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Eso
si hubiera sido una carrera de caracoles.
No
estaba para chistes, pero mi cabeza funcionaba ya como un motor a
reacción, la emoción me tenía disparado.
Llegué hasta el banco y me posé a su lado sin darme cuenta de que él estaba
dándole cháchara a otro viejo. El contertulio al ver un perico tan cerca trató
de agarrarme. ¿Porqué los viejos pretenden coger todo aquello que es gratis?
Tuve que volar y situarme en el árbol. Le hacía señas con las alas a mi
compañero. Pero claro en realidad lo único que hacía era mover las alas, ¿Qué
clase de señal es un periquito agitando las alas? Aristóteles, me miraba y
sabía que pasaba algo. Empezó a intentar despedir al viejo que lo acompañaba,
le hacía ver lo perentorio de volver a su casa, dónde seguramente ya estarían
preocupados.
-Te
equivocas -decía el otro- en mi casa estoy más sólo que la una. Y nada haría
más feliz a mi hijo que me perdiese, siempre que dejase bien arreglados los
papeles de la herencia. Aunque creo que tendrán una decepción. Los hijos de
puta estos de los bancos me han dejado sin parte de los ahorros de toda mi vida con lo de las
preferentes.
-Te
comprendo pero yo tengo que irme ya, o tendré preocupados a todos.
Se
levantó sin más y partió en dirección este. Afortunadamente el otro viejo
se levantó y partió en dirección opuesta. Yo vigilaba desde el árbol a los dos
ancianos que venían caminando ya hacia nosotros. Fui hasta donde estaba
Aristóteles y le conté lo sucedido.
-¿Estás
seguro?
-¿Crees
que si no estuviera seguro estaría así de nervioso?
-Ya
te pareces a los humanos, respondes con una pregunta.
-Déjate
de tonterías, vienen por detrás hacia aquí. Tienes que preguntarles por Quica.
-Si
voy y les asalto para decirles que busco a la periquita van a quedar un poco
extrañados. Tenemos que planear las cosas. Tú déjame a mí que ya me las
ingeniaré. Vamos a resguardarnos un poco y ver dónde van. Yo trataré de hacerme
el encontradizo y les daré alguna explicación, ya se me ocurrirá algo.
A
eso llamaba Aristóteles planear. A “ya se me ocurrirá algo”.
Cuando
el destino no depende de ti. Cuando no eres más que espectador de tu propia
vida, porque son otros quienes manejan los hilos, entonces sientes la
impotencia del desamparado. Me sentía como un imbécil cuyo futuro no era más
que un dibujo en la mente de un creador de cómic. Un mendigo de ayuda, un
insignificante cascarón en un mar agitado, una pajarita de papel en un
vendaval. No podía discutirle porque necesitaba su ayuda, pero me enervaba su
aparente indolencia. Aunque tengo que reconocer que a veces las apariencias
engañan y cuando se trata de un viejo tan rebuscado como el que me había dado
por compañero, más todavía.
Observamos
como los dos ancianos se adentraban en la Avenida Monreal y entraban en los
supermercados “el árbol” (no podía ser un Mercadona o Consum, tenía que ser “el
árbol” como os digo, esta ciudad está embrujada).
Les
seguimos a cierta distancia. Aristóteles pensó que aquel era el lugar más
adecuado, entraría a comprar comida para pájaros y se encontraría con ellos. Yo
tenía que esperar fuera, en los árboles que hay en la acera de enfrente.
El
tiempo se detuvo. Allí encaramado a una rama, mimetizado con el follaje para no
llamar la atención. La extraña sensación de la relatividad del tiempo. La
lentitud insoportable del segundero en la espera o en la enfermedad.
Allí
de pie escondido del mundo, como olvidado en un cajón, encaramado en un estante
de la librería que nadie consulta, me quedé inmóvil, al acecho.
En
mi torre de vigía que permitía el anonimato, el estar y no ser, existir sin ser visto. Sólo necesitaba que el tiempo pasara de nuevo a rescatarme de aquella
retirada voluntaria. Desde allí, poco mundo, poca vida, estaba a mi alcance, o
quizá no. Si miras atentamente el mundo, sin sentirte observado, libre de no
ser actor en ese preciso instante, hay una riqueza inmensa en cada esquina.
En
aquella fachada verde del supermercado convergía el universo. Veía al hombre
que sentado sobre sus piernas moraba en la puerta, como cancerbero del
edificio. Desarrapado, apoyando sobre sus rodillas un cartón con algo escrito.
