Bonalba es un pueblo del interior, uno de esos pueblos de secano donde se mezclan las áridas tierras amarillas, con los montes que recortan el horizonte de un verde oscuro.
Llegué al pueblo en otoño cuando la pámpana viste de cálidos colores, cuando el viento hace silbar las hojas de los pinos. Llegué por un camino lleno de curvas con mi moto, llevaba el correo desde la oficina del pueblo a todas las pedanías del ayuntamiento.
El polvo y las piedras de los caminos habían tomado aquellos pasos y los hacían más vivos que las enlutadas calles de la ciudad. La moto no pensaba lo mismo, se sacudía como un poseso en plena crisis. Yo me agarraba a sus brazos como para intentar parar aquellas convulsiones. Ese paisaje que mezclaba los verdes con los rojos y púrpuras, que olía a monte, que respiraba vida en cada retazo no logré verlo hasta tiempo más tarde.
Al principio me pareció un pueblo más, las aldeas no son tan diferentes unas de otras. Las casas tienen desconchados y puertas de madera con gatera, las ventanas son estrechas y sólo a veces visten viejos visillos que roban luz a un interior que es sombrío por su desnudez más que por su oscuridad. El corral suele estar por detrás de la entrada principal, por lo que la calle la componen las puertas de unos vecinos que miran a los corrales de los de enfrente.
La plaza y la fuente de aquella aldea no venían en ninguna ruta turística. Los poyos de piedra daban consuelo a los pies y la fuente aliviaba la fatiga del polvo y el calor a hombres y animales. Eran simplemente para lo que servían, sin adornos. Tampoco eran tan diferentes sus olores. Los portales olían a comida de puchero o de brasa, los establos a ganado, la iglesia a incienso, su cura a naftalina, el alcalde a vino, los niños a colonia barata y su médico a éter o a medicinas. Todos los olores se mezclaban en una sinfonía que llenaba las calles e invitaba a pasearlas. Yo aprendí sus secretos y reconocía cada lugar con los ojos cerrados, pero eso fue después de que sucediera aquello.
Nunca pensé que me vendría a vivir a un lugar como este. Los compañeros de trabajo me decían que era absurdo trabajando en el pueblo, ir a vivir a un lugar donde no tenía ninguna posibilidad de divertirme, de hablar con gente que compartiera gustos y aficiones. Pero si yo no tenía otro divertimento que la lectura, para que quería gente con la que hablar. Buscaba la soledad, la tranquilidad, el silencio que me dejara hablar con mis libros.
Bueno no existía un silencio real. Los sonidos ocupaban el espacio y reverberaban en él acompañando a sus habitantes todo el día. Empezaba con el canto de los gallos que aún de noche, antes de que el albor llegara competían entre sí o dialogaban, quien sabe, creando en cada quiquiriquí un eco que era el canto de su vecino. Los pájaros se sumaban más tarde desde sus atalayas en los árboles que compartían lugar con las casas. Como si el pueblo de animales y hombres fuera todo uno, como si no perteneciera más a unos que a otros. Los gatos con sus maullidos y sus llantos, los perros que se molestaban de que cualquiera ocupara su espacio y retaban a sus vecinos en una coral de voces roncas y agudas. Algún asno que emitía su queja por tanto trabajo acumulado en el día. Y los hombres con sus voces y los niños con sus gritos y las mujeres con sus llamadas a los hijos, como campanas que reclamaran la atención, emitiendo una sola nota mantenida. Juannnnnnnn!!!!! A comer !!!!!!!
No había silencio, había bocanadas de vida en cada sonido, pero yo podía seguir leyendo mis palabras porque aquella música no me distraía.
El invierno llegó sin prisa, como la caída de las hojas, sin querer molestar la paz de sus moradores. Venía para dar descanso a las almas cansadas y cubrirlas con su manto blanco. Las tierras y su monte se unieron en ese recogimiento de cementerio, donde la soledad paseaba por las calles visitando cada nicho. La noche vestida de azul oscuro, trajo el frío y se llevó una parte de mis sentidos, que quedaron adormecidos, como congelados. Comencé a notar algunos síntomas de este entumecimiento, lo atribuí al gélido aliento del monte, como si fuera el mal de los alpinistas que dejan de percibir sus miembros por la isquemia. No había dolor, ni ocurrió de repente, fue un transito tan sosegado que no percibí su presencia hasta que me vi en una burbuja de espacio-tiempo donde estaba sólo.
