Allí
asomada al espejo encontraba no sólo su reflejo, veía a la
verdadera Alicia, aquella que se escondía tras una máscara para
soportar el dolor de la vida. Detrás de esa imagen estaba el
verdadero rostro, el que únicamente podía ser visto atravesando el
azogue con la mirada y penetrando en la oscuridad que reside tras la
pulida superficie.
En la
intimidad del cuarto de baño miraba aquella ventana que reflejaba a
la vez su cara y los baldosines viejos deslustrados por el tiempo y
la cal. ¿Qué mejor fondo podía existir para su rostro? Mostraban
el paso del tiempo, su fugacidad, su inmaterial presencia, la
eternidad reducida a una vida, al corto espacio que media entre el
llanto primigenio y el lamento de la muerte.
La
vida había dejado cicatrices profundas en su rostro, había ajado su
piel, tenía arrugas y bolsas en los ojos, pero sobre todo había
dejado sombras en su mente. Lugares oscuros como agujeros negros que
absorben la energía, que devoran la materia. Eran los espacios
vacíos creados para olvidar, para no ver su decadente existencia.
Los recuerdos llegaban de aquellos lugares como fantasmas de su
pasado, sin poder adivinar si existieron de verdad o fueron sueños o
invenciones, verdaderas o falaces imágenes creadas para el consuelo.
Cuando
la casa quedaba sola y en silencio, ella podía mirarse al espejo,
adentrarse en el cuarto y conjurar sus demonios. El estrecho
habitáculo se convertía en el salón de ceremonias donde se
invocaban las pretéritas Alicias, ya marchitas, cuya existencia sólo
probaba el recuerdo. Un recuerdo borroso, lleno de manchas oscuras,
de lagunas, de mentiras piadosas, de escusas para verse como hubiera
querido ser en verdad. Este era su punto de encuentro con la
realidad, con la vida, con un mundo más real que el que vivía,
donde el aire era más espeso pero más purificador. Sólo allí se
desnudaba ante si misma. Preguntaba al oráculo como la reina del
cuento ¿Acaso existirá otra más desgraciada que yo? Y se respondía
a sí misma que no.
La
vida no la había tratado bien, la había engañado con falsas
promesas, la había relegado a aquella tristeza, al desencanto más
próximo a la muerte que a la vida.
¿Cómo
ha podido ocurrir espejito?
¿Porqué
no me avisaste cuando me mostraba ante ti, alegre, ingenua, llena de
falsas ilusiones?
¿Acaso
tú no veías como me lanzaba corriendo hacia el precipicio?
¿Como
ha pasado todo tan rápido?
¿Cómo
se llega en un instante de ver la cara de la madre a ver la faz de la
muerte?
Cuando
todo empezó, nada podía hacer prever aquel desenlace.
Ella
era entonces la Alicia en el país de las maravillas, el mundo le
regalaba a cada instante nuevas sensaciones, destellos de luz que le
anegaban los sentidos. El mundo era un paraíso lleno de placeres por
descubrir, de experiencias que colmaban el espíritu. No era una loca
que anduviese sólo a la busca de placer, pero no renunciaba tampoco
a las oportunidades que le mostraban el camino de la felicidad.
Se
precipitó por la madriguera persiguiendo al conejo blanco.
Hasta
que llegó Rubén todo fueron instantes fugaces, relámpagos de
pasión que llenaban un vacío y se marchaban como las tormentas,
dejando un rastro de humedad, de hierba revuelta por el viento. No
había continuidad en las historias, no había compromiso, ni
proyectos, ni lazos, ni cadenas, pero aquello le parecía también
amor.
En
aquellos años en que Franco había muerto en su cama, en un país
anestesiado por el miedo que empezaba a despertar. En aquel tiempo en
que el mundo había empezado a cambiar el materialismo, por una nueva
religión anti-belicista, anti-sistema, verdaderamente libre, ella se
encontraba estudiando en la Universidad Laboral de Zaragoza. El
Régimen creó aquellos centros para completar la formación de una
clase media que necesitaba ser adoctrinada en los valores de la moral
franquista. Nunca un proyecto sirvió tan mal a su propósito como
aquellos centros de internado, dónde reunían chicas de todos los
rincones de España para prepararlas a resistir los embates de una
tormenta que se avecinaba del extranjero y que amenazaba con llevarse
años de trabajo social, de adoctrinamiento y represión. Iban a ser
el baluarte con el que vencer a la nueva teocracia que dominaba el
mundo, libertina y amoral. Esa cultura hippie y comunista que
encerraba todos los males que venían de fuera para corrompernos.
En
aquella incipiente democracia, inmadura, donde los ecos del
tardofranquismo eran aún gritos claramente audibles, donde las
instituciones sólo hacían tímidos esfuerzos por abrir el país a
unos nuevos horizontes, sin soliviantar a quienes aún eran dueños
del poder. ¿Qué lugar tan idóneo para cultivar la semilla de la
rebelión? Si a los quince y dieciséis no eres un revolucionario, si
no hierve la sangre, puede que nunca ocurra. Allí se aglutinaron
todos los espíritus libres para aprender a vivir y lejos de plegarse
a las rancias normas ya caducas de la Falange, descubrieron un nuevo
mundo. Fueron años en que su cuerpo encontró paisajes que nunca
hubiera creído que existían. El profundo cambio de una infancia
protegida a una adolescencia sin la férrea supervisión de sus
padres, en un caldo de cultivo donde todas las hormonas se mostraban
sin recato.