Una súplica quizás o una historia. O quizás resumidas en un trozo de papel, la
historia de las súplicas de muchos desarrapados juntas. Porque su historia era
tan mísera que cabía en apenas unas líneas. Allí agarrando fuerte un pequeño
recipiente de metal que sacudía para hacer sonar las monedas. Monedas pequeñas
como su historia, monedas pobres que al saltar llamaban a otras monedas.
Calderilla, el oro de los pobres, su tesoro de metal innoble. Ese dinero que
todo lo puede en el mundo de los hombres, pero que en aquellas manos sólo
alcanzaba para el pan y sobre todo para el vino. ¿Por qué no puede un miserable
comprar vino? Es el alimento del cuerpo y del alma, lo he visto convertir a un
mendigo en príncipe y a un príncipe en vasallo. Aquel hombre de zapatos
dispares, rotos en las puntas de dar patadas al mundo que lo había traicionado.
Con un pantalón de color imposible de definir, a juego con las manchas de su camisa
y su chaqueta. Prendas de otros que las habían arrojado, regalado, entregado en
casas de caridad. Aquel hombre sólo disponía de un atuendo, el uniforme de
pobre a la puerta de un supermercado. Su cabeza poblada de pelo negro,
engrasado y mal peinado como exigía el reglamento, hacía pensar en una edad que
no correspondía a su posición. Era un hombre joven. Unos cuarenta (así a vista
de pájaro), pero con una cara que delataba cuarenta siglos de mendicidad. Sólo
los ojos parecían contradecir su rostro avejentado, de un azul trasparente.
¿Sería un emigrante? Los hombres de las tierras del este tienen ese rostro, y
algunos comparten ese destino. ¿Acaso cada pueblo tiene escrita su historia y
sus hombres y mujeres no pueden cambiarla? Se movía casi como un autómata al
ritmo de la puerta de cristal automática. Cuando se abría para dejar entrar o
salir, alargaba la mano, extendía su brazo poderoso y mostraba su tesoro, decía
unas palabras que no llegaban hasta mí, pero que podía imaginar. A veces
recibía un obsequio que tintineaba en el vaso junto con las otras monedas y
sonreía. Mostraba sus dientes, blancos, con huecos oscuros que dejaban escapar
su aliento, aún con la boca cerrada. Un olor a vino agriado o a mortadela
barata o quizá los días en que un generoso dejara algún billete, olería a
pollo. Qué puedo saber yo de la vida de un pobre de supermercado.
Ni
de los niños que caminaban por la acera en grupos, siempre gritando. Los niños
no hablan, no pueden, sus palabras son demasiado impacientes para salir despacio,
como sus dueños, siempre corriendo para llegar los primeros. Los primeros de
cualquier cosa. Formar fila, entrar en el patio, subir al autobús. Aquellos
niños que volvían del colegio, con sus cargadas mochilas, como los animales que
he visto en la televisión con una gran joroba. Discutiendo, peleando y haciendo
las paces todo al mismo tiempo. Ellos con sus pantalones cortos, calcetines
azules y zapatillas, sobre la camisa una corbata que daba porte a la
vestimenta. Ellas sin corbata, con la falda plisada, los mismos calcetines pero
con zapatos. El grupo de niños que venía por la misma acera llegó a la puerta
del supermercado mientras discutían sobre algo, imitando un combate a espada,
apenas si perciben la imagen del hombre sentado.
Son
historias paralelas, que en un momento se han cruzado rompiendo el concepto de
las líneas paralelas. En ese instante apenas se rozan, porque en el espacio
tridimensional viven en un plano distinto. Sólo yo desde la atalaya podía dar
testimonio de su sincronía.
Pero mi
atención estaba centrada en la puerta para ver salir a mi compañero. Cuando
apareció se rompió todo el encanto de la contemplación y me precipité sobre él como un ave de presa. Me recibió con su
acostumbrada sorna.
-Como
me vean en compañía de pajarracos y hablando con ellos van a pensar que
soy San Francisco de Asis o que estoy
chalado.
Tenía
razón, pero a veces me exasperaba su forma de hablarme. Aunque sabía que en el
fondo estaba entregado al proyecto, casi tanto como yo. Quiso que fuéramos a
casa y allí podíamos hablar más tranquilamente.
