Si ahora no tienes tiempo, déjalo para otro rato. Esto es sólo para los momentos de entrevida.
ROSARIO
Rosario
nació con el estigma de los santos. Vino al mundo rodeada de
letanías, misales y libros de oración. Cuando abrió los ojos pudo
ver un grupo de mujeres enlutadas que alababan su cara de ángel, su
inmaculado rostro. Entre las alabanzas se intercambiaban salmos,
rezos y rosarios que constituyeron los sonidos fundacionales de
aquella alma. Claro está que ella no podía recordar nada de todo
esto, pero lo había vivido tantas veces en otros recién nacidos,
había participado en tantas ocasiones de aquella liturgia que para
ella era como haber asistido a su propio nacimiento.
Su
madre era una mujer enjuta, magra, había enviudado tempranamente,
tanto que sólo había podido darle a Dios una hija. Había
trasladado el luto de su pérdida a todas las facetas de la vida. Si
antes había sido una mujer callada, virtuosa, sumisa, ahora se había
convertido en una mujer triste y beata. Su condición de viuda
requería extremar la virtud que ella creía implícita en la
condición de mujer. Esta necesidad de vivir en santidad, en comunión
con los más exigentes preceptos de la ortodoxia cristiana, valía
tanto para ella como para su hija.
La
hija era el legado que Dios le dejó para honrar la memoria de su
marido, que tras su muerte había tomado la condición de mártir en
su conciencia. Cuando se casaron, ciertamente se querían, pero no
hubo pasión ni hubo amor, porque la boda había sido un arreglo de
familias. El arreglo entre dos jóvenes que necesitaban la condición
del matrimonio para seguir los cánones marcados por la sociedad.
Nacer en un pueblo pequeño, en aquellos tiempos en que la moral
venía escrita en letras de oro en el libro sagrado y era
reinterpretada por los sumos sacerdotes de la teocracia, hacía muy
difícil salirse del guión que cada cual estaba destinado a
representar.
En
su infancia Rosario jugaba con cruces, medallas de la virgen y
escapularios, como muñeca utilizaba el niño Jesús de porcelana y
corona de hojalata con forma de rayos de sol que en Navidades
presidía la entrada de casa. Acudió a la escuela de chicas, donde
aprendían a leer, escribir y las cuatro reglas (sumar, restar,
multiplicar y dividir) suficiente erudición para una mujer. Además
recibían una formación mucho más necesaria para afrontar el
matrimonio y las labores propias de su condición de mujer casada: la
obediencia, la virtud y la necesaria formación en el arte de la
cocina y la costura. A los libros del régimen para mujeres con las
historias de héroes y heroínas, se añadían las hagiografías de
las santas, mujeres que habían sufrido el martirio antes que
renunciar a su castidad o a su entrega a Dios. Con todo ello hubiera
sido una mujer preparada para tomar el yugo del matrimonio como una
bendición. Pero de tanta misa, de tanto rezo en los velatorios, de
tanto recato en las maneras, de tanto luto en las ropas, de tanta
seriedad en el semblante sin afeites, sin sombras de ojos ni color de
labios, el tiempo la fue apartando de los hombres.
Su
madre no encontró un pretendiente digno de la hija. Bien es verdad
que económicamente no aportaba una gran fortuna, habían sobrevivido
limpiando en casa del cura, cuidando la iglesia y realizando trabajos
de costura. Tampoco había fomentado la amistad verdadera, contaba
con el reconocimiento de ser una mujer devota, pero no con el aprecio
de sus vecinas que veían un lado oscuro en tantos excesos de
santidad. El tiempo fue ajando la piel y desojando las margaritas,
sin que encontrase un hombre adecuado a su cuerpo y alma sin
mancilla. A esta situación había contribuido también Rosario, que
no veía en los muchachos del pueblo candidatos a compartir su vida.
Encontraba demasiado rudas las maneras de los jóvenes. En la
iglesia o en las fiestas, únicos momentos en que existía una
proximidad suficiente, se comportaban como machos en celo atrayendo
la atención de las chicas y pavoneándose, sin que para ella
resultaran atrayentes dichos modales. Es cierto que en los bailes
quedaba siempre al margen, sin pareja. Los hombres la temían, había
en ella una seriedad excesiva que los ahuyentaba. Rosario había
llenado sus soledades de lecturas cuyos protagonistas eran soldados
con ademán de caballeros, héroes galanes, hombres de fe cuya
erudición asombraba a las damas. Encontraba a los hombres reales
como patanes gárrulos sin ningún atisbo de dulzura ni educación.
