El
dolor es nuestro aliado dicen los médicos. Un mecanismo de alarma
que nos pone en guardia ante las disfunciones del organismo. El dolor
como maestro evita repetir errores que nos ponen en riesgo. El dolor
es un acicate para la vida, para arremeter contra ella cuando te pone
a prueba. El dolor como ascesis, como medio para llegar a la virtud
expía y redime las culpas.
El
placer y el dolor a un paso de distancia, a veces superpuestos, casi
indistinguibles, excitando nuestras terminaciones nerviosas con
impulsos que el cerebro transforma indistintamente en angustia o en
goce.
Sentir
dolor es sentirse vivo, presente, tener conciencia de estar en el
mundo, de ser como individuo. Sufro luego existo, sólo pensar no
garantiza estar vivo. En los sueños pensamos, nuestra mente elabora
proyectos, discute ideas, sin embargo el dolor nos despierta, nos
trae a la vida en ese intervalo que es el sueño. En el sueño
eterno, en la muerte no existe dolor, porque el dolor es vida.
Puede
que todo esto sirva para el dolor leve, la molestia que embarra el
camino, que incordia sin evitar que sigas haciendo tu vida. Incluso
para el dolor agudo, punzante, que nos provoca el grito, que nos trae
al ser primitivo, al que se defiende , al que lucha, al que se rebela
contra esa lacra. Ese puede ser un dolor aceptable, positivo, incluso
necesario. Yo he vivido el dolor del parto, la epidural mitigó ese
tormento que acompañaba a la maternidad. Pero imagino como nos
parieron nuestras madres, con un dolor que viene desde las entrañas,
que en cada contracción te arranca un grito. El dolor que te
mortifica, que te hace negar hasta a tu propio hijo cuando desgarra
tu cuerpo y lo expulsas como si fuera un demonio. Sin embargo tras
ese infierno, el fruto permite el olvido y la paz, el sentimiento de
haber dado vida a un ser que es parte de nosotras mismas, aplaca el
recuerdo del dolor. Algunas mujeres perciben aquella experiencia
dolorosa como positiva, gratificante por la recompensa obtenida. La
viven como la culminación de un deseo quizá impreso en la memoria
de las mujeres, un impulso creador que nace de lo trascendente.
Vemos el dolor como un accidente temporal. Ni por un momento pensamos
en el dolor como un continuo. Hay un tiempo después del dolor, una
luz al final del túnel. Vemos al dolor en color negro por contraste
a los colores brillantes de la felicidad.
Qué
me diríais si ese dolor fuera eterno, si cada segundo dolería y le
siguiera el dolor del segundo siguiente, de forma interminable.
Dolería el tic-tac del reloj porque el propio golpe del segundero
desencadenaría ese dolor. Si el dolor fuera la constante, la norma
sin excepción, si el dolor se convirtiera en el motor, en la
gasolina, en el camino, en la meta. El dolor ocupándolo todo,
vistiendo tu vida de un color que ya no podría ser negro, porque no
hay contraste.
Yo
lo veo blanco, blanco de hospital, de algodones entre los que
quisiera dormir, blanco de batas, de fármacos, blanco de luz que
molesta sólo con mirarla.
Un
dolor que no viene de fuera, que sale de dentro de un cuerpo en
apariencia completo, sin desperfectos. Incomprensible para nadie, ni
para mí misma. Inimaginable, porque la propia percepción de un
dolor tan terrible, tan atroz se hace incompatible con vivir. La
paradoja surge porque el daño no se ve, no es una quemadura, un
arañazo, un flemón, una herida donde la sangre hace visible el
dolor, lo justifica. Cómo creer en la cordura de quien diga que
duele el parpadeo, el habla, un beso o una caricia. Cómo entender
que el pensar en levantarse de la cama supone un esfuerzo doloroso.
Una meta que se debe superar con el valor de un titán, con el
sacrificio de un atleta exhausto que consume su último aliento al
ver la cinta. No se puede comprender como el dolor puede ser el único
pensamiento, la monótona melodía que te acompaña, con escasos
instantes en que tratas de distraerlo para que permita no perder el
contacto que te queda con el mundo.Todo ello se resume con la
brevedad de un diagnóstico. Aséptico, erudito, blanco, tan
inmaculado como la pronunciación del médico: “ Usted tiene
fibromialgia” .
Al
oírlo sólo experimentas el dolor de la palabra, no el consuelo de
un pronóstico, no la esperanza de una cura. Duele desde antes de que
emitieran aquella sentencia y duele cada momento después sintiéndote
marcado por el dolor como su víctima, como una víctima que jamás
podrá librarse de él. No maldigo a los médicos, no maldigo al
dolor, sólo puedo maldecir mi mala fortuna. Tal vez el responsable
de aquel error cósmico es la fatalidad o tal vez estoy pagando el
error de un dios imperfecto.
La
Escala Visual Analógica (EVA) que se utiliza para valorar su
intensidad tiene nombre de mujer, quizá porque el dolor está en
nuestra conciencia moral del pecado original o quizá porque sólo
una mujer pueda soportarlo.
El
dolor genera un respeto sobre la persona que sufre, un reconocimiento
de valor infundado, porque el sufrimiento no es voluntario. Es un
parasito que se introduce en el cuerpo y en la mente, pasa a formar
parte de tu propia vida. Sin solicitar su presencia, sin culpa, sin
mérito para ser poseedor de él. Ni siquiera es un castigo divino,
el azote de un juez vengador que pretenda infligir un daño,
mortificar al reo. No se puede pedir una razón para su existencia,
no se explica, no se justifica. No hallo culpables en los que hacer
recaer la responsabilidad de mi injusta condena, ni siquiera en mi
misma.