El
retorno fue un poco más ligero. Yo por mi ansia iba y venía, pero esta vez
Aristóteles caminaba con un paso más ligero. Pensé que aquello era un buen
presagio. Que tendría nuevas importantes para mí.
Y
tanto que lo fueron...
Me
contó que en el interior de la tienda se había identificado como el dueño de la
tienda de animales donde compraron la periquita. Estuvo hablando con ellos
ganándose su confianza. Los viejos son de por sí desconfiados. Pero es cierto
que entre ellos existe una especie de convenio de mutua comprensión. Una
especie de pacto de solidaridad.
Aristóteles
me hizo atender porque era importante lo que tenía que contarme. Su expresión
era seria y yo empecé a temerme lo peor. Hubiera preferido con mucho que me
dirigiera alguna de sus frases cuchillo, que aquellos mimos en el trato.
Los
viejos habían comprado a Quica, pero para regalarla a su hijo y su nuera que
los habían visitado, no para ellos. Los dos habían vuelto a Valencia, donde
trabajaba su hijo. Habían estado una semana con ellos y como les gustaban mucho
los animales habían pensado que aquel era un buen regalo. Ellos tenían un
periquito que les hacía mucha compañía. Su nuera estaba ahora embarazada de
seis meses y no trabajaba, de forma que tenía que ocupar el tiempo.
Empecé
a temblar y parecía que se iniciaría un ataque como los que tuve en mi
juventud, pero como Aristóteles inició de nuevo la charla me quedé inmóvil,
mudo, sujeto por las patas al respaldo de la silla en que me había posado.
-Empezaron
a contarme su vida y milagros y la de sus hijos. Traté de atender sin ser
descortés. Llevé la conversación hacia Quica y les dije que tras la venta, nos
habíamos dado cuenta de que el perico que compartía jaula había caído en una
especie de depresión porque seguramente estaban emparejados. Que apenas
conseguíamos que comieras y que pensábamos que podías morir de pena. Les hice
un relato bastante lacrimógeno. Eso para dos viejos tiene mucha importancia.
Algunos ancianos tienen el alma a flor de piel, sensibles a cualquier estímulo
que exprima los lacrimales. Otros en cambio, ya me ves, estamos de vuelta de
esas tonterías...
Me
hablaba como si quisiera convencerse de que un argumento como aquel nunca
hubiera hecho mella en su ánimo. Como si yo no supiera lo que estaba haciendo,
únicamente por ayudarme, poniendo en riesgo incluso su salud. Es cierto que los
ancianos poseen un alma de doble cara. Una parte permeable a los problemas de los
demás, por la que son fácilmente
impresionables. Pero por otra parte poseen una especie de coraza que utilizan
para defender su precaria situación personal. Se les tacha de egoístas porque
no renuncian a sus hábitos, sus manías. ¿Acaso son dueños de algo más que de un
tiempo limitado de vida? No pueden por más que defenderse para vivirlo a su
manera. No se puede robar la infancia a un niño. Debe acumular retales de
felicidad con los que construir y reparar el tiempo que le queda. Pero a un
niño le queda el futuro, está por hacer. Es más grave arrebatar la vejez a un
anciano. Viene apurando a pequeños sorbos lo que le queda. Ya olvidó casi su
niñez, es sólo pasado y apenas lo puede sujetar entre los dedos y el futuro
huye de él porque sabe que es un perdedor declarado de la vida. Creo que
entiendo mejor ahora a los viejos, ahora que voy compartiendo sus sinsabores.
Aquellos
dos ancianos no eran responsables de mi pérdida, no podía culparlos y sin
embargo en aquel momento los odié. Los odié con todas mis fuerzas. Con un
sentimiento casi ajeno a mi especie, como si aquello surgiera de una especie de
trasvase emocional de los humanos. Un aguijón profundo me movía a maldecirlos.
Eso a pesar de que después ellos fueran colaboradores necesarios para la
continuación de nuestra búsqueda.
Aristóteles
continuó con el relato de su encuentro
-Los
tuve emocionados con tu precaria salud de viudo y les propuse regalarte a su
hijo para que pudieras estar de nuevo con Quica. Les dije que yo me encargaría
de los gastos de trasporte, sólo necesitaba la dirección y te enviaría lo más
pronto posible.
-¿Que
me regalaste a su hijo sin siquiera preguntarme primero mi opinión? Tú no estás
en tus cabales.
