El silencio de las palabras

viernes, 23 de diciembre de 2011


Bonalba es un pueblo del interior, uno de esos pueblos de secano donde se mezclan las áridas tierras amarillas, con los montes que recortan el horizonte de un verde oscuro.
Llegué al pueblo en otoño cuando la pámpana viste de cálidos colores, cuando el viento hace silbar las hojas de los pinos. Llegué por un camino lleno de curvas con mi moto, llevaba el correo desde la oficina del pueblo a todas las pedanías del ayuntamiento.
El polvo y las piedras de los caminos habían tomado aquellos pasos y los hacían más vivos que las enlutadas calles de la ciudad. La moto no pensaba lo mismo, se sacudía como un poseso en plena crisis. Yo me agarraba a sus brazos como para intentar parar aquellas convulsiones. Ese paisaje que mezclaba los verdes con los rojos y púrpuras, que olía a monte, que respiraba vida en cada retazo no logré verlo hasta tiempo más tarde.
Al principio me pareció un pueblo más, las aldeas no son tan diferentes unas de otras. Las casas tienen desconchados y puertas de madera con gatera, las ventanas son estrechas y sólo a veces visten viejos visillos que roban luz a un interior que es sombrío por su desnudez más que por su oscuridad. El corral suele estar por detrás de la entrada principal, por lo que la calle la componen las puertas de unos vecinos que miran a los corrales de los de enfrente.
La plaza y la fuente de aquella aldea no venían en ninguna ruta turística. Los poyos de piedra daban consuelo a los pies y la fuente aliviaba la fatiga del polvo y el calor a hombres y animales. Eran simplemente para lo que servían, sin adornos. Tampoco eran tan diferentes sus olores. Los portales olían a comida de puchero o de brasa, los establos a ganado, la iglesia a incienso, su cura a naftalina, el alcalde a vino, los niños a colonia barata y su médico a éter o a medicinas. Todos los olores se mezclaban en una sinfonía que llenaba las calles e invitaba a pasearlas. Yo aprendí sus secretos y reconocía cada lugar con los ojos cerrados, pero eso fue después de que sucediera aquello.
Nunca pensé que me vendría a vivir a un lugar como este. Los compañeros de trabajo me decían que era absurdo trabajando en el pueblo, ir a vivir a un lugar donde no tenía ninguna posibilidad de divertirme, de hablar con gente que compartiera gustos y aficiones. Pero si yo no tenía otro divertimento que la lectura, para que quería gente con la que hablar. Buscaba la soledad, la tranquilidad, el silencio que me dejara hablar con mis libros.
Bueno no existía un silencio real. Los sonidos ocupaban el espacio y reverberaban en él acompañando a sus habitantes todo el día. Empezaba con el canto de los gallos que aún de noche, antes de que el albor llegara competían entre sí o dialogaban, quien sabe, creando en cada quiquiriquí un eco que era el canto de su vecino. Los pájaros se sumaban más tarde desde sus atalayas en los árboles que compartían lugar con las casas. Como si el pueblo de animales y hombres fuera todo uno, como si no perteneciera más a unos que a otros. Los gatos con sus maullidos y sus llantos, los perros que se molestaban de que cualquiera ocupara su espacio y retaban a sus vecinos en una coral de voces roncas y agudas. Algún asno que emitía su queja por tanto trabajo acumulado en el día. Y los hombres con sus voces y los niños con sus gritos y las mujeres con sus llamadas a los hijos, como campanas que reclamaran la atención, emitiendo una sola nota mantenida. Juannnnnnnn!!!!! A comer !!!!!!!
No había silencio, había bocanadas de vida en cada sonido, pero yo podía seguir leyendo mis palabras porque aquella música no me distraía.
El invierno llegó sin prisa, como la caída de las hojas, sin querer molestar la paz de sus moradores. Venía para dar descanso a las almas cansadas y cubrirlas con su manto blanco. Las tierras y su monte se unieron en ese recogimiento de cementerio, donde la soledad paseaba por las calles visitando cada nicho. La noche vestida de azul oscuro, trajo el frío y se llevó una parte de mis sentidos, que quedaron adormecidos, como congelados. Comencé a notar algunos síntomas de este entumecimiento, lo atribuí al gélido aliento del monte, como si fuera el mal de los alpinistas que dejan de percibir sus miembros por la isquemia. No había dolor, ni ocurrió de repente, fue un transito tan sosegado que no percibí su presencia hasta que me vi en una burbuja de espacio-tiempo donde estaba sólo.
El invierno es un tiempo propicio para las letras, inspira más al recogimiento y por ello quizá necesitamos comunicarnos con los otros para no quedar aislados, trabajaba más. Con mi moto iba casi cada día visitando estos paraísos perdidos para entregar las cartas que traían palabras de otros mundos lejanos a aquel donde moraban los hombres y mujeres que eran ahora mi mundo. Estaba más tranquilo pese al trabajo. Cuando ordenaba las cartas, cada dirección no era un código o unas letras, recorría las calles con la mente me transportaba a la aldea. Percibía los olores, veía a los hombres y mujeres moviéndose como sombras, ahora corpóreas. Mis compañeros me hablaban y seguía absorto en mis pensamientos. Ellos fueron quienes me avisaron que el silencio dormía en mi cabeza. Me estaba quedando sordo.
Cuando se pierde un sentido dicen que los demás se agudizan para compensar. Yo empecé a percibir todo aquello que hasta entonces estaba oculto. Disfruté de los campos incluso cuando el paisaje no ofrecía más que estériles espacios. Sentía mis pasos sobre las calles como percibiendo por primera vez que las pisaba. Saludaba a las personas como cada día, pero veía aquellos seres de otro modo, empecé a entenderles.
Hasta el invierno muere y de sus entrañas renace la vida que fue filtrándose en cada gota de lluvia que esperaba el calor de la tierra. La escarcha se convierte en rocío, el secano en vergel silvestre, el muerto en Lázaro renacido. Hay un manto de colores que un mago hizo brotar de su chistera dorada lanzada al cielo y suspendida en él, dando calor y luz. Pero mi oído no rebrotó, como mata muerta seguía negándose a recibir a los demás. Mis amigos intentaron ayudarme, hablaban despacio y levantaban la voz, como cuando se habla a los viejos. Yo me refugiaba en mi lectura, donde hacía audible las palabras que resonaban en mi cerebro como si fueran pronunciadas.
