HISTORIA DE NADIE

jueves, 21 de febrero de 2019

   Nadia era una mujer vulgar, una mujer cualquiera, un alma perdida mirando tras los visillos de su ventana ver pasar la vida de otros. Cualquier paseante le servía para hacer volar su imaginación y recrear una historia. Una ficción que inventaba para sí misma y en la que siempre encarnaba un personaje secundario. No deseaba ser protagonista, sólo deseaba existir, vivir en la vida de los demás. Hacía años que no tenía a nadie. Había pasado a ser un ente que podía volatilizarse, alguien que en realidad no existía, que no importaba, prescindible e innecesario.

   Nació como muchos en una familia llena de buenos propósitos. La felicidad parecía estar al alcance de la mano, con sólo extenderla podías tocarla. Se percibía en el aíre la dulzona sensación de que la vida es bella. Sus padres eran jóvenes, estudiantes que habían interrumpido momentáneamente sus estudios por la paternidad, pero llenos de ilusiones, esperanzados en el futuro. A Nadia no le faltó nada. Creció sin estrecheces. No se veía diferente a otros niños en el colegio. Pensaba que eran sin duda más infelices que ella. Nunca podía imaginar que aquellos que la rechazaban en los juegos podían ser la mitad de felices que ella. La adolescencia fue el comienzo de un futuro injusto. No encajaba en el ambiente. No tenía grandes amigos, si acaso algún compañero que ocasionalmente se aproximaba a ella, más por pena que por deseo de conocerla. Algún ser extraño que veía su espejo en Nadia. Esas piezas sueltas le permitieron pensar que era normal, que pertenecía al mundo como los demás, pero en lo más profundo conocía la triste verdad, sólo eran sombras.

   Cuando las chicas se reunían en corrillos para contarse sus amoríos, unas sus fugaces encuentros carnales, que no consistían más que en tormentosos intercambios de un sexo inane; los revolcones sin más propósito que poder ser contados. Manos por debajo de la ropa que excitaban pero no movían el amor. Otras en cambio contaban con pudor de enamorada sus romances rosa, su amor líquido, su pasión y entrega por el que parecía el príncipe azul. Todos los relatos cabían, pero ella no podía aportar su amor, que consistía en un sueño venidero, en una ficción improbable. Si no hubiese sido por su amigo Guy, nadie hubiera tocado sus pechos, ni metido la mano bajo su falda. Pero eso no podía ser contado, era un favor que Guy le había pedido, además todos sabían que Guy era gay.

   El destino le había gastado una mala pasada con el nombre, igual que a Nadia. A Guy sus padres le pusieron ese nombre por Guy de Maupassant. Unos padres “modelo” que sólo podían esperar que la vida les sonriera. El padre psiquiatra conductista y la madre profesora de Filosofía en la Universidad. Altas cumbres escaladas del saber y sin embargo no veían a ras de suelo a su hijo Guy intentando salir del armario. Mentes brillantes incapaces de ver lo evidente. De manera que Guy decidió que iba a cambiar, que su homosexualidad quizás sólo era una cuestión de modificación de conducta (como había oído decir a su padre). Finalmente le propuso a Nadia tener un encuentro sexual, nada podían perder. Él aprendería las maneras de un hetero y ella si todo resultaba bien podía conseguir salir de su menosprecio a sí misma, obtendría la autoconfianza que tanto necesitaba.

   La noche que quedaron estaba todo preparado, habían ido a cenar a un chino. Tomaron vino para facilitar los trámites del intercambio, a la salida y no sin un poco de reparo se besaron en la boca. Como en el cine, sin lengua. Pero era un comienzo esperanzador. Iban a casa de Guy, sus padres estaban en un Congreso. Se sirvieron una copa, como preámbulo o como maniobra dilatoria de un acto que ninguno de los dos sabía cómo empezar. Fue ella la que en el sofá lo besó esta vez con una pasión más propia de unos adolescentes. Comenzó entonces un desnudarse que más parecía un desanudarse por lo complejo de retirar las prendas que los cubrían. Hubo un momento de vacilación en el punto de quitarse la ropa interior, pero Nadia le ayudó tras quitarse el sujetador. Allí estaba, inerte, sin aspiraciones, sin objetivos. Pese a que con cierto reparo lo tomó entre sus dedos, la flacidez hacía improbable que existiera un futuro esperanzador. Guy lo intentó, le bajó las bragas y trató de besarla en los pechos. Nadia empezaba a sentirse claramente excitada, aumentó el empeño por sacar del sueño aquel ariete sin brío, se restregaba sobre él y lo acercó a su sexo para fortalecer el vínculo. Las bocas se buscaban, pero sus mentes ya habían comprendido que aquel intento iba a quedar sólo en un fallido test de cambio de conducta. Finalmente se sentaron y se vistieron en silencio. Guy le dio las gracias, ella le devolvió un de nada, que fue lo más real de toda la velada. Se despidieron y no lo volvieron a intentar.

