Capítulo
1.
“No hay principios fáciles, ni
finales felices, sólo caminos irrepetibles”
Nací en un criadero que estaba en el
campo de Extremadura. En una primavera que no recuerdo, pero que imaginé mil
veces en mi mente. El paraíso de los pájaros debe ser algo así. Los verdes
salpicados por el color de las flores, las fragancias, el ruido del agua en los
estanques donde acudían a beber las vacas. Todo está en mi cabeza como un
tesoro que he ido acumulando a lo largo de los años. Mi infancia en la granja,
con mis padres, hermanos y las otras familias que compartíamos jaula fue puede
decirse que feliz. ¿ Quien piensa que su infancia ha sido desgraciada? La
infancia es como el refugio de los momentos en que la vida se pone perra, nos
acogemos a ella, a su recuerdo como demostración de que hemos sido dichosos al
menos una vez. Es el puerto donde amarramos la barca cuando el mar es peligroso
y el viento azota las velas con fuerza, su recuerdo evita el naufragio. Los
recuerdos nos ayudan a seguir adelante como compañeros de viaje, para decirnos
que no estamos solos, que nos protegen todos aquellos que estuvieron y que de
alguna forma siguen a nuestro lado, vivos y muertos, presentes y ausentes.
Hemos traído a la memoria mil veces esos
momentos, que por mor de los años y por la manipulación sutil del tiempo se han
ido convirtiendo en el baluarte de nuestra felicidad. Son imágenes, puntos de
luz que nos atraen una y otra vez y en cada ocasión añadimos un detalle, nimio,
insignificante, pero que va dando forma a la imagen, transformándola,
trasmutando su crudeza por tonos más cálidos, envolviéndola en algodones para
que no nos duelan, para que nos reconforten. La niñez (este no es un buen
termino, pues nunca fui niño) nos arropa con dulces recuerdos que acaban siendo
tan comunes a todos, que llego a pensar si los viví o acaso los aprendí de las
vidas contadas por otros. Pero su nitidez pese a la lejanía es tal y la
necesidad de sentirlos como propios es tanta, que no renegaría de ellos aunque
la duda me asaltase. Quien no tiene recuerdos de la infancia está desnudo, el
pasado no lo arropa y el futuro que siempre es incierto se muestra como una
amenaza que puede desposeerlo.
Algunos inventan o roban de otros
los breves fragmentos que completan su existencia, que dan solidez a los
cimientos de su vida. Para ellos es fácil tomar prestadas las fotografías de un
pasado ajeno que se ajusta a nuestra historia, las toman en sepia y les van
dando color, pintando los detalles para que se les parezcan; pero nunca llegan
a ser verdaderas, dejan siempre el rastro del pincel, la prueba de su
falsificación. Otros emborronan su pasado con trazos negros para esconderlo,
para olvidarlo, niegan su presencia.
Tampoco es posible huir del pasado,
no se puede dar la espalda a la propia existencia, porque posee una fuerza
vital tan potente, tan ajena a nosotros mismos; que hace que incluso los hechos
enviados al desván de la memoria, se paseen a veces por nuestro dormitorio
cuando el sueño adormece la conciencia.
Me entristecen quienes no tuvieron
el remanso de la infancia para usarlo como refugio en su vida, porque
están incompletos, a medio terminar,
arrastran siempre esta pérdida y a veces no son capaces de sustituirla.
Es posible que mi memoria haya
convertido la pajarera en un paraíso. Puede que con el tiempo pueda haber dado
brillo a recuerdos vagos, difusos, transformándolos en verdades irrefutables.
No tengo dudas de que he ido manipulando esos momentos hasta convertirlos en
una realidad idealizada. Pero es tan bello ese tiempo donde no faltaba nada ni
nadie, donde todo lo que creía necesitar lo tenía, todos los que deseaba ver
vivían conmigo. Incluso algunos momentos malos que tengo presentes, los veo
ahora necesarios para dar sentido a la vida.