Esa primavera decidí que debía dejar el trabajo e irme a vivir al pueblo. El médico me dio la baja, quería que fuese a la ciudad, debía verme un especialista, pero pospuse la visita hasta estar instalado en mi nueva casa. La alquilé a Teodoro, él había quedado viudo y ocupaba sólo la parte baja de la casa, no podía subir las escaleras como antaño. Quien vive mucho tiempo, va viendo morir su cuerpo, va acompañando al lento declinar de sus capacidades, va perdiendo sus proyectos, su memoria, el propio dominio sobre su vida. Al menos así lo veía yo. Teodoro no se quejaba de sus limitaciones, no reclamaba a la vida lo que le había ido arrebatando en el tiempo. Se limitaba a vivir, siendo testigo de su propia existencia, sin pedir más de lo que el día le ofrecía. Se sentaba en la silla a la entrada de la casa y veía pasar el mundo, sintiéndose tan vivo como el ejecutivo cuya agenda está completa desde la semana anterior y pasa vertiginosamente por su vida creyéndose imprescindible. Él miraba sin pretender cambiar nada, no le pertenecía el mundo y por tanto no tenía derecho a cambiarlo. Sentía el sol que lo bañaba en la mañana y se retiraba cuando el calor le molestaba. Por la tarde se sentaba en el corral para sentir de nuevo el calor del sol, se sentaba a sus pies el perro que le había acompañado y había envejecido con él. Miraba sus gallinas corretear, picotear la comida que les echaba cada día y que había amasado con la parsimonia y la perfección de las cosas que sólo pueden hacerse de esta manera. Cuando caía la tarde se retiraba con la luz y se refugiaba en la lumbre que debía servirle para preparar su cena. Comía poco, dormía poco, hablaba economizando cada palabra como si tuviera sólo un puñado de ellas para toda la vida. Pero en cada gesto, en cada mirada expresaba páginas enteras de su vida, entregaba un manual de supervivencia, de autocontrol, de esos que ahora la gente necesita para mejorar y para triunfar.
Yo me acomodé en la planta superior donde tenía dos habitaciones, una la ocupaba para dormir y en la otra instalé mi cuarto de lectura. La habitación tenía una estantería que yo había llevado para dejar mis libros, una lámpara que también yo traje de mi piso. Fueron las escasas pertenencias que rescaté en el naufragio de mi vida anterior. Teodoro me dejó una mesa camilla con faldones de tela y con un brasero que en invierno podía rellenar con las brasas del hogar y un sillón de madera, tan viejo que no necesitó decirme que pertenecía a su padre. Estaba reparado varias veces el encordado y sobre el asiento reposaba un cojín plano que lo hacía cómodo. La estancia estaba iluminada por una ventana que daba al patio y que en las tardes el sol calentaba. Esa luz es la que siempre había deseado para acompañar mi lectura, creaba un clima de paz interior, paraba el tiempo. Desde la ventana como en una foto fija podía ver a mi amigo sentado con el perro a sus pies, ambos como figuras de un museo de cera, inmutables.
Compartíamos la planta baja donde el tenía su habitación tan huérfana de muebles como yo de sonidos. La cama de hierro forjado con su somier de muelles que seguramente crujían bajo su escaso peso, un mesita con cajón y un armario tan vacío como la estancia. En el rincón teníamos el espacio que llenaba nuestros momentos de mutua compañía, la chimenea de obra, con un pequeño escalón sobre el nivel del suelo. En su frontal se adivinaba un dibujo que en otro tiempo tuvo colores y dejaba ver unos niños desnudos sobre la arena y un mar tranquilo. Ahora la sombra del humo había dejado una pátina que hacía el efecto de que en aquella playa había caído la noche para siempre. Cuando nos sentábamos en el ocaso de la tarde delante del fuego, hablábamos sin pronunciar palabras, compartiendo la conversación con las caprichosas llamas que bailaban sobre los troncos,
No necesitaba mi oído para escuchar como me mostraba el camino que él había recorrido para llegar al karma, a la perfección de lo simple, de lo evidente que nos empeñamos en convertir en un misterio. Parece que sólo pudiera gozarse aquello que se reviste de finos brocados y complejas experiencias, sin advertir que la belleza y la vida está en lo elemental, en los sentimientos que erizan la piel. En el calor de un sonido, la tibieza de un relato, el frescor del agua, el contacto con una piel, en el perfume del mar se puede encontrar la felicidad, el instante que da valor a la vida.
Dejé pasar el tiempo sin cronómetro, si el sol sabía cuando salir y cuando ponerse, porque debía controlarlo. Viví lo pequeño como si fuera inmenso y lo grande lo convertí en fútil, innecesario. No deseé en este tiempo nada que no fuera vivir sin futuro, ni pasado, Carpe diem.
En el calor del verano los hombres miran el cielo para que no se agosten los trigales vestidos de ámbar y salpicados de encarnados lunares por las amapolas. Vigilan como las vides se van dando a la vida y sus racimos se engalanan de cárdenos colores. Se recogen a la sombra de los pinos y de las higueras en la tarde para dejar que el tiempo pase como la brisa fresca, dejando un regusto de paz.
Cuando finalizaba agosto Teodoro murió, casi como lo había visto vivir, se fue sin hacer ruido. No lo encontré sentado en su portal y supe que esa noche sofocante había adormecido su corazón para siempre. Lo dimos a la tierra sin ceremonias, sin palabras, respetando su deseo, devolviendo a su dueña lo que había prestado, agradeciendo su regalo.
En aquel breve tiempo que compartimos, aprendí que tenía cuanto necesitaba. Disfruté del silencio que me había sido otorgado y oí el sonido de las palabras que iba leyendo y que sin embargo nunca habían sido pronunciadas. Porque de esa doble naturaleza están dotadas las palabras de los hombres, algunos sólo saben oír el sonido de las palabras y viven sometidos a ellas y sus engaños. Los sabios saben descifrar el silencio de las palabras que esconden la fuente de la verdad.  

