NO ES FACIL SABER LO QUE PIENSAN

domingo, 9 de diciembre de 2012

No es fácil conocer el pensamiento de mujeres y hombres que viven casi en planetas diferentes. Africa no es el tercer mundo o el cuarto, es una concepción distinta de la vida. no es posible interpretarlo y estas dos mujeres no son una interpretación del pensamiento africano. Sería como mucho una ficción de como podrían pensar dos africanas que conocen nuestra sociedad. Una disertación sobre el sentido de la vida desde la óptica de un europeo que pretende pasarse por africano. Bueno una historia, sin más.


HAJO Y MAMITE. LA SOMBRA DE UNA ACACIA ABISINIA



África es una tierra extraña donde lo increíble puede ser real, lo posible inalcanzable, la verdad ficción.
 Lo que voy a contar no sé si lo soñé o sucedió en realidad. Pudo ser un sueño o estaba despierto y aquellas imágenes me parecieron un onírico mensaje. 

La magia de lo extraordinario es en esta tierra el cotidiano regalo a sus criaturas, quizá el único regalo.

Todos los pueblos parecían iguales, caminos llenos de barro flanqueados por casas y pequeños huertos, distribuidas sin orden, sin el propósito de formar un verdadero pueblo, adaptándose a los espacios que la naturaleza les imponía. En aquel pueblo tan alejado de la ciudad que muchos no la habían visitado nunca, había un río que bajaba desde el bosque. El bosque que enmarcaba todo el paisaje, un bosque espeso, de eucaliptos y árboles cuyo nombre sólo conocí en Orómico y no sé reproducir. El río era poderoso, como lo son los que provienen de la montaña, más arriba en medio de aquella selva formaba una cascada, caía como una sonora cabellera que al romper contra el agua se espumaba, formaba blancos rizos y emergía del fondo en vaporoso triunfo perfumando el aire. El río atravesaba el pueblo por su parte norte, sobre él un puente de piedra con barandillas metálicas que rompían lo natural del paisaje. Grandes campos de trigo y de maíz podían verse desde aquel lugar. El camino que discurría a lo largo del pueblo estaba permanentemente embarrado, las lluvias diarias en aquella época del año lo llenaban de charcos que cuando el sol salía de entre los negros nubarrones, brillaban. Una tierra marrón, de chocolate con leche, parecida a la piel de sus hombres y mujeres. El cielo en cambio pasaba del más oscuro de los presagios a un azul limpio que daba la impresión de que nunca más volvería a oscurecerse. En aquel pueblo no existía una plaza, la gran explanada que se hallaba en su centro hacía las veces de campo de fútbol, de espacio público multiuso, de ágora, de merkato los domingos. En ese día se llenaba de puestos hechos con palos de eucaliptos y alguna lona de color indefinido, sucio como la barriga de un borrico. El suelo siempre lleno de barro, un lodazal que no distinguía los días de fiesta de los de diario. Al mercado acudían desde todas direcciones carros tirados por borricos, cargados de sacos de patatas, paja, maíz, kat. Les seguían vacas, cabras, más borricos, niños con varas y machetes conduciendo los animales, hombres, mujeres cargadas con haces de leña, de cañas, niñas acarreando bidones amarillos para el agua, más niños y niñas. Muchos niños y niñas, corriendo descalzos, sucios, chapoteando en el barro sin que ello les importase. Corriendo tras los forangi, pidiéndoles caramela, escriba, birr , fotos. Imposible estar sólo en aquel caos donde todo parecía tener su sentido, donde encajaba como uno más de los objetos, animales y hombres. Pese al blanco de la piel y las ropas de extranjero todo transcurría a mi alrededor con la naturalidad de ser un accidente necesario en aquella cotidianidad. Con los ojos de quien no es capaz de asimilar tanta imagen, tanto movimiento, caminaba dejándome coger de la mano por los niños, tomando fotografías que luego pasaría a sepia como recuerdos borrosos de una realidad extraña.

En la plaza, merkato, se distinguían tres árboles que cerraban el espacio en sus tres esquinas, un trípode que parecía sostener el recinto sagrado dónde se oficiaba la ceremonia de la vida.

El árbol más pequeño era un hermoso flame tree. Su tronco esbelto llegaba hasta la tupida copa, un arbusto crecido por la generosidad del clima y convertido en árbol. De copa redonda, exuberante en el verde pero cuyo misterio venía de aquellas flores rojas que brotaban como llamas entre su follaje. Cálices abiertos al sol, a la lluvia que bendice por igual a hombres, animales y plantas. Si yo fuera pájaro sin duda lo elegiría como hogar, que dulzura cantar entre aquella frondosa espesura de verdes y rojos.

Dejé el árbol encendido para dirigirme al margen derecho de la explanada. Presidía aquel lugar el mayor de los árboles que nunca hubiera visto, como el pilar de una catedral dirigiéndose hacia el infinito en una recta vertiginosa que explota en el cielo abriendo los brazos para abarcarlo. No era posible entrar en aquel recinto y no mirar su imponente figura levantarse, poderosa, honorable, surgiendo del barro para estrellarse en el azul del cielo. A su lado empequeñecían hombres y bestias, parecían pequeñas motas de realidad caídas de su copa, frutos maduros que se desprendían del árbol. Debajo se notaba el frío de aquella sombra penetrando la piel. Ante la lluvia podía ser un buen lugar para resguardarse pero la tibieza del sol se perdía entre sus ramas y no dejaba llegar el calor de la tarde. Como los dioses y los templos gozaba de la grandeza y el valor de lo trascendente, obligaba a rendirle homenaje, pero no invitaba a sentirse cómodo, no era hogar, si acaso refugio. Me alejé mientras miraba a lo alto donde se perdía su copa, el sol ya había llegado a la mitad del camino entre su cenit y el horizonte.

Caminé hasta la tercera esquina donde se levantaba la acacia que reposaba en la parte más alejada del pueblo dando inicio a un campo verde donde pastaban vacas y ovejas en perfecto desorden. Allí ya no llegaba tan fuerte el ruido de la vida, de los niños, de las bestias, de todo aquello que por estar vivo se hace patente a través del sonido. La acacia y su gran copa achatada se recortaba como un gran hongo y dejaba una sombra en que hubieran cabido cien bueyes. Una sombra quebrada por espacios donde los rayos del sol se colaban y dejaban la tierra moteada como la piel del leopardo. Su tronco retorcido, arrugado y lleno de cicatrices que la vida le había ido dejando, ascendía tranquilo. ¿Qué misterio encerraba aquel árbol, que extrañas circunstancias habían moldeado su figura? como una bailarina contoneaba su tronco en curvas inverosímiles para finalmente levantarse y abrir sus brazos al espacio. La caída de la tarde con su sol tibio invitaba a sentarse bajo sus últimos rayos y recibir el regalo del calor. Cerre los ojos, podía oír el murmullo de la vida que transcurría en torno a mí y poco a poco percibí la conversación de dos voces que se hablaban dándose mutua compañía. Creí que escuchaba a dos filósofos, a dos sabios desgranar el sentido de la vida, dar respuestas a las preguntas de los hombres. Al volverme pude ver la figura de aquellas mujeres sentadas junto a los bidones amarillos del agua, con sus coloridos shama, cubierta la cabeza, sus rostros luminosos dónde los ojos presidían el óvalo de la cara. ¿Acaso eran diosas que mi mente había creado? no podían ser un sueño porque oía su voz, percibía su olor, podía ver la escena con total claridad bajo la sombra de aquella acogedora acacia. Cerré de nuevo lo ojos y me dejé llevar por el ritmo de sus palabras a un mundo de imágenes escritas en el aire.
    • No me siento esclava, pero admito que no puede decirse que seamos libres. ¿Acaso alguien lo es? ¿Es la libertad un concepto absoluto? Nadie es totalmente libre, ni totalmente feliz, ni completamente desgraciado. Me siento afortunada en mi vida. Tuve una infancia que recuerdo con cariño. Mis padres, sobre todo mi madre me dio amor, tanto como podía necesitar. Mis hermanos y hermanas fueron compañeros de aquel tiempo y tuvimos grandes y también dolorosos momentos. La vida es como el camino con llanos y cuestas, con piedras y tierra, pero doy por bueno lo vivido. Creo en la suerte de nacer en un lugar como este, dónde la vista se embriaga de verde, poder ver los campos de maíz y tef, los árboles que rompen el horizonte magníficos, el agua que corre alegre por nuestros ríos, el bosque. Todo ello vale suficiente para pagar la escasez. Comemos al menos una vez al día, podemos reunirnos con nuestros amigos para la ceremonia del café. Reunimos a nuestra familia y es una fiesta de voces de niños, de alegría. Nunca salí de aquí y es probable que nunca visite lugares lejanos, no más allá de Naguele o con suerte Arbaminch y sus lagos, pero ¿necesito conocer aquello que no se me dará?¿No es acaso peor desear alcanzar un sueño que nunca estará a nuestro alcance? Yo deseo vivir aquí, con mi marido que no me pega, con mis siete hijos, regalos de Dios, contigo que eres mi amiga. Me conformo con lo que la vida me ha dado, carezco de muchas cosas, pero temo más lo que puede quitarme, que ansío lo que podría haberme dado.
    • Siempre fuiste una ingenua y a veces te envidio por ello. Pero yo me siento atrapada por esta vida diseñada por otros o por un destino malvado. Nacimos en un lugar maravilloso, es cierto, pero sólo en la superficie. Bajo los árboles magníficos viven gentes humilladas, sometidas por la pobreza. No pretendo una libertad total, ni una felicidad absoluta. Admito que he sido feliz a veces, que no me faltó amor cuando era niña, pero ese amor de madre se desvaneció en el recuerdo. Comemos todos los días pero oigo mi estómago pedir alimento y oigo el de mis hijos que comen caña de azúcar para engañar su hambre. Sólo comemos carne los días de fiesta. No deseo paraísos inalcanzables pero veo a las mujeres blancas, doctoras, maestras, que llegan de países lejanos y en sus ropas, en su seguridad veo la libertad. La libertad de haber elegido su destino. Pudieron cambiar el rumbo de sus vidas. Nadie las obligó a casarse, no cargaron de hijos que les atan las manos y las sujetan a la casa, pueden valerse por sí mismas sin necesitar a un hombre que las dirija. Es posible que no sean más felices, pero si más libres. Pueden tomar decisiones sobre su futuro.

