Si ahora no tienes tiempo, déjalo para otro rato. Esto es sólo para los momentos de entrevida.
ESPERANZA
Esperanza no es la mujer que espera en la
estación. No es Penélope tejiendo un futuro inalcanzable. No sueña con héroes
venideros o príncipes de humo. Es una mujer libre. Liberada por el tiempo, por
el devenir de las circunstancias.
Verde, clara, transparente. Esperanza
vive en el momento, es pasado cada segundo que atraviesa. No mira atrás o
adelante, ve únicamente el reflejo que le devuelve el espejo. Verse a sí misma
como objetivo. No por el egoísmo del autocomplaciente, es una lucha por salvar
al yo.
Vivir el presente es hacer posible el
día después, allanar el camino para la siguiente jornada.
La conocí en la sala de espera de un
hospital cualquiera, en el Departamento de Oncología. Un espacio donde la
sobriedad asusta. Paredes blancas, imágenes colgadas en los muros que en nada
invitan al consuelo. Sillas de plástico alineadas como en los autobuses.
Hombres y mujeres sentados sin mirarse, sin hablarse.
¿A dónde lleva el viaje? Pasajeros de un tren que
avanza con el monótono canto de sus ruedas metálicas, el silbido agudo, el humo
negro que sale de su maquinaria. ¿Quién diseñó aquellos lugares para el dolor?
La presión de aquel recinto huero de humanidad ahoga el alma. Aún con el frío
del aire acondicionado se percibe una sensación sofocante, como el calor húmedo
durante el monzón.
Sin mirarse, sin verse, sin
pronunciar más palabras que los suspiros, aquellos viajeros forzosos, esperan
sin esperanza. ¿Qué dicen aquellos silencios? Soliloquios mudos, pensamientos
que no logran salir de la boca que pueblan el mundo oscuro de los que se
quejan.
Esperanza brilla con luz propia. Es
un farolillo encendido en la oscuridad de la noche. Sonríe y rasga el silencio
con su palabra. Frases que parecen desentonar en aquel lugar, notas
discordantes de un requiem, alegres comentarios que hieren el alma de los
moribundos. Muere quien no vive.
Pregunta a sus compañeros de asiento
por su enfermedad, se sienten incómodos ante aquella franqueza. Casi siempre
encuentra respuestas esquivas, evasivas que pretenden sin ser descortés
recuperar la quietud del silencio. Mira con ojos vivos a sus compañeros, pero
sólo encuentra unos ojos que le responden, que sostienen la mirada, que no la
rechazan.
José siempre se sienta al fondo, en
el último banco de asientos. Por timidez, por pudor o quizá porque se siente
protegido en el rincón, cercano a la pared. Como los toros arrimados a las
tablas, buscando la puerta de chiqueros. José la mira porque es la única luz,
en ella ve el verde sobre la tierra árida, el agua corriendo sobre la arena, el
horizonte. La mirada le penetra con intensidad, pero se esfuerza por mantenerla
y en su cara sin pretenderlo asoma una sonrisa. Ella entreabre los labios
mostrando sus blancos dientes, agradecida. Resulta casi impúdico para el pasaje
aquella manifestación de complacencia. Como si se quebrase el pacto de dolor
que asumieron al llegar a ese recinto. A Esperanza no le importa, porque allí a
tres filas de asientos esta la vida latiendo, abriéndose camino en otro
navegante. No conoce otra respuesta que sonreír a la vida.
Tras el encuentro visual, tras
compartir la sonrisa como si hubieran compartido un postre después de la cena,
cada uno vuelve a su mundo. Los dos están leyendo el libro que les acompaña en
la espera. Los dos leen novelas de amor. No del amor frugal que se consume con
el sexo. Si no del amor que emerge del fondo del alma, que incluye la pasión,
la veneración, el odio, el miedo o la traición, pero que siempre surge de la
sensación de estar vivo.
Él tiene en sus manos La vieja sirena, ella relee con deleite los capítulos
de No digas que fue un sueño.
La redención a través del amor, la consecución de la inmaterialidad que otorga
el placer, la inmortalidad al ocupar al otro.
No se conocen, no saben que comparten
gustos literarios, no imaginan lo que les une, pero reconocen en la mirada que
existe alguien tras los ojos y los labios. Sólo saben que están allí porque
comparten un destino, tienen en común un diagnóstico. Para ella un destino que
es aún futuro, para él un diagnóstico es casi como un recuerdo porque parece
haber sido derrotado. No saberse sólo es un consuelo. Encontrar un paisano en
un país extraño, reconocer un amigo entre la multitud nos reafirma como
individuos y nos infunde ánimo. Incluso cuando el mundo se empeña en empañar el
futuro, los demás pueden hacernos fuertes.