Mi infancia comenzó cuando empecé a
volar. No es que antes no existiera, pero del mismo modo que nadie recuerda su
parto o los biberones que le dieron en la cuna, tampoco yo tengo conciencia de
ese tiempo pasado en el nido, seguramente bajo el cálido peso de mis padres.
Mis recuerdos comienzan el día en que al borde del nido me precipité o me
empujaron al vacío. Tengo todavía presentes esos primeros aletazos,
incoordinados, desesperados, que amortiguaron la caída pero que no me hicieron
remontar el vuelo. Creo que fue el miedo lo que despertó mi conciencia, el
vértigo, la angustia de ver como mi pequeño cuerpo se precipitaba al vacío.
Quizá presentí mi final, un final que llegaba sin haber empezado. No sé cual
puede ser el motivo de que en mi cabecita todavía con plumón y casi sin color,
saltasen las alarmas que despertaron mi mente.
Nunca fui un pájaro como los demás,
ninguno de mis hermanos me contó que pasase un trance similar, ni mis primos,
ni amigos, nadie parecía entender aquel miedo a volar que a partir de entonces
me paralizaba al borde del abismo desde el que me lanzaban. Aprendí a volar,
pero no aprendí a ver en aquel vuelo mi realización. Volar fue una necesidad
para no morir en la repetida caída desde las alturas.
No creáis que aquello me traumatizó,
no necesito tumbarme en un diván y verter en él mis frustrantes vuelos como
expiación de mis problemas. Mi recuerdo de esos días pese al miedo que pase, es
bueno. El vuelo que tanto me angustió también me permitió el juego con mis amigos,
la relación con mis congéneres. Entonces el vuelo fue una liberación, puede que
el momento en que más libre me he sentido. Los días consistían en un continuo
ajetreo que se prolongaba desde el alba hasta la caída del sol. Un parloteo
constante, gritos, arrumacos, cortejos y conversaciones se fundían para
conformar un sonoro ritmo que reunía todas nuestras vidas en un canto único.
Desde fuera podía resultar ensordecedor, molesto. He oído como os quejáis a
veces de lo ruidosos que son los pájaros. Creéis que un trino aislado es bello,
armonioso y adoráis escuchar el canto de los pájaros en sus jaulas porque
pensáis que os lo dedica a vosotros. No es más que una ilusión producto de
vuestra pretensión de ser el centro del Universo. El canto de los pájaros es la
llamada a otros, la necesidad de comunicación, el deseo de ser oído y de que
alguien responda a esa petición. Son súplicas, invitaciones, ruegos para
compartir emociones con los demás. La soledad es la más vil de las condiciones,
la peor de las esclavitudes. Por eso en la pajarera la música constante de
nuestros cantos, la mezcla de nuestras alegrías y tristezas, desengaños y
esperanzas, es lo que nos daba la vida. Me sentía seguro, como si el mundo no
fuera a acabar nunca y aquellos instantes perdurarían hasta el infinito en una
dicha permanente.
Nunca he hablado con un niño, pero
pienso que debe ser parecida la sensación que trasmite su hogar. Puede que en
la cabeza de un niño o una cría de cualquier animal no quepa otra posibilidad
que creer que esos momentos sublimes serán eternos. Ni las pequeñas
frustraciones diarias pueden empañar aquella sensación de inmunidad, de
inmutabilidad.
Con el paso del tiempo se aprende a
incorporar la duda y finalmente se adquiere la certeza del sentido trágico de la
vida. Pero por aquel entonces yo sólo estaba pendiente de mi pequeño mundo, que
se reducía a mi familia y mis amigos.
Es verdad que ellos siempre me
vieron como un bicho raro, porque yo hacía preguntas incomodas y soñaba con
salir de aquella jaula. Mi familia trataba inútilmente de infundirme miedo al
mundo exterior, diciéndome que había peligros insospechados, monstruos
comedores de periquitos y hombres que no eran como nuestros granjeros amables y
generosos. Pero me aceptaban con mis peculiaridades porque quizá intuían que no
era como los demás, que había algo en mí que para bien o para mal me haría
diferente.
