En Shangana, la lengua local, significa “empuja”. Es lo
que les dicen a las mujeres en el paritorio, si lo decimos los molungus (blancos) las enfermeras se
ríen. ¡¡Cucumuxa!! ¡¡Cucumuxa!! Y en aquel paritorio
inhumano la niña empuja hasta dejarse el alma.
No es humano parir así, no es justo,
no está bien, es indigno para el mundo que haya mujeres pariendo al son de ¡¡Cucumuxa!! Niñas las más, mujeres
jóvenes todas, que comparten el camastro si el paritorio está lleno. Aquí no
hay habitaciones individuales, la intimidad se quedó a la puerta del hospital,
no la dejaron entrar. En ese espacio común en grupos de seis en seis camas, sin
cortinas, sin reparos, se acuestan y se retuercen bajo el yugo de la
contracción mujeres sin nombre envueltas en capulanas
de colores (tela multiuso típica mozambicana).
Entre palanganas de metal y plástico
que alguna vez sirvieron a algún noble propósito, rodeada por un atrezzo de restos de papel, trozos de
tela y lámparas que no funcionan, una silla de partos arrinconada reclama la
atención, ¿No debería ocupar un lugar de privilegio en aquel santuario del
dolor? ¿porqué fue apartada a un lado? ¿Quién la destrono de su altar? ¿Acaso
reposa allí porque ya no se siente útil?
Y en ese momento se oye un grito, las
cabezas se vuelven y en una de las
camas, bajo la capulana corona la
cabeza de un niño que nace sobre el colchón como el resto de niños que nacerán
en los siguientes minutos. La mujer sólo espera que tomen a su hijo, que lo
acaben de arrancar como si fuera una muela cariada que produce dolor. Una
enfermera lo coge, lo envuelve en la capulana que la madre trajo, corta el cordón ligando con un
cordelito la parte que queda unida al niño. Entonces es llevado a una repisa
donde acompaña a otros que nacieron como él, expulsados del útero para caer en
un mundo que no les regalará nada. Cada uno con su mantita de colores, cada
uno con su carita negra y sus ojos redondos mirando las paredes llenas de manchas que
tiene delante, pensando quizá, qué está haciendo allí con los otros meninos y meninas sin su madre. No se
siente falto de calor, no se le ve triste, aún no nacieron los sentimientos de
la tristeza y el desarraigo, están por venir también los de la alegría radiante
que asoma a la cara de cualquier niño de cualquier parte del mundo cuando está
con otros niños.
Mientras, su madre alumbra la
placenta ayudada por la enfermera. ¿Qué privilegio se da a la placenta que nace
acompañada si el hijo nació sólo?
No hay tiempo mas que para un
respiro, tomar aliento, limpiarse la sangre con la capulana (sirve para todo) y levantarse de la cama. Otra mama está esperando para ocuparla.
Alguna no llega hasta la cama y tiene a su hijo sobre el suelo. Trágico
espectáculo, pero cierto.
Y mientras,
el mundo gira con el ritmo de cucumuxa, con la sordina de la pobreza, con el grito del miserable.
el mundo gira con el ritmo de cucumuxa, con la sordina de la pobreza, con el grito del miserable.
Mientras, en la habitación de al
lado, justo a poca distancia de avión venimos al mundo monitorizados,
ecografiados, hiperestudiados, tan perfectamente atendidos que no es posible
saber de donde nació la estupidez. Cómo aprendimos a caminar tapándonos los
ojos y la nariz para no ver ni oler lo podrido que vive al lado y permitir que
siga ocurriendo.
En todo
ese infierno que es Maputo (al menos el que les toca vivir a la mujeres pobres)
existen pequeños cachitos de cielo. Como si Dios hubiera pasado alguna vez por
aquí y cansado se hubiese sentado un momento antes de reemprender el camino,
allí mismo en el lugar en que asentó sus pulcrísimas posaderas dejó un lugar
sagrado. Pasamos ayer por la casa de las Irmanzihas
dos anciaos desamparados una congregación de monjas cuya orden es
originaria de Valencia. Una canaria nos recibió, la superiora brasileña no
acompañó a ver la casa y nos presentó a una asturiana y a una valenciana del
barrio de Mislata. Nos atendieron con tanto cariño como el que dispensaban a
los ancianos mientras les daban de cenar. Tienen un asilo de ancianos e
impedidos que han sido expulsados de mundo, seguramente como lo fueron al
nacer. Una casa magnífica con jardines en un barrio de autentica miseria, donde
los hombres y mujeres que hubieran muerto en la más anónima soledad, pasan sus
últimos años atendidos con auténtica humanidad. Nunca me emocionó tanto ver una
imagen de la Virgen de los Desamparados (la geperudeta) como cuando la vi en la fachada de aquella casa. Ni las banderas, ni los himnos, ni
los idiomas me hicieron nunca sentirme tan orgulloso de ser valenciano como
ayer.
Brindo
por ellas.
“Si
has venido aquí para hacer algo por nosotros, pierdes tu tiempo. Si has venido
porque tu transformación está involucrada con la nuestra, manos a la obra”
Lilla,
aborigen australiana a una misionera educadora
A fuerza de
soportar mucho, llegará lo que no pueda soportarse
Publilius Syrus