Esperanza no perdió ese ánimo ni
siquiera cuando el diagnóstico de cáncer le fue anunciado. Cuando el ginecólogo
con su bata blanca, llevando en las manos su expediente, leyó el resultado de
la biopsia, cruzó por su cabeza la imagen de la Anunciación de Fra Angélico. Un
mensaje divino remitido a través de intermediarios que no podía rechazar. Se
veía como aquella Virgen resignada, sumisa, en cuyo rostro la aceptación del
destino y la altura de la misión creaban una mueca de incredulidad. La palidez
de aquella joven envejecida por el anuncio de su próxima maternidad se reflejó
también en su cara, pero el símil con la Virgen le hizo esbozar una sonrisa. El
ángel de blanco, confuso por su reacción, trató de explicarle el significado
del resultado. No pretendía asustarla pero debían tomarse decisiones para
solucionar el problema. Esperanza no le contó lo que había cruzado por su
mente. No estaba asustada, sabía que aquel diagnóstico no era una sentencia,
era sólo un nombre, un obstáculo en el camino, no un muro infranqueable.
- No se preocupe doctor, lo superaremos.
No es
difícil afrontar un cáncer en la consulta, delante de un desconocido. Lo
complicado es aceptarlo en la intimidad de tu habitación, frente al espejo.
Allí donde el dialogo no puede tener trampa, donde es transparente, porque tu
interlocutor eres tú mismo. Decirte:
- Voy a vivir, no me quitarán aquello que quiero.
Desnudo, mirándote a la cara, siempre
ves a alguien más débil que el que sale al ruedo del mundo. Pero Esperanza se
veía con la seguridad de estar delante de una ganadora. Animaba a su imagen
reflejada, le transmitía la seguridad que sus treinta años le ofrecían. “Este
cuerpo no nos va a fallar, saldremos victoriosas. Estoy segura”. Su percepción
del mundo siempre había estado teñido de verde, positivizándo lo ambiguo. Los
fracasos eran tropiezos, nunca caídas. Los obstáculos sólo un aliciente para
correr más y burlarlos. Su filosofía era la de disfrutar el regalo de ser. Su
único principio no hacerse daño y no dañar a los demás.
Estaba decidida a aliarse con su
cuerpo y combatir al enemigo que les acechaba. Mirar al enemigo a la cara y
hacerle frente. Aquel tumor no eran mas que unas células rebeldes al sistema,
furtivas, que desafiaban al cuerpo y querían vivir. Les movía su naturaleza,
pero no podían combatir con una estrategia, sólo su errónea genética las hacía
perversas. En cambio ella, su cuerpo y ella formaban un equipo ganador. Había
un pacto de mutua ayuda en contra de aquel intruso. Si el tumor hubiera podido
hablar, lo habrían convencido sin duda de su inútil propósito, hubieran
propuesto un pacto de paz. Pero este enemigo no entendía de razones. Por ello
se entregaría a la cirugía y a la quimioterapia, eran el lenguaje que el cáncer
podía entender.
A veces cuando el cuerpo parecía
ceder a la tentación del abandono, Esperanza lo animaba. Le contaba las veces
que habían sentido el amor, que habían gozado viajando, bebiendo un vino,
comiendo un plato con placer, vibrando en cada latido. No podían renunciar a
todo lo que les quedaba por vivir, por conocer.
La enfermedad puede ser el mayor
aliado de la vida. Une a los dos habitantes del mismo individuo. El cuerpo y la
mente se encuentran. Permite que se reconozcan como pareja de hecho, como
compañeros inseparables, con un vínculo tan necesario que no puede ser roto sin
su destrucción.
El ángor, el íctus, el virus, la neoplasia
no son más que revulsivos, reconstituyentes de un estado nuevo, de un ser más
poderoso. Son el adhesivo de las dos mitades que nos habitan.
La fiebre que enturbia la visión, el dolor que
ennegrece el alma, el miedo a la muerte que nubla el futuro, despiertan al
hombre. Le muestran su vulnerabilidad, pero le otorgan la humanidad. Cuando
somos capaces de hacer que la experiencia del dolor permita el disfrute del
placer y la fiebre abra los ojos a la vida, renacemos. Cambiamos de identidad,
mudamos nuestra piel escamosa por una nueva que percibe mejor las vibraciones
del mundo. Cuando la visión de una muerte futura no ensombrece el futuro si no
que ilumina el presente, despertamos al verdadero individuo, al que es capaz de
vencer. No siempre somos vencedores pero hasta en la derrota hay honor si se ha
luchado con valentía.