    • Hablas como si conocieras a esas mujeres. Ellas son distintas, es verdad. Hablan y se las escucha, mandan y hasta los hombres las obedecen. Tienen el poder que les da su posición y su piel, pero acaso sabes como viven allí en sus tierras. Allí no habrá hombres negros que se vuelven sumisos, seguramente también sus hombres las ignoren. Aquí se sienten seguras, pero carecen de lo esencial en la vida. No tienen hijos, tú dices que eso las hace libres, pero yo te digo que eso las hace esclavas de ellas mismas. Los hijos son una bendición de la naturaleza, te prolongan, ves en sus risas tu niñez, recobras los pretéritos sueños de infancia, ríes porque ríen, lloras cuando les duele. Te dan vida. Sientes la vida en su esencia. Todas esas ropas nuevas que cambian cada día no pueden hacerlas felices, ni sentirse más vestidas que yo con mis descoloridas ropas. Lo único que envidio es su saber. Desearía conocer como ellas conocen, el mundo, los misterios de la vida, la ciencia del cuerpo, eso es lo que me quedaría de ellas.

    • Quieras o no ellas son distintas, en sus cuerpos y en su seguridad se puede ver como estamos lejos de su posición. Son dueñas de su cuerpo, de su placer ¿Cuando es la última vez que sentiste el placer? Aquel que nos prometían antes de casarnos y que probamos ansiosas hace tanto que cuesta recordarlo. Aquel vértigo cabalgando a lomos de un caballo desbocado, aquella explosión que anegó todas nuestras ansias. Fue tan intenso como el dolor del hierro que marca al ganado y casi con su mismo significado. ¿Cuánto duró? Un hijo, dos si acaso. Llegó a su fin tras haber sido poseídas, o mejor, tras haber sido desposeídas del único valor que teníamos, nuestra virginidad. Los amantes se convirtieron en maridos, en amos, perdimos la condición de hijas para ser esposas, nuestro papel de mujer para ser madres. Todo lo que éramos se desvaneció en el tiempo y se diluyó en la realidad que es ahora nuestro hogar. No lo desprecio, pero cuando me miro en el río ya no me veo. Veo sólo una extraña que habita en mi cuerpo. No me encuentro a mi misma, veo a la madre y a la esposa, cargada de todas las tareas de esos atributos e ignorada por el resto del mundo. Apartada a mi lugar. Al que eligieron por mí.

    • Ese placer de que hablas lo recuerdo con tanta viveza como tú, sé que está lejano en el tiempo y lo lamento. Anhelo aquellas batallas, aquellos incendios, su fulgor y su paz, su recuerdo es tan vivo ahora como lo fueron entonces las sensaciones que despertaron. En aquel momento cuando me llevaron a la casa, engalanada con un vestido nuevo, coronada de flores y me dejaron en el lecho me sentí como un cordero que va al sacrificio. Esa fue la entrega breve, la que esperaban todos para demostrar mi virginidad. Pero en las noches siguientes cuando mi marido se acercaba y se iniciaba la hoguera en mi cuerpo, sintiendo el calor de las primeras ramas que arden, notaba el calor del suyo que se acercaba suavemente y dejaba sus manos resbalar por mi cuerpo, levantaba el vestido y me envolvía atrapando mis pechos. Su aliento en mi cuello, su respiración agitada, notando crecer su sexo en mi espalda que encontraba las puertas abiertas para entrar y colmar mi ansia. Iniciábamos aquel viaje donde las llamas brincaban sobre la madera que arde, desbocadas lenguas de fuego en alocado galope que lleva a la cima y después contemplábamos las brasas acompañando al sueño. Es verdad, ahora sólo siento un intruso en mi cuerpo que se sacia, procuro dejarlo que acabe guardando silencio para no despertar a los niños. Yo también lo viví con tanta intensidad como dices, fue sublime y se desvaneció en el tiempo pero no en la memoria de donde lo recupero a veces. Cuando lo hago no me arrepiento de aquella entrega, puede que vendiera mi tesoro por un efímero pago, pero me ha dejado otros regalos a cambio. Otros placeres. El placer de despertar y ver los ojos grandes de mi hija pequeña, de mi nuevo tesoro. El placer de preparar el café y sentir su aroma cuando se tuesta, el olor del carbon mezclado con la humedad de fuera, la caricia del humo de asciende hacia el techo y perfuma la estancia. Siento el placer del agua fría del río, me miro y veo una mujer que se cambió por una madre, pero no perdiendo su valor si no multiplicándolo por cien. ¿Piensas acaso que esas mujeres blancas sienten el placer como nosotras lo sentimos? Puede que lo busquen y encuentran en su tierra un hombre que las ama intensamente un tiempo, pero ¿para siempre? Tampoco en el placer existe el absoluto. Y cuando entregaron su cuerpo por primera vez lo hicieron como nosotras entregándolo todo. Quizás el suyo sea un amor por entregas, a plazos. Es ese el amor y el placer que deseas. Si no tienen un cuerpo pequeño al que abrazar y calentar, si no pueden mirar los ojos de un hijo y verse en ellos es imposible que sientan lo que yo siento. No las envidio.

    • Nuestros hijos son la moneda por la que entregamos nuestro cuerpo. Es verdad que son ellos el motor, el aire que sigue haciendo que arda el fuego de la vida en nuestros corazones. Pero son ellos también los que nos desgarran el alma cundo enferman, cuando lloran de hambre o por la enfermedad. Tú has visto morir a tu hijo y sabes de que hablo. Yo estuve contigo en aquel parto que fue un mal sueño, aquel dolor penetrándo como el humo las paredes de la choza. Pude oír tus gemidos que ahogaban los gritos de tu garganta, aquellos dos días de tortura no fueron una bendición, fueron la maldición de las mujeres de África. Todos temimos entonces que te fueras con los espíritus, que nos dejaras en el río de sangre que salía entre tus piernas. Y te quedaste, pero tu hijo, aquel primero que iba a convertirte en una mujer bendecida, se fue donde los dioses querían tenerlo. En la tierra de los blancos, ese sufrimiento, esa pérdida se ve mitigada por los cuidados de los hombres y mujeres de blancos hábitos. Mujeres y hombres como los que aquí vienen que conocen el arte de curar, que tienen instrumentos y medicamentos para traer a los niños sin tanto dolor. Los envidio y los maldigo por disfrutar de eso que se nos niega. Yo quiero tener hijos a los que poder ver crecer, sanos y felices.

    • El dolor como el placer son efímeros, se sienten mientras nos poseen. Después somos sus dueños, podemos despreciarlos o venerarlos. Pasan a ser de nuestra propiedad y podemos enterrarlos en el oscuro rincón del olvido o traerlos a la memoria para tenerlos de nuevo. Recuerdo aquel invierno como el más frío de mi vida, cuando las contracciones empezaron me sentí la mujer más feliz del mundo. Podía devolver a mi marido el regalo que me entregaba cada noche, era mi ofrenda a la felicidad que como una semilla era plantada en el interior de mi cuerpo. Deseaba tanto aquel niño como la mañana al sol. Era para mí la culminación de mi existencia, lo que daba sentido a mi vida. Sé como se fue debilitando mi voluntad con el dolor, cuando las puñaladas que sentía en mi vientre seguían sin un fruto, sin progreso, me entraron dudas. No sabía si podía estar a la altura y para no defraudar a mi familia y a mi marido ahogué los gritos mordiéndome los labios. Noté como se rompían en mi cuerpo las aguas de la vida y como corrían por mis piernas que ya estaban insensibles. Más tarde cuando la sangre ocupó el lugar del agua sólo sentía un sopor dulce que se parecía a una tarde de sol, cerraba los ojos y veía aquella luz que entraba por mis párpados. Oía las palabras de aliento de la comadrona, los sollozos de mi madre y tuyos que se mezclaban con las voces de la gente afuera de la casa, pero en mi mente sólo había paz. Cuando todo acabó yo estaba dormida y al despertar pensé que encontraría aquel recién nacido a mi lado o en mi pecho, pero me vi en una cama desconocida en una habitación que era la de la maternidad de la misión. Supe de inmediato que algo había ido mal, no oía el llanto de mi hijo, sólo veía caras tristes a mi alrededor y tu sonrisa al saber que había vuelto. A ella me agarré, pero no tenía fuerzas. Me contasteis días después que mi hijo había muerto. Yo ya lo sabía. Dios lo necesitaba porque lo amaba tanto como yo. Sufrí, pero le pedí que ya que el había elegido al primero de mis hijos me dejara el resto para mí, y lo hizo.

