Si ahora no tienes tiempo, déjalo para otro rato. Esto es sólo para los momentos de entrevida.
ORACI (Continuación)
Si bien al principio no estuve
totalmente integrado era admitido en el grupo, aunque en un estatus de clara
inferioridad. A mi no me importaba porque ello no suponía ningún menoscabo en
mi orgullo. Compartía los juegos también con mis hermanas. Aún era demasiado
joven para no poder estar con ellas, aunque pronto empecé a recibir insinuaciones para que dedicara más tiempo a
estar con los machos que con ellas. Ya existían suficientes razones para dar
que hablar y no necesitaba añadir otras nuevas.
La relación de los machos con las
hembras se admite con permisividad cuando puede iniciarse el cortejo, hasta
entonces los machos deben relacionarse entre ellos y lo mismo para las hembras.
No voy a deciros que lo comparto, pero es así. No tengo conocimiento de otras
sociedades aviares, si esta separación de sexos está tan arraigada, pero en
nuestra pajarera esas eran las normas sociales. Convencionalismos de los que
espero comprensión por parte de los humanos puesto que son verdaderos
especialistas en la segregación de grupos por razones bien distintas. Entre los
pájaros, al menos entre los periquitos no existen motivos de exclusión por
razón del color de la pluma, la raza, el estatus social y muchos menos por
motivos políticos o religiosos que nos son ajenos.
Así pues pase mi infancia siendo el rarito
de la familia. Sólo un hecho cambió mi posición frente al grupo. Cuando
entrando en la edad que podíamos decir la pubertad de los periquitos, me veía
abocado a la invisibilidad, a ser uno entre la multitud, a ser nadie. Sucedió
un hecho que cambió el curso de mi vida.
Era la primera incursión de los
granjeros a la pajarera en varios meses y todos sabíamos cual era el
significado de aquella visita. Venían como cada temporada a recoger crías para
llevárselas y venderlas. Era como venir a recoger los frutos de un árbol
maduro. Esta era una situación asumida por la pajarera, como un mal necesario. El dios de los pájaros lo mandaba de esa manera, o quizás los dioses
humanos dictaban aquella norma. Pero que fuera admitido como necesario, no
significaba que alguno de ellos quisiera ser voluntariamente el candidato que
se inmolara a ese sacrificio. Cuando el
granjero penetraba en nuestro territorio todos los periquitos volaban
alrededor de la jaula para no ser atrapados pero yo no me moví. Sabían que yo
deseaba salir de allí, explorar el mundo. Pese a ello mi familia me gritaba: “
¡Tico, vuela, escóndete!” sobre todo mis padres. Pero en aquel totum
revolutum el único que permaneció encaramado a su rama, fui yo. No hacía
falta cogerme tan bruscamente, quería ir de buena gana. ¿Acaso no veían mi
buena disposición? Mis padres seguían gritando pero yo les miraba
condescendiente. Tenía decidido que quería marcharme y ver mundo. Sólo quise liberar
una de las alas para despedirme y eso me costó un apretón que a poco me
asfixia.
Entonces sucedió, comenzó mi cuerpo
con la particular lucha consigo mismo contrayéndose bajo la presión de la mano.
Aquellos movimientos espasmódicos debieron sorprender al chico que vino a
buscarnos y abrió la mano, yo no volé, quedé
tendido sobre el suelo y cuando volví
a la conciencia vi aquel muchacho que con los ojos muy abiertos me miraba
y empujaba con un dedo mi cuerpo como queriendo reanimarme. Esta vez no había
silencio en la jaula, el alboroto de la espantada general se había amortiguado
pero no había desaparecido, pero vi como era el objeto de sus miradas casi
indulgentes, como perdonando mis deudas ahora que iba a desaparecer. Oí al
chico decir:
-¿Qué te pasa amigo, te asustaste
demasiado? Venga arriba que hoy te voy a dejar para que te recuperes.
No salía de mi asombro, había
entendido a aquel hombre, el monstruo que me iba a llevar lejos me había
llamado amigo y había tratado de animarme. En ese momento supe que mi vida ya
no iba a estar allí, que quería salir, que había un mundo desconocido y nuevo
que me estaba esperando.
Como por arte de magia, a partir de
entonces cambió mi posición en la pajarera, pasé de ser un raro a un héroe.
