EL TIEMPO ENCONTRADO (pido disculpas por la pedantería)

martes, 9 de diciembre de 2014

       El tiempo corre ajeno a nuestras cábalas, desprecia las especulaciones, transita por nuestra vida como si apenas nos rozase. El tiempo tiene una naturaleza salvaje, rebelde, tan pronto se acelera como detiene el paso, al parecer a su antojo, sin necesitar dar explicaciones o quizá sin que existan. Quiere alejarse de los hombres porque no los necesita para ser. Somos nosotros quienes lo llamamos y lo hacemos imprescindible. Antes que el hombre existiera ya habita el mundo y quizás otros mundos desconocidos, después de que nos vayamos el tiempo seguirá marcando su huella sobre la Tierra. Como a Dios, no es posible nombrarlo, sólo su concepto es real (Cronos no era más que un mensajero).

            Pero ¿Qué hace que lo percibamos de forma diferente nosotros y los africanos? Valga la generalización a buen seguro incierta. Para los europeos el tiempo es un ente externo a su propia naturaleza, una entelequia física, una ecuación matemática expresable en cifras. Lo medimos, establecemos sus parámetros , sus fracciones, damos valor a sus partes. Segundos que componen minutos, minutos que se acumulan en horas que finalmente completan días, los días hacen semanas y meses, pasan los años, los siglos, e incluso tenemos una medida para cuando no podemos expresarlo en partes, la eternidad. Entendemos el tiempo como algo ajeno a nosotros mismos que dirige la edad del mundo, esta ahí afuera, ocupando su lugar como una realidad paralela. Pero al querer nombrarlo, cuando lo parcelamos y señalamos fechas, cuando ligamos nuestra existencia a sus medidas (que sólo existen en nuestra mente y cuya escala es ficticia) nos unimos irremediablemente a él. No únicamente con una relación de coexistencia, no como residentes en el mismo mundo. Nos convertimos en siervos de su paso. Nuestra vida ya no dura la eternidad (aunque esa sería la medida precisa), dura años. Nuestra historia personal se cuenta en fracciones, recordamos los años de la infancia, la década de los 60 o de los 90, repudiamos la guerra del 45 y amamos el estilo de los locos años 20 aunque no los hayamos conocido. Reducimos todo nuestro patrimonio a un patrimonio temporal que va inexorablemente ligado a su paso. Le damos valor de realidad física superior, lo convertimos en una interpretación personal que trasciende la esencia misma de su existencia.

            Los africanos (ignoro si se puede aplicar a todos, no sé si los africanos como concepto existe) ignoran al tiempo, dejan que more en su Olimpo sin invocarlo, sin molestarlo. Cuando hablan de su propia historia piensan en las vidas de sus ancestros, en sus historias personales, sus antepasados ocupan el lugar de nuestras décadas gloriosas o repudiables. Son las personas que los precedieron las que dan valor al paso del tiempo y no las fechas de los acontecimientos. Si hubo un cataclismo, una hambruna, una sequía, hablan de ello por las consecuencias que a sus antepasados o a ellos mismos les produjo. El tiempo está presente pero bajo sus pieles o la de los que murieron, que de alguna manera aún viven porque su tiempo se continúa con el de ellos.

Para explicar la diferencia de la concepción del tiempo del europeo y el africano (aunque esa clasificación es absurda porque no todos los europeos o todos los africanos cabrían en la misma) debo encontrar una teoría sobre la naturaleza del tiempo. En mi teoría el tiempo se dividiría en tiempo inmanente y tiempo percibido, dos estados de una misma materia.

