recuperado pero débil, mi madre siempre decía: “ José has crecido, vas a ser más alto que tu padre”. Yo nunca entendí porque el crecimiento tenía que ir ligado al dolor, al sufrimiento. Ahora que ya he superado muchas convalecencias lo sé. La enfermedad es el motor del propio cuerpo, el estímulo necesario para el cambio, para adaptarse. La enfermedad permite distinguir lo cotidiano de lo necesario, como la lluvia aclara el horizonte, limpia el alma de impurezas. Cuando no estamos enfermos no somos conscientes de nuestra vulnerabilidad y vivimos ajenos a nosotros mismos.

   En esos meses en que el cielo de nuevo se abrió a la luz, la vida floreció. Podíamos percibir cada segundo, paladearlo y escupir las semillas que a veces ocupan ese dulce fruto. Llenamos de proyectos el mundo. Lucía pudo incorporarse de nuevo al instituto, venía a contarnos sus amores y sus temores algunas tardes. Siempre acabábamos riendo. A ellas les gustaba acariciar los cabellos que al principio como finas puntas poblaban su cabeza y que después podían peinar. No fue hasta el séptimo mes en que la vimos más decaída y cansada. Supimos por sus padres que la enfermedad había reaparecido. Ella se lo había ocultado a Esperanza para no preocuparla, la reconfortaba la sensación de libertad que le daba sentirse sana al menos en nuestra casa.

   Ambas decidieron que aquello iba a ser de nuevo temporal. No iban a permitir que la sombra de la duda las alejara de aquel deleite que había sido el tiempo pasado. Se entregarían a la lucha pero entre las batallas ignorarían al enemigo. Esta vez la opción era un trasplante de médula, había un donante compatible del banco de células madre de cordón y esta posibilidad abría un pronóstico más prometedor que el autotrasplante. No hubo dudas, a qué esperaban, ella estaba dispuesta.

   Debían primero administrar fármacos inmunosupresores que evitaran el rechazo.

   Que absurda es a veces la medicina, viola cualquier principio de la guerra. Producir primero una enfermedad mayor, eliminar todas las defensas para combatir al enemigo. El trasplante era como un caballo de Troya en cuyo interior estuvieran los aliados y desde dentro reconquistar el cuerpo. Pero primero debían eliminar a todos los guerreros, ni Pirro había perdido tanto en sus batallas. No obstante ellos eran los sabios, en sus manos y en su ciencia estaba la estrategia.

   Reconozco que aquello era demasiado para mi entendimiento y sobre todo no soportaba la presión de pensar que teníamos que iniciar de nuevo la lucha. La posibilidad de que a Esperanza pudiera recidivar también el tumor hacia que las lágrimas anegaran mis ojos por esas dos mujeres que eran ahora mi presente y quería tener en mi futuro. Las lágrimas siempre son egoístas. Lloramos por nosotros mismos. Aunque sean los demás quienes sufren, es nuestro dolor el que hace surgir el agua en la mirada. Incluso en la compasión vemos al otro como a nosotros mismos, tememos poder estar alguna vez en su lugar y ello nos conmueve.

Esperanza no lloraba, porque ella creía firmemente en la curación de Lucía. No hubiera permitido que yo dudara lo que era una evidencia, una certeza absoluta. Sin embargo yo hubiera pedido ocupar el lugar de Lucía y habría sentido menos temor. Mi naturaleza era débil, menos positiva. Me consolaban y me animaban ante la certidumbre del éxito y me convencieron de que aquella duda que yo podía albergar no tenía sentido.  

   Los primeros días fueron duros para todos. Sólo su madre iba a estar en la habitación aislada en que debía permanecer hasta que las defensas permitieran de nuevo las visitas. El teléfono nos permitía conocer como estaba. Al principio nos hablaba su madre, Lucía estaba demasiado cansada para mantener una conversación. No verla y no oírla era insoportable, como si fuéramos nosotros los enfermos.