    • Dios no existe. Dios nos ha olvidado. Dios se fue de esta tierra hace muchos años. Estamos solos, somos huérfanos. Nos dejó como compañía la pobreza, la miseria, el hambre, la enfermedad, el trabajo agotador y a nosotras nos añadió nuestra propia condición de mujer, de esclavas, de animales sometidos. Si Dios existiera y estuviera aquí no veríamos como nuestros padres mueren jóvenes. Algunos de los hombres blancos que vienen a ayudarnos tienen más edad que nuestros padres y parecen tan jóvenes como nosotras. Porque pueden alimentarse, tienen medicinas para curar las enfermedades, no viven en la humedad de nuestras casas rodeados de pulgas, de sarna, no tosen constantemente. Si Dios te hubiera dado a tus hijos, porqué no les permite crecer como los hijos de otros. Cuando me piden comida y no tengo, maldigo al dios que nos envió a esta tierra estéril. Quizá él me maldijo también a mí, por eso no tuve más que cuatro hijas. Es lo único que podría agradecerle, si él lo ve como un castigo yo lo tomo como una bendición. No quiero parir más hijos en este mundo. Lo que no le perdonaré jamás es que me arrebatara a mi flor, mi rosa, mi alegría, mi hija casi ya en su tiempo de ser mujer. Mi hija mayor era mi sueño, como tu dices veía en ella el rostro de la esperanza, quería vivir en ella mi ilusión perdida. Imaginaba que ese placer que ella sentiría me llenaría de nuevo los poros de la piel y erizaría el vello de mis brazos. La mañana en que despertó con la tos la llevamos a la curandera que le dio unas friegas en el pecho, pero la tos seguía de día y de noche martilleando en mi cabeza, robándome el sueño y la vida. Aquellos golpes que se hacían cada vez más intensos la dejaban extenuada, sólo me decía: “Mamá quiero curarme y conocer a un hombre y tener hijos para ser como tú” poco a poco la tos fue mermando sus fuerzas y se fue convirtiendo en apenas un pequeño estertor. Cuando la llevamos con el carro al hospital de la misión sus ojos ya no miraban, se extraviaban en los sueños. Era la más hermosa y hasta en aquel momento podía verse en ella la pasión por vivir. En esa cara de piel como el ébano, sus grandes ojos y sus cabellos desordenados me pedían poder seguir adelante, pero fue perdiendo la sonrisa en una mueca de aceptación. Yo no podía aceptar perderla, suplique a Dios, le recé, imploré que me llevara a mí a cambio, que no me arrebatara aquella flor que había cultivado con el calor de mi amor. No me escuchó, se fue apagando como la llama de un candil que consume la grasa. Cuando la sacaron envuelta en el sudario fuera del hospital, llevada como una virgen sobre los brazos en alto y todos gritaban para vaciar su dolor, yo callaba, marchaba a su lado en silencio porque ya había agotado el dolor y sólo sentía odio, y el odio es mudo. No perdono a Dios. Nunca le adoraré aunque tenga que hacer como que rezo para que no me repudien. Pero en esos rezos le hablo para mostrarle su verdadero rostro, el de un ser maligno y cruel que abandona a sus hijos a la humillación de esta vida, a estas muertes indignas.

    • Yo iba a tu lado en aquel entierro también en silencio, porque el amor profundo también se guarda en urnas donde el sonido no cabe. El dolor de tu herida, era el dolor de mi herida. Pero es cierto que sólo tú quedaste con esa herida abierta, tu perdiste a tu hija. Dios estaba allí y quizás lloraba como tú, puede que también se hayan secado sus lágrimas de tanto llorar. La vida es un maravilloso don en el que se mezclan la hiel y la miel, el dolor y el placer, a veces tan juntos que no pueden vivir uno sin el otro. Es posible que Él no me quitara mi hijo ni que me diera los otros, pero a quién podía pedir yo aquel favor. Dios está presente para no dejarnos solos. Nos agarramos a su túnica cuando tenemos que decidir en lo esencial de la vida, cuando tropezamos en la piedra del camino y nos vemos en el suelo, esperamos la mano que nos de la paz, la fuerza para seguir existiendo. Le buscamos en los oscuros momentos de desesperación para que nos de luz. Es posible que sólo esté en nuestra mente, que sea fruto del miedo, pero a veces necesitamos una presencia más poderosa que nuestra propia voluntad para darnos confianza, para hacernos seguir adelante. Si Dios no existiese tendríamos que crearlo, lo necesitamos y Él nos necesita a nosotros. No tenemos sentido por separado. Tras la pérdida de mi hijo no hubiera podido seguir adelante sin ese apoyo, sin mi fe, sin la confianza que me daba el pensar que Dios iba a estar de mi parte en el futuro. Pero incluso tú que abominas de Él, que lo niegas, que ignoras su poder, te has valido de ese odio, de esa cruzada en su contra para tener fuerzas y continuar. Las dos hemos necesitado a Dios, cada una a nuestra manera. Y en la hora final, cuando la muerte nos llama, entonces su figura sustituye la de nuestra madre, nos acuna en el lecho, nos da esperanza, nos permite que la muerte sea un tránsito más llevadero.

    • Dios niega la vida, sabe a muerte y esa es la mayor prueba de su inexistencia. Nace de la angustia de enfrentarse al instante final de la vida, a lo desconocido, al miedo como tu dices. En ese instante en que el cuerpo se derrumba surge la fe, la creencia en la magia, en lo irreal. El moribundo se agarra a la esperanza de una vida futura, se arrepiente de lo que cree que son sus pecados. Sus amigos, su familia, sus seres queridos aceptan la quimera de un dios misericordioso, omnipotente, que dará la felicidad a aquel que les abandona y al que aman. La felicidad que no pudo tener en su vida, porque asumen que la vida es un transito por la infelicidad, por la miseria, por el sufrimiento. Los muertos consolidan aquella fe, la extienden como una epidemia, infectando a los vivos. Y sin darse cuenta aquel intruso, aquel germen maligno que es dios, se va apropiando de sus actos, renunciando a vivir. Porque Dios y sus voceros no predican mas que una negación de esta vida para ganar un paraíso futuro. Es pecado el goce, es obsceno el pensamiento que discrepa del credo oficial, abominable el que pretende vivir de espaldas a las normas impuestas por impostores de la moral. Nos pretenden convencer que la vida de privaciones, el hambre de nuestros hijos, nuestro sufrimiento, nos acerca a Dios. Pero sus predicadores viven en la opulencia, abusan de las hijas de los fieles, infringen todas las reglas que la doctrina enseña y se escudan en la debilidad de su carne humana frente a la perfección del creador. A que clase de dios puede agradar que sus hijos vivan en la miseria y ello tenga como recompensa el cielo. Sólo tras la muerte se encuentra la felicidad, esa parece ser la enseñanza de dios. Reniego de esa fe, sólo creo en el hombre, o mejor sólo creo en la mujer, porque sólo las mujeres me han dado muestras de fidelidad, de amor. Mi madre que vivió para sus hijos, mis hijas que son el aliento en la angustia y tú que me escuchas y me quieres. Reniego de Dios, quizás si hubiera sido mujer lo hubiese querido. No temo su castigo, ¿acaso el infierno prometido puede ser peor que el que vivimos? ¿habitaran el cielo sólo los pobres o se habrán reservado un espacio los falsos testigos de la fe, como lo hacen aquí? No temo a la muerte, sólo temo a la muerte de mis hijas, para mí será una liberación, dejaré este mundo sólo con la pena de no veros a ti y a mis pequeñas, mis únicos lazos con la vida ahora que mi madre a muerto.

    • No es verdad que Dios se encuentre en la muerte. Dios es vida. Aunque naciera de los muertos que nos muestran la temporalidad de la materia, nos enseñan también que en nuestro interior vive algo más grande. El pensamiento, el amor, la amistad son pruebas de esa esencia del hombre que trasciende lo corporal. Dios está en los demás, en las cosas bellas, en los momentos felices. Nos da esperanza, ánimo, fuerza, por eso es padre, o madre si lo quieres. No es propiedad de sus clérigos, ni de los devotos, ni de los puros, ni los obispos, ni los santos. Pertenece a los hombres, las mujeres y sus hijos sin distinción. Es el único bien que poseen los pobres, es un bien necesario para que diferenciar la bondad de la maldad, la justicia de lo injusto, el amor de la crueldad. Aunque los injustos se apoderen de Él, aunque los malvados pudieran obrar en su nombre, siempre será el referente, porque Dios es la perfección en el amor. Como tu dices es el amor de una madre, incondicional, silencioso, cálido, necesario. Las dos tenemos dentro a ese Dios maternal.

