El viejo murió de pronto, estaba mirando por la ventana y se quedó allí, como pensando, o quizá ni siquiera pensaba ya porque la muerte le había alcanzado un minuto antes. Quien sabe, pero lo cierto es que quedó allí delante de la ventana, donde lo habíamos dejado olvidado o simplemente donde le correspondía estar por su decrepitud. Era ya sólo un recuerdo antiguo, de los que no representan ningún momento glorioso de la vida de nadie. Era un desecho, un estorbo, una molestia ingrata. Cuando babeaba o cuando dejaba correr el cálido orín por la entrepierna, sin inmutarse, como si lo hiciera a propósito para molestar, yo mismo lo hubiera matado. Pero mi falta de valor me lo impedía. No porque pensara que debía vivir, aquello ya no era vida. Esa casa en derribo, ese traje hecho jirones no podía ser ya otra cosa más que pasto de gusanos. Hizo bien la muerte en venir a buscarle.
La sabia Muerte vestida de blanco hizo su entrada y el tiempo se detuvo para siempre. No existe dama más poderosa. Nadie es capaz de detener el mundo como ella, ni Dios mismo. Ella arregla los despropósitos del Creador, los allana, iguala a los Hombres. Hasta los más viles la temen, incluso los que son su mano ejecutora temen su sentencia. Los poderosos, los pobres, los miserables, los alegres, los cenizos, todos se rinden ante sus argumentos y ceden su bien más preciado.
El viejo ya no le temía a la muerte, creo incluso que la estaba llamando. Si hubiera podido hablar le hubiera dicho: “Ven hija de puta, no te lleves a los niños, no te aproveches de los desgraciados, si tienes cojones llévame a mi que no te temo” Pero eso era imposible porque el viejo ya hacía muchos años que no hablaba, ni gemía, ni reía, sólo miraba indiferente a su Universo situado tras la ventana. Su mundo perdido en el vacío de los Tiempos. Le mirabas a los ojos y parecía verte, pero si te fijabas bien en su pupila no había reflejo, no estaba tu imagen en espejo, sólo existía un negro desvaído que es el color de la Nada. Aunque le pellizcaras no asomaba a su rostro el menor atisbo de dolor, ni te maldecía, nada de lo que ocurría a su alrededor le importaba, le éramos tan indiferentes como nos resultaba ya su figura inerte. Habitábamos mundos distintos, podría decirse que vivíamos en Universos Paralelos. ¿Cuántos mundos diferentes coexisten? Nosotros mismos, asomados a la ventana del televisor, indiferentes, mudos, parece que vivimos en un Universo Particular. Miramos con ojos atónitos la pantalla contemplando los mundos de los otros que nos son tan extraños. Permanecemos sentados, impávidos, impertérritos ante el terror de sus vidas, cuando apenas se nos conmueve el alma suena el timbre del microondas y nos devuelve a nuestra realidad, sacamos las verduras que teníamos cocinándose y comemos ajenos al dolor y al hambre que llena aquellos mundos. ¿Acaso no estaremos muertos? Somos tantos los muertos que vivimos absorbidos por nuestra cotidianidad que podría casi decirse que existen más muertos que vivos. Miramos las realidades de otros como si no nos pertenecieran, somos tan extraños para ellos como lo son ellos para nosotros. Debe existir algo de chispa todavía en nuestro cuerpo porque a diferencia del viejo, de tanto en tanto se nos asoma una lagrimita en el ojo o haciendo un esfuerzo supremo movemos el dedo para cambiar de canal.
Somos los náufragos de nuestra propia isla, los reyes de un imperio de nada, amos de los mundos ajenos y esclavos de nuestro Universo Particular.
Dejemos de mirar hacia la ventana como el viejo, abrámosla y salgamos afuera a buscar a los habitantes de los Universos Paralelos, o estamos muertos.
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?
Insomnio
Damaso Alonso
Hijos de la ira