El invierno es un tiempo propicio para las letras, inspira más al recogimiento y por ello quizá necesitamos comunicarnos con los otros para no quedar aislados, trabajaba más. Con mi moto iba casi cada día visitando estos paraísos perdidos para entregar las cartas que traían palabras de otros mundos lejanos a aquel donde moraban los hombres y mujeres que eran ahora mi mundo. Estaba más tranquilo pese al trabajo. Cuando ordenaba las cartas, cada dirección no era un código o unas letras, recorría las calles con la mente me transportaba a la aldea. Percibía los olores, veía a los hombres y mujeres moviéndose como sombras, ahora corpóreas. Mis compañeros me hablaban y seguía absorto en mis pensamientos. Ellos fueron quienes me avisaron que el silencio dormía en mi cabeza. Me estaba quedando sordo.
Cuando se pierde un sentido dicen que los demás se agudizan para compensar. Yo empecé a percibir todo aquello que hasta entonces estaba oculto. Disfruté de los campos incluso cuando el paisaje no ofrecía más que estériles espacios. Sentía mis pasos sobre las calles como percibiendo por primera vez que las pisaba. Saludaba a las personas como cada día, pero veía aquellos seres de otro modo, empecé a entenderles.
Hasta el invierno muere y de sus entrañas renace la vida que fue filtrándose en cada gota de lluvia que esperaba el calor de la tierra. La escarcha se convierte en rocío, el secano en vergel silvestre, el muerto en Lázaro renacido. Hay un manto de colores que un mago hizo brotar de su chistera dorada lanzada al cielo y suspendida en él, dando calor y luz. Pero mi oído no rebrotó, como mata muerta seguía negándose a recibir a los demás. Mis amigos intentaron ayudarme, hablaban despacio y levantaban la voz, como cuando se habla a los viejos. Yo me refugiaba en mi lectura, donde hacía audible las palabras que resonaban en mi cerebro como si fueran pronunciadas.
Esa primavera decidí que debía dejar el trabajo e irme a vivir al pueblo. El médico me dio la baja, quería que fuese a la ciudad, debía verme un especialista, pero pospuse la visita hasta estar instalado en mi nueva casa. La alquilé a Teodoro, él había quedado viudo y ocupaba sólo la parte baja de la casa, no podía subir las escaleras como antaño. Quien vive mucho tiempo, va viendo morir su cuerpo, va acompañando al lento declinar de sus capacidades, va perdiendo sus proyectos, su memoria, el propio dominio sobre su vida. Al menos así lo veía yo. Teodoro no se quejaba de sus limitaciones, no reclamaba a la vida lo que le había ido arrebatando en el tiempo. Se limitaba a vivir, siendo testigo de su propia existencia, sin pedir más de lo que el día le ofrecía. Se sentaba en la silla a la entrada de la casa y veía pasar el mundo, sintiéndose tan vivo como el ejecutivo cuya agenda está completa desde la semana anterior y pasa vertiginosamente por su vida creyéndose imprescindible. Él miraba sin pretender cambiar nada, no le pertenecía el mundo y por tanto no tenía derecho a cambiarlo. Sentía el sol que lo bañaba en la mañana y se retiraba cuando el calor le molestaba. Por la tarde se sentaba en el corral para sentir de nuevo el calor del sol, se sentaba a sus pies el perro que le había acompañado y había envejecido con él. Miraba sus gallinas corretear, picotear la comida que les echaba cada día y que había amasado con la parsimonia y la perfección de las cosas que sólo pueden hacerse de esta manera. Cuando caía la tarde se retiraba con la luz y se refugiaba en la lumbre que debía servirle para preparar su cena. Comía poco, dormía poco, hablaba economizando cada palabra como si tuviera sólo un puñado de ellas para toda la vida. Pero en cada gesto, en cada mirada expresaba páginas enteras de su vida, entregaba un manual de supervivencia, de autocontrol, de esos que ahora la gente necesita para mejorar y para triunfar.