-En
eso estamos de acuerdo. Cómo se me ocurre no discutir con un perico acerca de
su propiedad, cuando es él mismo el que está intentando encontrar a su pareja, y
que sin duda ya lo habría hecho de no ser por la incompetencia de un viejo
chocho como yo.
-Perdona
tienes razón. Entonces que tenemos que hacer ahora.
-Ahora
nada, pero mañana estamos invitados a tomar café en su casa. Y digo estamos
porque tú también te vienes, querían verte. Así que ya estás ensayando la pose
de pájaro abandonado, poniendo carita de pena, si es que los pericos la saben
poner. Te llevaré en la jaula y quiero que te comportes como un triste
periquito que sufre la ausencia de su amada, cabeza gacha, pegado a la barra,
nada de revoloteos en la pajarera, ni cantos, de hablar en su presencia ni
hablemos (valga la redundancia).
Ya
no me moví en toda la tarde, como si estuviera ensayando lo que me había
propuesto Aristóteles, pero no me movía porque no tenía fuerza. Me atormentaban
todas las dudas que no me atrevía ni siquiera a plantear a mi compañero. Ir a
Valencia, no sabía ni como podía llegar hasta allí, ni si estaba muy lejos,
encontrar a Quica, en una ciudad que sabía que era mucho más grande que Huesca.
Si al menos fuese una golondrina o una paloma mensajera, la distancia no me
parecería un mundo. ¿Estarían dispuestos a darnos la dirección de su hijo para
algo tan inusual como que alguien casi desconocido le enviara un perico? ¿me aceptarían
como presente o resultaría una carga que no deseaban y me darían a algún amigo
para que me cuidase? Veía que la vida jugaba conmigo, que no deseaba que
encontrase mi reposo. Estaba pasando el tiempo y no teníamos una solución en
las manos. La desesperación se puede expresar matemáticamente como el producto
del deseo por el tiempo que se necesita en alcanzarlo y en mi caso estaba
llegando al límite. Si es que acaso la desesperación tiene un límite. A veces
parece que no soportamos más la pena, que estamos al borde del abismo y que un
pequeño empujón más nos precipitará en lo inevitable, la destrucción. Pero la
vida nos pone a prueba y aleja nuestro objetivo y en vez de caer, volamos hasta
el otro lado del precipicio. A veces los hombres, los pájaros, los perros y los
dioses mismos soportan tensiones que nunca pensaron que serían capaces de
soportar y salen de aquella lucha reforzados. Aunque eso sólo ocurre, cuando ya
se ha salido, cuando después de no entregarse se vence al tiempo. Algunos se
pierden en esa lucha, porque son derrotados y se precipitan al vacío.
Podemos
responder por nuestro pasado, somos en gran parte responsables de él, pero ya
no merece esfuerzo, ya sucedió. El futuro se está sembrando en cada acto, no
depende totalmente de nuestra voluntad pero es el verdadero objetivo. El pasado
parece inamovible, por haber sido, cobra carta de realidad absoluta, sin
embargo lo verdaderamente cierto es el futuro. Podemos cambiar el pasado en
nuestra memoria, lo adornamos, lo suavizamos, limamos su aristas, perdiendo en
ese proceso su autenticidad. El futuro ocurre con o sin nuestra ayuda y el
hecho ocurrido es la autentica verdad, no podemos esconderla, está ahí
reclamando su lugar. Ya la ignoraremos o hagamos de ella una verdad encubierta,
pero cuando el futuro se hace presente es más real que nada.
Yo
veía ahora un futuro incierto y si hubiera podido hubiera llorado de rabia, de
impotencia. Pero cuando la tarde fue cayendo en brazos de la oscuridad, cuando
el sol se fue durmiendo acunado por el horizonte y desperté de pronto, rompí mi
silencio de pájaro herido y le dije a Aristóteles:
-Mañana
vamos a hacer que nos den esa dirección. Encontraré a Quica aunque sea lo
último que haga.
-Creí
que te morías tú antes que yo. Por un momento pensé que te entregabas a la
melancolía, esa excusa de los pobres de espíritu que renuncian al combate antes
de empezarlo.
-Si
no fuera por ti, seguramente estaría perdido, pero me haces sentir fuerte.
-No
sigas que eso parece una declaración de amor y lo último que quisiera es
emparentarme con un perico.
Callé
porque sabía que esa declaración de amistad, de gratitud, habían sido para él
un halago mayor que cualquier regalo. Aristóteles no quería parecer débil, no
quería mostrar los flancos claramente accesibles que llegaban a su corazón,
pero era un hombre bueno embroncado con la propia vida.