“Si conoces a los demás y te
conoces a ti mismo, ni en cien batallas correrás peligro; si no conoces a los
demás, pero te conoces a ti mismo, perderás una batalla y ganarás otra; si no
conoces a los demás ni te conoces a ti mismo, correrás peligro en cada batalla.
Antiguamente, los guerreros
expertos se hacían a sí mismos invencibles en primer lugar, y después
aguardaban para descubrir la vulnerabilidad de sus adversarios.
La invencibilidad está en uno
mismo, la vulnerabilidad en el adversario. Por esto, los guerreros expertos
pueden ser invencibles, pero no pueden hacer que sus adversarios sean vulnerables.”
Sun Tzu
El arte de la guerra
El arte de la guerra consiste en
vencer sin pelear, pero si es necesaria la lucha, hay que entregarse a ella.
Aunque la primera vez que nos vimos
fue en aquella sala de espera, donde nuestras miradas se cruzaban. No fue hasta
más tarde que hablé con ella. Una mañana la encontré sentada en el lugar que
habitualmente yo ocupaba. Aquello no era casual. Vino a buscarme porque
necesitaba no sólo mi sonrisa si no mi aliento. Las palabras que llevan en su
sonido la terapia del alma. Porque en el pneuma están el alma, el espíritu, pero
también el soplo, el hálito. Esperanza acababa de salir de su primera batalla.
Había sido operada.
Una mastectomía sólo es una técnica
quirúrgica en un informe médico, es un término descriptivo que en nada contiene
su significado. Aquella amputación va mucho más allá de la eliminación
anatómica de un mama. Rompe el esquema corporal que vive en la mente. Destruye
la imagen que nos devolvía el espejo, como si el azogue hubiera sufrido una
grieta en su lisura. Mirarse y no reconocerse, verse y no creer en ello. Se
necesita valor para enfrentarse a esa nueva fotografía. El valor que da el
miedo. El coraje de los desesperados, de los necesitados de una victoria. Pero
no había tristeza en su mirada, había dolor. Dolor físico y mental. Me habló de
ello como si nos conociéramos de siempre. Dejó salir el pus de la herida para
que cicatrizara. Me contó sus pensamientos en el quirófano antes de la
anestesia, entregando su cuerpo a los cirujanos, me contó como iba perdiendo
también la consciencia por los anestésicos. Entonces se prometió no dejar que
la muerte la encontrara durmiendo. Cuando llegara quería mirarla a la cara,
enfrentarle la mirada. Pasamos el tiempo hablando de nuestra vida, apoyados los
libros en las piernas sin reparar en que acabábamos de iniciar algo que podía
ser una vieja amistad.
No puede ser testigo de la batalla en
el quirófano. Pero viví con ella el resto de la guerra. Vimos juntos como en la
lucha se perdían otros pasajeros de aquella extraña consulta, como quedaban
asientos vacíos que podía llenarse con dolorosas historias. Como con el tiempo
volvían a ocuparse los lugares abandonados.
De todas las historias sólo la de
Lucía ha quedado sepultada en nuestros silencios.
Lucía tenía quince años y una
leucemia. Pero tenía mucho más que eso, poseía la sonrisa más hermosa que
hayamos imaginado nunca y la piel más blanca que nunca hayamos podido recordar.
Su mata de pelo rojo, sus pecas, sus ojos de un azul casi transparente y su
aire de muñeca. Frágil y poderosa, tierna y rebelde. Nos miraba cuando
hablábamos desde el asiento de al lado con el descaro de un adolescente, con la
dulzura de un niño. Y poco a poco entró en nuestra charla a pesar de que su
madre le indicaba lo inadecuado de interrumpir a dos desconocidos. La
enfermedad no sólo es capaz de unir las dos mitades de cada individuo. Es
también el punto de unión de seres hasta entonces extraños. Eso ocurrió con
Esperanza y conmigo. Esto nos llevó a conocer a Lucia. La enfermedad, el temor
implícito en el diagnóstico de cáncer, la necesidad de encontrar a otros que
luchen en la misma batalla nos reunió en aquel momento.
Lucía nunca dejó de ser una niña
alegre, parecía incluso feliz. Era la protagonista de la historia, la heroína.
Aunque sabía que ser el punto de atención de su familia no era bueno en esas
circunstancias. A los quince años no se puede ver el túnel oscuro que conduce a
la muerte, si acaso alguna sombra que desaparecerá con la luz del día
siguiente. Su simpatía natural, su espontaneidad le permitían crear vínculos
que podrían parecer imposibles.
Cuando nos veía en la consulta
arrastraba a su madre hasta nuestro lado. Escuchaba atenta y aportaba algún
comentario, como si la conversación fuera verdaderamente entre tres. No fue
difícil dejarla entrar en un círculo de confraternidad extraña.