La tarde iba cayendo en el profundo sueño de la noche, el sol apenas asomaba por el horizonte despidiéndose, alzando sus últimos rayos como si dijera hasta mañana. El frío empezaba a filtrarse por la piel. Aquellas mujeres se abrazaron, cogieron sus bidones amarillos cargados de agua y desaparecieron caminando lentamente hacia sus casas. Me quede aterido, sentado, sin poder hablar, viendo como sus siluetas oscuras se recortaban en el fondo de la plaza y desaparecían. En ese momento no podía pensar, todo el pensamiento ya había sido dicho, no quedaban palabras que añadir. Miré hacia arriba y pude ver la copa de la acacia como una mancha oscura, como una cabellera rizada y alborotada sobre la cabeza de un gigante. Cerré los ojos como para comprobar que seguía despierto, o vivo, y me levanté. No notaba las piernas que se habían acostumbrado a la inmovilidad, estuve quieto todo el tiempo para no romper en encantamiento de aquellas apariciones, para no alterar su discurso que me había cautivado. No sé si he sabido traducir lo que dijeron, si eran esas sus palabras o quizás perdí algún matiz, es posible que con el tiempo haya podido cambiar sus palabras pero no su significado. En aquel lugar bajo la acacia abrí los ojos a un mundo nuevo, vi con otros ojos, me sentí vivo y a la vez extrañamente ausente de mi realidad. Sé con certeza que lo que escuché fue dicho en aquel lugar, son testigos el 
aire y los árboles que allí seguirán incluso tras mi muerte.


cada uno sabe del dolor y la delicia de ser lo que es”
Caetano Veloso




AFRICA MON AMOUR

martes, 9 de octubre de 2012




África es un vendaval de sensaciones, un marasmo para los sentidos. Contradictoria e imposible de entender desde mis esquemas. Maravillosa, bella, fascinante, mágica, se nos acaban los adjetivos cuando pensamos en la utópica imagen de la fotografía. Pero... y las chozas de adobe, la suciedad en que viven, la miseria, la malaria, tuberculosis, SIDA... Todo eso queda oculto por la ceguera colectiva que no queremos ver. 


Sus gentes son respetuosas, entrañables, pero también crueles, violentas, indiferentes incluso a su propio destino. Son amigos generosos, pero veo también en ellos una carencia en el concepto del amor. Las relaciones de pareja no parecen estar dirigidas a quererse, quizás a complementarse para un objetivo fundamental que son los hijos, única riqueza junto con el ganado y la casa (no quiero decir ambas cosas estén al mismo nivel). Los niños hablan con orgulloso de su familia, del número de hermanos y hermanas, dicen que su mayor satisfacción es reunirse todos juntos en casa. Ahora (septiembre en nuestro calendario) en su fiesta de año nuevo los imagino en el barracón de adobe, con el barro hasta la puerta , alrededor de la comida especial que preparó su madre, pollo al curry con injera, patatas cocidas con berberé y café etíope. Pienso que en ese preciso instante toda la felicidad de mucho tiempo se agolpa en aquel lugar pero el día después los devuelve a una realidad demasiado cruel. La pobreza es tan extrema, la miseria tan humillante que no les cabe otra posibilidad que sobrevivir, que ser egoístas. Los niños sufren las mismas carencias, pero ignoran otras posibilidades, felices sin sus zapatos, chapoteando en el barro, vestidos con una camiseta raída y a veces con pantalones heredados de otra generación. Las niñas con sus vestiditos que perdieron el color hace mucho y sólo se adivina debajo de una suciedad que confiere un tono marrón como para mimetizarse al lodo que lo envuelve todo.
Todo menos el verde, un verde luminoso. La vegetación es casi lo único que podría decirse que goza de una salud envidiable. La lluvia diaria, el sol que se abre camino entre las nubes casi siempre presentes. Un cielo imprescindible en el paisaje. Vistos desde la distancia aquellos enormes prados de tef, trigo o maizales, o los inmensos bosques de eucaliptus, hayedos y acacias parecen mágicos. Atravesados por caminos embarrados, con sus charcos brillantes por el sol y el inabarcable cielo azul-gris que choca contra las montañas al fondo. No es difícil pensar que es un paraíso, pero en realidad es una caricatura del mismo, un esperpento donde la belleza pierde su gracia por el dolor que encierran sus habitantes. Es un edén engañoso, un infierno si se vive en sus condiciones. 

        

Nosotros somos la isla que se mantiene a salvo entre tanta miseria. De cuando en cuando cogemos el bote y nos acercamos, con nuestra ropa más o menos limpia, los zapatos deportivos que evitan que nos manchemos de barro. Nuestras batas blancas que imponen la autoridad del hombre blanco, la medicina milagrosa del sabio. Si supieran que poco se puede hacer con lo que tenemos y cuanto no podemos hacer con lo que sabemos. Pero somos el referente, nos entregan su vida, confiados, porque creen en nosotros, porque sienten la desesperación del enfermo.
Las mujeres casi siempre víctimas propiciatorias de estas sociedades empobrecidas y víctimas de su propia condición de mujer. Los nueve, diez, doce embarazos consumen mucha energía y mucha vida. Todas ellas aparentan una edad que no tienen, envejecidas prematuramente por el trabajo, por los partos, por las infames condiciones de vida que comparten con sus hombres y con sus hijos. Entran a la consulta temerosas, calladas, con su shama o nettala, cubierta la cabeza, a veces la boca y esperan la pregunta del traductor: Racon ke mani o Esa si Dhukuba? No te cuentan nada de la tiña o la sarna a la que posiblemente se han acostumbrado. Les duele todo el alma entera y sólo saben decirlo señalándose la cabeza, el estómago, las piernas ( escribimos rheumatic pain, burning,...) pero como se escribe en inglés me duele la miseria. 


Me duele este cansancio de haber parido diez hijos, como describir el dolor de soportar que dos hayan muerto, el hartazgo de comer poco, de soportar al marido que no la trata con cariño (o que le pega), que por la noche se satisface sin creerla con derecho al placer. Aquello no se puede traducir y si para tratarlo sólo tienes ibuprofeno, paracetamol, omeprazol o multivitámínicos te sientes un poco médico de pega, un farsante. Como ginecólogo me preguntan por su regla que desapareció hace unos años después de quinto o sexto hijo y quieren más (ellas o sus maridos, o ellas porque si no sus maridos no las quieren). Se suben las faldas sin pudor ( a veces tienen vergüenza pero la autoridad del enfermero hace que no pongan trabas) ¿qué se puede saber sólo con dos dedos de una historia obstétrica que si la conociera me parecería una película de terror? Me acojo a la ecografía, la ignorancia si se disfraza de técnica se nota menos. Tenemos un buen ecógrafo mi alivio cuando veo a una embarazada, porque la imagen de su hijo es para ella como un medicamento. Decirles si es niño o niña, que todo está bien, Misha, repito hasta que me traducen. No sonríen mucho, ni lloran, solo asienten con esa aahh! aspirada o asse, asse que repiten como un mantra a lo que les explican. Ni siquiera en las malas noticias parecen inmutarse, un hijo muerto o una malformación supongo que es una gran decepción, pero lo asumen con una entereza pasmosa. Tienen tantos a los que cuidar y otros por venir que no parece que les afecte. En nuestro ámbito este es uno de los mayores dramas que se vive en la obstetricia, aquí sólo un acontecimiento más.

        


Me ha impresionado muy gratamente la atención de las comadronas a las mujeres, les hablan, las tranquilizan, les ayudan mucho. No es que el parto tenga las condiciones óptimas, la asepsia es la que es, pero la cuidan dentro de sus posibilidades. Se les nota además una buena preparación obstétrica y supongo que lidian con problemas para los que nosotros requerimos muchos más recursos y personal. El parto sigue siendo duro, sin epidural por supuesto, con poca analgesia. Son mujeres fuertes, que tras el parto no viene un celador con camilla para llevarlas a la planta, se levantan y van andando a su cama. No protestan, no las he oído gritar. Estoicamente asumen aquel trance con entereza porque así se lo han enseñado “parirás con dolor”. No estamos tan lejos de esto, si miramos atrás 50-60 años, como parieron nuestras madres o abuelas. No tenemos a veces memoria para lo propio, parece que siempre hemos sido ricos. Lo que ocurre que en este lugar la miseria se ve tanto que duele.
En el hospital veo una labor enorme al intentar batirse con la enfermedad, pero en realidad la lucha es contra la pobreza. No se trata de caridad, se trata de entender que la enfermedad es una alienación para el ser humano cuando ante esta situación está desprotegido. No es sólo necesario trabajar para curarlos, a veces cuando no se puede hacer nada, cuando sabes que van a morir, lo que necesitan es sentirse atendidos. Que alguien les haga ver que no están solos. La grandeza de los gobiernos no se ve en los palacios, no en los estadios, ni en los polideportivos que construyen e inauguran antes de las elecciones, se ve en el cuidado de los más débiles, de los enfermos, de los dependientes. La enfermedad nos hace tan vulnerables, tan frágiles que no puede dejarse en manos de los mercados. Es un bien innegociable, un derecho que no podemos permitir que nos arrebaten. No se necesita piedad ni caridad si no justicia, sólo la justicia dignifica a las sociedades, en la nuestra y en la suya. La historia no la escriben los justos pero enseña que sólo los soñadores serán dignos de figurar en ella, porque al menos habrán intentado hacer de la justicia su bandera.
África es bella hasta con sus miserias, al menos para nosotros que la vemos de lejos, como un paisaje que se desvanece en el recuerdo cuando te sientas en el sofá de casa.