Cuando
la primavera de su vida estaba dando a su fin, sin haber florecido
ninguna flor en su jardín, comprendió que debía buscar una
alternativa a su vida. Las palabras del confesor y párroco del
pueblo la llevaron al convento de Carmelitas para dar allí sentido a
su fe. No es que le conminaran a tomar los hábitos, es que parecía
la única opción posible dadas las posibilidades planteadas. Una
mañana de invierno acudió al convento acompañada de su madre, cuyo
luto parecía aún más severo que de costumbre. Las monjas la
acogieron con el calor que los rigores de la estación escatimaban.
Eran mujeres sencillas, pero durante el tiempo en que vivió con
ellas pudo ver como debajo de cada hábito había un mundo rico, un
vergel que seguramente sólo florecía en la intimidad de su celda.
Cada una contaba una historia que irremisiblemente remitía al
cenobio. Todas ellas estaban ya en el otoño de sus vidas, pero en
todas ellas las nevadas habían cerrado los pasos, sólo la senda
hacia Dios había quedado expedita. Ellas se sabían en un camino sin
retorno pero veían en la novicia un proyecto en el que cabían
futuros diferentes. Todas se prestaron a darle consejos, cariñosos
mensajes que en vez de animarla a seguir la vocación de la oración
la llevaban a un vida lejos del retiro de los claustros. Ella
escuchaba pero su mente ya se había entregado a una misión, a un
fin más alto que cualquiera de los que podría alcanzar en una vida
de soledad en el pueblo. Hacía oídos sordos a esos cantos de sirena
que la animaban a vivir su juventud. Estaba preparada para entregarse
a Dios y nada la podía detener. En sus primeros meses de noviciado
era tal su ilusión, que los rigores del invierno y del estricto
horario del claustro no logró amedrentarla. La primavera llegó como
se había marchado el invierno, pero dejó un clima más propicio
para reunirse en el patio, para convivir con aquellas monjas que eran
para ellas como madres. En realidad eran aquellas mujeres las que la
habían adoptado como la hija que siempre hubieran querido tener,
como el regalo que la vida les había hecho en aquel lugar extraño.
Todas se habían entregado a la oración, habían tomado los votos
con verdadera fe, pero el tiempo les había ido arrebatando sino el
amor a Dios, el amor a la vida, a los hombres y sobre todo a su
propia comunidad que las retenía en un secuestro voluntario pero
cruel. La condición de monja no había podido anular la propia
condición de mujer, de persona, de ser sintiente. El claustro no les
había arrebatado la vida, si acaso, la había adormecido,
limitándola a las actividades que la vida monástica les permitía.
Pero a la vez tenía el extraño poder de añadirle valor a todo
aquello que no podía ser disfrutado en aquel estado. Para ellas
Rosario era un bien a proteger, un alma a salvar de aquel destino.
Cada una de ellas a su manera trataba de inculcar esta idea a la
novicia, por verdadero amor, sin menospreciar su vocación de
servicio a Dios.