Por entonces Esperanza había iniciado
su primer ciclo de quimioterapia. El veneno que se dejaba administrar
dócilmente con la finalidad de derrotar aquel extraño ser que la invadía. Aquel
cuya muerte significaba la vida y que sin embargo en cada dosis parecía
crecerse, porque ella quedaba más débil. Ese invierno fue el más frío de todos.
Temblaba como una llama que se apaga, un hielo que surgía de las entrañas la
invadía. Como si en el gotero perfundieran nitrógeno líquido. Imaginaba aquel
fármaco fuera del envase de vidrio, humeando, escarchando los tejidos que
alcanzaba a través de las venas. Congelando sin duda aquellas células malignas
que convertía en frágiles cristales. Este era su consuelo para resistir el
hielo en su sangre. Su insoportable fragilidad de copo de nieve, se convertía
en fuerza, en resistente témpano. Cada escalofrío, cada espasmo del vómito, le
infundía el valor de una batalla ganada. Así vivió su primer ciclo, aferrada a
la esperanza del triunfo.
Lucia le pedía con la naturalidad de
los inocentes que le contase sus sensaciones. Su madre ya no le recriminaba
hablar con nosotros, como si intuyera que eramos seres afines, necesarios para
que su hija entendiera la lucha que le esperaba. No reflejaba en sus ojos
azules el miedo a un futuro incierto. En aquellos mares profundos se veía la
fuerza de las olas, la inmensa riqueza que se atesoraba tras su mirada. Porque
en las pupilas se reflejaba el deseo de luchar contra la leucemia, contra la inmoral
injusticia del dolor de los niños, la antinatural razón de la vida para
rebelarse contra la vida. En su sonrisa fresca se dibujaba el sarcasmo del
destino. Todos los porqués podían preguntarse cuando un cáncer habita un niño.
Y todas las respuestas parecían imposibles. No podía explicarse que maldito
hado era responsable de aquella abominación, de aquel contrasentido. Sin
embargo en su boca no aparecía ninguna de esas preguntas. Sólo quería conocer
que sentimientos despertaba aquella quimioterapia vencedora. No veía en el
tratamiento un castigo necesario, sino la salvación. Belerofonte derrotando a
Quimera, Perseo decapitando a Medusa, el Quijote que se batiría por Dulcinea,
por ella. La eterna lucha del Bien contra el Mal.
Siempre pensamos en nosotros mismos
como el bien máximo, somos el fin de la propia Creación. El mal es aquello que
atenta contra nosotros. Pero a quien se puede hacer responsable de la
enfermedad sobrevenida. No podemos culpar a la Naturaleza, no hay un error en
la misma, es la autora tanto del virus como del hombre. Es la que genera tanto
la vida como hace posible la muerte. Y la muerte es necesaria para la propia
vida. No existe contradicción en el diseño. Lo que genera un sentimiento de
rechazo es la percepción de una suerte de injusticia. No es posible asimilar
con naturalidad ser marcado por el azar, ser elegido para sufrir sin nuestro
consentimiento. Nadie eligió participar en el sorteo de la salud y la
enfermedad. Pero desde el momento en que iniciamos el camino de la vida,
aceptamos las reglas del juego. Vienen escritas sobre las tablas de la Ley, no
sobre piedra, sino sobre materia orgánica. Escritas en ese código extraño de
los cromosomas, la piedra roseta de la genética, la herencia de nuestros
ancestros impresa en la lengua más arcaica. No se trata de una Ley Moral, no
castiga a los pecadores y premia a los santos. No entiende de bondad o de
compasión, no hay caridad pero tampoco maldad en sus actos. Es lógico abjurar
de la rectitud de la Naturaleza cuando atenta contra los inocentes, repugna su
proceder. Pero olvidamos con frecuencia los milagros que nos regala. Mirar alrededor es
descubrir lo que nos da frente a lo que nos quita. La aceptación puede ser
entonces la respuesta. Aceptar no significa resignarse, quiere decir no
perderse en la autocompasión y plantar cara a la adversidad.
Lucia y Esperanza, dos mujeres
separadas hasta entonces por un abismo generacional, por un mar de experiencias
diferentes, por vidas paralelas, colisionaron como dos estrellas. De su choque
no surgió una nube de planetas sino un único cuerpo celeste que brillaba aún
mas. Una mixtura de sus dos cuerpos y mentes, en simbiosis, en armonía. Por
momentos temí quedar cegado por su luz, barrido por la fuerza, pero en aquella
fusión como en el Bing Bang se creó la gravedad, el tiempo, el espacio. La
gravedad que las unía y me unía a ellas, el tiempo que empezaba a contar desde
aquel momento y un espacio que era ahora distinto, nuevo. Las veía contarse sus
sesiones de quimioterapia como quien comenta las últimas noticias del corazón,
riéndose de las nauseas, imitando los vómitos con muecas que provocaban ahora
espasmos de risa y llanto. Se mostraban sus cabezas calvas e intercambiaban los
pañuelos para cubrirse. Se animaban mutuamente para la próxima sesión de
quimioterapia. A pesar de que con cada ciclo las fuerzas menguaban y los
análisis demostraban como la sangre perdía su naturaleza viva, ellas se
empujaban hacia adelante. Sufrían y se rebelaban ante el que había pasado a ser
ya un objetivo común, las dos saldrían de aquel trance, juntas, más unidas si
cabía, más fuertes.