Si su
cuerpo exhibía los trofeos de la juventud, su mente creía poseer
los de la sabiduría, las certezas que confieren la fuerza para
rebelarse, para enfrentarse al mundo. En sus ideas se había
introducido ya la ambición por cambiar aquel entorno equivocado que
habían impuesto a sus padres y a sus abuelos. La resolución a
llevar a cabo aquellos nuevos conceptos: Paz, Amor, Justicia,
palabras tan grandes que no podían merecer más que la entrega
total, la dedicación absoluta.
La
Paz y la Justicia exigían el compromiso político, de denuncia, de
ruptura con la humillación de aquel dictado moral y social,
hipócrita e interesado, que protegía a los ricos, a los hombres de
iglesia y sometía a los humildes y librepensadores.
La
militancia en distintas organizaciones políticas que aglutinaban
estos ideales, la llevaron de su ideario hippie a su compromiso con
anarquistas y finalmente aterrizó en los brazos de los
marxistas-leninistas. Al abrigo de unas siglas JCE (m-l) de
Juventudes Comunistas críticas con el status quo, críticas
incluso con el entreguismo de un PCE que ya les era insuficiente.
Disfrutó de un espacio de libertad para su mente como nunca hubiera
imaginado. Discusiones filosóficas sobre la sociedad, sobre la
justicia social y los derechos del hombre, nadie le podía impedir
ahora pensar por sí misma. Participaba en estas células políticas
con escritos de encendido lenguaje, con panfletos de literatura
revolucionaria que poseían un idioma propio, hablaban de : "la
degeneración y la intoxicación imperialista, reaccionaria y
decadente" Debatían aquellos escritos hasta que su
afilado discurso fuera capaz de asestar las puñaladas certeras que
socavasen el régimen atávico. Desde las linotipias vertían
incendiarios libelos contra el sistema. Inundaban las calles con
aquellas octavillas, repartiéndolas a ciudadanos y jóvenes aún no
preparados para esa revolución inevitable que liderarían ellos,
avanzadilla social y política, vanguardia del pensamiento
revolucionario.
Asistió a la Reunión del PCE (m-l) en Zaragoza,
llenaron el aula magna de estudiantes, cantaron “Al Vent” de
Raimón y sobre todo cantaron a José Antonio Labordeta voz de la
sociedad aragonesa en cambio, leyeron poemas de su hermano Miguel. La
revolución parecía allí mismo, a las puertas, faltaba sólo una
mecha que encendiese aquel polvorín.
La
clandestinidad, el sabor del miedo cuando repartían Vanguardia
Obrera, forjaba entre ellos unos vínculos de camaradas, de
hermanos en la lucha. Cuando acudían a una concentración portando
las banderas republicanas o en aquellas manifestaciones a las puertas
del cementerio cada 27 de septiembre como repudia a los últimos
asesinatos del Régimen, crearon los lazos de sangre de su hermandad.
Las detenciones de la policía no venían sino a redoblar su
condición de elegidos, de mártires si fuera necesario.
En
esa comunión de almas jóvenes nació con frecuencia el amor. No un
amor platónico, no el embriagador sonido de las campanillas en el
estómago. Un amor feroz, apasionado, vital. Un amor de guerrilleros,
de luchadores que ignoran quizás si el mañana existirá.
Así
lo vivió. Liberada de los preceptos morales de la virtud caduca,
confundida con la moral pacata de sus padres y abuelos, se dejó
absorber por la pasión. Por el fuego que se genera al unir dos
cuerpos jóvenes en un espacio. Eran encuentros fugaces, que se
abrían camino entre aquellas discusiones políticas, que encontraban
en la clandestinidad un estímulo aún mayor que el deseo. En
aquellos pisos alquilados, en los locales, en algunas noches tras
haber realizado pintadas, el amor se abría camino. Es posible que no
fuera amor, puede que fuera sexo, pero nacía de la verdad, de la
autentica conjunción de los amantes en un impulso sincero. Quizá
ese amor era el remanso a la lucha por la Justicia, el justo regalo
que la vida nos ofrecía a cambio de la entrega.
Aquel
tiempo de luz, aquellos instantes de felicidad absoluta, son ahora
tan lejanos, tan irreales que me pregunto si en verdad existieron.
Miro al espejo y trato de ver la cara de mis amantes y he perdido sus
rostros, queda apenas un aroma tierno, un tacto dulce y un escalofrío
que parece ajeno a mi cuerpo.
El
año que estudiaba COU hubo una huelga general de Universidades
Laborales, como se esperaba de nosotros fuimos agitadores,
activistas, hablamos en la asamblea, instigamos a la rebelión contra
el sistema. Era el prefacio de la victoria a nuestros ojos.
Yo
era estudiosa, de hecho no había sido expedientada pese a que alguna
de mis actividades habían llegado al conocimiento de la dirección
por ser una buena estudiante. Pero los incidentes que agravaron la
huelga con sentadas masivas y huelgas de hambre (falsas porque nos
llegaban alimentos) precipitaron mi expediente y expulsión. Volví a
mi pueblo y tuve que matricularme en el instituto a mitad del curso.