EL DOLOR FORMA PARTE DE LA VIDA, PERO DOLORES ES SOLO UNA HISTORIA

sábado, 25 de agosto de 2012

No me gusta ser pájaro de mal agüero, ni darle a nadie el día. Dolores no es ni la historia de una mujer, ni conozco a nadie así.  Es una forma personal de ver el dolor dentro de una historia. Pero por increíble que parezca, seguro que hay mil formas más de decir dolor. En estos tiempos, también en los pasados y vista la historia sin duda en los futuros. Para compensar en la próxima entrada será más amable, o no. ya sabéis que vuelvo  a Africa y no me sienta del todo bien.

DOLORES

El dolor es nuestro aliado dicen los médicos. Un mecanismo de alarma que nos pone en guardia ante las disfunciones del organismo. El dolor como maestro evita repetir errores que nos ponen en riesgo. El dolor es un acicate para la vida, para arremeter contra ella cuando te pone a prueba. El dolor como ascesis, como medio para llegar a la virtud expía y redime las culpas.

El placer y el dolor a un paso de distancia, a veces superpuestos, casi indistinguibles, excitando nuestras terminaciones nerviosas con impulsos que el cerebro transforma indistintamente en angustia o en goce.

Sentir dolor es sentirse vivo, presente, tener conciencia de estar en el mundo, de ser como individuo. Sufro luego existo, sólo pensar no garantiza estar vivo. En los sueños pensamos, nuestra mente elabora proyectos, discute ideas, sin embargo el dolor nos despierta, nos trae a la vida en ese intervalo que es el sueño. En el sueño eterno, en la muerte no existe dolor, porque el dolor es vida.

Puede que todo esto sirva para el dolor leve, la molestia que embarra el camino, que incordia sin evitar que sigas haciendo tu vida. Incluso para el dolor agudo, punzante, que nos provoca el grito, que nos trae al ser primitivo, al que se defiende , al que lucha, al que se rebela contra esa lacra. Ese puede ser un dolor aceptable, positivo, incluso necesario. Yo he vivido el dolor del parto, la epidural mitigó ese tormento que acompañaba a la maternidad. Pero imagino como nos parieron nuestras madres, con un dolor que viene desde las entrañas, que en cada contracción te arranca un grito. El dolor que te mortifica, que te hace negar hasta a tu propio hijo cuando desgarra tu cuerpo y lo expulsas como si fuera un demonio. Sin embargo tras ese infierno, el fruto permite el olvido y la paz, el sentimiento de haber dado vida a un ser que es parte de nosotras mismas, aplaca el recuerdo del dolor. Algunas mujeres perciben aquella experiencia dolorosa como positiva, gratificante por la recompensa obtenida. La viven como la culminación de un deseo quizá impreso en la memoria de las mujeres, un impulso creador que nace de lo trascendente.

Vemos el dolor como un accidente temporal. Ni por un momento pensamos en el dolor como un continuo. Hay un tiempo después del dolor, una luz al final del túnel. Vemos al dolor en color negro por contraste a los colores brillantes de la felicidad.

Qué me diríais si ese dolor fuera eterno, si cada segundo dolería y le siguiera el dolor del segundo siguiente, de forma interminable. Dolería el tic-tac del reloj porque el propio golpe del segundero desencadenaría ese dolor. Si el dolor fuera la constante, la norma sin excepción, si el dolor se convirtiera en el motor, en la gasolina, en el camino, en la meta. El dolor ocupándolo todo, vistiendo tu vida de un color que ya no podría ser negro, porque no hay contraste.

Yo lo veo blanco, blanco de hospital, de algodones entre los que quisiera dormir, blanco de batas, de fármacos, blanco de luz que molesta sólo con mirarla.

Un dolor que no viene de fuera, que sale de dentro de un cuerpo en apariencia completo, sin desperfectos. Incomprensible para nadie, ni para mí misma. Inimaginable, porque la propia percepción de un dolor tan terrible, tan atroz se hace incompatible con vivir. La paradoja surge porque el daño no se ve, no es una quemadura, un arañazo, un flemón, una herida donde la sangre hace visible el dolor, lo justifica. Cómo creer en la cordura de quien diga que duele el parpadeo, el habla, un beso o una caricia. Cómo entender que el pensar en levantarse de la cama supone un esfuerzo doloroso. Una meta que se debe superar con el valor de un titán, con el sacrificio de un atleta exhausto que consume su último aliento al ver la cinta. No se puede comprender como el dolor puede ser el único pensamiento, la monótona melodía que te acompaña, con escasos instantes en que tratas de distraerlo para que permita no perder el contacto que te queda con el mundo.Todo ello se resume con la brevedad de un diagnóstico. Aséptico, erudito, blanco, tan inmaculado como la pronunciación del médico: “ Usted tiene fibromialgia” .

Al oírlo sólo experimentas el dolor de la palabra, no el consuelo de un pronóstico, no la esperanza de una cura. Duele desde antes de que emitieran aquella sentencia y duele cada momento después sintiéndote marcado por el dolor como su víctima, como una víctima que jamás podrá librarse de él. No maldigo a los médicos, no maldigo al dolor, sólo puedo maldecir mi mala fortuna. Tal vez el responsable de aquel error cósmico es la fatalidad o tal vez estoy pagando el error de un dios imperfecto.

La Escala Visual Analógica (EVA) que se utiliza para valorar su intensidad tiene nombre de mujer, quizá porque el dolor está en nuestra conciencia moral del pecado original o quizá porque sólo una mujer pueda soportarlo.

El dolor genera un respeto sobre la persona que sufre, un reconocimiento de valor infundado, porque el sufrimiento no es voluntario. Es un parasito que se introduce en el cuerpo y en la mente, pasa a formar parte de tu propia vida. Sin solicitar su presencia, sin culpa, sin mérito para ser poseedor de él. Ni siquiera es un castigo divino, el azote de un juez vengador que pretenda infligir un daño, mortificar al reo. No se puede pedir una razón para su existencia, no se explica, no se justifica. No hallo culpables en los que hacer recaer la responsabilidad de mi injusta condena, ni siquiera en mi misma.

Nací como tú con el llanto de la vida, no del dolor. El llanto de la respiración, el grito de gozo por llegar a ser. Estuve libre de dolor – del dolor malvado- hasta los treinta y cinco años. Pasé mi infancia en un sueño de felicidad, claro que lloré, seguro que tuve dolores de barriga, de anginas, de muelas, pero todos fueron olvidados. De la infancia no recuerdo ningún dolor que me haya dejado la más mínima huella. La infancia viene a ser como un referente de recuerdos benévolos. Pero la vida empieza más tarde, cuando empiezas a tener la conciencia de lo que posees y lo que pierdes. En ese transito por la adolescencia también puedo decir que fui feliz. Me dolió el corazón y me estalló de gozo, a veces sin poder precisar en que momentos ocurrió cada cosa. Viví con la pasión que sólo se es capaz de vivir en ese tiempo.

Estudié, aprendí, lloré, reí, amé y hasta seguramente odié con ese odio sin maldad que los jóvenes tienen ante la adversidad. Acabé magisterio y he dado clase en preescolar hasta que escribieron mi sentencia en un informe médico. Los niños fueron mi alegría, mi soporte en los momentos que pudieran ser difíciles. Tuve tiempos de penuria económica, no los recuerdo con pesar. La escuela me dio además a mi alma gemela, un sólido apoyo, una luz en las incertidumbres, aunque como yo no conociera las respuestas. Fue mi gran amor, el amor en mayúsculas. El que me acompaña incluso ahora que transitamos por caminos oscuros, con las tinieblas de mi enfermedad persiguiéndonos.

Con Valentín tuve dos hijos. Ellos son mi estímulo, el asidero al que me aferro para levantarme cada día. Pienso en ellos y despierto del duermevela de cada noche, donde el sueño no llega a vencer a mi dolor. Abro los ojos y me esfuerzo por mantenerlos abiertos para que cuando se vayan al colegio me encuentren despierta, incluso a veces levantada tras hacer acopio de las fuerzas que me quedan. Sonrío con una mueca entre el gozo y el sufrimiento. Los beso aunque me atraviesen agujas en los labios.

