El tiempo corre ajeno a nuestras cábalas, desprecia las
especulaciones, transita por nuestra vida como si apenas nos rozase. El tiempo
tiene una naturaleza salvaje, rebelde, tan pronto se acelera como detiene el
paso, al parecer a su antojo, sin necesitar dar explicaciones o quizá sin que
existan. Quiere alejarse de los hombres porque no los necesita para ser. Somos
nosotros quienes lo llamamos y lo hacemos imprescindible. Antes que el hombre
existiera ya habita el mundo y quizás otros mundos desconocidos, después de que
nos vayamos el tiempo seguirá marcando su huella sobre la Tierra. Como a Dios,
no es posible nombrarlo, sólo su concepto es real (Cronos no era más que un
mensajero).
Pero
¿Qué hace que lo percibamos de forma diferente nosotros y los africanos? Valga
la generalización a buen seguro incierta. Para los europeos el tiempo es un
ente externo a su propia naturaleza, una entelequia física, una ecuación
matemática expresable en cifras. Lo medimos, establecemos sus parámetros , sus
fracciones, damos valor a sus partes. Segundos que componen minutos, minutos
que se acumulan en horas que finalmente completan días, los días hacen semanas
y meses, pasan los años, los siglos, e incluso tenemos una medida para cuando
no podemos expresarlo en partes, la eternidad. Entendemos el tiempo como algo
ajeno a nosotros mismos que dirige la edad del mundo, esta ahí afuera, ocupando
su lugar como una realidad paralela. Pero al querer nombrarlo, cuando lo
parcelamos y señalamos fechas, cuando ligamos nuestra existencia a sus medidas
(que sólo existen en nuestra mente y cuya escala es ficticia) nos unimos
irremediablemente a él. No únicamente con una relación de coexistencia, no como
residentes en el mismo mundo. Nos convertimos en siervos de su paso. Nuestra
vida ya no dura la eternidad (aunque esa sería la medida precisa), dura años.
Nuestra historia personal se cuenta en fracciones, recordamos los años de la
infancia, la década de los 60 o de los 90, repudiamos la guerra del 45 y amamos
el estilo de los locos años 20 aunque no los hayamos conocido. Reducimos todo
nuestro patrimonio a un patrimonio temporal que va inexorablemente ligado a su
paso. Le damos valor de realidad física superior, lo convertimos en una
interpretación personal que trasciende la esencia misma de su existencia.
Los
africanos (ignoro si se puede aplicar a todos, no sé si los africanos como
concepto existe) ignoran al tiempo, dejan que more en su Olimpo sin invocarlo,
sin molestarlo. Cuando hablan de su propia historia piensan en las vidas de sus
ancestros, en sus historias personales, sus antepasados ocupan el lugar de
nuestras décadas gloriosas o repudiables. Son las personas que los precedieron
las que dan valor al paso del tiempo y no las fechas de los acontecimientos. Si
hubo un cataclismo, una hambruna, una sequía, hablan de ello por las
consecuencias que a sus antepasados o a ellos mismos les produjo. El tiempo
está presente pero bajo sus pieles o la de los que murieron, que de alguna
manera aún viven porque su tiempo se continúa con el de ellos.
Para explicar la diferencia de la
concepción del tiempo del europeo y el africano (aunque esa clasificación es
absurda porque no todos los europeos o todos los africanos cabrían en la misma)
debo encontrar una teoría sobre la naturaleza del tiempo. En mi teoría el
tiempo se dividiría en tiempo inmanente y tiempo percibido, dos estados de una
misma materia.
El tiempo es un gas espeso de olor
penetrante. De tanto olerlo, de aspirar continuamente su aroma deja de tenerlo.