Mi madre sufría pensando en mi
destino, nunca lo dijo, pero yo se lo notaba. Siempre estuvo más pendiente de
mí que de mis hermanos. Ello generaba celos y protestas por mi situación de
privilegio. Ella siempre se excusaba en mi salud, decía que no es que me
quisiera más a mí, sino que por ser el más débil, el de más frágil salud,
necesitaba estar más pendiente. Es cierto que tuve algunos problemas de salud,
algo parecido a una epilepsia. Tenía ataques en que revoloteaba de forma alocada, quedando luego
en una situación de parálisis que me agarrotaba y me impedía mover las alas y
las patas. Cuando el episodio comenzaba yo lo intuía, notaba un vértigo inicial
y entonces las imágenes de la pajarera formaban como el cono de un huracán cuyo
vórtice se metía sobre mi cabeza. A partir de este momento perdía la
conciencia. En muchas ocasiones la recobraba durante la parálisis y notaba como
todos me miraban de un forma extraña, se había producido un silencio casi
absoluto, lo que resultaba aún más desconcertante y yo sólo podía mover los
ojos y contemplar aquella escena grotesca. De repente todo estaba paralizado,
no sólo yo, todos mis congéneres se habían detenido y miraban calladamente como
yacía en el suelo después de un vuelo suicida. Parecía como si hubieran
disecado la jaula en su totalidad o que hubieran reproducido en cera una
fotografía de la pajarera. Yo solía recuperarme y empezaba a mover primero la
cabeza y poco a poco despertaba como de un largo sueño. Como si de una clave se
tratara ese movimiento de mi cabeza ponía en marcha de nuevo la actividad
frenética de todos.
Era como una pausa, como un agujero
en el tiempo que por momentos había absorbido toda la energía paralizando el
mundo y que con la misma rapidez con la que el rayo abre el cielo e ilumina la
noche, dejando como único recuerdo de su paso el trueno que le sigue, así
ocurría en mis tormentosos ataques. En mi caso el trueno no venía en forma de
ruido, sino de miradas de soslayo, de comentarios en voz baja, cuando yo ya
salia del sueño para incorporarme de nuevo al mundo como si me hubiera tomado
unas cortas vacaciones. A mi vuelta, siempre encontraba el rostro de mi madre
con ojos de preocupación (los pájaros no lloramos, eso es algo que también
hubiera deseado poder hacer) que me preguntaba como estaba. Muchas veces he
echado de menos ese rostro al despertar en los tiempos en que me alejé de aquel
edén.
Ahora que tengo pocos ataques pienso
que desearía tenerlos si al despertar pudiese encontrar de nuevo el rostro de
mi madre.
Estos espectáculos involuntarios con
los que alteraba el orden del grupo, que deberían haberme agradecido porque
daba pábulo al cotilleo y ofrecía posibilidades nuevas de conversación, sólo
provocaron que fuera visto todavía más como un bicho raro.
Mi padre nunca mencionó mis
problemas, me trataba con cariño pero con cierta deferencia. No sé si se
avergonzaba de ello ante los demás o se sentía responsable y por ello evitaba
culparme de mi enfermedad. Era un perico bueno, trató siempre de educarnos en
el respeto a los demás, a las diferencias. Quizá en eso le ayudé yo.