   Así llego Nadia como las vestales, a su juventud. En la Universidad le fue más llevadero el contacto con sus compañeros, todo era más profesional. Hablaban de trabajo, de contenidos y como además era necesario trabajar en grupos, por un momento se sintió alguien. Tuvo su lugar. En ese periodo fue cuando sus padres decidieron separar sus vidas. Su padre se marchó a Japón, quería aprender cocina japonesa. Parece que lo hizo sólo, aunque su madre siempre sospechó que tenía una amante. Es posible que ambas cosas fueran ciertas y que huyó a Japón como podía haber huido a Australia. Ella se quedó con su madre que cada día estaba más temerosa de perderlo todo, de caer en el pozo de oscuridad de la depresión. Cuando alguien alberga ese miedo, a veces ya está metido en la negrura de la autocompasión y el sombrío desengaño. La depresión es la combinación química de los jugos biliosos que recorren el cerebro y se aderezan con esos sentimientos.

   Fue durante el segundo año que había empezado a trabajar en el colegio como profesora de Francés. Su madre ya estaba mal, la depresión la había llevado a la bebida o al revés, pero ahora estaba ya en un estado de ruina personal que sólo era comparable a la de un demente abandonado en un sanatorio psiquiátrico. Ella no se sostenía en pie, era incapaz de aguantar su cuerpo ni soportar su alma. Todo acabó un modo fatídico. No se supo muy bien si por su propia voluntad o por la inconsciencia que le provocó la borrachera. No debe ser tan fácil confundir la botella de ginebra con el aguarrás. Demasiado doloroso para recordarlo.

   Así fue como comenzó su camino hacia la soledad absoluta, no la de estar sólo, si no la de no esperar a nadie. Su padre sólo había mandado una postal desde Tokio en los primeros meses de su huida, no supo nada más de él.

   Mientras trabajó en el colegio la vida transcurrió como una línea continua. Los fines de semana eran los momentos más aburridos. Nadie esperaba el lunes con mayor ansiedad que Nadia. Pasaba en casa la mayor parte del domingo. Al principio tras la muerte de su madre intentó acudir a misa de domingo con tal de salir y pensando que quizá encontraría allí el sosiego espiritual necesario para mantenerse a flote el resto de la semana. No funcionó, no estaba hecha para la liturgia. Veía en cada parte de la ceremonia una teatralización de su propia soledad. Todas aquellas almas cristianas que compartían Eucaristía se sentían seguramente tan solas como ella, pero su unión a Dios las hacía inaccesibles. Eran espíritus entregados a esa falsa vida espiritual que no le ofreció consuelo. El cura trató de interesarse por ella, de integrarla en algún grupo de catequesis, pero allí sólo encontró iguales. Ella necesitaba quien la salvase de sí misma y en aquellos grupos de oración sólo buscaban la Salvación de sus almas. Nadia sabía que no tenía alma, por tanto nada que salvar salvo su propio cuerpo, del que nadie se hacía allí consciente de su existencia.

   Ahora el domingo era un día de sufrimiento, únicamente bajaba por el periódico y el resto de tiempo lo llenaba con una programación de televisión que cada vez le resultaba más insoportable. Desayunaba en la cocina, con su mantelito de colores, con acuarelas de Paris. Leía entonces el periódico que siempre empezaba por el final, se detenía en la programación de televisión, como si pudiera importarle. Cuando sobrepasaba la cuatro o cinco últimas hojas ya sólo leía los titulares. Conocía todas las noticias, había visto los noticieros de todas las cadenas el día anterior, las tertulias. Caía con frecuencia en los programas rosa, podía estar frente a ellos sin prestarles atención y le permitían pasar el tiempo como si hubiera estado fumando marihuana, embobada en sus griteríos, en los estúpidos comentarios, en las discusiones patéticas que mantenían los contertulios.

   Los lunes en cambio tenía un motivo para salir, era capaz de sentirse en algún momento útil. Preparaba clases y corregía trabajos durante horas, les dedicaba más tiempo del necesario porque era lo único que le sobraba, tiempo.

   Tras los años de trabajo llego su jubilación. Le hicieron incluso una pequeña fiesta a la que acudieron la mayoría de sus compañeros, sin ganas. Fue una fiesta sobria y aburrida, un trámite para despedirla sin deshonor.

    Ahora abría los visillos y empleaba su tiempo en la contemplación ausente del mundo. Metiéndose a veces en la vida de los otros, a escondidas. No cayó en la bebida porque no deseaba acabar como su madre. Cayó en la Soledad y en la Tristeza, que son igualmente dañinas.

   El día que notó como el corazón se le paraba, quiso despedirse del mundo, tomó un papel y sólo acertó a escribir: “Soy Nadie”.

   Cuando la encontraron quince días después, alarmados por el olor del que se habían quejado los vecinos, quienes leyeron la nota pensaron que en su agonía había querido escribir su nombre para que pudieran identificarla.

   ¡Pobres ignorantes!


Buika. No habrá nadie en el mundo