CUANDO EL DESTINO TE BUSQUE, NO TE ESCONDAS, SONRIE

domingo, 4 de diciembre de 2011


Unos momentos antes acababa de leer un libro, sólo el final fue realmente interesante, pero tras cerrarlo – cerrar un libro es como cerrar la puerta de una habitación de hotel, en el que te alojaste unos días - se despertó la necesidad de escribir algo. Subí al estudio donde tenía el Mac y mientras bajaba por la escalera pisé la bandolera de la bolsa en que lo guardo. Caí rodando, 13 escalones que se convirtieron en la rampa que descendía a las profundidades de mi alma. Una sucesión de imágenes acudieron de repente. Me di cuenta enseguida de que me estaba muriendo. Aquellas eran las imágenes de mi vida pasada y me anunciaban que acababa de consumir mi tiempo. Podría pensarse que estas imágenes son como una despedida o como un regalo, pero son en realidad como una especie de mueca irónica del destino que te muestra lo vivido en el momento en que vas a perderlo todo. Pueden no creerme pero vi como mi padre al rasurar a mi madre en el parto vio como asomaba un cordón caliente y blando y preguntaba a la comadrona:
-“Que és açò?
-Es la guía”
¿La guía? Que respuesta era aquella, acaso la comadrona trataba de mostrar su saber a través de acertijos. Yo que entonces aún no era ginecólogo veía claramente que era mi cordón umbilical prolapsado a través de la vulva. Tendrían que darse prisa en hacer una cesárea. Sólo una situación transversa pudo salvarme de aquello. Atravesado en el vientre de mi madre el cordón se prolapsó al romperse la bolsa pero mi cuerpo no comprimió aquel cordón umbilical. Ahora lo entiendo, en realidad como decía la matrona era la guía, la cinta, el vínculo con la vida.
¿Sería aquello lo que me indujo a hacerme ginecólogo después? No lo creo, pero tampoco nunca antes había sido consciente de mi nacimiento. Seguro que había bromeado alguna vez con mis compañeros sobre la posibilidad de que el feto nos oyese o supiese que estaba pasando. A veces la vida es capaz de sorprendernos con los más absurdos pensamientos pero quien puede decir que no son ciertos. Por si acaso sonríe y no digas nada.