Yo me acomodé en la planta superior donde tenía dos habitaciones, una la ocupaba para dormir y en la otra instalé mi cuarto de lectura. La habitación tenía una estantería que yo había llevado para dejar mis libros, una lámpara que también yo traje de mi piso. Fueron las escasas pertenencias que rescaté en el naufragio de mi vida anterior. Teodoro me dejó una mesa camilla con faldones de tela y con un brasero que en invierno podía rellenar con las brasas del hogar y un sillón de madera, tan viejo que no necesitó decirme que pertenecía a su padre. Estaba reparado varias veces el encordado y sobre el asiento reposaba un cojín plano que lo hacía cómodo. La estancia estaba iluminada por una ventana que daba al patio y que en las tardes el sol calentaba. Esa luz es la que siempre había deseado para acompañar mi lectura, creaba un clima de paz interior, paraba el tiempo. Desde la ventana como en una foto fija podía ver a mi amigo sentado con el perro a sus pies, ambos como figuras de un museo de cera, inmutables.
Compartíamos la planta baja donde el tenía su habitación tan huérfana de muebles como yo de sonidos. La cama de hierro forjado con su somier de muelles que seguramente crujían bajo su escaso peso, un mesita con cajón y un armario tan vacío como la estancia. En el rincón teníamos el espacio que llenaba nuestros momentos de mutua compañía, la chimenea de obra, con un pequeño escalón sobre el nivel del suelo. En su frontal se adivinaba un dibujo que en otro tiempo tuvo colores y dejaba ver unos niños desnudos sobre la arena y un mar tranquilo. Ahora la sombra del humo había dejado una pátina que hacía el efecto de que en aquella playa había caído la noche para siempre. Cuando nos sentábamos en el ocaso de la tarde delante del fuego, hablábamos sin pronunciar palabras, compartiendo la conversación con las caprichosas llamas que bailaban sobre los troncos,
No necesitaba mi oído para escuchar como me mostraba el camino que él había recorrido para llegar al karma, a la perfección de lo simple, de lo evidente que nos empeñamos en convertir en un misterio. Parece que sólo pudiera gozarse aquello que se reviste de finos brocados y complejas experiencias, sin advertir que la belleza y la vida está en lo elemental, en los sentimientos que erizan la piel. En el calor de un sonido, la tibieza de un relato, el frescor del agua, el contacto con una piel, en el perfume del mar se puede encontrar la felicidad, el instante que da valor a la vida.
Dejé pasar el tiempo sin cronómetro, si el sol sabía cuando salir y cuando ponerse, porque debía controlarlo. Viví lo pequeño como si fuera inmenso y lo grande lo convertí en fútil, innecesario. No deseé en este tiempo nada que no fuera vivir sin futuro, ni pasado, Carpe diem.
En el calor del verano los hombres miran el cielo para que no se agosten los trigales vestidos de ámbar y salpicados de encarnados lunares por las amapolas. Vigilan como las vides se van dando a la vida y sus racimos se engalanan de cárdenos colores. Se recogen a la sombra de los pinos y de las higueras en la tarde para dejar que el tiempo pase como la brisa fresca, dejando un regusto de paz.
Cuando finalizaba agosto Teodoro murió, casi como lo había visto vivir, se fue sin hacer ruido. No lo encontré sentado en su portal y supe que esa noche sofocante había adormecido su corazón para siempre. Lo dimos a la tierra sin ceremonias, sin palabras, respetando su deseo, devolviendo a su dueña lo que había prestado, agradeciendo su regalo.
En aquel breve tiempo que compartimos, aprendí que tenía cuanto necesitaba. Disfruté del silencio que me había sido otorgado y oí el sonido de las palabras que iba leyendo y que sin embargo nunca habían sido pronunciadas. Porque de esa doble naturaleza están dotadas las palabras de los hombres, algunos sólo saben oír el sonido de las palabras y viven sometidos a ellas y sus engaños. Los sabios saben descifrar el silencio de las palabras que esconden la fuente de la verdad.