La
mañana siguiente era como un sin vivir dentro del cuerpo. Tuve que salir a
volar y volví a la plaza de la Catedral. Ahora saludaba a todos los pájaros y
en especial a las golondrinas. Habían dejado de ser para mí unos pajarracos
vestidos de luto cuyo inmerecido mérito era el haber habitado los poemas de
amor de poetas almibarados, para pasar casi a la categoría de héroes, pequeñas
Sibilas del cielo. Estuve desfogándome recorriendo por primera vez las calles
de Huesca sin un propósito, por el simple hecho de poseerlas, de hacerlas mías
desde el aire. Fui a visitar a Salomé en el claustro de San Pedro el Viejo,
como si quisiera decirle que no me iba a detener, que yo también rompería con
los moldes de lo establecido, que bailaría si era preciso con el diablo para
encontrarla, para estar de nuevo con Quica. Pudo ser el cambio en la incidencia
de un rayo de sol o el parpadeo de mi membrana ocular pero me pareció como que
la figura sonreía. Definitivamente estaba perdiendo el juicio. Volví a la jaula
para comer y vi a mi compañero y amigo comiendo también, seguro que tan
nervioso como yo para la cita que nos esperaba.
-Que
te parece la paradoja de que vivan en el Pasaje de las golondrinas, cuando fue
una de ellas la que nos indicó el lugar. Y eso que a ti no te caían muy bien.
-Eso
era antes, ahora son mis pájaros preferidos, después de los periquitos por
supuesto.
-Veo
que tus opiniones cambian según la conveniencia, no según argumentos de
objetividad.
-No
soy nada objetivo. Ser, es subjetivo. La objetividad es para la ciencia no
para los sentimientos. Tampoco tú puedes
presumir de se un modelo de imparcialidad en el juicio. Quizá el más ecuánime
de los hombres que he conocido es tu hijo.
-Hablas
como un filosofo, como un orador, acerté en ponerte Pericles. Puede que acabe
conociendo a mi propio hijo a través de un pájaro. Eso sí que sería una
paradoja.
-Seguramente
os parecéis más de lo que creéis, pero estáis tan alejados que no llegáis a
reconoceros. Yo no entiendo mucho pero ese sentimiento creo que lo llamáis
orgullo o algo así.
-Pues
yo creo que te voy a llevar a las ferias y a los parlamentos, en ambos lugares
podríamos hacernos ricos como charlatanes.
-Saber
hablar ha sido para mí el mayor de los regalos, pero también una de mis
cadenas. He ido haciendo un viaje de cambio hacia algo que no soy. Inicie el
camino inverso de Ícaro, él deseo ser pájaro siendo hombre y se quemó con el
calor del sol, yo en cambio siendo pájaro quiero parecer hombre y quizá como él
me estrelle también en el suelo. Deberías haberme llamado Oraci, que es el
inverso de Ícaro.
-Horacio
fue un poeta latino perteneciente a la filosofía Epicúrea. Escribió en sus odas
el famoso “Carpe Diem”, una invitación a disfrutar de la juventud. Dictado que
ninguno de los dos puede ya seguir.
-La
juventud es el espacio que queda hasta la muerte. Alguien puede ser joven
eternamente, siempre que crea que la vida aún le guarda algo para ser recogido.
-Como
filosofía es muy atractivo lo que dices, pero a la juventud se le opone la
vejez. Hay un momento en la vida en que te das cuenta que aquello que estás
haciendo es posiblemente la última vez que lo hagas. Tu último viaje a Paris,
tu último beso apasionado, la muerte de tu último amigo, tu última comilona, tu
último coito. Entonces te das cuenta de que eres viejo. No te espera nada nuevo
a la vuelta de la esquina, todo lo que podías haber hecho debe estar acabado o
quedará incompleto. Esa es la vejez, la sombra de la muerte que se acerca y se
anuncia.
-No
habrías imaginado que ibas a conocer a un pájaro que hablaba, que te obligaría
a correr las calles buscando una periquita. A tu vida aún le quedaba una última
vez de algo que nunca habías hecho. Puede que queden más pájaros como yo en tu
vida.
-No
creo que pudiera soportarlo. ¡Nos vamos! Hay que buscar a Quica y no pasarse el
día cotorreando. Métete en la pajarera que es hora de salir.