Los
primeros meses mantuve una incesante relación por carta con mis
antiguos compañeros de partido, me pasaron la dirección de otras
sedes en Valencia. El odio a un sistema contra el que había luchado
se encendió más si cabe. Mis padres fueron también objeto de mi
ira, como si ellos formaran parte de la represión, como si hubieran
sido colaboradores y delatores.
En
ese marasmo, en esa tormenta de sentimientos encontrados, de odios y
apasionadas lealtades. En aquel torbellino donde me había perdido,
en el que no me reconocía, ni hubiera podido encontrar a la Alicia
de unos meses antes, no era posible identificar a la chica que dejé
atrás porque se había transformado en otra. No por la fuerza de los
argumentos políticos, ni por miedo, fue la ruptura del entorno. Como
un pez sacado del agua que se convulsiona y agita sus agallas para
encontrar aire, vi morir a la Alicia de entonces. Pero de ella nació
otra mujer, un ave Fénix renovado. La Alicia que parecía la más
real de todas.
La
percepción de haber vivido en un mundo de sueños, los desengaños,
la frustración, algunos ideales traicionados, cristalizaron de
repente en una apatía rebelde. En un enfrentamiento total contra el
mundo que no ofrecía alternativas. Con una actitud que pasaba de la
furia al desánimo, de la acción desaforada a la inanidad más
absoluta, me encerraba en mí misma y contra mí misma. La
incapacidad por saber dónde estaba en el mundo, que posición
ocupaba en él, me llevó a un estado de enajenación del que no
podía salir sola.
Hasta
que apareció Rubén.
Una
mañana durante el examen de Filosofía, mientras todos tratábamos
de describir el pensamiento de Descartes, previamente estudiado y
regurgitando sin digerir los conceptos. Él había escrito en su hoja
en blanco, ocupando todo su espacio, con letras mayúsculas: “PIENSO,
LUEGO EXISTO”, nada más. Este era su examen, hasta allí lo que
pensaba decir. El profesor que nos vigilaba y que paseaba entre
nosotros con la suficiencia del que sabe, vio aquel papel mancillado
en toda su blancura, una frase tan manida como carente de significado
en boca de un ignorante.
Y no
añadió nada. Se quedo allí mirándolo con la indiferencia de quien
puede que estuviera expresando la filosofía de Descartes mejor que
nosotros en dos o tres folios de redacción. Aquella actitud de
rebeldía, su desconcertante respuesta hizo que suspendiera el
examen, pero fue de sobresaliente en mi calificación personal. Desde
aquel día, aquel chico de pelo enmarañado, de ojos caídos y
tristes, fue mi objetivo. Su sonrisa burlona, su aire irónico y de
suficiencia, que otrora me hubiera resultado insufrible, ahora me
resultaba simpático y ocurrente. Veía en cada silencio, en cada
breve respuesta, en su pausada y medida forma de actuar, un desafío
al mundo. Era el ejemplo que buscaba, el referente que deseaba seguir
para mostrar mi propia rebeldía.
Eso
que llaman amor es posible que no exista, que su existencia sólo se
materializa a través del pensamiento. Descartes quizá quería
decir, existe aquello que pienso. La realidad no es más que lo que
somos capaces de interpretar en nuestra mente. Ver con el tercer ojo.
Intuir bajo el manto de lo real. Física, química, electricidad o
termodinámica, allí estaba yo colgada de aquel repetidor que había
necesitado dos años más que el resto para acabar el bachillerato.
No era torpe, en su mirada se veía la inteligencia. Cuando hablaba
con él me dejaba llevar por los caminos del encantamiento, dispuesta
a creer todo lo que dijera. Cada palabra suya pasaba a ser un axioma,
una verdad incuestionable que en el fondo de mi alma yo compartía.
No sólo tenía ideas propias, tenía una visión del mundo
revolucionaria. Un mundo perfecto era posible si no fuera por el
género humano, pero con él había esperanza. Veía con sus ojos la
vida, había dejado de conducir mi propio ser para dejarlo en manos
de un extraño. Pero su verdad era tan creíble que nada podía ser
cierto fuera de sus palabras. No necesitaba pensar más, en su mente,
en su filosofía, estaban contenidos todos los conceptos, todas las
leyes naturales.
Era
un semidiós con forma humana que reunía además la virtud de
resultar atractivo. No todas las chicas pensaban lo mismo, pero aquel
look hippie, su pelo moreno ensortijado, su piel de color
aceituno tenía todos los ingredientes para ser mi plato favorito.
Comí
de aquel manjar hasta saciarme.
Aunque
al principio esgrimió la táctica de ignorarme, yo sabía que había
entrado en su campo visual y que no le resultaba indiferente. Dejó
que me aproximara poco a poco. Hasta que nos hicimos imprescindibles.
Volvieron a mi vida las charlas sobre lo trascendente, lo humano y lo
divino se hacía presente entre nosotros. Interminables momentos de
desbrozar conceptos eternos, de convertir lo inmaterial en motivo de
discusión. Aunque yo, asentía a sus elaborados discursos imbuida de
un vértigo como el que proporciona el vino. Una sensación de
placentera existencia, donde cada vez necesitaba menos mis ideas y
más aquella presencia que lo llenaba todo.