Dejé de ser el tocapelotas, preguntatodo, resabidillo, a un verdadero valiente
que no necesitaba colgarse de las patas bocabajo para demostrar que era un
macho. Se me miraba con respeto, casi con envidia por parte de mis amigos. Era
como si hubiera regresado del otro mundo sin llegar a haber salido siquiera. El
haber sido tocado por la mano de dios, por la mano del hombre y continuar allí
inmutable, me otorgaba un estatus de elegido. Desde entonces resultaban más
interesantes mis aspiraciones para vivir en el mundo exterior, como las propias
de un iluminado, de un ser especial que podía y tenía derecho a plantearlas por
su especial condición. No necesitaba reclamar la atención con piruetas
acrobáticas o cantos insinuantes a las hembras de la pajarera. Cuando me
acercaba a su territorio cantando, me sentía estudiado, perseguido con la
mirada. Me pavoneaba ufano, haciendo gala de ese halo de grandeza que me otorgó
el contacto con el granjero. Puedo decir que no desaproveché esa ventaja,
entonces joven como era no percibía lo efímero del triunfo, la ironía que la
vida suele dar al destino y no esperaba que se volviese contra mí. La
ignorancia nos hace atrevidos y estúpidos a la vez, pero quien no haya cometido
estupideces en su juventud murió antes de tiempo.
Pasé algún tiempo como un casanova
casquivano, filtreando con todas las periquitas disponibles. Sus padres
comenzaron a tomarme por un peligro porque no me mantenía fiel a ninguna de
ellas. Había un interés especial en emparejar a los hijos porque los granjeros
respetaban algunas parejas con el fin de poder mantener el criadero. De forma
que el emparejamiento podía ser un salvoconducto a la deportación forzosa que
de tanto en tanto se producía. Pero yo no buscaba una compañera, volaba de flor
en flor, tomaba un poco de su néctar vertía en sus oídos la miel de mis
fabulaciones, de mis cantos de sirena. Les susurraba aventuras en el mundo
exterior como si fuera un conocedor del mismo, como si hubiera corrido libre y
hubiese regresado para trovar sus misterios, para descubrirles la emoción de
vivirlos. Mi verbo fue convincente un tiempo, el suficiente para que mi
tránsito a la juventud de los pájaros fuera bajo los acordes de la lira, del
amor vano, de los romances fútiles. Desperté la envidia de mis amigos, que
pasaron a ser mis contrarios, que dejaron de verme como el elegido, para
despreciarme como al egoísta, engreído que acaparaba todas las miradas y
atenciones.
Empecé a despertar de ese sueño de
grandeza cuando vi lo patético que resultaba en esa actitud de galán de medio
pelo, de truhán de pacotilla y ese fogonazo lo recibí de quien menos lo
esperaba. Quica era la más tímida de las hermanas de uno de mis mejores amigos
(aunque ahora Quico había empezado a rehuirme por mi torpe comportamiento). No
era la periquita más llamativa, pero era bonita. Sus plumas de un azul cielo,
más intenso en su espalda sobre las alas moteadas y ese rayado en la cabeza
tenue que acababa cerca de sus grandes ojos que parecían abarcarlo todo. Miraba
sin pretender llamar la atención, como disculpándose por si molestaba, pero si
recalabas en la profundidad de los ojos, esa negrura te trasportaba, te
absorbía. Su pecho de finas plumas azules, con pequeñas motitas blancas, como
si fuera pecosa, la hacia aún mas graciosa.
Ya veis lo que me pasó, después de
ser el príncipe de vacuos cuentos de arrope y miel, con princesas que me
adulaban, me fascinó la indiferente presencia de alguien que no prestaba oído a
las paparruchadas de un fatuo engreído. Me colgué ya no de las ramas de la
pajarera, sino de sus ojos, de lo que decía sin abrir el pico, de la sabiduría
de su silencio frente la verborrea de mis discursos vanos.