Rosario
era un alma forjada a prueba del fuego de la tentación y llegó al
verano con la firme convicción de profesar los votos tan pronto como
la abadesa lo permitiera. La madre superiora que era una venerable
anciana, pero con una fuerza y un carácter que no le eran propios
por la edad, si bien no la animaba como las otras a renunciar,
callaba y le decía místicamente: “ Dios elegirá el momento, el
sabe cuando estarás preparada y nos lo hará saber”. El trabajo,
la oración, el horario, la seriedad de aquellos muros, el calor, la
melancolía que afecta a las jóvenes con frecuencia. Todo ello fue
mermando las fuerzas, cambiando el aspecto de aquella muchacha que
irradiaba luz y que ahora se veía el gris de su piel como reflejo de
una tristeza vaga que la invadía. El otoño fue quien profundizó la
brecha que se había abierto en el ánimo de Rosario, el tiempo frío,
la luz mortecina de la tarde, la lluvia que siempre parece
recordarnos el llanto, acabó por conquistar el corazón de aquella
criatura sensible. La tristeza vaga, sosegada, se fue trasformando en
un ansia asfixiante que le oprimía el pecho. Empezó a ver el
convento como otra realidad que se había trasmutado de un sueño a
un purgatorio. Sus monjas a las que quería de verdad y que tenía
por verdaderas madres, dejaban de ser celestiales espíritus, para
tomar cuerpo y ver en ellas mujeres de carne y hueso, con sus
defectos y virtudes, con su pasiones y sus frustraciones. Era una
comunidad extraña, se comportaban como devotas siervas de Dios
cuando estaban reunidas en el capítulo, pero cuando estaba con
alguna de ellas en privado veía como los pecados del mundo estaban
presentes también en aquel recinto sagrado. Se acusaban mutuamente
de glotonería, envidia, adulación a la abadesa, mostrando a la
comunidad tan aparentemente sólida en la Fe como un muro lleno de
grietas. Ver en aquellas mujeres entregadas a la salvación de los
hombres a cambio de su encierro, como la soledad iba mancillando sus
almas puras de novicia, convenció a Rosario que aquel no iba a ser
su destino. El invierno la encontró demacrada y delgada, la madre
superiora ya había recibido sin duda el veredicto divino para
preservar asa alma pura para otro cometido que seguramente la
esperaba. La sabiduría de aquella mujer fue para Rosario como una
aparición mariana, un chorro de luz que la atravesaba, que la hacía
trasparente. ¿Cómo podía aquella mujer callada conocerla tan bien,
si ni ella misma podía verse tan claramente? Habló largamente con
la abadesa y con el capellán, que si bien vieron en Rosario una
mujer con firmes creencias religiosas y buenas dotes para ser monja,
entendieron que en el convento se sentía atrapada y que ello minaría
su devoción con el tiempo. Le dieron la libertad, el permiso para
romper su noviciado. Fue como el renacimiento a la vida, en la
penumbra de su celda el alma se iba ennegreciendo, experimentaba
pensamientos que nunca antes había tenido. Ni la luz del claustro
con su verde ni el sonido del agua que corría con libertad llegaban
a devolverle la paz. La salida del convento fue una necesidad y un
alivio. La abadesa pudo conseguirle además un trabajo ayudando a una
vieja ama que cuidaba del nuevo rector de la parroquia de un pueblo
cercano. Acudiría durante el día para realizar las tareas
domésticas ayudando al ama y de noche dormiría en las habitaciones
de la comunidad que se utilizaban para fines benéficos, la relativa
juventud del párroco desaconsejaba cualquier otra opción.
Esta
tarea fue para Rosario, más que un trabajo, la realización de un
sueño. Sentía como su trabajo tenía una utilidad, dándole además
una posición social y lo más importante se desarrollaba entre
personas con una educación y sensibilidad que colmaban todas sus
expectativas. El ama la trató con cariño desde el momento en que
vio en ella las dotes de una mujer de iglesia, cuya devoción la
había llevado incluso a las puertas de ingresar en el convento. Ella
sabía muy bien que no todas las mujeres eran capaces de dar ese
paso, pero las que no lo daban no carecían por eso de virtudes. Lo
sabía bien porque ella misma había pasado por aquella situación.
El cura era un hombre joven, con una bondad natural y una exquisita
educación. Tomaba con Rosario una distancia en el trato que lejos de
ser una muestra de desprecio era señal de respeto absoluto,
necesario a la vez para evitar cualquier mala interpretación de sus
papeles. Si bien es verdad que con el paso del tiempo y con el
beneplácito del ama, don Servando accedió a leer para ambas las
Sagradas Escrituras, explicando con verdadera erudición los pasajes.
Para ella, aquellas lecturas eran como un anticipo de la gloria en el
cielo, para la vieja ama eran el sedante perfecto para conciliar el
sueño que por las noches era esquivo. De esta manera en la intimidad
de la casa pastoral se fue creando el ambiente de familiaridad en que
todos encontraban su equilibrio.
Las
faenas de la casa eran prácticamente función de Rosario porque la
vieja ama no tenía ya fuerzas para realizarlas. Mientras ella
cocinaba, Rosario barría, hacía las camas, lavaba la ropa, zurcía
algún que otro roto. Cuando manejaba las prendas del cura, Rosario
podía sentir la mirada vigilante del ama que la requería a manejar
aquellas prendas con indiferencia, pero no podía evitar que en el
fondo de su cuerpo se desataran pequeñas tormentas de arena, que le
producían calambres y un cosquilleo que la mirada de la vieja no
podía percibir. El ama fue empeorando su salud y el trabajo iba
recayendo cada vez más en Rosario, que ahora se ocupaba de la casa y
del cuidado de la mujer, se vio en la necesidad de pasar a dormir a
la casa parroquial para poder atender por la noche si era preciso al
ama. Ello no podía comportar ningún perjuicio a ojos de la
parroquia que conocía la probada virtud de las dos mujeres que se
ocupaban del cura y la progresiva senectud del ama, que requería la
ayuda de unos brazos más jóvenes. Además la vieja ama nunca
permitiría situaciones que pudiesen dar que hablar en la vivienda
más santa del pueblo.