Ese
amor químico que surgió entre nosotros, tuvo también un efecto
físico. La electricidad que llevaba el positivo al negativo juntó
primero nuestros labios y después nuestros cuerpos. Cuánto dolor me
produce recordar ahora aquel beso. La ternura, la intensidad, la
dulzura. No hay palabras para describirlo. Todos los que antes
existieron, fueron borrados en el acto por aquel contacto sutil. Se
inició como un roce, como el contacto suave de una pluma y fue poco
a poco cobrando intensidad hasta que se rompió el muro de los labios
y se desataron las musculosas lenguas que hablaron de amor, de
pasión, de lucha sin vencedores ni vencidos. Después vino el
combate cuerpo a cuerpo, sin violencia, como una danza de la que los
dos conocíamos los movimientos. Cada paso tenía su antagonista,
como cada pregunta su respuesta. El calor producido por el roce de
nuestros encuentros fundía los cuerpos hasta que podían ser
moldeados.
Como
en la leyes de la Termodinámica el calor lleva al desorden, al caos.
Pero no lo supe hasta mucho después.
No me
arrepiento de haber vivido aquellos momentos de incomparable belleza.
No reniego de ellos. Pero los veo tan distantes que parecen irreales,
ilusiones ópticas, como los espejismos en el desierto.
Paseamos
de día tarde y noche
hasta alcanzar el fin del mundo
creyendo
ver la aurora en todas partes
y tus manos -como lentos
labios
acariciándome- me anunciaban
la cotidiana Paseamos de día tarde y noche
hasta alcanzar el fin del mundo
creyendo ver la aurora en todas partes
y tus
manos -como lentos
labios acariciándome-
me anunciaban
la cotidiana esperanza de los ojos.
Éramos tan amor
tan ojos vivos tan esperanza
que la dolida mezcla del otoño
nunca llegaba hasta nosotros.e
Jose
Antonio Labordeta
Aprobamos
el selectivo y fuimos a la Universidad. Como él se matriculó en
Filosofía yo empecé Hispánicas. Yo que siempre había sido de
ciencias.
Nuestro
amor/dolor fue creciendo en cada curso. A partir de segundo nos
independizamos. Mis padres no estaban de acuerdo con que nos fuéramos
a vivir juntos, no porque fueran unos puritanos sino porque no veían
la vida con mi prisma quebrado, mi caleidoscopio del amor era de
colores brillantes pero la realidad era diferente. Hacía tiempo que
en mi casa no existía la convicción de que el matrimonio era un
marchamo de garantía. Ellos trataron de protegerme de mí misma. No
pensaban que Rubén fuera un mal chico, pero pensaban que aquella
decisión era precipitada y no teníamos recursos propios para vivir
por nuestra cuenta. Aún así nos ayudaron a buscar casa y nos
prestaron dinero.
Yo
necesitaba estar a su lado, dormir con él, sentirlo cerca. Aunque
para ello tuviera que trabajar por las tardes y los fines de semana
en una cafetería. La sensación de despertarme a su lado, ducharnos
juntos y amarnos a primera hora de la mañana, antes de ir a la
Universidad compensaba cualquier esfuerzo. Nos separábamos en la
puerta de la Facultad y pasaba mis horas pensando en cuando acababan
las clases. Conocía sus horarios, si alguna vez yo tenía una clase
y él estaba libre, perdía mi hora para correr a su lado. El café
en agrícolas con un bocadillo de tortilla de patatas a medias y
alguna partida de ajedrez que nos hacía pasar el tiempo en un soplo.
Aquellas mañanas son ahora un borroso recuerdo en blanco y negro.
El
tiempo nos engaña. En la felicidad su paso es rápido, huye de
nosotros, aunque su estela deja un perfume tan embriagador que nos
nos importa. Lo disfrutamos atropelladamente, bebemos a borbotones,
tomamos de esos momentos las imágenes que parecen dar sentido a la
vida. Cuando el destino nos trae las sombras, el tiempo parece
envejecer, camina con la lentitud de un anciano, dejándonos
disfrutar de cada dolor, de cada traición, de cada lágrima.
La
infinitesimal presencia de un beso deja una señal imborrable, pero
apenas si es una presencia sutil, la esencia de un aroma que da miedo
aspirar para que no desaparezca. El sabor del desprecio es
persistente, no se puede eliminar ese amargo, esa nausea. El dolor
del engaño, el puñal de la traición, queda clavado en las entrañas
produciendo una muerte lenta pero inexorable. Sobre todo cuando tú
misma has sido la víctima y verdugo, cerrando los ojos a la
realidad, contribuyendo a la falsedad sobre la que se fraguó la
mentira. Acabas hurgando en la herida con la daga para infringir un
dolor merecido, para acelerar la muerte que se demora.