   Cuando pudimos entrar en la habitación y vimos aquel cuerpo magullado, debilitado, hubiéramos caído en el desconsuelo si no hubiese sido por su sonrisa. En la blancura de su rostro, con aquellos pómulos ahora prominentes y los ojos claros hundidos en el pozo de las órbitas, emergía como un relámpago su sonrisa. Los dientes blancos, la boca abierta, sus palabras débiles pero llenas de fuerza nos permitieron ver una luz al final del túnel. La luz de la esperanza. Nos agarramos a su risa como ella se agarraba a la vida. Fue como una ilusión, un engaño de mago, un truco vulgar que la muerte empleaba para ser la protagonista. Los días posteriores, la sonrisa se fue apagando, los ojos abiertos al mar, se hundían en las cavernas de la órbita y se cerraron. No existía dolor, sólo un sueño, el sopor de la muerte que los médicos llamaron coma. Un estado donde la vida cede el testigo o quizá donde la muerte va abrazando a la vida y la deja descansar de su lucha. Aquel estado vegetativo que humaniza y deshumaniza a la vez al individuo. La percepción de que quien ocupaba el cuerpo ya no está y nos mira desde fuera. Lucía ya no brillaba en la habitación, su luz se había apagado y había dejado sólo una vela cuyo pábilo se ennegrecía por momentos. Una débil claridad emanaba de la blancura de su cuerpo, bajo las sábanas blancas, bajo el blanco de la muerte. Supimos que la habíamos perdido cuando se derramó por su boca un pequeño hilo de saliva que resbalaba por la comisura de sus labios hasta manchar la cara. Como si en su intento por emitir la última palabra, su boca hubiese llorado. En cambio a nosotros se nos secaron las lágrimas, la rabia las había destruido, en su lugar de nuestra boca salían espumarajos en forma de palabras de odio al mundo, a la medicina. La impotencia se convierte en violencia contra el aire. La serenidad es una utopía si no se comprende el significado de lo que ocurre. No somos seres racionales, somos seres emocionales. La emoción nos hace humanos, no la razón. La Razón sólo es la que luego viene a tratar de consolar, a tratar de recuperar la posición perdida. Explicar lo inexplicable es su fuerte, dar sentido a los sinsentidos, entender lo incomprensible, aceptar lo injusto, comprender lo absurdo. Nos permite seguir vivos ante el dolor.

   Los médicos nos dijeron que su hígado no había podido superar el esfuerzo. La inmunosupresión requería fármacos potentes que tenían efectos secundarios. El fallo hepático y luego el fallo multisistémico habían acabado con la vida. Palabras tan profundas, tan llenas de ciencia que no podíamos rebatir, pero que no nos daban consuelo. Sólo encontramos ese consuelo en las palabras que nos dejó Lucía. Había escrito en un cuaderno los días antes de entrar en coma una frase que llenaba casi la hoja. Con su letra marcada por los signos de la debilidad, con trazo irregular y letras grandes nos escribió: “Vivid por mí” .

   No era una imposición, no era una orden, no lo decía como un grito sino como un ruego. No renunciaba a la vida, sólo pedía vivirla a través nuestro. Que fuéramos quienes la mantuviéramos viva, ese era su legado.

   El duelo, ese espacio en el tiempo en que se necesita reencontrarse, buscar entre las cenizas los restos de la persona perdida y de nosotros mismos. Ese duelo fue doloroso, pero cuando encontramos la salida, cuando vimos la puerta abierta, nos precipitamos a ella para cumplir lo que se nos había pedido.