CORRE,CORRE QUE TE PILLO

viernes, 8 de julio de 2011


No recuerda bien como paso, hace ya tiempo de ello. Quizá todo comenzó una tarde de final del verano, con el sol en su espalda, vio caminar su sombra que se prolongaba delante de él e instintivamente apretó el paso. No con una idea preconcebida, no porque de repente recordara que llegaba tarde. Fue algo así como el presentimiento de que aquel extraño que lo acompañaba habitualmente tuviera ganas de pelea. Aceleró el paso intentando dejar atrás su ingrávido compañero de viaje, parecía un marchador atlético en su sprint tratando de sacar la cabeza al contrario. La gente le miraba extrañada por la calle, aquel hombre realmente tenía prisa. Al girar la esquina se dio cuenta que había vencido, su oponente quedó atrás y pese a relajar el paso le seguía sin ninguna posibilidad de sobrepasarlo.
Aquello era una estupidez. Era absurdo disputar una carrera con la propia sombra. No obstante, la sensación que dejó en su cuerpo la irreal victoria, le había gustado. Serían las endorfinas, pero ahora caminaba más satisfecho, tanto que decidió fijar otro objetivo a batir. La joven que caminaba veinte metros delante de él, tenía además el incentivo de poder admirar mejor sus piernas, las faldas cortas le resultaban muy provocadoras. Aceleró discretamente el paso, fue ganando metro a metro posiciones, fijó la distancia, se deleitó con la visión de su caminar y decidió dar el asalto definitivo adelantándola mirando de reojo a su inesperada contrincante. Había sido una victoria demasiado fácil, los tacones la hacían lenta y al parecer no tenía tampoco intención de disputar con él una carrera. Que tontería, como iba a saberlo aquella chica. Pensó en ofrecer a otro transeúnte la posibilidad del duelo, pero tenía que ser una confrontación más justa, más de igual a igual. Aquel matrimonio de mediana edad caminaban a un paso más ligero y podían ser los dignos merecedores de su disputa. Estaba claro que tenían un objetivo y que se dirigían prestos a cumplirlo, intercambiaban pocas palabras, no querían perder resuello. Todo esto lo fue viendo mientras iba ganando terreno en su lucha, pero esta no iba a ser una victoria tan fácil, se tuvo que emplear a fondo, además le desviaron de su ruta prevista. Casi acabó corriendo en pos de esos dos desconocidos, tanto que al pasar a su lado, estirando la cabeza como si tratara de romper la cinta final, la mujer se asustó y asió su bolso temiendo un robo. Él se percató del movimiento y le pareció ofensivo, pero enfrascado en esa batalla contra el crono, siguió su desbocada carrera hacia ninguna parte.
De nuevo la esquina le salvó. Primero porque tenía que retomar la dirección perdida y luego porque podría huir de la mirada de aquellos dos ignorantes que sentía sobre su espalda. No entendían lo que ocurría y habían visto en él un ladrón. ¿Acaso tenía él aspecto de ladrón,? Vestía con corrección, se había afeitado y duchado esta mañana, aunque a estas alturas de carrera ya no podía dar fe de su olor corporal. Pero en cualquier caso nada en él podía sugerir a nadie que fuera un ladrón. O quizá si, pensó, podría ser un ladrón de tiempo.
Mientras se dirigía a su oficina tuvo sentimientos contradictorios. Se sentía un poco estúpido por haber iniciado aquellas competiciones imaginarias, aunque le habían proporcionado el placer de su elaboración y consecución con el éxito, que pensaba que era patente. Aún más, había llegado pronto a la oficina a pesar del pequeño desvío.
El trabajo en la tarde no difirió de otros días, su trabajo de corrector le gustaba, le permitía una cierta libertad. No dependía de otros para hacerlo. Hablaba poco en el trabajo, no se llevaba mal con nadie, es más podría decirse que los compañeros le tenían aprecio. Él era poco comunicativo, trataba de lo necesario, daba las instrucciones pertinentes de lo corregido en su despacho o en casa y sólo ocasionalmente quedaba con ellos para alguna celebración social. Nunca prolongaba esas reuniones en exceso porque le resultaban tediosas, intrascendentes (como si en su soledad hubiera más trascendencia), sujetas a formalismos sociales y charlas convencionales. Las excusas ya resultaban increíbles para todos pero las aceptaban como parte de su excentricidad.
Volvió a casa como de costumbre sobre las ocho y media, paso por el Kebab que resultaba su cena más habitual. Pensó en emprender una nueva carrera anónima contra los caminantes que encontró en su camino, pero se resistió a ello. Le parecía estúpido lo que esta tarde había hecho, no entendía muy bien porqué lo hizo. En su necesidad de demostrarse que aquello había sido un arrebato, caminó con calma, mirando lo que cada tarde veía en su camino a casa y que no le llamaba la atención. Hoy tampoco tenía la sensación de estar contemplando algo extraordinario pero tras llegar a casa no se sintió más aliviado por el paseo que por la carrera. Se había relajado tanto en su vuelta a casa que se perdió el inicio de la serie de televisión que solía ver cada noche. Acompañaba el kebab o la pizza con los avatares de los personajes de las series que en una u otra cadena desgranaban humor, misterio o inverosímiles situaciones de vecindario. Bones, el mentalista, CSI Miami, Castle, Aquí no hay quien viva o Aida, todos aliñaban con su compañía las monótonas cenas de Alberto. No había sido una gran idea eso de perder el tiempo caminando con parsimonia, no había podido ver el asesinato con que comenzaba Castle y eso le daba mucha rabia. No lo repetiría. Se fue a la cama, leyó un rato y decidió que era hora de dormir. Siempre le costaba conciliar el sueño, la lectura lo desvelaba, pero tampoco quería renunciar a ella. Leer era su pasión y su trabajo, pero le emocionaba entrar en la vida de sus personajes de ficción y formar parte de sus interesantes vidas llenas de amor, odio, violencia, que tras cerrar el libro no dejaba secuelas visibles y le permitía refugiarse en la seguridad de su previsible vida.
Esa noche los sueños continuaron manteniendo despiertos los fantasmas de la vigilia. Un torbellino de ideas agitaban su cabeza como queriendo ser protagonistas de la noche. Se sucedían las imágenes de la tarde, se veía corriendo por callejones que no reconocía, girando en cada esquina tratando de despistar a su perseguidor. No se atrevía a mirar hacia atrás porque sabía que algo terrible le perseguía. Tras interminables carreras en las que adelantaba chicas jóvenes, ancianos y parejas que le miraban ausentes a su angustia, sin ningún atisbo de solidaridad reconoció su calle y su portal y no lo dudó, entró mirando de reojo a su perseguidor que por un momento le pareció su sombra. Llegó en el momento en que en la televisión se iniciaba CSI Miami, ver a Horatio Caine le relajó, alejó de pronto sus miedos. Esa grandeza de héroe al quitarse las gafas con ademán de suficiencia, con la seguridad que sólo los grandes hombres tienen. Ahí acabó el vértigo y se sumió en la profundidad del sueño que anula todos los recuerdos y nos convierte en seres vulnerables pero felices.
La mañana solía invertirla en trabajar, tras el desayuno, salia a comprar si necesitada hacerlo. Tomaba siempre un café a las doce, oyendo la radio, habitualmente las noticias de la SER. Era casi el único contacto con la realidad política y social, que le producía un escaso interés. Mientras leía podía escuchar música si no necesitaba concentrarse. Satie, Rodrigo Leao, Ludovico Einaudi, Mark Knopfler, Amancio Prada o la música clásica llenaban los silencios de su casa con voces y melodías que le hacían sentirse acompañado. Esa mañana se levantó de buen humor, pese a recordar la agitación del sueño y que no había dormido mucho, estaba descansado. Hacía tiempo que no experimentaba una sensación así. Recordó la imagen final de Horatio Caine en la escena del crimen que lo relajó antes de dormirse definitivamente. Porqué no le habrían puesto a él Horatio, Richard, Augusto u otro nombre que sólo con nombrarlo impusiera carácter. Lo habían condenado a vivir con Alberto, demasiado largo y sonoro para un nombre banal. Incluso sin la o final habría resultado más determinante. Se hubiera conformado con nombres menos adustos, más convencionales pero cortos, que no requirieran un esfuerzo para nombrarlos: Juan, Paco, Luís...