Yo sufría con ellas las penurias en
la salud y disfrutaba de sus alegres charlas casi como un espectador, sentado
en la primera fila del mundo. Participaba de aquellos momentos aunque nunca
como actor principal, como telonero destacado de aquel espectáculo. Ellas eran
las guerreras, yo el general victorioso que venció en anteriores batallas y que
merecía el puesto de asesor, de consejero. No me sentí nunca rechazado. Al
finalizar los seis ciclos y tras un periodo de recuperación llegaron los primeros
resultados alentadores. Analítica, marcadores tumorales, resonancias, un
lenguaje al que ya nos habíamos acostumbrado y que en aquellos momentos
resultaba como una música agradable a nuestros oídos. Todas las pruebas nos
reconfortaban, sonaban a ilusión. Eran una canción de fiesta, no una balada o
una melodía cadenciosa sino un estruendo que revolvía el ánimo y te empujaba a
la pista de baile. Al baile de la vida. Salíamos a cenar y al cine. Lucía era
una más en la extraña pareja que ahora constituíamos Esperanza y yo.
Compartíamos piso desde hacía unas semanas. Que sentido tenía vivir juntos y
habitar separados. Algo que podría decirse amor, o quizás más grande que el
amor, había nacido en nuestra unión. Lucía no era un añadido, era un elemento de
cohesión, como una hija nacida de nuestra relación. Compartía con nosotros
incluso los secretos que podría haber compartido con compañeras de colegio, sus
amores, sus temores, sus deseos. Todo aquello que no es posible contar a los
padres biológicos nos era confiado. A los quince años hay una turbulenta vida
interior que es imposible guardar para uno mismo. Son demasiadas las
sensaciones que se agolpan en la cabeza, demasiados los impulsos que nacen del
cuerpo para guardarlos en una caja. Lucía necesitaba liberar aquellas historias
y había encontrado en Esperanza la amiga adecuada.
La enfermedad tiene un efecto
extraño sobre el tiempo, acelera su efecto, como un sol potente que hace
madurar la fruta. La enfermedad madura la mente. Ayuda a replantear prioridades,
ayuda a crecer. Cuando era pequeño cada vez que enfermaba y quedaba postrado
por la fiebre, al salir del trance, recuperado pero débil, mi madre siempre
decía: “ José has crecido, vas a ser más alto que tu padre”. Yo nunca entendí
porque el crecimiento tenía que ir ligado al dolor, al sufrimiento. Ahora que
ya he superado muchas convalecencias lo sé. La enfermedad es el motor del
propio cuerpo, el estímulo necesario para el cambio, para adaptarse. La
enfermedad permite distinguir lo cotidiano de lo necesario, como la lluvia
aclara el horizonte, limpia el alma de impurezas. Cuando no estamos enfermos no
somos conscientes de nuestra vulnerabilidad y vivimos ajenos a nosotros mismos.
En esos meses en que el cielo de
nuevo se abrió a la luz, la vida floreció. Podíamos percibir cada segundo,
paladearlo y escupir las semillas que a veces ocupan ese dulce fruto. Llenamos
de proyectos el mundo. Lucía pudo incorporarse de nuevo al instituto, venía a
contarnos sus amores y sus temores algunas tardes. Siempre acabábamos riendo. A
ellas les gustaba acariciar los cabellos que al principio como finas puntas
poblaban su cabeza y que después podían peinar. No fue hasta el séptimo mes en
que la vimos más decaída y cansada. Supimos por sus padres que la enfermedad había
reaparecido. Ella se lo había ocultado a Esperanza para no preocuparla, la
reconfortaba la sensación de libertad que le daba sentirse sana al menos en
nuestra casa.
Ambas decidieron que aquello iba a
ser de nuevo temporal. No iban a permitir que la sombra de la duda las alejara
de aquel deleite que había sido el tiempo pasado. Se entregarían a la lucha
pero entre las batallas ignorarían al enemigo. Esta vez la opción era un
trasplante de médula, había un donante compatible del banco de células madre de
cordón y esta posibilidad abría un pronóstico más prometedor que el
autotrasplante. No hubo dudas, a qué esperaban, ella estaba dispuesta.