El tiempo es un gas espeso de olor penetrante. De tanto olerlo, de aspirar continuamente su aroma deja de tenerlo. Entra en nuestros pulmones y mora en nuestras entrañas sin sentirlo. Está allí como un inquilino que no molesta y cuya presencia acaba siendo necesaria para sentirnos vivos. Ese gas inerte resbala por cada bronquio y entra en la sangre llevando en su química la vida misma, el ánima que mueve nuestros motores, pero nosotros no lo sabemos, sólo percibimos que necesitamos respirar porque en el aire está el alimento vital. Contamos cada respiración y de su ritmo se compone el paso del tiempo. Cuando nos enamoramos, reímos, amamos, sentimos la alegría en la piel, la respiración se acelera, el aire entra a borbotones y como si fuéramos una llama en el fuego del mundo ardemos y nos elevamos, nos sentimos vivos. Es en esos momentos es cuando el tiempo inmanente se convierte en tiempo percibido, porque es tal la fuerza con que arremete, tanta la concentración de sustancia en nuestra sangre que entonces su perfume se hace presente. Nos deleita su fragancia penetrante como el olor del jazmín, percibimos la vida como un regalo y dejamos anotado en el recuerdo su paso, su permanencia. Cuando nos abate la tristeza, cuando acude a nosotros el desconsuelo y la suerte se viste de negra casualidad detenemos por momentos la respiración y el aire queda atrapado en los pulmones. El gas vital deja de fluir por nuestras venas y al cabo de un tiempo se nubla la vista, muda el rostro por una máscara de dolor que no es sino la ausencia de la sustancia vital que nos inundo antaño. Ahora en la apnea caemos en el pozo oscuro de la abstinencia, tratamos de aspirar pero nuestros músculos están paralizados y aunque entra oxígeno que nos mantiene vivos, del aire desapareció aquella sustancia potente que otrora lo componía. Su fragancia llega entonces  del recuerdo y en ese preciso momento notamos también su presencia, la del tiempo aciago,  anotado en nuestra existencia como una marca labrada por el hierro candente.

Somos esclavos del tiempo porque respiramos a cada momento con ansia, tratando de tomar la mayor cantidad de droga y en esa obsesión enfermiza se nos olvida que respiramos. Sólo los cambios de ritmo que el azar vestido de suerte nos depara forman parte de nuestro tiempo de vida percibido, el resto trascurre en una monótona carrera tras el tiempo.

En África los hombres respiran insensibles al aire que inhalan. El potente perfume del gas del tiempo no lo perciben porque en ese aire se entremezclan tantos olores que lo anulan. El mundo en el que viven está saturado de fragancias, la del tiempo no es más que una entre miles. La respiración del africano es tranquila, pausada como una danza al son de los tambores, machacona, repetida. El aire entra y sale sin quedarse en los pulmones, es un visitante habitual y pasajero que no rompe la armonía de la vida en familia, se integra como si formara parte de ella. Se sabe un huésped aceptado, pero tanto como lo son la desgracia y la dicha, la enfermedad, el placer, el hambre, cada uno con su propio olor entrando y saliendo sin llamar.  De tanto en tanto, el hombre africano interrumpe su respiración, siente una punzada extraña que no sabe que se debe a que la droga dejó de circular por sus venas. Otras veces aspira profundo dando una bocanada que aumenta su ánimo, pero siempre vuelve a su respiración acompasada. Vive de espaldas al tiempo porque para él sólo la naturaleza inmanente existe aunque oculta entre las miles de fragancias y los centenares de miasmas que lo rodean. El tiempo percibido son sólo breves fogonazos  que se confunden con la brillante  luz de África.

El hombre africano no se levanta con el sol, ni se acuesta con la oscuridad, no lleva en la muñeca la argolla que lo sujeta al segundero, no piensa en mañana sino en ahora, ni siquiera en hoy. El pasado no es más que los momentos que respiró profundo o paró por un instante, pero no los sitúa en un tiempo, fueron cuando los sintió, sin necesidad de colocarlos en un espacio temporal.

En esta tierra el aire es espeso como la sangre y está repleto de aromas. El problema es que como el olor del tiempo se disuelven perdiendo su identidad en el todo, haciéndose nada.

No sé si en la riqueza de su aire perciben alguno de los olores o se pierden todos ellos como lágrimas en la lluvia, en la lluvia de África.

La vida de los muertos permanece en el recuerdo de los vivos.


Cicerón, Philippiccae