El tratamiento que me recomiendan los médicos me alivia, no niego su voluntad de sanar, pero más que quitar el dolor lo adormece, baja la intensidad. El único inconveniente es que también a mí me hacen entrar en un sopor que no deseo. Prefiero a veces el martirio a la ausencia de consciencia. Deseo permanecer junto a mi familia pese al suplicio de soportar a veces el martilleo del mal que recorre mi cuerpo siguiendo cada día rutas distintas. A veces son las articulaciones de los pies al levantarme, a las que siguen las rodillas, caderas y un hormigueo en las manos y las piernas incapaz de controlar, que adquieren movimiento por sí mismas. Otras el dolor se inicia en la cabeza, resulta como un tambor cuya vibración rebotase en cada pared del cráneo y repitiese los ecos.

He probado todos los tratamientos: analgésicos, relajantes, antidepresivos, magnetoterapia, yoga, … me he prestado a cualquier ensayo clínico que pudiera sacarme del abismo, que me devolviera mi vida anterior. Ahora sé que no es posible y lo asumo. No existe un tratamiento para el dolor físico cuando no es objetivable una causa, cuando no se ha producido un error, un fallo del sistema. Los antiprostaglandínicos, los inhibidores de la recaptación de serotonina,.. nada tienen que hacer ante un dolor esencial, inmanente, que sólo podría arrancarse desprendiéndose del propio ser.

Sólo concibo un dolor más intenso que el mio, el de una madre que pierde a un hijo. No sé si podría soportarlo, me aterra sólo la idea. El dolor no viene aquí de ninguna parte del cuerpo, ni está en la mente. Es el dolor de la negación a la vida, la antítesis al propio sentido de estar vivo, de proyectar tu vida finita en tus hijos. Cada vez que veo el rostro de la madre de Dios en el descendimiento de la cruz o en una piedad, siento la brutalidad de la idea de perder un hijo. La impotencia, la desesperación, el querer dar explicación a una muerte que cambiarías por la tuya. La imagen me resulta tan cruel, tan atroz que siento una necesidad de llorar, de verter la hiel que se acumula en el alma ante una visión tan desgarradora. Siempre hay algo más allá del mal, ese puede ser un consuelo, aunque no consigo agarrarme a él.

Pensáis que deseo la muerte. Si así fuera la buscaría y la encontraría, ninguna muerte puede ser más dolorosa que lo que ahora siento. Deseo la vida, aunque admito desearía otra vida, aceptaría un cambalache con Dios o con el diablo y a cambio de este dolor entregaría mi alma.

Amo la vida porque antes de ahora la he vivido. Aunque no siempre la percibí, no siempre fui consciente de que estaba viviendo. La existencia es un tránsito que hacemos a ciegas, sordos a los cantos de sirena, atados al mástil para no ceder a las tentaciones. Ahora echo de menos no haberme dejado llevar por las emociones. Haber realizado las locuras y las corduras que en cada momento me regalaba la vida. Haber sido libre cuando pude. El dolor es una cárcel con barrotes como cuchillas, como alfileres. Es la más atroz de las condenas, infinitamente más cruel que la pena capital. Todos vivimos en el corredor de la muerte, sin conocer cuando llegará el decreto de nuestra ejecución. Disfrutamos de permisos carcelarios, de horas de patio, de taller de trabajo, de salón de actos... No somos conscientes de nuestra mortalidad a cada instante, ello nos permite ser más libres, aunque a veces pasamos por alto el valor de la propia vida. Yo vivo en la humillación permanente de la celda de castigo, con un carcelero sordo a mi pena, que a veces pienso que soy yo misma.

El dolor no tiene dignidad, no merece respeto, no fortalece el espíritu, no ilumina la verdad , aunque a veces te abre los ojos, permite distinguir a quien te quiere. Es verdad que he encontrado a los amigos en el dolor, a mis hijos y sobre todo a mi marido. Es más fácil separar la paja del trigo, distinguir el amor frente al interés, la entrega frente al egoísmo. No hablo del egoísmo o el interés malvados, sino del que emana de la necesidad de buscar el propio bien, la propia felicidad. El egoísmo justificable y entendible, que está en la propia naturaleza de los seres vivos, motor del impulso vital necesario para competir en la Naturaleza.

Con mi marido y mis hijos entablo las batallas de esta guerra pérdida. Formamos un grupo de guerrilleros que vencen en cada escaramuza a sabiendas de que el final será la derrota. Pero en cada pequeña victoria vivimos intensamente nuestra percepción de aliados, de luchadores por la vida, de maquis echados al monte con la rabia de derrotar al que nos arrebató el derecho a la felicidad absoluta.

Mi dolor será un estímulo para crecer en amor a mis hijos, sé que este calvario les engendrará valor, que a través de él verán la vida de otra manera. En el dolor ajeno, fundamentalmente cuando nos afecta, cuando compartimos la carga del sufrimiento, se forja el espíritu del hombre. Nos abre la mente a un sentido de la vida, dónde el valor de los momentos adquiere una dimensión más plena. Cambia nuestra percepción de este mundo donde tasamos lo material y lo inmaterial, la realidad y los sueños,

El dolor será el aliado de mis hijos en su vida. Quizá esa es mi recompensa, quizá este es el propósito de mi existencia.
Lo acepto y afirmo que quiero vivirlo.


UNA DE MIS PREFERIDAS

viernes, 22 de junio de 2012

Esta es una de mis mujeres preferidas, lejos de parecer frágil es poderosa. Puede ser anacrónica pero es un personaje lleno de sensibilidad, lleno de vida. Una vida que dormía en lo profundo de los convencionalismos, pero que no puede ser retenida por ninguna fuerza, que se abre camino siempre.