A veces el amor es un reto, surge de
la provocación o del desafío. El amor puede surgir de una chispa, de una llama,
de un relámpago; pero también puede surgir de un susurro, de una caricia, de un
llanto apagado o un suspiro. Puede aparecer tras una ilusión, hacerse fuerte
tras un desengaño, un dolor, un desgarro, una palabra. No creo que Quica
tuviera una actitud estudiada en su indiferencia para captar mi atención, más
bien le aburría la superficialidad de mi conducta. Ella era en aquel mundo mi
igual, mi espejo y desde ese momento mi objetivo. Causó gran decepción (en mi
club de fans) y a la vez alivio (en padres y pericos) mi extraña decisión de
iniciar el cortejo de Quica abandonando las anteriores conquistas. El
conquistador conquistado pasaba a ser un pobre diablo que renunciaba a la
gloria por una plaza que carecía de valor, a lo sumo era un pequeño fortín
frente a los impresionantes castillos cuyas murallas había escalado
anteriormente. Pero estaban ciegos, no veían en Quica más que a una tímida e
introvertida joven, cuando era una diosa que aún no había despertado y no era
consciente de sus poderes.
Tuve escaso éxito en mis primeros
acercamientos puesto que de tanto usar las armas del amor cortés en mis
anteriores batallas, siempre con acierto, no entendía como no producían el
mismo resultado en el caso que me ocupaba. Quise desprenderme de los ropajes de
galán para cambiar de estrategia, pero ya no resultaba creíble. Me odié por
haber dejado de ser quien había sido, por haber renunciado a mi verdadera
personalidad, por haberme perdido en otra vida que no era yo y que no deseaba
prolongar.
Pasamos la vida buscándonos y a
veces somos tan evidentes que nos pasamos de largo. Siempre esperamos
encontrarnos en lo fascinante de los demás, creemos que merecemos destacar y
que el brillo que emanamos nos permitirá reconocernos fácilmente. A veces
bastaría mirar en lo trasparente para vernos tratando de llamar la atención
agitando los brazos. En la vida buscamos un lugar en que colocarnos, siempre
nos parece que el que ocupamos no es el nuestro, que quizá nos hemos
equivocado. Cuando dejamos ese lugar nos asalta la duda si no era acaso el que nos
correspondía. Quizá dejamos libre el lugar que nos estaba destinado y esa duda
nos desasosiega.
La vida se vive en presente, no se
puede pretender controlar todas sus variables, conocer todas las respuestas,
basta con vivirla. Debemos aprender a valorar lo que tenemos sin renunciar a
nuevas metas. La avaricia, la ambición no son motores del progreso, si no de la
destrucción del individuo. La iniciativa, el hambre de saber que da el
reconocerse ignorante, es lo que realmente nos hace grandes.
Esa repetida aseveración de que la
vida es la búsqueda de uno mismo no es más que un artificio, un sin sentido. No
necesitamos buscarnos, ya nos tenemos, estamos ahí mismo, no hay que buscarnos
en otras vidas. Somos quienes somos aunque no por ello permanezcamos inmutables.
Es la propia vida quien nos va haciendo, nos va dando forma, vamos tomando en
el camino los ropajes, los adornos, los útiles que nos conforman. Perder el
tiempo en la búsqueda de un ser ajeno es renunciar a la propia existencia, es
negarnos a nosotros mismos.
Es lo que hice buscando parecerme a
los que creía eran los ganadores, los triunfadores del mundo y no conseguí mas
que el fracaso. Porque yo ya no deseaba ser el donjuán, yo deseaba ser yo. Sólo
así me sentía capaz de llegar a ella, que permanecía en su torre mirando con
condescendencia mis intentos de escalar sus murallas.
Hacemos difícil lo fácil, complejo
lo simple cuando aspiramos a llegar hasta los demás, porque queremos
deslumbrarlos. Queremos demostrarles lo valiosos, lo importantes que somos y
para ello no es suficiente el aproximarnos y ofrecernos, resulta más impactante
el asalto, la toma por sorpresa. La forma más fácil de entrar en un castillo no
es por sus murallas, es atravesando su puente levadizo y llamando a la puerta.
Quica me abrió y ese fue el más
feliz de mis logros en la pajarera, porque en ella encontré la correspondencia
a mis preguntas, a mis dudas, con más preguntas y con más dudas, no con falsos
axiomas, no con certidumbres inventadas. Con ella pude compartir el deseo de
volar fuera de ese pequeño mundo seguro de la pajarera, en cuyo interior todo
ocurría de una manera prefijada, como pactada, sin sobresaltos. Salvo cuando
los granjeros venían a recolectar sus frutos, para arrebatar los hijos a las
madres, para romper la paz. Eso era el tributo necesario a la armonía de aquel
universo pequeño y limitado que nosotros ya habíamos decidido que no deseábamos
como destino.