No
digo que fuera un error iniciar una vida juntos, la equivocación fue
que sólo su vida comenzaba, la mía era entregada en el altar de los
sacrificios para que los dioses nos fueran propicios. Puse más
ilusión, tanta que sobraba para constituir la unión, para cimentar
aquel edificio y por ello recibí antes sus resultados. Al comienzo
del tercer año de carrera me incorporé una mañana en la cama
sabiendo que estaba embarazada. No podía estar segura, no me faltaba
la regla más que dos días pero mi hambre de vida era tanta que supe
que me había trasformado. Me desperté llena de proyectos, embebida
en un estado de optimismo casi maníaco, con una fuga de ideas que se
agolpaban en mi mente queriendo salir a la vez. No sabía bien que me
pasaba, aquel desasosiego, aquel prurito interno, no podía ser otra
cosa que el comienzo de la vida en mi útero. No pude apenas
disimular aquel estado a Rubén que atribuyó aquellas paranoias a
los excesos de neurotransmisores que las mujeres acumulan en su
cerebro antes de las reglas y que las hace melancólicas y coléricas
a la vez. Para él la histeria clásica que provenía del útero como
elemento enfermo, era una realidad, sólo que erraba en el epicentro
del fenómeno. Es el cerebro de la mujer que posee un exceso de
conexiones, una magnitud desmedida de estímulos que la convierten en
un ser inestable ante las situaciones de estrés. Cada vez que la
vida nos enfrenta a un dilema, es tal el número de neuronas que
ponemos en marcha que acaba habiendo una sobrecarga en la red y
fundiendo el sistema. Sus teorías parecían tan inocentes al
principio que me agradaba oírlo disertar de aquellos fenómenos
paranormales que parecían ocurrir en nuestra mente. Nunca pensé que
aquel fuera un pensamiento machista. Porque en verdad creo que los
cerebros piensan de forma diferente, quizás sería arriesgado decir
que exista un patrón femenino y otro masculino. Pero estoy segura
que existen en las profundas simas del cerebro arcaico, esas
conductas impresas de especie, esos comportamientos prefijados, o
quizás es sólo la educación la que moldea la mente, ya no estoy
segura de nada y no sé si me importa. Lo cierto es que cuando
tuvimos la certeza de que un embarazo había creado el marasmo
sináptico de aquellas emociones que yo no conseguía detener, en
Rubén la respuesta fue la necesidad de recurrir al aborto. No podía
creerlo, no quería admitir que a quien tanto amaba y por quien
sentía que la nueva vida era un milagro, una bendición que nos unía
más si cabe, pensara que aquello era un error de la naturaleza.
Lloré tanto, vomité con tal vehemencia que parecía que quisiera
sacar por la boca la gestación. Tiritaba de día y de noche mientras
mi vientre se hacía más presente. Busqué todos los argumentos que
era capaz de esgrimir para defender a mi hijo y me negué a abortar,
nunca había defendido tanto una idea, un concepto, que sin embargo
acababa de conocer, como la maternidad. Ni en los tiempos de mis
ideales revolucionarios fueron tan firmes mis convicciones.
Finalmente la batalla se decidió a mi favor, o eso creí, no porque
la lucha venciera sino por abandono del oponente. Rubén decidió que
si yo había decidido mantener el embarazo, yo era responsable de su
resultado.
¿Acaso
el embarazo había sido sólo obra mía? ¿no era el resultado del
amor, de la necesidad de completarnos? ¿porqué la negativa aceptar
ese bien compartido?
Ninguna
de estas u otras preguntas me fueron respondidas mas que con
alusiones a la libertad, como si la libertad fuera un concepto para
defender en soledad. Temía perder su independencia. Nadie debería
hacerse valedor de conceptos que no son propiedad intelectual del
individuo, sino del ser humano en cuanto a la relación con el otro.
No exige la libertad alejarse del grupo, no se es más libre en mitad
del desierto, aislado que en medio de la ciudad. Existen
condicionantes diferentes, necesitamos una adaptación distinta en
cada medio para mantener nuestra individualidad. La libertad es
responsabilidad sobre nosotros mismos y capacidad de interacción con
los demás sin perder el sentido de individuo. Hay empresas en las
que tomamos nuestras propias decisiones y opciones que es necesario
compartir con quien te rodea sin menoscabar ese concepto tan manido
de libertad.
En
el embarazo hubo un momento en que llegó la tregua, Rubén volvió a
comportarse como el amante, el compañero de antaño y yo pensé que
había entendido mi decisión. Volví a sentir el amor por la vida,
por la mía y la de mi hija. Aquel ser que crecía en mi cuerpo y se
adueñaba de todos los sentidos. Esa miniatura de personita que yo
mimaba como si se tratase de un tesoro. Supimos que era niña en el
séptimo mes y yo le insistí para que fuese él quien eligiese el
nombre, Rubén prefería que fuera yo quien eligiera el nombre,
estaba seguro que en el fondo lo deseaba. Y era verdad porque ya le
había llamado Cándida antes de que el ginecólogo nos confirmara el
sexo. Cándida, me sonaba a música, a nombre de pájaro o de flor, a
delicado regalo , a dulce, a tierna. Mi hija era una preciado premio
al amor que tuve a ese hombre cuya abstinencia en nombrar a su hija,
no era condescendencia conmigo sino desinterés. Cuando mi barriga ya
era prominente y me impedía ir a trabajar, él decidió en un acto
de autoinmolación asumir mi trabajo en la cafetería. Me conmovió
tanto que no podía parar de llorar, lo besaba y le amé con tanta
fuerza como había hecho en mis primeros días.
Cuando
rompí la bolsa de las aguas una semana antes de lo previsto, él
estaba en la cafetería, pero vino a buscarme y me llevó al
hospital. Se mantuvo sereno en aquel dulce-amargo trance del parto.
Tenía contracciones, pero el parto no había empezado a progresar,
pasadas veinticuatro horas seguía con un centímetro de dilatación.
Decidieron que debían estimularse las contracciones con oxitocina.