En fin, a pesar de esto, hoy se veía como un hombre diferente. Pensaba que iba a ocurrir algo que cambiaría su futuro. Salió a la calle sin un propósito claro, algo le impulso a hacerlo. Una vez fuera pensó que compraría pan para almorzar pan tierno y no tostado tras descongelarlo como de costumbre. Caminaba deprisa, con la ansiedad de quien desea que cunda el tiempo y le permita hacer el millón de cosas que le restan. No se dio cuenta hasta que llevaba un rato, pero no dejó de caminar a buen ritmo, le daba la sensación que era el cuerpo el que le pedía acción. Quizás éste era el cambio, necesitaba sentirse dueño de su tiempo y administrarlo a su antojo.
No ocurrió de forma inmediata, fue un cambio lento pero imparable. Pensó que la tarde anterior había tenido una señal y quería seguir con determinación el camino que su cuerpo le había marcado. Debía rentabilizar su tiempo, ahorrarlo como se hace con el dinero o la energía y le permitiría disponer de fondos venideros. Ahora se convertiría en un hombre de acción, que valora el tesoro que la gente corriente (como él había sido hasta ahora) malgasta de forma absurda. Desde este momento caminaría siempre con paso firme, no en sentido figurado, sino en sentido literal. El ejercicio que la tarde anterior había iniciado al perseguir a los transeuntes iba a ser ahora su norma. Trazaría las rutas más cortas en sus desplazamientos, avivaría el paso (sin que llamase la atención a los demás) adelantando a quien se encontrase en su camino. Iban a ser pequeñas victorias que darían un gran triunfo final. Anotaría las mejoras obtenidas y sacaría un computo mensual de sus ganancias.
La semana siguiente hizo el primer recuento. Si bien los primeros días no habían sido muy ventajosos, ya advertía una tendencia esperanzadora. El primer día había ahorrado tres minutos, pero al finalizar la semana había logrado duplicar la ventaja. Llegaba al trabajo seis minutos antes, nadie pareció darle importancia, pero en el recuento semanal había ahorrado treinta y tres minutos. Sólo este cambio le supondría en adelante 42 minutos semanales, que eran casi cinco horas mensuales y que se convertirían en dos días y medio extras al cabo de un año. Se sentía lleno de vida y entendía que podía llegar a más, ahora era un hombre imparable en su nueva proyección.
En la semana siguiente introdujo algunas mejoras adelantando el despertador diez minutos. Se dio cuenta que le costaba menos levantarse, la perspectiva del incremento en el saldo de tiempo acumulado era un estimulante natural. No remoloneaba en la cama y se dirigía rápidamente a su cita con el aseo diario. Aquí también podría conseguir unos minutos suplementarios. Calculaba que en el último mes aquella aportación suponía un ahorro no menor de seis horas que venían a sumarse a las cinco obtenidas con su carrera hasta la oficina. La mañana le parecía más rentable, su actual pasión por optimizar el tiempo le hacía tomar conciencia de su importancia y creía vivirlo más. El café de la mañana dejó de acompañarlo con las noticias (siempre era lo mismo, la aburrida disputa política y el anecdotario luctuoso de cada día), a partir de ahora se conformaría con oír las noticias los fines de semana. Aprovecharía el café para repasar las notas tomadas en la mañana.
En el trabajo empezaron a notar los cambios, traía las correcciones adelantadas y llegaba antes, además su rendimiento parecía mayor. Sin embargo, a pesar de ver su disposición al trabajo y su ánimo más vivo, parecía como encerrado en sí mismo. No se equivocaban, otra mejora introducida en su febril lucha por acumular tiempo extra, era evitar perderlo con distracciones o charlas innecesarias durante el horario laboral. Se decía a sí mismo que los ricos lo son, no sólo por lo que ganan si no por no gastar inútilmente lo que tienen.
Habían pasado nueve meses del comienzo de su nueva vida (un embarazo feliz, con un parto no menos afortunado). Tras el recuento de los pingües beneficios obtenidos con su estrategia, era poseedor ahora de un saldo favorable de 139 horas más, lo que suponían 5,6 días. En lo que restaba de año podría incrementar su patrimonio a una semana, sin duda alguna.
No iba a conformarse con esto, su meta iba más allá, reduciría todo lo prescindible, se centraría en su objetivo e iría ganando la partida al tiempo. Había decidido trabajar en casa por las tardes y acudir a la oficina una vez por semana. Esto si que le reportaría un sustancioso beneficio. Su trabajo le permitía esta libertad y no habría mucho cambio con la situación actual, en la oficina estaba tan sólo como en casa. Cuando se lo planteó a su jefe, no pareció sorprenderse, es más se diría que lo esperaba. ¿Cómo iba a esperar esta petición? Eran imaginaciones suyas. Lo más probable era que la presentación que él había hecho, argumentando sobre la eficacia de la medida en cuanto ahorro de tiempo lo convenció.
A partir de este momento sus expectativas de ahorro se vieron incluso superadas. En la libertad de su casa, podía administrar los tiempos de una manera óptima. A estas alturas él ya era un verdadero experto en las finanzas y administración de cada segundo. Tenía que reconocer que los primeros meses fue duro, aislado en ese retiro voluntario. Cuando llevaba seis meses en su nueva condición de eremita urbano, el recuento de beneficios no podía ser más alentador. Cada día suponía un ahorro de una hora treinta y cinco minutos y crecía la ventaja que iba obteniendo al introducir cambios en el estilo de vida. Ahora conseguía 47.5 horas mensuales, casi doce días en medio año. El próximo año superaría el mes extra de ganancias. Quizá incluso más porque a partir de ahora reduciría las horas de sueño. Una disminución en una hora suponía un ahorro de 365 horas al año, quince días más de lo que obtenía en este momento. Dejó de ver sus series favoritas, eso le produciría unas ganancias de vértigo.
Es verdad que había descuidado su aseo personal y su dieta, salia sólo a comprar sus Kebab y algunas veces aprovechaba la visita a la oficina para comprar en el supermercado. El día que tenía que ir a la oficina se duchaba y afeitaba. Sin darse cuenta su casa se convirtió en un mundo donde el tiempo se trasladaba a una dimensión que sólo cabía en su propia realidad. Lo contaba, lo manoseaba, lo trasmutaba en oro. Contemplaba su brillo y le parecía que se iba acumulando en los rincones de la casa formando pilas de segundos y fajos de horas. Tan embelesado estaba en su creciente fortuna que aquella noche (o día, quien sabe) cuando la oscuridad de su conciencia le dijo que debía acostarse y el sueño vino a él, no pudo reconocerla. La había perseguido como otras tantas veces, corriendo por callejones, por avenidas, desviándose de su ruta en una carrera frenética. Intentando alcanzarla sin conseguirlo, era una digna adversaria que necesitaba ver aunque fuera con el rabillo del ojo tras adelantarla. Esa mujer lo invitaba a seguirla como en un desafío, sus gestos la delataban como un mujer entrada en años, pero su energía era inagotable. Pasó la noche en una persecución delirante, le faltaba el aliento, le dolía el pecho. ¿Cómo podía aquella mujer correr de esta manera? Algunas veces conseguía acercarse lo suficiente para ver parte de su rostro, pero entonces ella doblaba una esquina y desaparecía ganándole ventaja. Se sentía desfallecer y de pronto perdió la conciencia, se durmió.
Lo encontraron tres semanas después.En su oficina había faltado a alguna cita ocasionalmente, o había acudido a una hora inadecuada. Pero les extrañó no tener noticias de él, que no respondiera al teléfono, ni las llamadas en el timbre de su casa. Estaba tendido en el suelo agarrado al reloj, con un gesto de incredulidad en el rostro.
En su persecución hubo un momento de tregua que llegó tras el primer sueño, la mujer había aminorado la marcha como para darle ventaja. Entonces sacando fuerzas de su flaqueza, venciendo el profundo dolor que sentía en el fondo de su pecho, quizá en su alma, aceleró el paso hasta ponerse a su lado y pudo ver el rostro de la muerte. No la reconoció enseguida, pero su risa de triunfadora, su mirada inmisericorde le convencieron. Trató de hablar, pero las palabras no fluían de su boca, tenía que comunicarse con aquella mujer. Esto era un error, él tenía tiempo, tenía miles de segundos guardados, estaba en posesión de una fortuna inmensa y no podía haber llegado su hora. Se señalaba el reloj, le mostraba sus manecillas y se agarró a él como único refugio. Cayó en el profundo sueño dónde el tiempo se detiene y nada importa, no lo podía creer, consumió el último segundo de su conciencia para reconocer que estaba muerto.