Entra en nuestros pulmones y mora en nuestras entrañas sin sentirlo. Está allí
como un inquilino que no molesta y cuya presencia acaba siendo necesaria para
sentirnos vivos. Ese gas inerte resbala por cada bronquio y entra en la sangre
llevando en su química la vida misma, el ánima que mueve nuestros motores, pero
nosotros no lo sabemos, sólo percibimos que necesitamos respirar porque en el
aire está el alimento vital. Contamos cada respiración y de su ritmo se compone
el paso del tiempo. Cuando nos enamoramos, reímos, amamos, sentimos la alegría
en la piel, la respiración se acelera, el aire entra a borbotones y como si
fuéramos una llama en el fuego del mundo ardemos y nos elevamos, nos sentimos
vivos. Es en esos momentos es cuando el tiempo inmanente se convierte en tiempo
percibido, porque es tal la fuerza con que arremete, tanta la concentración de
sustancia en nuestra sangre que entonces su perfume se hace presente. Nos
deleita su fragancia penetrante como el olor del jazmín, percibimos la vida
como un regalo y dejamos anotado en el recuerdo su paso, su permanencia. Cuando
nos abate la tristeza, cuando acude a nosotros el desconsuelo y la suerte se
viste de negra casualidad detenemos por momentos la respiración y el aire queda
atrapado en los pulmones. El gas vital deja de fluir por nuestras venas y al
cabo de un tiempo se nubla la vista, muda el rostro por una máscara de dolor
que no es sino la ausencia de la sustancia vital que nos inundo antaño. Ahora
en la apnea caemos en el pozo oscuro de la abstinencia, tratamos de aspirar
pero nuestros músculos están paralizados y aunque entra oxígeno que nos
mantiene vivos, del aire desapareció aquella sustancia potente que otrora lo
componía. Su fragancia llega entonces
del recuerdo y en ese preciso momento notamos también su presencia, la
del tiempo aciago, anotado en nuestra
existencia como una marca labrada por el hierro candente.
Somos esclavos del tiempo porque
respiramos a cada momento con ansia, tratando de tomar la mayor cantidad de
droga y en esa obsesión enfermiza se nos olvida que respiramos. Sólo los
cambios de ritmo que el azar vestido de suerte nos depara forman parte de
nuestro tiempo de vida percibido, el resto trascurre en una monótona carrera
tras el tiempo.
En África los hombres respiran
insensibles al aire que inhalan. El potente perfume del gas del tiempo no lo
perciben porque en ese aire se entremezclan tantos olores que lo anulan. El
mundo en el que viven está saturado de fragancias, la del tiempo no es más que
una entre miles. La respiración del africano es tranquila, pausada como una
danza al son de los tambores, machacona, repetida. El aire entra y sale sin
quedarse en los pulmones, es un visitante habitual y pasajero que no rompe la
armonía de la vida en familia, se integra como si formara parte de ella. Se
sabe un huésped aceptado, pero tanto como lo son la desgracia y la dicha, la
enfermedad, el placer, el hambre, cada uno con su propio olor entrando y
saliendo sin llamar. De tanto en tanto,
el hombre africano interrumpe su respiración, siente una punzada extraña que no
sabe que se debe a que la droga dejó de circular por sus venas. Otras veces
aspira profundo dando una bocanada que aumenta su ánimo, pero siempre vuelve a
su respiración acompasada. Vive de espaldas al tiempo porque para él sólo la
naturaleza inmanente existe aunque oculta entre las miles de fragancias y los
centenares de miasmas que lo rodean. El tiempo percibido son sólo breves
fogonazos que se confunden con la
brillante luz de África.
El hombre africano no se levanta con
el sol, ni se acuesta con la oscuridad, no lleva en la muñeca la argolla que lo
sujeta al segundero, no piensa en mañana sino en ahora, ni siquiera en hoy. El
pasado no es más que los momentos que respiró profundo o paró por un instante,
pero no los sitúa en un tiempo, fueron cuando los sintió, sin necesidad de
colocarlos en un espacio temporal.
En esta tierra el aire es espeso como la sangre y está repleto de aromas. El
problema es que como el olor del tiempo se disuelven perdiendo su identidad en
el todo, haciéndose nada.
No sé si en la riqueza de su aire
perciben alguno de los olores o se pierden todos ellos como lágrimas en la
lluvia, en la lluvia de África.
La
vida de los muertos permanece en el recuerdo de los vivos.
Cicerón,
Philippiccae