Debían primero administrar fármacos
inmunosupresores que evitaran el rechazo.
Que absurda es a veces la medicina,
viola cualquier principio de la guerra. Producir primero una enfermedad mayor,
eliminar todas las defensas para combatir al enemigo. El trasplante era como un
caballo de Troya en cuyo interior estuvieran los aliados y desde dentro
reconquistar el cuerpo. Pero primero debían eliminar a todos los guerreros, ni
Pirro había perdido tanto en sus batallas. No obstante ellos eran los sabios,
en sus manos y en su ciencia estaba la estrategia.
Reconozco que aquello era demasiado
para mi entendimiento y sobre todo no soportaba la presión de pensar que
teníamos que iniciar de nuevo la lucha. La posibilidad de que a Esperanza
pudiera recidivar también el tumor hacia que las lágrimas anegaran mis ojos por
esas dos mujeres que eran ahora mi presente y quería tener en mi futuro. Las
lágrimas siempre son egoístas. Lloramos por nosotros mismos. Aunque sean los
demás quienes sufren, es nuestro dolor el que hace surgir el agua en la mirada.
Incluso en la compasión vemos al otro como a nosotros mismos, tememos poder estar
alguna vez en su lugar y ello nos conmueve.
Esperanza no lloraba, porque ella creía firmemente
en la curación de Lucía. No hubiera permitido que yo dudara lo que era una
evidencia, una certeza absoluta. Sin embargo yo hubiera pedido ocupar el lugar
de Lucía y habría sentido menos temor. Mi naturaleza era débil, menos positiva.
Me consolaban y me animaban ante la certidumbre del éxito y me convencieron de
que aquella duda que yo podía albergar no tenía sentido.
Los primeros días fueron duros para
todos. Sólo su madre iba a estar en la habitación aislada en que debía
permanecer hasta que las defensas permitieran de nuevo las visitas. El teléfono
nos permitía conocer como estaba. Al principio nos hablaba su madre, Lucía
estaba demasiado cansada para mantener una conversación. No verla y no oírla
era insoportable, como si fuéramos nosotros los enfermos.
Cuando pudimos entrar en la
habitación y vimos aquel cuerpo magullado, debilitado, hubiéramos caído en el
desconsuelo si no hubiese sido por su sonrisa. En la blancura de su rostro, con
aquellos pómulos ahora prominentes y los ojos claros hundidos en el pozo de las
órbitas, emergía como un relámpago su sonrisa. Los dientes blancos, la boca
abierta, sus palabras débiles pero llenas de fuerza nos permitieron ver una luz
al final del túnel. La luz de la esperanza. Nos agarramos a su risa como ella
se agarraba a la vida. Fue como una ilusión, un engaño de mago, un truco vulgar
que la muerte empleaba para ser la protagonista. Los días posteriores, la
sonrisa se fue apagando, los ojos abiertos al mar, se hundían en las cavernas
de la órbita y se cerraron. No existía dolor, sólo un sueño, el sopor de la
muerte que los médicos llamaron coma. Un estado donde la vida cede el testigo o
quizá donde la muerte va abrazando a la vida y la deja descansar de su lucha.
Aquel estado vegetativo que humaniza y deshumaniza a la vez al individuo. La
percepción de que quien ocupaba el cuerpo ya no está y nos mira desde fuera.
Lucía ya no brillaba en la habitación, su luz se había apagado y había dejado
sólo una vela cuyo pábilo se ennegrecía por momentos. Una débil claridad
emanaba de la blancura de su cuerpo, bajo las sábanas blancas, bajo el blanco
de la muerte. Supimos que la habíamos perdido cuando se derramó por su boca un pequeño
hilo de saliva que resbalaba por la comisura de sus labios hasta manchar la
cara. Como si en su intento por emitir la última palabra, su boca hubiese
llorado. En cambio a nosotros se nos secaron las lágrimas, la rabia las había
destruido, en su lugar de nuestra boca salían espumarajos en forma de palabras
de odio al mundo, a la medicina. La impotencia se convierte en violencia contra
el aire. La serenidad es una utopía si no se comprende el significado de lo que
ocurre. No somos seres racionales, somos seres emocionales. La emoción nos hace
humanos, no la razón. La Razón sólo es la que luego viene a tratar de consolar,
a tratar de recuperar la posición perdida. Explicar lo inexplicable es su
fuerte, dar sentido a los sinsentidos, entender lo incomprensible, aceptar lo
injusto, comprender lo absurdo. Nos permite seguir vivos ante el dolor.