ROSARIO


Rosario nació con el estigma de los santos. Vino al mundo rodeada de letanías, misales y libros de oración. Cuando abrió los ojos pudo ver un grupo de mujeres enlutadas que alababan su cara de ángel, su inmaculado rostro. Entre las alabanzas se intercambiaban salmos, rezos y rosarios que constituyeron los sonidos fundacionales de aquella alma. Claro está que ella no podía recordar nada de todo esto, pero lo había vivido tantas veces en otros recién nacidos, había participado en tantas ocasiones de aquella liturgia que para ella era como haber asistido a su propio nacimiento.
Su madre era una mujer enjuta, magra, había enviudado tempranamente, tanto que sólo había podido darle a Dios una hija. Había trasladado el luto de su pérdida a todas las facetas de la vida. Si antes había sido una mujer callada, virtuosa, sumisa, ahora se había convertido en una mujer triste y beata. Su condición de viuda requería extremar la virtud que ella creía implícita en la condición de mujer. Esta necesidad de vivir en santidad, en comunión con los más exigentes preceptos de la ortodoxia cristiana, valía tanto para ella como para su hija.
La hija era el legado que Dios le dejó para honrar la memoria de su marido, que tras su muerte había tomado la condición de mártir en su conciencia. Cuando se casaron, ciertamente se querían, pero no hubo pasión ni hubo amor, porque la boda había sido un arreglo de familias. El arreglo entre dos jóvenes que necesitaban la condición del matrimonio para seguir los cánones marcados por la sociedad. Nacer en un pueblo pequeño, en aquellos tiempos en que la moral venía escrita en letras de oro en el libro sagrado y era reinterpretada por los sumos sacerdotes de la teocracia, hacía muy difícil salirse del guión que cada cual estaba destinado a representar.
En su infancia Rosario jugaba con cruces, medallas de la virgen y escapularios, como muñeca utilizaba el niño Jesús de porcelana y corona de hojalata con forma de rayos de sol que en Navidades presidía la entrada de casa. Acudió a la escuela de chicas, donde aprendían a leer, escribir y las cuatro reglas (sumar, restar, multiplicar y dividir) suficiente erudición para una mujer. Además recibían una formación mucho más necesaria para afrontar el matrimonio y las labores propias de su condición de mujer casada: la obediencia, la virtud y la necesaria formación en el arte de la cocina y la costura. A los libros del régimen para mujeres con las historias de héroes y heroínas, se añadían las hagiografías de las santas, mujeres que habían sufrido el martirio antes que renunciar a su castidad o a su entrega a Dios. Con todo ello hubiera sido una mujer preparada para tomar el yugo del matrimonio como una bendición. Pero de tanta misa, de tanto rezo en los velatorios, de tanto recato en las maneras, de tanto luto en las ropas, de tanta seriedad en el semblante sin afeites, sin sombras de ojos ni color de labios, el tiempo la fue apartando de los hombres.
Su madre no encontró un pretendiente digno de la hija. Bien es verdad que económicamente no aportaba una gran fortuna, habían sobrevivido limpiando en casa del cura, cuidando la iglesia y realizando trabajos de costura. Tampoco había fomentado la amistad verdadera, contaba con el reconocimiento de ser una mujer devota, pero no con el aprecio de sus vecinas que veían un lado oscuro en tantos excesos de santidad. El tiempo fue ajando la piel y desojando las margaritas, sin que encontrase un hombre adecuado a su cuerpo y alma sin mancilla. A esta situación había contribuido también Rosario, que no veía en los muchachos del pueblo candidatos a compartir su vida. Encontraba demasiado rudas las maneras de los jóvenes. En la iglesia o en las fiestas, únicos momentos en que existía una proximidad suficiente, se comportaban como machos en celo atrayendo la atención de las chicas y pavoneándose, sin que para ella resultaran atrayentes dichos modales. Es cierto que en los bailes quedaba siempre al margen, sin pareja. Los hombres la temían, había en ella una seriedad excesiva que los ahuyentaba. Rosario había llenado sus soledades de lecturas cuyos protagonistas eran soldados con ademán de caballeros, héroes galanes, hombres de fe cuya erudición asombraba a las damas. Encontraba a los hombres reales como patanes gárrulos sin ningún atisbo de dulzura ni educación.
Cuando la primavera de su vida estaba dando a su fin, sin haber florecido ninguna flor en su jardín, comprendió que debía buscar una alternativa a su vida. Las palabras del confesor y párroco del pueblo la llevaron al convento de Carmelitas para dar allí sentido a su fe. No es que le conminaran a tomar los hábitos, es que parecía la única opción posible dadas las posibilidades planteadas. Una mañana de invierno acudió al convento acompañada de su madre, cuyo luto parecía aún más severo que de costumbre. Las monjas la acogieron con el calor que los rigores de la estación escatimaban. Eran mujeres sencillas, pero durante el tiempo en que vivió con ellas pudo ver como debajo de cada hábito había un mundo rico, un vergel que seguramente sólo florecía en la intimidad de su celda. Cada una contaba una historia que irremisiblemente remitía al cenobio. Todas ellas estaban ya en el otoño de sus vidas, pero en todas ellas las nevadas habían cerrado los pasos, sólo la senda hacia Dios había quedado expedita. Ellas se sabían en un camino sin retorno pero veían en la novicia un proyecto en el que cabían futuros diferentes. Todas se prestaron a darle consejos, cariñosos mensajes que en vez de animarla a seguir la vocación de la oración la llevaban a un vida lejos del retiro de los claustros. Ella escuchaba pero su mente ya se había entregado a una misión, a un fin más alto que cualquiera de los que podría alcanzar en una vida de soledad en el pueblo. Hacía oídos sordos a esos cantos de sirena que la animaban a vivir su juventud. Estaba preparada para entregarse a Dios y nada la podía detener. En sus primeros meses de noviciado era tal su ilusión, que los rigores del invierno y del estricto horario del claustro no logró amedrentarla. La primavera llegó como se había marchado el invierno, pero dejó un clima más propicio para reunirse en el patio, para convivir con aquellas monjas que eran para ellas como madres. En realidad eran aquellas mujeres las que la habían adoptado como la hija que siempre hubieran querido tener, como el regalo que la vida les había hecho en aquel lugar extraño. Todas se habían entregado a la oración, habían tomado los votos con verdadera fe, pero el tiempo les había ido arrebatando sino el amor a Dios, el amor a la vida, a los hombres y sobre todo a su propia comunidad que las retenía en un secuestro voluntario pero cruel. La condición de monja no había podido anular la propia condición de mujer, de persona, de ser sintiente. El claustro no les había arrebatado la vida, si acaso, la había adormecido, limitándola a las actividades que la vida monástica les permitía. Pero a la vez tenía el extraño poder de añadirle valor a todo aquello que no podía ser disfrutado en aquel estado. Para ellas Rosario era un bien a proteger, un alma a salvar de aquel destino. Cada una de ellas a su manera trataba de inculcar esta idea a la novicia, por verdadero amor, sin menospreciar su vocación de servicio a Dios.
Rosario era un alma forjada a prueba del fuego de la tentación y llegó al verano con la firme convicción de profesar los votos tan pronto como la abadesa lo permitiera. La madre superiora que era una venerable anciana, pero con una fuerza y un carácter que no le eran propios por la edad, si bien no la animaba como las otras a renunciar, callaba y le decía místicamente: “ Dios elegirá el momento, el sabe cuando estarás preparada y nos lo hará saber”. El trabajo, la oración, el horario, la seriedad de aquellos muros, el calor, la melancolía que afecta a las jóvenes con frecuencia. Todo ello fue mermando las fuerzas, cambiando el aspecto de aquella muchacha que irradiaba luz y que ahora se veía el gris de su piel como reflejo de una tristeza vaga que la invadía. El otoño fue quien profundizó la brecha que se había abierto en el ánimo de Rosario, el tiempo frío, la luz mortecina de la tarde, la lluvia que siempre parece recordarnos el llanto, acabó por conquistar el corazón de aquella criatura sensible. La tristeza vaga, sosegada, se fue trasformando en un ansia asfixiante que le oprimía el pecho. Empezó a ver el convento como otra realidad que se había trasmutado de un sueño a un purgatorio. Sus monjas a las que quería de verdad y que tenía por verdaderas madres, dejaban de ser celestiales espíritus, para tomar cuerpo y ver en ellas mujeres de carne y hueso, con sus defectos y virtudes, con su pasiones y sus frustraciones. Era una comunidad extraña, se comportaban como devotas siervas de Dios cuando estaban reunidas en el capítulo, pero cuando estaba con alguna de ellas en privado veía como los pecados del mundo estaban presentes también en aquel recinto sagrado. Se acusaban mutuamente de glotonería, envidia, adulación a la abadesa, mostrando a la comunidad tan aparentemente sólida en la Fe como un muro lleno de grietas. Ver en aquellas mujeres entregadas a la salvación de los hombres a cambio de su encierro, como la soledad iba mancillando sus almas puras de novicia, convenció a Rosario que aquel no iba a ser su destino. El invierno la encontró demacrada y delgada, la madre superiora ya había recibido sin duda el veredicto divino para preservar asa alma pura para otro cometido que seguramente la esperaba. La sabiduría de aquella mujer fue para Rosario como una aparición mariana, un chorro de luz que la atravesaba, que la hacía trasparente. ¿Cómo podía aquella mujer callada conocerla tan bien, si ni ella misma podía verse tan claramente? Habló largamente con la abadesa y con el capellán, que si bien vieron en Rosario una mujer con firmes creencias religiosas y buenas dotes para ser monja, entendieron que en el convento se sentía atrapada y que ello minaría su devoción con el tiempo. Le dieron la libertad, el permiso para romper su noviciado. Fue como el renacimiento a la vida, en la penumbra de su celda el alma se iba ennegreciendo, experimentaba pensamientos que nunca antes había tenido. Ni la luz del claustro con su verde ni el sonido del agua que corría con libertad llegaban a devolverle la paz. La salida del convento fue una necesidad y un alivio. La abadesa pudo conseguirle además un trabajo ayudando a una vieja ama que cuidaba del nuevo rector de la parroquia de un pueblo cercano. Acudiría durante el día para realizar las tareas domésticas ayudando al ama y de noche dormiría en las habitaciones de la comunidad que se utilizaban para fines benéficos, la relativa juventud del párroco desaconsejaba cualquier otra opción.