Estaba profundamente enamorado de mi
madre. Aunque sus hijos eran para él lo más importante como objetivo en la
vida, mi madre siempre fue su motor, su ánima. Si mi madre murió primero, él
tuvo que seguirla en el mismo momento por el dolor, sería incapaz de soportar
su ausencia, ni siquiera por nosotros. Nunca lo sabre, pero esa certeza me ha hecho
a veces desear que fuera él quien primero se muriese, para evitarle ese
sufrimiento atroz. Mis hermanos y yo comentábamos a veces el amor de mi padre,
sus constantes arrumacos, su permanente atención a ella. No por celos, ni por
sentido de posesión, sino por necesidad. Ella le correspondía pero repartía su
amor con todos nosotros, que eramos muchos. Incluso con aquellos de mis
hermanos que no llegué a conocer porque se los habían llevado. Mi madre se
empeñaba en describirnos como habían sido. Éste era tan alto, este otro tan
galante, las plumas de aquel habían sido la envidia de toda la pajarera y el
objeto de todas las periquitas no emparejadas e incluso de alguna con pareja...
Nos describía sus plumas como si las conociese todas, nos hablaba de sus virtudes,
nunca mencionó ningún defecto de los hijos perdidos. Creo que esto la ayudaba a
superar las ausencias, porque con cada hijo que se llevaban, se iba
consumiendo. Por eso siempre temí que ella fuera la primera en morir, porque
perdía un poco de vida cada vez.
Cuando nos contaba como habían sido
nuestros hermanos, sus historias, sus proezas, atendíamos como los alumnos a su
maestro, con el pico entreabierto y sin piar. La mayoría de veces lo hacía al
atardecer, la actividad de la jaula iba bajando en intensidad todos se dirigían
a los lugares dónde pasarían la noche, agrupándonos la familia para protegernos
durante la oscuridad y sentirnos fuertes.
Entonces iniciaba los relatos con la
voz suave y un canto melódico que resuena en mi cabeza en los momentos más
tristes. Es como si ese canto me recordara que
estoy sólo y quizá mi madre
también contó a otros hermanos como fui. Mi madre ya estará muerta, ha pasado
demasiado tiempo para que pueda estar viva. Siempre estuvo en mi mente el deseo
de volver a la granja, de reencontrarme con mi madre, de rozar nuestros picos.
La incertidumbre sobre la muerte es más dolorosa que la muerte misma. Cuando se
pierden a los seres queridos, el dolor,
el desconsuelo pueden hacer gran mella en nuestra vida, pero nuestros
ojos miran al frente y nuestra mente hacia el futuro. Existe un tiempo venidero
que vemos en ese momento oscuro, quizá podemos pensar que todo pierde sentido,
que deberíamos desaparecer con nuestro ser amado; pero el imparable reloj del
mundo nos va conduciendo a otros destinos, entregándonos a otra gente, mientras
que ese dolor va entrando en el territorio del recuerdo. Ahí en donde vamos
dándole forma, limando sus aristas, cambiándolo hasta hacerlo casi
irreconocible. La certeza de esa ausencia como algo definitivo, de la
imposibilidad de volver a tenerlo cerca, nos va conformando. Cuando ese ser
amado desaparece de tu vida de una manera brusca, pero no por la muerte sino
por la separación forzosa, no existe la certidumbre de la muerte, la inapelable
verdad de que la separación va a ser definitiva. Entonces los recuerdos no
pueden adornar esa última imagen que tuvimos, porque sabemos que no es su
imagen definitiva, que siguió viviendo en tu ausencia, que ambos habéis ido
cambiando con el tiempo y puede que ya no os reconocierais. Es por ello que es
más doloroso, menos reconfortante traerlos a la memoria. Mi madre y Quica han
sido los recuerdos más deseados y más tristes de mi vida (ya sabréis de Quica
más adelante).
La relación con mis hermanos era buena, es
verdad que ellos también me miraban como a alguien diferente. Yo prefería las
conversaciones a los juegos. No me gustaba participar en las demostraciones de
valor que las crías de periquito intentan para impresionar a los otros o a sí
mismas. Lo de colgarme de una pata cabeza abajo no era una de mis aficiones
favoritas, ya conocéis mi aversión a las alturas desde pequeño, pero ellos lo
convertían en la prueba definitiva de hombría (no
sabría decir como se traduce esto para los periquitos). Si no pasabas esa
prueba quedabas claramente al margen. ...............
(Continuara)