NAMASTÉ (escrito en el aeropuerto de Bangalore, antes de salir de India)

sábado, 7 de mayo de 2011

A modo de saludo, entre hola , adios y gracias, Namasté es la palabra que abre las puertas. Una especie de ábrete Sésamo para la India. Te introduce en su mundo, crea una cierta complicidad. Agradecen oírlo, pronunciarla conjura los buenos espíritus e inicia una relación que de por sí suele ser de respeto y consideración. No hay recelo contra el extranjero, no hay desconfianza ni animosidad porque posee aquello que anhelarías tener. Este es un pueblo generoso. En ningún sitio me he sentido tan acogido. Son amables hasta lo indecible. No es una actitud fingida y no sólo la vemos en la gente de la calle. Los médicos con que trabajamos nos tratan de forma exquisita , todo el personal del hospital nos llama Sir, con respeto sin adulación. No te dejan agacharte a recoger algo que se cae, se anticipan, les gusta complacer sin ser serviles. Te hacen sentir importante en su espacio, se desviven por que estés bien. Qué pocas veces sientes ese reconocimiento en la vida diaria. Posiblemente nos ven como pertenecientes a un nivel social elevado. La verdad es que si la comparación se hiciera respecto a lo que poseemos, hasta los que se ven como infortunados en nuestro país, pasarían por ricos en la India. Es curioso que nosotros los vemos como una sociedad dónde la miseria es el signo más llamativo, pero lejos de envidiarnos ellos nos ven como una sociedad del despilfarro sin patrones que se deban imitar (esto último nos lo comentaba Balla, jefe médico del hospital de Kalyandurg donde trabajamos, que visitó España el pasado año y era la primera vez que salía de su país, le llamo la atención la cantidad de dinero que gastamos en necesidades creadas, de manera superflua).

Es posible que sea un pueblo acostumbrado a la sumisión, a la aceptación de rangos sociales como distintivo entre los individuos, asumiendo su posición con una docilidad que puede resultar enervante a nuestros ojos. Es cierto que vemos el problema de las castas como una crueldad, y las realidades que genera son hirientes (las castas están abolidas legalmente, pero siguen siendo una realidad social). Pero si nos abstraemos al problema ético del valor de los hombres, que desde nuestra mentalidad occidental es incuestionablemente de igualdad, aunque como en el caso indio solo sobre el papel. ¿Acaso nuestra sociedad no está basada en valores erróneos? No son la razón, la capacidad o la humanidad de los individuos los motores de la promoción social, sino que se basa en otros elementos más prosaicos como el dinero, el poder y la fuerza. No se pueden esperar sociedades justas con estas premisas. Occidente no ha demostrado ser el paladín de la justicia, sino del propio interés. No puede dar lecciones de moral cuando ha incumplido todas las normas éticas. No podemos despreciar aquello que no entendemos. Cada pueblo debe hacer su propia revolución en pro de sus individuos, pero cada pueblo tiene que iniciarla por si mismo y sólo lo hará cuando exista un caldo de cultivo aliñado con las especias que da la educación, el conocimiento y la cultura en mayúsculas. Los iluminados, los profetas, misioneros, voceros de un dios místico y justiciero que prediquen en el desierto. Quien desee ayudar en un cambio tiene que trabajar en él, comprometerse, sin discursos, movilizando conciencias desde los hechos. Esa fue la apuesta de Vicente Ferrer y ha hecho posible un cambio en esta compleja sociedad, en este espacio pequeño de Anantapur del que dependen unos cuatro millones de personas (en un país de más de mil millones).

Estas sociedades que ahora vemos rotas por la miseria, fueron en otro tiempo civilizaciones que brillaron con luz propia. Mientras Europa vivía en la oscuridad de la Edad Media en Asia se cultivaba el arte y la ciencia. Oriente fue el faro de las futuras culturas greco-romanas que se valieron de sus sabios para deslumbrar al mundo. Cuando el Renacimiento aún no había visto la luz, la ciudad de Vijayanagar era capital de un imperio cuyas construcciones hacían palidecer la sobriedad del arte románico (estuve el fin de semana en esta zona patrimonio de la Humanidad, es alucinante) Más tarde el imperio Mogol convivió y compitió con el nuevo renacer de Europa. Si bien es verdad que Asía ha tenido hasta ahora una evolución regresiva y Occidente se ha convertido en el vellocino de oro al que adoran los infieles, quien puede asegurar que el futuro no nos depare un destino distinto a la gloria que pensamos nos corresponde. Tampoco ellos pensarían que iban a acabar así. Estamos viendo como despierta el dragón asiático. Quizá un día sean ellos los que envíen cooperantes. En el bien de nuestras conciencias seamos solidarios y con ello demostraremos que nuestro progreso no sólo ha sido técnico sino humano. No existe ninguna política justa que no sea solidaria, no existe un hombre justo que no de algo de lo que tiene.


No hay árbol que el viento no haya sacudido. (proverbio Hindú)

FOTOS

domingo, 20 de marzo de 2011

Las primeras son del baño en la casa de reposo de las mujeres con ligadura. Las abuelas se encargan de los niños mientras sus madres se recuperan.


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DE LO HUMANO Y DE LO DIVINO....