Esta tarea fue para Rosario, más que un trabajo, la realización de un sueño. Sentía como su trabajo tenía una utilidad, dándole además una posición social y lo más importante se desarrollaba entre personas con una educación y sensibilidad que colmaban todas sus expectativas. El ama la trató con cariño desde el momento en que vio en ella las dotes de una mujer de iglesia, cuya devoción la había llevado incluso a las puertas de ingresar en el convento. Ella sabía muy bien que no todas las mujeres eran capaces de dar ese paso, pero las que no lo daban no carecían por eso de virtudes. Lo sabía bien porque ella misma había pasado por aquella situación. El cura era un hombre joven, con una bondad natural y una exquisita educación. Tomaba con Rosario una distancia en el trato que lejos de ser una muestra de desprecio era señal de respeto absoluto, necesario a la vez para evitar cualquier mala interpretación de sus papeles. Si bien es verdad que con el paso del tiempo y con el beneplácito del ama, don Servando accedió a leer para ambas las Sagradas Escrituras, explicando con verdadera erudición los pasajes. Para ella, aquellas lecturas eran como un anticipo de la gloria en el cielo, para la vieja ama eran el sedante perfecto para conciliar el sueño que por las noches era esquivo. De esta manera en la intimidad de la casa pastoral se fue creando el ambiente de familiaridad en que todos encontraban su equilibrio.
Las faenas de la casa eran prácticamente función de Rosario porque la vieja ama no tenía ya fuerzas para realizarlas. Mientras ella cocinaba, Rosario barría, hacía las camas, lavaba la ropa, zurcía algún que otro roto. Cuando manejaba las prendas del cura, Rosario podía sentir la mirada vigilante del ama que la requería a manejar aquellas prendas con indiferencia, pero no podía evitar que en el fondo de su cuerpo se desataran pequeñas tormentas de arena, que le producían calambres y un cosquilleo que la mirada de la vieja no podía percibir. El ama fue empeorando su salud y el trabajo iba recayendo cada vez más en Rosario, que ahora se ocupaba de la casa y del cuidado de la mujer, se vio en la necesidad de pasar a dormir a la casa parroquial para poder atender por la noche si era preciso al ama. Ello no podía comportar ningún perjuicio a ojos de la parroquia que conocía la probada virtud de las dos mujeres que se ocupaban del cura y la progresiva senectud del ama, que requería la ayuda de unos brazos más jóvenes. Además la vieja ama nunca permitiría situaciones que pudiesen dar que hablar en la vivienda más santa del pueblo.
No hubo cambios importantes en la distribución de las tareas, si bien esa vigilancia férrea del ama era a todas luces imposible pero además innecesaria vista la distancia que separaba a los otros dos inquilinos.
Rosario cuidaba de toda la ropa necesaria para los ritos: albas, casullas, estolas, sotanas... eran lavadas y planchadas con la veneración de unas prendas sagradas. Se ocupaba de que no faltase el vino y el agua en las vinajeras y que la provisión de vino de misa fuera suficiente. En la casa se ocupaba también de la intendencia y del cuidado de las ropas del sacerdote. Lavaba con mimo sus prendas, las planchaba, repasaba si existía algún desperfecto. No podía negar que la ropa interior le causaba cierta desazón, más ahora que el ama no la vigilaba y podía lavarla, plancharla y doblarla a su gusto, reconocía para sí que doblaba y desdoblaba varias veces alguna de aquellas prendas.
Todo aquello cambió desde el día en que pudo ver a través de la rendija de la puerta del baño mal cerrada el cuerpo desnudo del sacerdote, que había adquirido por primera vez una dimensión humana, más humana, que cuando lo veía por la casa encarnando el papel de hombre de iglesia. Era la primera vez que veía un hombre desnudo, sólo las pinturas y esculturas de los libros sagrados le habían mostrado aquella anatomía diferente. Pero lo que había podido ver, aquellas formas masculinas que en la figura de Cristo no reconocía por estar siempre cubiertas, le habían trastornado el ánimo. Las tormentas de arena que se despertaban en su interior eran ahora tempestades, cada vez que doblaba aquellos calzoncillos intuía en su interior aquel vello y aquella forma que seguramente el diablo había colocado en los hombres para desafiar la virtud de las mujeres. No podía hacer otra cosa que rezar, pero perdía el hilo en la oración que repetía como un mantra tan automáticamente, que permitía a la mente viajar entre tanto a las imágenes cuyo recuerdo quería evitar. Cuando el cura se bañaba ella procuraba de nuevo pasar inadvertidamente para entrever por los resquicios de la puerta aquellas imágenes que ahora la atormentaban de día y de noche. Cuando ella tomaba su baño semanal, dejaba ahora también la puerta discretamente abierta y cuando se introducía como una vestal desnuda en la bañera pensaba que en ese momento podía devolver el regalo de su desnudez, si por un casual, dios no lo quiera, el cura se encontraba por allí.
En las tardes que leían la Biblia al calor de la chimenea, mientras el ama dormitaba, Rosario sentía que formaba una unión espiritual con el sacerdote, como si ellos dos solos estuvieran ocupando ese espacio, como si la vieja fuera sólo un mueble más.
Ocurrió una tarde en que tras encontrarse fatigada el ama fue a su habitación más pronto de lo habitual. Ellos continuaron la liturgia de la lectura, pero se había creado ya el vínculo, la unión cósmica de sus mentes a través de aquella lectura pausada que los iba acercando en el espacio hasta que quedaron uno junto a otro. Leían el Cantar de los cantares:
“ Levántate, aquilón, avanza, austro, soplad en mi jardín, que corran sus perfumes. Mi amado va venir a su jardín, a comer sus frutos exquisitos.
Yo vengo a mi jardín, hermana mía, esposa, a coger de mi mirra y de mi bálsamo, a comer de mi panal y de mi miel, a beber de mi vino y de mi leche. Comed, amigos, y bebed, y embriagaos de amores...”
No se sabe muy bien de donde partió el impulso, pero se encontraron uniendo sus labios, buscándose en el mar de la noche, en el calor del hogar, con la urgencia y la inexperiencia de algo nuevo que había llegado sin pretenderlo. No había pecado en ello, no existía premeditación, no había voluntad de caer en la tentación del demonio. Ocurrió con la naturalidad de los efectos de la física, el positivo buscó al negativo, el ácido a la base, el masculino al femenino. Se perdieron en esa tormenta de manos, bocas y acabaron vencidos y desnudos sobre la cama. Tanto impulso retenido, tanto deseo acallado, se desató en el preciso instante en que se produjo el milagro y un río de él corrió adentro, en los territorios de ella, anegando todos sus huertos baldíos hasta entonces.
Como en la oración después vino el silencio, un silencio pesado que arrastraba las cadenas del arrepentimiento. Pero en ese silencio había también mucho de súplica de los dos amantes, para que su Dios bendijera aquella unión hecha de amor, de entrega, de verdadera fe en el hombre. En aquel silencio había un ruego mutuo para que aquel regalo de la vida, que era a su vez un regalo divino, no acabara. Hubo un pequeño remanso en los días sucesivos en que los dos se evitaban, pero se notaban próximos. Ambos escrutaron sus almas para ver si aquella unión podía ser vista con comprensión a los ojos de Dios. En ese tiempo de meditación, el rescoldo de la pasión fue tomando fuerza y sus cuerpos encontraron la respuesta inevitable a la pregunta de sus espíritus. Vivieron de nuevo el éxtasis de los ascetas, la unión mística de los cuerpos y decidieron no renunciar a aquel milagro. Se buscaban y se encontraban, se deseaban y se temían, se amaban y les dolía ese amor que era más fuerte que sus temores.
El cristal más bello puede romperse con un sólo impacto, porque la felicidad es frágil como el cristal. Cuando Rosario empezó a contar los días en que le faltaba la menstruación y a temer sus consecuencias, no quiso comunicárselo a su amante. Le rehuía y él la recriminaba por ello, por hacerlo sufrir, como el purgatorio que precede al cielo de su reencuentro. Pero los vahídos y las nauseas que aparecieron en las semanas posteriores despertaron como por ensalmo a la vieja ama, que recobró el ánimo para poner solución a aquel problema del que sin duda ella también se sentía responsable. Habló con Rosario y después con don Servando. No existía otra solución cristiana que no fuera que la mujer abandonara el hogar y con la discreción obligada tuviera su hijo lejos de aquel lugar. Podía dejar en adopción la criatura nacida de una relación que veía dirigida por el mismo diablo. Ya se ocuparía ella de buscar una excusa convincente. No podía asegurar que las malas lenguas no intuyeran la situación, pero no podían dar pábulo a la maledicencia quedándose en la casa mientras el fruto del pecado crecía en su vientre. El sacerdote presa de un dilema que no estaba en su capacidad de hombre el afrontar, dejó hacer, se encerró en la oración para expiar la culpa, mientras Rosario se iba de su vida dejando una herida profunda.
No fue un destierro, ni una expulsión del paraíso por haber tomado la manzana del árbol prohibido. Fue para ella como una penitencia que acataba con humildad. Y su hijo, lejos de parecerle el hijo del mal, fue una bendición, la respuesta de Dios a sus oraciones.
Rosario se fue a la ciudad, al cuidado de una casa de caridad de las monjas carmelitas, al amparo de las malas lenguas. Su vida de madre soltera podría haber sido contada a los niños como los de una heroína cristiana, algunos mártires contaban con pecados en su vida que habían sabido redimir con una ejemplar conducta y una entrega total a la Fe. Pero ella no pasó a la historia de la Iglesia porque escondía un secreto que parecía terrible para algunos. Su hijo era una encarnación del pecado, fruto de la tentación, de la debilidad de la carne y de la pérfida estrategia del demonio para tentar la virtud de los hombres de fe. La prueba irrefutable de que la mujer actúa a veces como instrumento de satanás y debe ser temida porque encierra la semilla del mal.
No guardó rencor a nadie, ni siquiera a su amante, siempre conservó en su recuerdo aquellos momentos donde ambos compartieron la gloria de los elegidos. La dulzura del momento en que quedaron saciados con las manzanas del árbol de la vida.
A su hijo lo llamó Jesús y cuando preguntaba por su padre le decía: “ Hijo mio,Tú eres hijo de Dios ”. Tiempo habría de explicarle lo complejo del amor, la oscura barrera entre el pecado y la virtud.
Ahora sólo debería enseñarle a rezar.

VIRTUDES FUE LA PRIMERA

sábado, 12 de mayo de 2012

La historia se llamó primero "La puta y el ginecólogo" , ya sé que es una porquería de título, pero empecé a escribirla así. Después de las dos o tres primeras páginas la dejé porque no me acababa de gustar. Sólo me gustaba el personaje de Virtudes, el ginecólogo era patético. Quedó en el tintero mucho tiempo y un día retomé la historia pero decidí que se llamase como la protagonista.

El nombre de Virtudes me pareció que escondía perfectamente a la mujer que había debajo de la fachada y resumía su esencia.Bueno elucubraciones que me llevaron a pensar en varios nombres de mujer que me sugerían historias.