Fue el tiempo más feliz porque en el
enamoramiento inicial, en el despertar del amor, hay una entrega total. Todo lo
que salía de su pico, todo lo que me cantaba al oído era para mí la verdad más
exquisita, como si se abriera una ventana en mi mente y entrara la luz a
raudales, todo cobraba sentido. Cada idea era como el nacimiento de un nuevo concepto,
aunque hubiera pensado en él muchas veces, me parecía recién estrenado. Yo
escuchaba sus palabras como si en ellas estuviera el alimento que necesitaba,
la medicina que espera el enfermo para poder sanar. Después el placer de
escuchar y ser escuchado fue para ambos el único deseo, la única necesidad, nos
costaba separarnos en la noche porque nos quedaban muchos temas de los que
hablar, demasiados para tener que esperar a que amaneciera.
He sabido después como ese amor
pierde el lustre de la emoción intensa y se cubre con la pátina de la
cotidianidad. A veces escapa del aburrimiento o incluso del desamor o del odio,
pero sin excepción pierde el brillo casi cegador de sus inicios. He podido amar
con la virulencia de la juventud, con la pasión de la madurez, con la
intensidad del amor verdadero. He vivido también el desengaño y el dolor que
genera la pérdida de un ser amado. Ahora más cercano a mi final aún amo, si
cabe con más intensidad todo lo vivido, cada momento, aferrándome a los días
que me quedan, amándolos en cada segundo.
Cuando nuestras almas o nuestras
mentes se encontraron no quisieron separarse más, hablábamos de los proyectos
que podríamos emprender afuera, de la grandeza de lo que alcanzábamos a ver
desde nuestro pequeño mundo enrejado, de la libertad.
Nadie es libre, ahora ya lo sé, lo
aprendí en todos estos años. Desde que naces el peso de las circunstancias
marcan tu vida, nadie decidió dónde empezar su camino. Pero en el camino si
puedes elegir tu paso, las sendas, las veredas, cambiar la dirección o el
destino al que deseas dirigirte. Sólo en ese contexto somos libres. La
libertad como fin no tiene sentido, es inalcanzable además de innecesaria. No
se puede esperar a gozar de la libertad completa a través de un camino de
dolor, de castigo voluntario, de sacrificio, para un supuesto premio final que
nos traiga la felicidad que no tuvimos. Y si ésta llega, que sea cuando ya no
la necesitamos porque somos incapaces de disfrutarla. La libertad debe ser el
medio, la brújula que dirija nuestros pasos.
Disfrutarla en el trayecto no en la
meta.
Cada camino plantea unas
dificultades y en algunos realmente pedregosos es difícil progresar. Nosotros
no veíamos obstáculos en el camino, si caminábamos juntos creíamos que seríamos
los dueños de nuestro destino. La libertad estaba afuera y salir era nuestro
sueño.
Al principio vivimos en la soledad
del amor, la soledad necesaria y suficiente de los amantes que no necesitan al
resto del mundo, que les bastan sus propios cuerpos, sus propias palabras. La
ceguera del amor. Después fuimos abriendo los ojos a nuestro entorno. Entonces
fuimos para toda la pajarera unas rara avis dentro de aquel mundo
ordenado. Nada de extrañar para la mayoría que nos veía como dos peculiares
seres que de forma natural se habían encontrado en su rareza. Decidimos que
debíamos compartir nuestras ideas con los amigos. Especialmente con Quico que
pasó a ser nuestro aliado, nuestro defensor ante el mundo. Nos reuníamos en la
mañana y a primera hora de la tarde para conversar. Era cuando la pajarera
tenía más vida, cuando los cantos de todos se convertían en una algarabía, en
una fiesta sonora que atraía a veces a los niños de los granjeros, nos
señalaban y parloteaban entre ellos también como si quisieran participar de
nuestra conversación. Eran un elemento más de aquel cuadro que nadie pintó pero
que aún persiste en mi retina, es el que viene a alegrarme las mañanas de sol
que me quedan y que voy apurando sorbo a sorbo.
