Para
ser sincero, hubiera querido escribir la historia de mi vida ocultando mi
condición de pájaro. Contar mis sentimientos sin tener que dar explicaciones
sobre mis limitaciones y la forma de percibir la realidad que me rodea. Pero no
era posible, no hubiera podido relatar lo vivido si lo hubiera encerrado en una
mentira. Por ello quiero empezar explicando para que nadie se llame a
engaño, que no soy un hombre, soy un periquito. Me llamo Pericles. Tico para
los amigos.
Quizá os sorprenda o quizás os
sintáis decepcionados. ¿A quién puede interesar la historia de un pájaro?
Sabéis que los pericos hablan. Es
verdad que no escriben. Estoy dictando estas notas a Javier. Entre Javier y yo
existen obstáculos biológicos insalvables que me impiden llamarlo mi amigo,
pero ambos nos queremos y nos necesitamos.
Nuestra relación está basada en la
palabra.
¡Cuanto he llegado a amar la
palabra!
La palabra puede curar o herir,
hacer posible una guerra o evitarla, se puede matar o amar con ella. Su poder
es mayor que ningún otro que poseamos, pero su incorporeidad, su naturaleza
etérea, la efímera persistencia del sonido en el aire la hace también frágil,
voluble. La palabra necesita el acto para hacerse realidad, para adquirir forma
debe ser trasformada en un hecho.
El lenguaje no es sólo comunicación,
a través del lenguaje nos conocemos y nos damos a conocer, es un método de
exploración interior. Ejercitar el lenguaje es ejercitar nuestra alma, es
descifrarnos y mostrarnos.
Es el don que más le agradezco a mi
Dios.
Si existe el dios de los pájaros sin
duda vivirá en el cielo y poseerá unas grandes alas blancas.
¿Creen que puede caber el alma en
este pequeño cuerpo de perico? Yo les digo que sí. El alma está en la palabra.
Porque ella es la expresión del pensamiento y éste la trasmutación del alma.
Así es como lo incorpóreo se transforma en realidad, así es como lo divino que
reside en nosotros se hace presente.
Pero la palabra a la que tanto debo,
no me hizo libre, me considero un preso. No es la jaula mi prisión, puedo salir
de ella porque nunca está cerrada la puerta. Soy esclavo de mi condición de
pájaro. Mi naturaleza me ha secuestrado bajo este cuerpo y estas plumas. Me río
de los que quieren tener alas para volar, para ser libres. Yo les regalaría las
mías con las que sólo les llevaría a la soledad. La palabra es el amargo don
que ha dado sentido a mi vida y me convirtió en señor de mis pensamientos, pero
no es suficiente para hacerlos realidad. Me faltan las manos para darles forma.
Ahí radica la esencia de mi dolor.
Nunca aprendí a leer a pesar de que
lo intenté. Seguramente mi pequeño cerebro carece de la capacidad de
interpretación de signos gráficos. Con esfuerzo conseguí diferenciar algunos
nombres, por asociación de su sonido con la forma. Escribir ya era una meta
imposible. Dirán que pude intentarlo con el pico, pero me vi a mí mismo como un
inválido, un idiota que trazaba burdas imitaciones de las letras. Cuando vi el
resultado de mi primer intento decidí que no era posible expresar las palabras
con garabatos, de uno en uno, sin alineación ni belleza. ¿Qué palabra merecería
ser escrita por alguien que no fuera capaz de darle una forma coherente, de
hilvanar una frase que contuviera no sólo la belleza de la idea, sino la del
propio trazo? Tampoco pude aprender el manejo del ordenador. He visto como hombres
sin manos escriben sobre pantallas táctiles o dictan a un ordenador a través de
los movimientos de sus ojos. Admito que los humanos sois superiores. A esto me
refería cuando os decía que me considero un esclavo de mi condición de pájaro.
No deseo los brazos de un atlante
que soporte el peso del mundo, ni las manos de un artista, me conformo con dos
brazos vulgares y dos manos capaces de crear lo que hablo, lo que siento. Dios
no pensó que al darme este presente me estaba dando a la vez mi condena. Cielo
e infierno, luz y sombra, dulce y amargo, como la vida, como el tiempo. Sin
embargo reconozco que poseerlo es mejor
que desearlo.
Está en mi naturaleza amar a los
hombres, quizá por compartir con ellos ese amargo pero maravilloso don que
poseo. He vivido todo mi tiempo junto a ellos. Un día me di cuenta que podía
entenderles, mejor dicho, que podía entender sus palabras. Les oía parlotear,
casi siempre conversaciones vanas. Cuando se dirigían a mí, me trataban como a
un niño, querían que hablara con sus palabras, que repitiera las bobadas que se
les ocurría, como si se tratase de un deficiente mental o un niño de pecho. Si
entonces hubiera dicho lo que pensaba, las cosas hubieran sido distintas.
Con Javier ha sido diferente. Es un
hombre solitario, poco hablador, quizá un poco huraño. Me acogió sin demasiado
entusiasmo, por obligación, pero no supo decir que no a su padre. Los primeros
días fueron muy aburridos, me ponía comida y agua pero no me dirigía la
palabra. Yo había decidido no volver a hablar con nadie. Ese don que la vida me
había ofrecido me había dado también no pocos problemas. Javier me regaba como
a una planta. No me molestaba ser una carga, una obligación impuesta. Me
molestaba ser ignorado, tomado por un objeto inane. Entonces decidí hablarle.
En un primer momento quedó
sobrecogido al oírme. Me miraba con desconfianza, como si se tratasen de voces
salidas de su conciencia. Pensó en un primer momento que serían alucinaciones
auditivas. En su personalidad podían haber cabido perfectamente esas voces
interiores que llenaban el espacio de soledad que compartía en el mundo.
Después de mirarme fijamente y comprender que no había nada sobrenatural, entró
en mi conversación y me contestó como si estuviera hablando con un compañero de
trabajo. Supongo que a partir de ese momento empezó a entender a su padre, a
ver con otros ojos su vida. Nuestras conversaciones no eran sólo charlas sobre
lo humano y lo divino, sino que se referían a nosotros mismos. Empezaba a
comprender a su padre y a conocerse a sí mismo. Se sorprendía al ver que pese a
mi condición tuviera conocimientos tan precisos sobre la vida.
Lo que aprendí, ha sido fruto de la
observación y la reflexión. De la observación de los hombres y mujeres que han
vivido a mi alrededor, de la reflexión que me permite el tiempo que paso en
esta jaula. Aprender de la vida es distinto que la vida te enseñe. En el primer
acto hay una voluntad, intencionalidad, avidez por tomar algo nuevo. En el
segundo se es pasivo, permeable, como un monje o un filósofo que dedicara su
vida a la contemplación de la vida que trascurre delante de él, sin casi
rozarle.
La vida ha sido generosa conmigo en
experiencias ajenas, de las que aprendí sin dolor porque eran otros los que
sufrían pero mezquina en mis propias vivencias que fueron breves episodios de
luz. Momentos a veces dolorosos, otras dulces bocados de este milagro de estar
vivo y saberse partícipe de la energía del mundo, de sus revoluciones.
Javier es mi escriba, él dejará
constancia de mi existencia. Después de un tiempo de iniciada nuestra relación
accedió a recoger mi biografía, mi testamento, mi legado, que era también el
suyo. La asociación de hombre y pájaro, Ícaro de nuevo volando hacia el sol.