miércoles, 16 de marzo de 2011

   Estamos como en una nube, son tantas las emociones que se agolpan en nosotros que me resulta difícil escribir y a la vez no puedo evitarlo. Desde el domingo vivimos en el vórtice de un huracán, produce vértigo sentir tanta emoción por lo que hemos vivido apenas en cuatro días. Me da miedo que esto vaya a más, deseo que esto sea cada vez más fuerte, pero voy agarrándome a la realidad para evitar salirme de ella. Es como en las atracciones de feria que te proyectan hacia el vacío y pese a que quieres que el riesgo siga, no dejas de asirte fuertemente a la barrera de seguridad. No podéis imaginaros como nos sentimos. Me gustaría poder estar ahí para contároslo y volver rápidamente sin perder un instante. Es de las experiencias más importantes de mi vida, os diría que por nada os perdáis algo como esto. Nos acostamos a las doce y nos levantamos a las seis y nos faltan horas, estiramos el tiempo porque vemos en él un enemigo que nos roba la posibilidad de ver más, de sentir más. Me desvelo por la noche por la excitación del día, como si estuviera colocado. Comemos poco pero no tengo sensación de hambre. Nos hemos enganchado a esta alucinación colectiva que consiste en vivir con ellos, aún no siendo ellos. Tenemos la sensación de que han pasado semanas desde que vinimos, imaginamos que pertenecemos a este lugar, creemos que siempre nos estuvieron esperando. No puedo decir que sea como un sueño, porque no podría haber soñado con estas sensaciones. Me traje inglés para estudiar y no he estudiado, he traído libros de lectura y no leo, sólo escribo y veo las fotos en los escasos momentos de descanso.
   Viene un coche a recogernos a las siete menos cuarto, hay hora y cuarto hasta el hospital de Kalyangdari (60km) que son un regalo de madrugada, a esas horas aquí la vida ya se ha instalado en todos los rincones, todo el camino esta lleno de imágenes que quisiera recoger para vosotros, de gente; niños que van al colegio, comerciantes que abren tiendas, barberos que esperan clientes, mujeres barriendo,vacas cerdos, pollos, que se mueven como la gente con ritmo anárquico. Vamos como dormidos, tomamos un plátano y unas galletas al salir y el viaje transcurre en silencio porque estamos cansados, pero es imposible apartar la vista de tanta realidad (no quiero decir belleza por no ofender a ninguno de los dos términos). Llegados al hospital nos invitan a tomar chai (té) con tostadas. Visitamos a las pacientes operadas y a las 8.30 estamos operando. Todo ocurre deprisa, operamos unas seis a nueve pacientes cada día. Vimos el domingo unas cuarenta pacientes que programamos para la semana. Cada historia es un drama, vivido con resignación, pero no por ello menos doloroso. No saben su edad exactamente, pero la mayoría son jóvenes, todas delgadas (ya os contaré un día las truculentas historias que componen lo divino y lo humano de este lugar peculiar). Como adelanto os cuento que hoy en el quirófano de al lado han realizado en menos de dos horas 35 ligaduras de trompas por laparoscopia, con anestesia local. Los que saben de lo que hablo alucinarán como nosotros lo hemos hecho. Dos mujeres en el quirófano, mientras operan a una, preparan a la otra, las dos despiertas. Se hacen todos los martes a partir de las once, las mujeres que quieren se inscriben, les hacen una analítica y pasan a la fila de sillas que hay en el área anexa al quirófano, todas con sus batas verdes (chicas de 20-30 años, única condición tener más de dos niños) Esperan todas sentadas, sus caras de niñas gastadas y asustadas no puede dejarte ajeno a la crueldad de esta pobreza. Aunque parezca salvaje el simple hecho de que vayan y que pueda hacerse de esta manera las salva de una maternidad numerosa que las esclaviza y desgasta más que la miseria. Algunas acuden el primer mes después del parto para evitar quedar de nuevo embarazadas. Salimos del hospital entre las cuatro y las cinco, comemos allí. La comida es frugal y muy austera pero digna, muy por encima de lo que comen ellos. Nos han contado hoy que hay un programa en la Fundación para aportar a los niños en edad de crecimiento 4 huevos a la semana y a las embarazadas en el ultimo trimestre y las madres lactantes una ayuda alimentaria. Que levante la mano quien no se sienta millonario.
   El regreso por el camino andado en la mañana es idéntico pero vamos hablando todo el camino, el hospital nos pone las pilas, recarga la autoestima, genera ilusión, aporta paz, este trabajo se paga en especias (del país de las especias). Mientras hablamos hago algunas fotos desde el coche, el espectáculo es inagotable. A través de los pueblos que atravesamos encuentras de nuevo las imágenes que tomarías si no fuera por la velocidad que pasan. La carretera esta repleta, hay un tráfico caótico y muy ruidoso. A las puertas de sus casas que son como chabolas conviven la familia, niños y niñas desarrapados con sus madres, sus amigos o sus hermanos, los animales entre ellos, los carros de búfalas cargados con paja, con sillas, con más gente. La casa tiene muy poco espacio y nada de intimidad, viven siguiendo el horario que marca el sol y conviven en ese espacio común de la calle. Creo que existe una necesaria relación entre ellos que los mantiene unidos.
   Llegados al campus de la Fundación que es como un oasis, un remanso de paz, pitan los oídos al cesar el ruido y entrar aquí. La ducha, unas avellanas y un poco de mojama nos devuelven la serenidad, nos llevan al paraíso (o al nirvana). Ahí empieza la obsesión por escribir, por entrar en internet, por ver las fotografías del día. Hasta la cena donde entramos en un mundo nuevo que ya conocéis, los cooperantes. Son tan sorprendentes como los hindús, cada uno vive una historia digna de ser narrada. Ayer nos contaron unos vascos (la mayoría jubilados) el proyecto que les trajo aquí aparte de visitar la Fundación. Nos dicen que visitaron un pueblo del interior y vistieron a todo el pueblo de naranja. Os cuento, los niños no podían acudir al colegio por falta de transporte y consiguieron financiación para comprar bicicletas para todos los niños. El equipo ciclista de Euskaltel les regalo camisetas, gorras y cascos. Vi el video que grabaron con todos los niños y niñas corriendo con las bicis, jóvenes y viejos vestidos de naranja. Me contuve pero me dieron ganas de llorar, me ocurre ahora cuando os lo cuento.
   No todo es amor y paz en este país de dálits (intocables) y marajás, donde casi todo esta por hacer y lo hecho no cambia su realidad más que una brizna el paisaje. Pero todo camino empieza en un primer paso.

"Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio" (Hindú)