No
hubo cambios importantes en la distribución de las tareas, si bien
esa vigilancia férrea del ama era a todas luces imposible pero
además innecesaria vista la distancia que separaba a los otros dos
inquilinos.
Rosario cuidaba de toda la ropa necesaria para los ritos: albas,
casullas, estolas, sotanas... eran lavadas y planchadas con la
veneración de unas prendas sagradas. Se ocupaba de que no faltase el
vino y el agua en las vinajeras y que la provisión de vino de misa
fuera suficiente. En la casa se ocupaba también de la intendencia y
del cuidado de las ropas del sacerdote. Lavaba con mimo sus prendas,
las planchaba, repasaba si existía algún desperfecto. No podía
negar que la ropa interior le causaba cierta desazón, más ahora que
el ama no la vigilaba y podía lavarla, plancharla y doblarla a su
gusto, reconocía para sí que doblaba y desdoblaba varias veces
alguna de aquellas prendas.
Todo
aquello cambió desde el día en que pudo ver a través de la rendija
de la puerta del baño mal cerrada el cuerpo desnudo del sacerdote,
que había adquirido por primera vez una dimensión humana, más
humana, que cuando lo veía por la casa encarnando el papel de hombre
de iglesia. Era la primera vez que veía un hombre desnudo, sólo las
pinturas y esculturas de los libros sagrados le habían mostrado
aquella anatomía diferente. Pero lo que había podido ver, aquellas
formas masculinas que en la figura de Cristo no reconocía por estar
siempre cubiertas, le habían trastornado el ánimo. Las tormentas de
arena que se despertaban en su interior eran ahora tempestades, cada
vez que doblaba aquellos calzoncillos intuía en su interior aquel
vello y aquella forma que seguramente el diablo había colocado en
los hombres para desafiar la virtud de las mujeres. No podía hacer
otra cosa que rezar, pero perdía el hilo en la oración que repetía
como un mantra tan automáticamente, que permitía a la mente viajar
entre tanto a las imágenes cuyo recuerdo quería evitar. Cuando el
cura se bañaba ella procuraba de nuevo pasar inadvertidamente para
entrever por los resquicios de la puerta aquellas imágenes que ahora
la atormentaban de día y de noche. Cuando ella tomaba su baño
semanal, dejaba ahora también la puerta discretamente abierta y
cuando se introducía como una vestal desnuda en la bañera pensaba
que en ese momento podía devolver el regalo de su desnudez, si por
un casual, dios no lo quiera, el cura se encontraba por allí.
En
las tardes que leían la Biblia al calor de la chimenea, mientras el
ama dormitaba, Rosario sentía que formaba una unión espiritual con
el sacerdote, como si ellos dos solos estuvieran ocupando ese
espacio, como si la vieja fuera sólo un mueble más.
Ocurrió
una tarde en que tras encontrarse fatigada el ama fue a su habitación
más pronto de lo habitual. Ellos continuaron la liturgia de la
lectura, pero se había creado ya el vínculo, la unión cósmica de
sus mentes a través de aquella lectura pausada que los iba acercando
en el espacio hasta que quedaron uno junto a otro. Leían el Cantar
de los cantares:
“
Levántate, aquilón, avanza, austro, soplad en mi jardín, que
corran sus perfumes. Mi amado va venir a su jardín, a comer sus
frutos exquisitos.
Yo
vengo a mi jardín, hermana mía, esposa, a coger de mi mirra y de mi
bálsamo, a comer de mi panal y de mi miel, a beber de mi vino y de
mi leche. Comed, amigos, y bebed, y embriagaos de amores...”