Recuerdo aquel sol brillante de la
mañana que proyectaba las sombras de las encinas sobre la pajarera,
perfumándonos el aire de un frescor limpio, resaltando el verde profundo de
esos árboles que siempre recordaré como los más bellos. Nos rodeaban cuatro de
ellas, grandes, impresionantes, con unos troncos que se diría indestructibles,
elevándose y extendiendo sus ramas, protegiéndonos como ángeles guardianes.
Majestuosas siempre, cuando florecen y cuando regalan su fruto encapuchado. Me
hubiera gustado poder entender también las palabras de las encinas, sus voces
centenarias. Las imaginé siempre solitarias, calladas, acostumbradas a un
soliloquio profundo consigo mismas, como los sabios filósofos que debaten para
sí los misterios de la vida. Pero estoy seguro que en las tardes de siesta del
verano, tras el bochorno, cuando se tiñen de rojo los verdes del campo o en
invierno cuando esos mismos rayos son el último aliento cálido que anuncia el
frío, las encinas iniciaban largas
charlas con sus voces quedas, roncas, tranquilas. Me hubiera gustado
entenderlas, hablar con ellas como quien
pregunta a un profesor que ha vivido tanto, que todo lo conoce, que todo lo
debe saber.
En aquellos días todo tenía un
brillo especial, cualquier detalle que apreciábamos fuera de las rejas de la
pajarera parecía maravilloso, como un
adelanto de lo que nos esperaba afuera. No todos los pericos compartían nuestra
meta de salir al mundo exterior. Algunos nos escuchaban embobados, asintiendo a
lo que íbamos contando como si fuéramos expertos conocedores de ese mundo. La
mayoría escuchaba nuestros relatos, nuestros planes como quien escucha a un
contador de historias, por el divertimento de su narración, por la intriga del
desenlace; pero no se planteaban participar de aquellas propuestas
descabelladas en que perdían la supuesta libertad de la pajarera, la ilusoria
seguridad.
Un tiempo pasamos ideando la fuga de
la pajarera, aprovechando los momentos en que venían a traer comida o a limpiar
la pajarera, pero todos los planes resultaban infructuosos, los cuidadores
tenían mucho cuidado en no dejar puertas abiertas. No sabían que salvo nosotros
nadie hubiera escapado de aquella cárcel. Finalmente decidimos que la única
manera segura de salir era ofreciéndonos cuando nos vinieran a buscar.
Cuando nos fuéramos se compadecerían
de nosotros, pensarían lo afortunados que eran de no haber sido los elegidos y
de permanecer en aquella jaula dorada. La compasión, la piedad, son
sentimientos contradictorios, con un doble filo. Hablan del amor, de la
capacidad de querer a alguien que padece, sentir su dolor y compartirlo. Pero a
la vez es un sentimiento malvado por que consagra esa situación de dolor ajeno,
la da por buena y nos coloca por encima, en una situación de privilegio,
dejando al que padece con su pasión. Compadeciéndonos, aliviamos el peso de
nuestra conciencia, pero no liberamos de su carga, ni aniquilamos la causa que
la provoca al atormentado.
El día en que el granjero volvió
para recoger la nueva cosecha de pájaros, nos encontró dispuestos, eramos las
víctimas propiciatorias que aceptaban de buen grado el sacrificio. Los tres nos
dejamos atrapar con facilidad, casi nos precipitamos hacia la mano que a otros
les parecía la del verdugo y a nosotros la del libertador que nos ofrecía un
mundo nuevo.
Tres fuimos los afortunados y siete los
desgraciados que lamentaban su mala suerte, diez pájaros que unimos nuestro
destino en un punto. La misma situación provocaba sentimientos
opuestos en los dos grupos. Tratamos de tranquilizar a nuestros amigos y
compañeros de fuga forzada. Estaban asustados, angustiados por el futuro que
les esperaba, fuera de su hogar, lejos de sus seres queridos. No es que
nosotros no echáramos de menos a nuestros familiares, pero habíamos idealizado
tanto aquel momento que no podíamos sino disfrutarlo. Eramos ingenuos pero
felices, tontos llenos de ilusiones, ignorantes que creían saberlo todo,
pájaros llenos de vida, seres que podían saborear el paso de cada segundo
porque permitía acercar el futuro, nuestra nueva vida.
Continuara.....
Continuara.....
Suscribirse a:
Entradas (Atom)