LOS ULTIMOS HIPPYES DEL S.XXI

lunes, 14 de marzo de 2011

   Que envidia me dan. No tenía una idea preconcebida de como serían los cooperantes y los voluntarios, pero seguro que me hubiera equivocado. La mayor parte son chicos y chicas universitarios de 25-30 años que resolvieron que la vida no les marcaría el ritmo, ellos la harían bailar a su son. No permitirían que les dijeran que no iban a trabajar porque hay mucho paro y el mercado no los necesita. Se levantaron, cargaron la mochila con prendas de algodón, poco dinero y una ilusión que haría pagar sobrepeso en cualquier compañía aérea si la pesaran. Tomaron rumbo al proyecto que Vicente Ferrer inicio hace 50 años y vacían en él un trabajo que aparentemente no les cuesta, porque cuando escuchas la ilusión que les provoca ese esfuerzo, encuentras inverosímil que no haya trampa. No les trae aquí un sentido religioso de la cooperación, no dan caridad, no buscan convertir a esta gente, pretenden cambiar el mundo que no les gusta.
   No es que han sido acogedores con nosotros, son simplemente naturales. Si hay alguien con quien hablar les interesa, si ven a alguien nuevo lo incorporan. Desde el primer día entramos en el grupo que es numeroso y variopinto con la naturalidad de quien encuentra normal que en un comedor donde hay gente, es mejor sentarse con un desconocido que masticar la soledad. Nos invitaron a sentarnos, a hablar de lo divino y de lo humano, de lo banal y lo profundo, por hablar. Hemos contado a extraños los motivos que nos trajeron, las vidas que llevamos y además les interesa. Nos contaron sus motivos, sus proyectos y en vez de vaciarnos de palabras nos encontramos llenos de ideas. Están ávidos por aprender ¿Podéis imaginar esto en una cafetería, en la parada del metro o en la escalera del vecindario?
   La sociabilidad ha sido el motor evolutivo. Darwin estableció un modelo evolutivo basado en la adaptación, en la supervivencia de los capaces y en la transmisión de los caracteres genéticos de los mejor adaptados. Nuestra especie era quizás de las más vulnerables, carecía de una especialización para el medio, pero eso la hacía adaptable a los cambios. Sólo la sociabilidad permitió que el individuo se convirtiera en parte del grupo y aunaran esfuerzos que mejoraran sus capacidades. Así se forjó la complejidad eficiente que es la evolución, compartiendo ideas. Quizás nuestra sociedad ahora ya no necesita de grupos sino de líderes, no necesidad ideas sino credos, no necesita capaces sino poderosos. El grado de evolución de las sociedades no hay que medirlo con sus líderes, hay que juzgarlo por el número de excluidos que genera. Estos hippies creen en ello, renunciaron a parte de sí para cambiarlo. ¿ Son ignorantes, han perdido el juicio? No, entendieron que ir contracorriente no sólo puede ser divertido sino que puede sacarte del agua. Son hombres y mujeres que vinieron aquí para dar y se han dado cuenta que reciben diez veces más de lo que dieron. Reciben un master en la vida que no se imparte en ninguna universidad. Les sale gratis y os juro que se divierten.
   En manos de estos jóvenes dejaría mi futuro.
"Nuestra juventud es decadente e indisciplinada, los jóvenes ya no escuchan los consejos de los viejos, el fin de los tiempos está cerca." (Caldeo, 2000 antes de Cristo)

OTRA VEZ CALOR..... CALOR HUMANO

sábado, 12 de marzo de 2011

    Las primeras impresiones nunca deben ser tomadas como referente, llevan a veces a desdecirse y dar sensación de inseguridad, de volubilidad en el carácter y esta no es una buena carta de presentación. Llegamos anoche, recordábamos recibimientos anteriores con el sofoco del calor húmedo, el olor penetrante de esa humedad que impregna todo. Al salir del aeropuerto que en nada se diferencia de los europeos (sorpresa, decepción), el aire fresco vino a saludarnos (sorpresa pero invitación a la esperanza). Claro que eran la una de la madrugada.
   Si el viaje en avión no te deja agotado (más de doce horas), sólo quedaba un viaje en coche de Bangalore a Anantapur, casi cuatro horas de autopista (sorpresa, pero con un toque de incredulidad ) :hay pasos cebra en la autopista, badenes, circulan todos con las luces largas y nos cruzamos con un coche y un camión en contra dirección, aquí no se les llama kamikazes, eso es en Japón, aquí sólo es un despiste (a mistake dice el chofer). Paramos a repostar gasoil en dos gasolineras, en la primera no consiguió despertar al chico sentado en una silla y envuelto en un pañuelo que tenia que poner el gasoil (os lo juro, y no estaba muerto, de hecho se movió e hizo un par de intentos inútiles para levantarse) Luego paramos a tomar un té en (estoy buscando el termino...) bueno en una especie de chamizo, con barra de bar, dos camas para descanso de los muy cansados, de piedra con una manta y en una de ellas un chico durmiendo. O muerto, éste no se movió ni cuando pusieron en marcha el televisor que estaba sobre una repisa por encima de su cabeza. Vimos las imágenes del Sunami y el terremoto en Japón. Entre sorbo y sorbo, compartimos asombro ante esas brutales imágenes con los dueños del bar, tres chicos jóvenes, nuestro chofer y el durmiente, que sólo compartía el sueño con nosotros. ¿Qué más podíamos pedir, allí, bajo un cielo estrellado, en medio de algún lugar, tomando un masala, a salvo de una Naturaleza terrible y brutal que en otro lugar, en ese momento estaba llevando el dolor más infinito a miles de personas? Bebamos cada sorbo de vida como si a la mañana siguiente pudiéramos ser desposeidos de aquello que llamamos nuestros tesoros.
   A las cuatro de la mañana (23.30 h en España) entrabamos en la habitación, de momento compartida entre Manolo y yo. Entiendo ahora la sensación que tendrán las barras de pan al entrar en la boca del horno, un infierno (sorpresa y agobio), la escena aumenta de temperatura al comprobar que no hay aire acondicionado y que los ventiladores al moverse agitan el calor pero no lo disipan (sorpresa y duda, ¿Así vamos a estar todo el tiempo?) Abrimos todas las ventanas menos una y con el ventilador a media velocidad fuimos derechos a la cama. Si no hubiera estado tan cansado hasta hubiera soñado. Nos despertó Gonzalo a las 9,30h. Aún aturdidos nos explicó el funcionamiento del aire acondicionado, ¿Cómo? Tras las última ventana estaba el aparato y el mando de programación (sorpresa, alegría y el ridículo más humillante). Desayuno con té, omelette, chapati, yogurt, fruta (sorpresa y a por ello..) recorrido por la misión, presentaciones: Cristina, Erika, Su, Ana Sevilla, Intiyaz. Nuestros compañeros a los que relevamos: Maria, Maria José, Natalia. Conocimos a Bhala el ginecólogo que dirige el hospital, a Visna la nuera de Vicente Ferrer. Está lleno de españoles. Hasta los hindús hablan un poco de español.
   Tenéis que saber que el calor no ha defraudado nuestras expectativas, pero lo que más percibes es el calor humano. Nos tratan como si fuéramos estrellas, nos agradecen nuestra estancia aquí y aún no hemos empezado a hacer nada. Está en su naturaleza ser agradecidos, sumisos, incluso hasta el exceso. Todos nos dicen que va a ser una experiencia fantástica. Lo creo.

El efecto mariposa

jueves, 24 de febrero de 2011



Es de creer que efectos lejanos en el espacio son capaces de provocar tormentas en un punto distante.

Noto como a poco de emprender viaje a la India, los rumores del viento de Oriente ya va provocando el batir de las alas de mariposas en mi estómago. Confio en que queden aquí las manifestaciones intestinales del viaje y deseo que las mayores tormentas se produzcan en mi ánimo (para bien) y que pueda compartirlas con vosotros en el blog. Ya hemos visto como esta magia de la comunicación que es internet (magia negra y magia blanca) está dispuesta a cambiar el mundo.

Pongo el reloj de la cuenta atrás.