El dolor es un ácido corrosivo que va mermando la resistencia y va
venciendo poco a poco las defensas frente a él. Cuando me llevaron a
la sala de dilatación y comenzaron de verdad las contracciones,
largas, intensas, que comprimían todo mi vientre de una manera
inmisericorde, decidí que aquel tormento me permitiría recibir en
mis brazos a mi ángel, a mi Cándida. Me negué a recibir medicación
contra el dolor, yo me sentía fuerte, invencible. Después de cuatro
horas en que la matrona me reconoció y me anunció que seguía con
un centímetro aunque el cuello estaba un poco más blando, que todo
iba bien, se me aflojaron las piernas. Aquellas cuatro horas sólo
habían conseguido un pírrico resultado. Una victoria que había
acabado con mi munición, decidí que un poco de analgesia no era una
renuncia, no era una abdicación y que me ayudaría a estar más
fuerte cuando llegara el momento. Rubén estuvo a mi lado y sé que
sufría, quizá veía aquel padecimiento como el castigo de la
Creación a un acto necesario para la especie, pero erróneo, como un
fracaso de la Naturaleza. Habían pasado diez horas del comienzo
cuando me anunciaron entre sueños que había dilatado completamente
y que ahora debía empujar. Resonaba en mi cabeza la voz de la
matrona que me hablaba con cariño, como un psicoanalista que
quisiera hipnotizarme. Yo oía aquellas órdenes con la indiferencia
de un ausente, como si no se refiriesen a mí. Pero cuando la
contracción se hacía presente despertaba de aquella ensoñación y
volvía a la realidad de un cuerpo magullado, dolorido y tomaba
conciencia de que dentro de mi útero se abría un camino nuevo, mi
hija trepaba por mi cuerpo para salir y anunciarse. De la profundidad
de la voluntad, del mismo origen de mi misma, salieron las fuerzas
que me movían a batirme con el dolor y empujé como si tuviese que
sacar a mi niña de un pozo en el que hubiera caído. Nada hubiera
impedido que me dejara el alma en aquel esfuerzo sobrehumano. Mi
fuerza era la de un Titán, mi decisión la de un loco que está
resuelto a acabar con aquello que le atormenta. Notar la cabecita de
Cándida rompiéndome ya no me producía dolor si no alivio,
esperanza. Quise verla y tocarla cuando lloró, cuando sentí que ya
compartía el espacio con nosotros. Quise que Rubén la tocara, pero
a Rubén lo habían tenido que sacar del paritorio porqué se
desmayó. Pensé que era una prueba más de amor, un signo de
aceptación. Cuando pusieron a mi pequeña a mi lado el dolor, el
tiempo pasado en aquel paritorio se amortiguó, aunque aún recuerdo
aquellas horas con el sabor que deja el miedo en la distancia. Sin
embargo veo con el tiempo que la vida contiene la semilla del dolor
como del placer y en cada tiempo crece un fruto.
Cándida
se crió con el cariño de su madre y las caricias ocasionales de su
padre. En los primeros años se ocupaba de ella como de un bonito
juguete con que jugar cuando se desea, pero que puedes dejar cuando
estas cansado. Era una niña tierna, que desde pequeña no dio
problemas de salud, ni exigía una entrega total. Era agradecida
cuando le dabas cariño y calmada cuando la dejabas sola. Jugaba con
los muñecos con cuidado, los trataba como a pequeños seres
queridos.
Rubén
no volvió a cuestionar el tema de la maternidad y aceptó en nuevo
estatus que no le impidió seguir sus estudios. Acabó la carrera y
consiguió una plaza de interino en la Universidad que nos permitió
mejorar la situación financiera. Yo abandoné ese tercer curso a
medio completar para dedicarme al cuidado de Cándida y mantener el
trabajo de la cafetería. Siempre me prometía empezar de nuevo
cuando la niña fuera un poco mayor y pudiéramos ser más
independientes. Nunca pensé que sacrificaba mi formación por una
familia que eramos en realidad dos, mi hija y yo. No creía que
aquella renuncia era una entrega de mí misma a un proyecto que en mi
juventud hubiera calificado de burgués.
Me
sentía tan satisfecha, tan unida a Rubén, tan feliz de que el
pudiera acabar si ello mejoraba nuestro futuro. Un futuro que veía
de tres, yo jugaba en equipo, no importaba quien marcara el gol, lo
importante era que todos estuviéramos en el partido. Pero cuando
Rubén ya había conseguido el trabajo, insistió en que no dejara el
mio por la inseguridad de su situación laboral.
Yo
creía en sus palabras como en un libro sagrado, porque su boca de la
que bebía cada noche no podía traicionarme, sólo la verdad podía
salir de ella.
Entonces
vino Berta. No buscábamos el embarazo pero no llegó por casualidad,
mi amor era tan absoluto que descuidamos la posibilidad de un nuevo
embarazo. De la misma manera que en la ocasión anterior, presentí
que me llenaba de vida antes de tener la certeza del embarazo. No
sólo no me importaba estar embarazada, fue otra vez una inmensa
alegría que no conseguí contagiar a Rubén. Esta vez no me planteó
la posibilidad del aborto, pero noté como poco a poco se
distanciaba. El se sentía prisionero de aquella familia que
aumentaba y lo hacía más necesario en un papel de padre que no
entraba en sus cábalas. Empezó inventando horas de trabajo,
ausentándose de casa para dedicar el tiempo a su trabajo, a sus
amigos. No sólo renunciaba a su responsabilidad como padre si no que
me acusaba de no ser justa con él, argumentando de que aquel trabajo
extra era yo la responsable. Y lo creí. Igual que en el tiempo en
que eramos novios, sus verdades tenían para mí un valor absoluto.