Los médicos nos dijeron que su hígado
no había podido superar el esfuerzo. La inmunosupresión requería fármacos
potentes que tenían efectos secundarios. El fallo hepático y luego el fallo
multisistémico habían acabado con la vida. Palabras tan profundas, tan llenas
de ciencia que no podíamos rebatir, pero que no nos daban consuelo. Sólo
encontramos ese consuelo en las palabras que nos dejó Lucía. Había escrito en un
cuaderno los días antes de entrar en coma una frase que llenaba casi la hoja.
Con su letra marcada por los signos de la debilidad, con trazo irregular y
letras grandes nos escribió: “Vivid
por mí” .
No era una imposición, no era una
orden, no lo decía como un grito sino como un ruego. No renunciaba a la vida,
sólo pedía vivirla a través nuestro. Que fuéramos quienes la mantuviéramos
viva, ese era su legado.
El duelo, ese espacio en el tiempo en
que se necesita reencontrarse, buscar entre las cenizas los restos de la
persona perdida y de nosotros mismos. Ese duelo fue doloroso, pero cuando
encontramos la salida, cuando vimos la puerta abierta, nos precipitamos a ella
para cumplir lo que se nos había pedido.
No somos conscientes de que cada día
debemos dar gracias por verlo. El mañana no nos espera. Si estamos o no estamos
le es indiferente. Sólo el ahora es nuestro. La fragilidad del tiempo se
descompone en un pasado que se aleja y un futuro incierto, sólo el presente
tiene corporeidad. Aprendimos a vivir en ese momento permanentemente. Nos
ayudaba ver en el hospital, vidas a las que de repente tenían que cambiar el
paso. Personas que vivían su vida ajenas a su propia existencia. Su presente
estaba tan ocupado que olvidaban su pasado y confiaban en el futuro
esperanzados. Gente que vivía con la cotidianidad que arrastramos en la vida
como una carga. De lunes a viernes con la ferocidad de llegar al fin de semana
que se acaba fugaz, imponiéndose el objetivo de las vacaciones próximas. El
trabajo, las reuniones, la necesidad de estar sin la obligación de ser.
Y llega un día que perciben un bulto,
notan un chasquido, un ruido extraño en su maquinaria, podrían ser
imaginaciones, se dicen. Pero al llegar al médico les anuncian: esto es grave.
Y se hunden. No por miedo. Es porque no les ha dado tiempo a vivir y piensan
que aquello es el final. Un final que aún no estaba previsto que llegase. La
desesperación por agotar los días les hace huir desorientados.
Hay que acumular vida para que cuando
la noticia llegue no nos pille desprevenidos. El cambio llega a veces sin aviso
previo. No te piden que lo aceptes, es tuyo. No siempre existe un antes y un
después de la noticia. Puede quedar sólo el antes y un recuerdo de lo que
fuiste. La vida es como una montaña rusa con sus ascensos angustiosos y los
descensos que encojen el alma, siempre esperamos que la vagoneta llegue a su
destino en un territorio llano, que pare su velocidad de vértigo. El éxito de
vivir consiste en disfrutar del viaje. Cada instante tiene el valor de ser
único, irrepetible.
Es cierto que no se puede vivir
únicamente en ese estado de reafirmación existencial permanente. Es necesario
trabajar, estudiar, realizar actos inútiles pero imprescindibles. Pero no se
puede renunciar a que en cada día no exista un momento en que se perciba que se
está vivo.
dum loquimur, fugerit invida aetas: carpe diem, quam minimum credula postero.
Horacio, Odas,
I, 11, 7-8
Mientras hablamos, huye el envidioso tiempo. Aprovecha el
día, y no confíes lo más mínimo en el mañana.
Esperanza no tuvo nuevas recaídas, ni
en su mente estaba que las hubiera. Había pasado un año de la muerte de Lucía y
en ese aniversario no celebrado ocurrió un hecho inesperado.
La quimioterapia había producido una
amenorrea. La regla desapareció por efecto de la acción de los quimioterápicos
sobre el ovario. Los fármacos atacaban a las células tumorales en crecimiento,
pero no distinguían a las propias células en desarrollo. La población
ovocitaria que es numerosa en las mujeres, más de medio millón de óvulos
disponibles para la edad fértil, es atacada por la quimioterapia. Apenas
quinientos de ellos serían necesarios para producir un óvulo cada mes durante
cuarenta años. A Esperanza le habían ofrecido hacer una reserva de corteza
ovárica para un trasplante posterior que conservara la fertilidad. Ella lo
rechazó para no retrasar el tratamiento. Cuantas decisiones se nos exigen a
veces en aspectos que nunca habíamos siquiera imaginado.
