SURFING

viernes, 25 de diciembre de 2020

   Sin prisa, con tenacidad y perseverancia, lentamente cabalgamos la tercera ola. No tememos al mar y su inmensidad. No nos asusta lo grande ni lo diminuto, somos inmortales. Siempre son los demás quienes fracasan o sufren. La muerte no nos hace palidecer ¿Acaso si mueres importa, si ya nada sientes? Y si vives ¿No venciste ya a la parca? Hoy es hoy, mañana está por venir y quizás nada sea como predicen los augures del miedo. Virólogos, epidemiólogos, intensivistas, internistas, todos confabulados para crearnos la mala conciencia de que somos responsables de lo que está por llegar. No tenemos costumbre de renunciar a nuestros placeres. Aquello que llamamos tradición es intocable, inamovible. Que renuncien los demás si quieren. Nos limitamos a fingir bajo la máscara que somos sumisos a la regla marcada desde los gobiernos. Pero sabemos que estamos a salvo, nosotros somos inmunes. El mal está fuera, nuestras casas son santuarios salubres. 

   Un día fuimos débiles y nos encerramos en nuestros hogares, sólo alcanzábamos a asomarnos a los balcones para ver como los demás hacían lo mismo. Cantábamos y aplaudíamos para infundirnos valor ante el horror. La muerte circulaba por el aire infesto. Entonces llegamos a temer por nuestro futuro, pero el dolor analgesia los sentidos. Nada es eterno, ni siquiera el miedo. 

   Ahora cogemos la tabla de surf y esperamos pacientes a que venga la gran ola, montamos en ella y cabalgamos como jinetes poseídos por su fuerza. Desde su cresta contemplamos la espuma que va dejando el mar en las rompientes. Seguros de nosotros mismos, con nuestro traje de neopreno negro la muerte nos huye, nos confunde con el jinete del Apocalipsis que porta la guadaña. Somos temerarios, no temerosos. Aguerridos guerreros ante el drama. Nada nos detendrá ni evitará que esperemos impasibles a que llegue la madre de las olas. La que nos sumerja en el vórtice de agua, la que nos haga perder el sentido y cuando estemos ya ausentes, nos permita ver el infinito bajo su manto de espuma. Quizá entonces tan cerca de Dios, creamos que conseguimos el sueño del rider.  Cuando despertemos, aquel tubo en nuestra garganta, es posible que nos parezca el nudo de la emoción y los que nos miran tras las pantallas y los trajes azules, creamos que son otros surfistas admirados de nuestra hazaña sobre la gran ola.