No
se sabe muy bien de donde partió el impulso, pero se encontraron
uniendo sus labios, buscándose en el mar de la noche, en el calor
del hogar, con la urgencia y la inexperiencia de algo nuevo que había
llegado sin pretenderlo. No había pecado en ello, no existía
premeditación, no había voluntad de caer en la tentación del
demonio. Ocurrió con la naturalidad de los efectos de la física, el
positivo buscó al negativo, el ácido a la base, el masculino al
femenino. Se perdieron en esa tormenta de manos, bocas y acabaron
vencidos y desnudos sobre la cama. Tanto impulso retenido, tanto
deseo acallado, se desató en el preciso instante en que se produjo
el milagro y un río de él corrió adentro, en los territorios de
ella, anegando todos sus huertos baldíos hasta entonces.
Como
en la oración después vino el silencio, un silencio pesado que
arrastraba las cadenas del arrepentimiento. Pero en ese silencio
había también mucho de súplica de los dos amantes, para que su
Dios bendijera aquella unión hecha de amor, de entrega, de verdadera
fe en el hombre. En aquel silencio había un ruego mutuo para que
aquel regalo de la vida, que era a su vez un regalo divino, no
acabara. Hubo un pequeño remanso en los días sucesivos en que los
dos se evitaban, pero se notaban próximos. Ambos escrutaron sus
almas para ver si aquella unión podía ser vista con comprensión a
los ojos de Dios. En ese tiempo de meditación, el rescoldo de la
pasión fue tomando fuerza y sus cuerpos encontraron la respuesta
inevitable a la pregunta de sus espíritus. Vivieron de nuevo el
éxtasis de los ascetas, la unión mística de los cuerpos y
decidieron no renunciar a aquel milagro. Se buscaban y se
encontraban, se deseaban y se temían, se amaban y les dolía ese
amor que era más fuerte que sus temores.
El
cristal más bello puede romperse con un sólo impacto, porque la
felicidad es frágil como el cristal. Cuando Rosario empezó a contar
los días en que le faltaba la menstruación y a temer sus
consecuencias, no quiso comunicárselo a su amante. Le rehuía y él
la recriminaba por ello, por hacerlo sufrir, como el purgatorio que
precede al cielo de su reencuentro. Pero los vahídos y las nauseas
que aparecieron en las semanas posteriores despertaron como por
ensalmo a la vieja ama, que recobró el ánimo para poner solución a
aquel problema del que sin duda ella también se sentía
responsable. Habló con Rosario y después con don Servando. No
existía otra solución cristiana que no fuera que la mujer
abandonara el hogar y con la discreción obligada tuviera su hijo
lejos de aquel lugar. Podía dejar en adopción la criatura nacida de
una relación que veía dirigida por el mismo diablo. Ya se ocuparía
ella de buscar una excusa convincente. No podía asegurar que las
malas lenguas no intuyeran la situación, pero no podían dar pábulo
a la maledicencia quedándose en la casa mientras el fruto del pecado
crecía en su vientre. El sacerdote presa de un dilema que no estaba
en su capacidad de hombre el afrontar, dejó hacer, se encerró en la
oración para expiar la culpa, mientras Rosario se iba de su vida
dejando una herida profunda.
No
fue un destierro, ni una expulsión del paraíso por haber tomado la
manzana del árbol prohibido. Fue para ella como una penitencia que
acataba con humildad. Y su hijo, lejos de parecerle el hijo del mal,
fue una bendición, la respuesta de Dios a sus oraciones.
Rosario
se fue a la ciudad, al cuidado de una casa de caridad de las monjas
carmelitas, al amparo de las malas lenguas. Su vida de madre soltera
podría haber sido contada a los niños como los de una heroína
cristiana, algunos mártires contaban con pecados en su vida que
habían sabido redimir con una ejemplar conducta y una entrega total
a la Fe. Pero ella no pasó a la historia de la Iglesia porque
escondía un secreto que parecía terrible para algunos. Su hijo era
una encarnación del pecado, fruto de la tentación, de la debilidad
de la carne y de la pérfida estrategia del demonio para tentar la
virtud de los hombres de fe. La prueba irrefutable de que la mujer
actúa a veces como instrumento de satanás y debe ser temida porque
encierra la semilla del mal.
No
guardó rencor a nadie, ni siquiera a su amante, siempre conservó en
su recuerdo aquellos momentos donde ambos compartieron la gloria de
los elegidos. La dulzura del momento en que quedaron saciados con las
manzanas del árbol de la vida.
A
su hijo lo llamó Jesús y cuando preguntaba por su padre le decía:
“ Hijo mio,Tú eres hijo de Dios ”. Tiempo habría de explicarle
lo complejo del amor, la oscura barrera entre el pecado y la virtud.
Ahora
sólo debería enseñarle a rezar.
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