   No somos conscientes de que cada día debemos dar gracias por verlo. El mañana no nos espera. Si estamos o no estamos le es indiferente. Sólo el ahora es nuestro. La fragilidad del tiempo se descompone en un pasado que se aleja y un futuro incierto, sólo el presente tiene corporeidad. Aprendimos a vivir en ese momento permanentemente. Nos ayudaba ver en el hospital, vidas a las que de repente tenían que cambiar el paso. Personas que vivían su vida ajenas a su propia existencia. Su presente estaba tan ocupado que olvidaban su pasado y confiaban en el futuro esperanzados. Gente que vivía con la cotidianidad que arrastramos en la vida como una carga. De lunes a viernes con la ferocidad de llegar al fin de semana que se acaba fugaz, imponiéndose el objetivo de las vacaciones próximas. El trabajo, las reuniones, la necesidad de estar sin la obligación de ser.

   Y llega un día que perciben un bulto, notan un chasquido, un ruido extraño en su maquinaria, podrían ser imaginaciones, se dicen. Pero al llegar al médico les anuncian: esto es grave. Y se hunden. No por miedo. Es porque no les ha dado tiempo a vivir y piensan que aquello es el final. Un final que aún no estaba previsto que llegase. La desesperación por agotar los días les hace huir desorientados.

   Hay que acumular vida para que cuando la noticia llegue no nos pille desprevenidos. El cambio llega a veces sin aviso previo. No te piden que lo aceptes, es tuyo. No siempre existe un antes y un después de la noticia. Puede quedar sólo el antes y un recuerdo de lo que fuiste. La vida es como una montaña rusa con sus ascensos angustiosos y los descensos que encojen el alma, siempre esperamos que la vagoneta llegue a su destino en un territorio llano, que pare su velocidad de vértigo. El éxito de vivir consiste en disfrutar del viaje. Cada instante tiene el valor de ser único, irrepetible.

   Es cierto que no se puede vivir únicamente en ese estado de reafirmación existencial permanente. Es necesario trabajar, estudiar, realizar actos inútiles pero imprescindibles. Pero no se puede renunciar a que en cada día no exista un momento en que se perciba que se está vivo.

dum loquimur, fugerit invida aetas: carpe diem, quam minimum credula postero. 
Horacio, Odas, I, 11, 7-8

Mientras hablamos, huye el envidioso tiempo. Aprovecha el día, y no confíes lo más mínimo en el mañana.

   Esperanza no tuvo nuevas recaídas, ni en su mente estaba que las hubiera. Había pasado un año de la muerte de Lucía y en ese aniversario no celebrado ocurrió un hecho inesperado.

  La quimioterapia había producido una amenorrea. La regla desapareció por efecto de la acción de los quimioterápicos sobre el ovario. Los fármacos atacaban a las células tumorales en crecimiento, pero no distinguían a las propias células en desarrollo. La población ovocitaria que es numerosa en las mujeres, más de medio millón de óvulos disponibles para la edad fértil, es atacada por la quimioterapia. Apenas quinientos de ellos serían necesarios para producir un óvulo cada mes durante cuarenta años. A Esperanza le habían ofrecido hacer una reserva de corteza ovárica para un trasplante posterior que conservara la fertilidad. Ella lo rechazó para no retrasar el tratamiento. Cuantas decisiones se nos exigen a veces en aspectos que nunca habíamos siquiera imaginado.

   Ahora, sin esperarlo, había empezado de nuevo a tener la regla. Y fue tan sorpresa como seguramente lo había sido la primera vez. Pero al contrario que entonces, en que la regla la percibió como una amenaza, algo inquietante. Ahora se convirtió en un acontecimiento celebrado. Yo tenía miedo de que significase que existía un trastorno y la obligué a acudir al ginecólogo.

- Está todo bien. Incluso en la ecografía se puede ver una reserva folicular suficiente - nos dijo el ginecólogo- Ha tenido suerte porque es usted joven- afirmó la ginecóloga-

- Eso quiere decir que no hay ningún problema. Que no hay riesgo de que el tumor no se haya destruido, igual que ha pasado con el ovario.