Ahora, sin esperarlo, había empezado
de nuevo a tener la regla. Y fue tan sorpresa como seguramente lo había sido la
primera vez. Pero al contrario que entonces, en que la regla la percibió como
una amenaza, algo inquietante. Ahora se convirtió en un acontecimiento
celebrado. Yo tenía miedo de que significase que existía un trastorno y la
obligué a acudir al ginecólogo.
- Está todo bien. Incluso en la ecografía se puede
ver una reserva folicular suficiente - nos dijo el ginecólogo- Ha tenido suerte
porque es usted joven- afirmó la ginecóloga-
- Eso quiere decir que no hay ningún problema. Que
no hay riesgo de que el tumor no se haya destruido, igual que ha pasado con el
ovario.
- No podemos asegurarle que no haya una recidiva
del tumor, pero el hecho de tener la regla no significa que la medicación no
haya hecho su efecto. Ahora bien lo que es importante es que deben ustedes
tomar medidas para que no se quede embarazada. Es demasiado pronto para
plantearse un embarazo en este momento.
¿Plantarse un embarazo? En que estaba pensando
aquel médico. No se me había pasado ni por la imaginación. La posibilidad sólo
de su pensarlo me producía escalofríos y más ahora sabiendo que podría
perjudicar a Esperanza.
Está claro que los hombres y las
mujeres somos diferentes. No es un problema físico. Nos componemos de los
mismos elementos y seguimos las mismas leyes naturales. Pero existe un proceso
mental que sigue vías nerviosas distintas. Quizás sólo las neuronas tienen
sexo, las sinapsis deben contener neurotransmisores diferentes o las conexiones
se realizan según patrones femeninos o masculinos. Debe existir una explicación
razonable para que al llegar a casa Esperanza me dijera: “Cierra los ojos,
escucha, quiero decirte algo importante. Quiero que lo pienses y no me des una
respuesta hasta haberlo meditado”.
No sabía qué me iba a contar y ya me
temblaban las piernas. El miedo se percibe, por eso me habló con dulzura, con
una voz suave: “Quiero tener un hijo”.
Esta vez la imagen de la Virgen de la
Anunciación se reflejaba en mi rostro.
¿Se había vuelto loco el mundo? Ella
había estado allí, había escuchado al médico y me pedía que hiciéramos justo lo
contrario de lo que nos había aconsejado. ¿Era por rebeldía? ¿Quería demostrar
algo? Yo no podía darle la razón porque tenía miedo a poder perderla. No me
dejó hablar, me pudo un dedo en los labios y los selló. “Mañana me darás una
respuesta”.
No pude concentrarme el resto del
día, no concilié el sueño en la noche y si dije que sí no fue por valentía. Fue
por amor, por el amor inmenso que sentía por aquella mujer que no aceptaba
imposiciones, que buscaba los imposibles. Dije que sí porque sabía que un no
hubiera sido un portazo a nuestra relación y era lo único que no estaba
dispuesto a perder. Dije que sí porque sabía que los motivos que la habían
llevado a aquella decisión era también el amor. El amor a la vida.
Vivimos aquel embarazo como una
viaje, el viaje que nos llevaría a la felicidad. Sin miedos, sin la angustia de
pensar en el tumor, sin diagnóstico prenatal, sin pretender hacer un niño
perfecto. ¿Acaso nosotros no eramos también imperfectos? Teníamos errores
genéticos que nos habían llevado al cáncer y sin embargo la enfermedad nos
había abierto la puerta de la felicidad. Sólo pretendíamos hacer un hijo.
Alguien que iba a vivir por nosotros. Y cuando en la ecografía de las 20º
semanas nos dijeron que era una niña. Supimos que su nombre sería Lucía y que
esa niña viviría también por ella. No sería ella. No pretendíamos sustituirla.
No existe ningún duplicado de otro ser. No podemos ser los demás. Cada
individuo es único y tiene su propio tiempo. Pero en nuestros hijos nos
perpetuamos y nos reflejamos como en los espejos.
Esperanza nunca perdió la fuerza,
nunca el deseo de seguir adelante, de traspasar las metas. Ahora que somos
ancianos y pasamos nuestras vidas saboreándolas, disfrutando de lo poco y de lo
mucho, viendo crecer a Lucía. Viendo como se convertía en una mujer y estudiaba
Medicina. Ahora que es médico oncohematóloga, ahora que nos dio el mayor de los
regalos, una nieta a la que llamó Esperanza. Ahora podemos decir que valió la
pena no perder el pulso de la vida, que no se puede renunciar al futuro sin
batalla, que no se puede perder la esperanza por un tropiezo.
Sólo le pido algo más a la vida. Que
me permita dejar el mundo antes que ella, que pueda dejar mi lugar estando a su
lado, porque así la despedida sera dulce y calma.
Antonio Machado . Al olmo viejo
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su
mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
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