Me llegué a convencer que estaba en su derecho de sentirse dolido
por haber sido embarcado en la aventura de la paternidad que no
deseaba. Ello me hacía ser más cariñosa con él cuanto mayor era
el desdén. El hecho de haber renunciado a continuar los estudios me
hacía dependiente de su salario y ello era esgrimido como prueba de
mi incapacidad para salir adelante sin su protección. Nunca pensé
que aquellas palabras eran utilizadas como arma contra mi autoestima,
en realidad acabé creyendo que era cierto que gracias a él podíamos
salir las tres adelante.
El
amor transforma la percepción de la realidad creando nuevas
dimensiones. Crea un espacio virtual para dos que llena todos los
sentidos y esa es su magia. Pero el amor que no es compartido se
convierte en esclavitud, donde el señor dirige desde el mundo real
todo el universo de su amante. Una servidumbre mansa y aceptada
porque en la realidad virtual del que ama no se ve la distancia entre
los dos mundos. Yo sometí mi voluntad con total convencimiento de
que era correspondida, que aquellas palabras vejatorias no eran más
que lecciones de mi tutor para ayudarme. Sentía que merecía
aquellos reproches porque él poseía la sabiduría y debía
ejercerla. Mi entrega total a su voluntad era justificada por la
inferioridad en que me sabía frente a él. Era ciega a sus
ausencias, sorda a sus insultos y muda ante sus acusaciones. Era un
peluche en manos de un niño despiadado que ante su docilidad es
mutilado y maltratado. Aunque para mí, entonces era feliz por estar
a su lado y bajo su protección.
Berta
no era como su hermana, siempre fue una niña difícil, rebelde. Las
noches de insomnio que pasé con ella, intentando que no despertara a
Rubén. Porque él tenía que trabajar, su sueño era importante, el
mio no. Sufría no por mi falta de descanso, si no porque cada mala
noche era un enfado a la mañana siguiente. No sabía cuidar de un
niña, ni siquiera para eso valía. Esas eran sus palabras de buenos
días. Y lloré muchas veces, supliqué que mi hija durmiese y
comiese sin estruendo para que no alterase la vida de su padre.
Tantos momentos de amor como había compartido, tenía ahora de hiel.
Dormía en la habitación de las niñas y soñaba con las caricias
del hombre que vivía con nosotras pero que estaba a kilómetros de
distancia.
Fueron
creciendo las niñas en un monótono compás de días, semanas y
meses insípidos. Vivía en un tránsito donde la vida de mis hijas
marcaba el ritmo. Me volqué en esas vidas nuevas a las que dar
sentido, habiendo dado ya por perdida mi propia vida. Me encontré
enseñándolas a ser aquella mujer que yo había dejado de ser y que
había abandonado en la cuneta de lo imposible. Les hablaba de los
sueños de juventud, aquellos que me llevaron a la revolución
proletaria, ahora trasnochada y convertida en un recuerdo de
hemeroteca. Para mí ellas eran yo misma, me veía realizada en su
propia vida. Me veía reflejada en sus ojos como si fuera un espejo
donde pudiera reconocerme. Las dos llevaban algo mio en el carácter.
Cándida era tierna e inocente como yo había sido después de
conocer a Rubén. Era comprensiva conmigo, sabía de mis inquietudes
frustradas, o al menos las sospechaba, porque nunca quise
confesarlas. Berta llevaba en la sangre mi espíritu juvenil, era
intransigente en su visión del mundo, aunque para ello tuviera que
oponerse al resto de los mortales. No dejaba de decir aquello que
pensaba pese a que no fuera pertinente o políticamente correcto. Era
verdadera, trasparente, con la afilada sorna de su padre, pero sin
maldad.
La
vida es un regalo personal, intransferible. Se puede compartir, vivir
momentos dónde la delgada línea de separación entre el yo y el
otro sea como el aire. Acompañar en la senda a los seres queridos, a
los amigos, transitar juntos, seguir la misma dirección y objetivo.
Pero no se puede vivir por los demás, ni en los demás. No se puede
invadir el espacio personal, apropiándose de los momentos que
corresponden a otros. Ni siquiera poseemos el derecho de vivir en la
vida de aquellos a quien dimos la vida, porque es su regalo, su
propiedad y deberán caminarla por sus propios caminos.