- No podemos asegurarle que no haya una recidiva del tumor, pero el hecho de tener la regla no significa que la medicación no haya hecho su efecto. Ahora bien lo que es importante es que deben ustedes tomar medidas para que no se quede embarazada. Es demasiado pronto para plantearse un embarazo en este momento.

¿Plantarse un embarazo? En que estaba pensando aquel médico. No se me había pasado ni por la imaginación. La posibilidad sólo de su pensarlo me producía escalofríos y más ahora sabiendo que podría perjudicar a Esperanza.

   Está claro que los hombres y las mujeres somos diferentes. No es un problema físico. Nos componemos de los mismos elementos y seguimos las mismas leyes naturales. Pero existe un proceso mental que sigue vías nerviosas distintas. Quizás sólo las neuronas tienen sexo, las sinapsis deben contener neurotransmisores diferentes o las conexiones se realizan según patrones femeninos o masculinos. Debe existir una explicación razonable para que al llegar a casa Esperanza me dijera: “Cierra los ojos, escucha, quiero decirte algo importante. Quiero que lo pienses y no me des una respuesta hasta haberlo meditado”.

   No sabía qué me iba a contar y ya me temblaban las piernas. El miedo se percibe, por eso me habló con dulzura, con una voz suave: “Quiero tener un hijo”.

   Esta vez la imagen de la Virgen de la Anunciación se reflejaba en mi rostro.

   ¿Se había vuelto loco el mundo? Ella había estado allí, había escuchado al médico y me pedía que hiciéramos justo lo contrario de lo que nos había aconsejado. ¿Era por rebeldía? ¿Quería demostrar algo? Yo no podía darle la razón porque tenía miedo a poder perderla. No me dejó hablar, me pudo un dedo en los labios y los selló. “Mañana me darás una respuesta”.

   No pude concentrarme el resto del día, no concilié el sueño en la noche y si dije que sí no fue por valentía. Fue por amor, por el amor inmenso que sentía por aquella mujer que no aceptaba imposiciones, que buscaba los imposibles. Dije que sí porque sabía que un no hubiera sido un portazo a nuestra relación y era lo único que no estaba dispuesto a perder. Dije que sí porque sabía que los motivos que la habían llevado a aquella decisión era también el amor. El amor a la vida.

    Vivimos aquel embarazo como una viaje, el viaje que nos llevaría a la felicidad. Sin miedos, sin la angustia de pensar en el tumor, sin diagnóstico prenatal, sin pretender hacer un niño perfecto. ¿Acaso nosotros no eramos también imperfectos? Teníamos errores genéticos que nos habían llevado al cáncer y sin embargo la enfermedad nos había abierto la puerta de la felicidad. Sólo pretendíamos hacer un hijo. Alguien que iba a vivir por nosotros. Y cuando en la ecografía de las 20º semanas nos dijeron que era una niña. Supimos que su nombre sería Lucía y que esa niña viviría también por ella. No sería ella. No pretendíamos sustituirla. No existe ningún duplicado de otro ser. No podemos ser los demás. Cada individuo es único y tiene su propio tiempo. Pero en nuestros hijos nos perpetuamos y nos reflejamos como en los espejos.

   Esperanza nunca perdió la fuerza, nunca el deseo de seguir adelante, de traspasar las metas. Ahora que somos ancianos y pasamos nuestras vidas saboreándolas, disfrutando de lo poco y de lo mucho, viendo crecer a Lucía. Viendo como se convertía en una mujer y estudiaba Medicina. Ahora que es médico oncohematóloga, ahora que nos dio el mayor de los regalos, una nieta a la que llamó Esperanza. Ahora podemos decir que valió la pena no perder el pulso de la vida, que no se puede renunciar al futuro sin batalla, que no se puede perder la esperanza por un tropiezo.

   Sólo le pido algo más a la vida. Que me permita dejar el mundo antes que ella, que pueda dejar mi lugar estando a su lado, porque así la despedida sera dulce y calma.

Antonio Machado . Al olmo viejo

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.

No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.

Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.