Rubén
transitaba por la casa como un inquilino realquilado, compartiendo el
espacio, pero manteniendo un mundo propio y ajeno a nosotras. Quería
a las niñas a su manera, y a mí quizá me tenía una mezcla de
cariño y lastima que yo despreciaba. Al principio su trabajo era la
excusa, la necesidad de progresar en la Universidad era como el decía
“bueno para todos”. En realidad sólo pensaba en sí mismo. Y
tiempo después cuando empezó a tener aventuras con sus alumnas, a
mí ya no me importaba. Yo lo sabía y hasta una vez me atrevía a
echarle en cara su cinismo, la falsedad de su vida. No hubo súplica,
ni remordimiento, si no la acusación de que yo era la responsable de
aquellos devaneos. La víctima era entonces él que me soportaba por
lastima, porque mi vida era tan pobre que necesitaba buscar otras
mujeres que estuvieran a su altura. Me dolía su desprecio más que
su traición, pero encerraba aquellos sentimientos en la almohada y
sólo en ella volcaba mis lamentos. Me escondía debajo de aquella
mullida almohada como si ello permitiera hacer invisible mi dolor. Yo
pensaba que aquel acto de intimidad, de confesión me redimía de la
renuncia a vivir y me permitía ser invisible en el sufrimiento. Pero
los sentimientos más profundos son siempre los más trasparentes
para los demás, forman parte de ese lenguaje corporal que se expresa
a gritos. Es imposible esconder el amor, el odio, la ira . Mi cara
era un reflejo del fracaso, del abandono, de la soledad, de la
impotencia. En mis arrugas se expresaba todo el dolor de una vida
perdida, de la desesperación por la fugacidad con que abandonaba mis
sueños. En las ojeras y en mi boca incapaz de abrirse a la risa
había un tratado de la rabia por haber equivocado el camino, la
compañía y por la imposibilidad de volver atrás.
Mis
hijas, aquellas a las que yo quería proteger de la vida, a las que
aleccionaba para que mirasen de frente, con la determinación de ser
uno mismo. Ellas me revelaron la verdad que yo escondía. Ellas me
mostraron los estigmas de mi sufrimiento. Me obligaron a mirarme en
el espejo a ver una verdad que no quería aceptar, pensando en que su
reconocimiento rompería el equilibrio de sus vidas. Ante ellas me
dolía confesarlo, negaba la evidencia, pero poco a poco en la
soledad del cuarto de baño, ante aquel amigo silencioso, que me
miraba con ojos de compresión fui dejando salir el demonio que había
sujetado con las cadenas de la mentira piadosa, de la conmiseración
hacia mí misma, de la autocompasión.
Allí
estaba mirando al espejo, asomada como quien mira en el estanque para
ver su reflejo. No miraba porque quería ver a la Alicia de antaño,
ni la que pudo ser, sino porque exigía que el espejo respondiera a
las preguntas que necesitaba para seguir respirando, para salir de la
pobreza de quien se adentra en la tristeza más profunda. Quería
exigirle responsabilidades a aquel rostro que me miraba con ojos de
asombro. Ahora necesitaba hablar con franqueza para rescatar desde lo
profundo a la Alicia que se perdió en el pozo y devolverla al mundo
real dónde no existen conejos blancos, ni reinas, ni niñas que
resuelven acertijos. Estaba resuelta a poner fin a la ficción, a
tomar las riendas de mi vida. El rostro sonrió y supe desde ese
momento que había atravesado el espejo, que había conseguido huir
de la mentira y reiniciar el camino, sin volver la vista atrás, sin
desandar lo andado, sólo tenía que salirme de aquella senda
enladrillada que se nos ofrece tentadora y correr campo a través.
Llamó a sus hijas. Les contó la verdad que el espejo le había
revelado.
RETROSPECTIVO
EXISTENTE
Me
registro los bolsillos desiertos
para
saber dónde fueron aquellos sueños.
Invado
las estancias vacías
para
recoger mis palabras tan lejanamente idas.
Saqueo
aparadores antiguos,
viejos
zapatos, amarillentas fotografías tiernas,
estilográficas
desusadas y textos desgajados del Bachillerato,
pero nadie me dice quién fui
yo.
Aquellas
canciones que tanto amaba
no
me explican dónde fueron mis minutos,
y
aunque torturo los espejos
con
peinados de quince años,
con
miradas podridas de cinco años
o
quizá de muerto,
nadie,
nadie
me dice dónde estuvo mi voz
ni
de qué sirvió mi fuerte sombra mía
esculpida
en presurosos desayunos,
en
jolgorios de aulas y pelotas de trapo,
mientras
los otoños sedimentaban
de
pálidas sangres
las
bodegas del Ebro.
¿En
qué escondidos armarios
guardan
los subterráneos ángeles
nuestros
restos de nieve nocturna atormentada?
¿Por
qué vertientes terribles se despeñan
los
corazones de los viejos relojes parados?
¿Dónde
encontraremos todo aquello
que
éramos en las tardes de los sábados,
cuando
el violento secreto de la Vida
era
tan sólo
una
dulce campana enamorada?
Pues
yo registro los bolsillos desiertos
y no encuentro ni un solo
minuto mío,
ni
una sola mirada en los espejos
que me diga quién fui yo.
Miguel
Labordeta
Cuando Rubén entró en casa,
sólo el silencio lo recibió. Faltaba todo lo que pertenecía a sus
hijas y su mujer. No habían notas de despedida, por más que buscó
en las habitaciones, los muebles le devolvían su mirada de asombro.
Sólo en el cuarto de baño encontró el espejo roto, con un impacto
central desde el que partían como rayos las fisuras del vidrio que
no se había desprendido y que le devolvían un rostro cuarteado,
desfigurado, en algunos ángulos deformado por los fragmentos. Si el
espejo hubiera podido hablar o él hubiera podido leer lo que estaba
escrito en aquel escenario hubiera sabido que Alicia se había
soltado de su mano para no volver.
Estaba sólo.