Nací
como tú con el llanto de la vida, no del dolor. El llanto de la
respiración, el grito de gozo por llegar a ser. Estuve libre de
dolor – del dolor malvado- hasta los treinta y cinco años. Pasé
mi infancia en un sueño de felicidad, claro que lloré, seguro que
tuve dolores de barriga, de anginas, de muelas, pero todos fueron
olvidados. De la infancia no recuerdo ningún dolor que me haya
dejado la más mínima huella. La infancia viene a ser como un
referente de recuerdos benévolos. Pero la vida empieza más tarde,
cuando empiezas a tener la conciencia de lo que posees y lo que
pierdes. En ese transito por la adolescencia también puedo decir
que fui feliz. Me dolió el corazón y me estalló de gozo, a veces
sin poder precisar en que momentos ocurrió cada cosa. Viví con la
pasión que sólo se es capaz de vivir en ese tiempo.
Estudié,
aprendí, lloré, reí, amé y hasta seguramente odié con ese odio
sin maldad que los jóvenes tienen ante la adversidad. Acabé
magisterio y he dado clase en preescolar hasta que escribieron mi
sentencia en un informe médico. Los niños fueron mi alegría, mi
soporte en los momentos que pudieran ser difíciles. Tuve tiempos de
penuria económica, no los recuerdo con pesar. La escuela me dio
además a mi alma gemela, un sólido apoyo, una luz en las
incertidumbres, aunque como yo no conociera las respuestas. Fue mi
gran amor, el amor en mayúsculas. El que me acompaña incluso ahora
que transitamos por caminos oscuros, con las tinieblas de mi
enfermedad persiguiéndonos.
Con
Valentín tuve dos hijos. Ellos son mi estímulo, el asidero al que
me aferro para levantarme cada día. Pienso en ellos y despierto del
duermevela de cada noche, donde el sueño no llega a vencer a mi
dolor. Abro los ojos y me esfuerzo por mantenerlos abiertos para que
cuando se vayan al colegio me encuentren despierta, incluso a veces
levantada tras hacer acopio de las fuerzas que me quedan. Sonrío con
una mueca entre el gozo y el sufrimiento. Los beso aunque me
atraviesen agujas en los labios.
El
tratamiento que me recomiendan los médicos me alivia, no niego su
voluntad de sanar, pero más que quitar el dolor lo adormece, baja la
intensidad. El único inconveniente es que también a mí me hacen
entrar en un sopor que no deseo. Prefiero a veces el martirio a la
ausencia de consciencia. Deseo permanecer junto a mi familia pese al
suplicio de soportar a veces el martilleo del mal que recorre mi
cuerpo siguiendo cada día rutas distintas. A veces son las
articulaciones de los pies al levantarme, a las que siguen las
rodillas, caderas y un hormigueo en las manos y las piernas incapaz
de controlar, que adquieren movimiento por sí mismas. Otras el dolor
se inicia en la cabeza, resulta como un tambor cuya vibración
rebotase en cada pared del cráneo y repitiese los ecos.
He
probado todos los tratamientos: analgésicos, relajantes,
antidepresivos, magnetoterapia, yoga, … me he prestado a cualquier
ensayo clínico que pudiera sacarme del abismo, que me devolviera mi
vida anterior. Ahora sé que no es posible y lo asumo. No existe un
tratamiento para el dolor físico cuando no es objetivable una causa,
cuando no se ha producido un error, un fallo del sistema. Los
antiprostaglandínicos, los inhibidores de la recaptación de
serotonina,.. nada tienen que hacer ante un dolor esencial,
inmanente, que sólo podría arrancarse desprendiéndose del propio
ser.
Sólo
concibo un dolor más intenso que el mio, el de una madre que pierde
a un hijo. No sé si podría soportarlo, me aterra sólo la idea. El
dolor no viene aquí de ninguna parte del cuerpo, ni está en la
mente. Es el dolor de la negación a la vida, la antítesis al propio
sentido de estar vivo, de proyectar tu vida finita en tus hijos. Cada
vez que veo el rostro de la madre de Dios en el descendimiento de la
cruz o en una piedad, siento la brutalidad de la idea de perder un
hijo. La impotencia, la desesperación, el querer dar explicación a
una muerte que cambiarías por la tuya. La imagen me resulta tan
cruel, tan atroz que siento una necesidad de llorar, de verter la
hiel que se acumula en el alma ante una visión tan desgarradora.
Siempre hay algo más allá del mal, ese puede ser un consuelo,
aunque no consigo agarrarme a él.
Pensáis
que deseo la muerte. Si así fuera la buscaría y la encontraría,
ninguna muerte puede ser más dolorosa que lo que ahora siento. Deseo
la vida, aunque admito desearía otra vida, aceptaría un cambalache
con Dios o con el diablo y a cambio de este dolor entregaría mi
alma.
Amo la vida porque antes de ahora la he vivido. Aunque no siempre la
percibí, no siempre fui consciente de que estaba viviendo. La
existencia es un tránsito que hacemos a ciegas, sordos a los cantos
de sirena, atados al mástil para no ceder a las tentaciones. Ahora
echo de menos no haberme dejado llevar por las emociones. Haber
realizado las locuras y las corduras que en cada momento me regalaba
la vida. Haber sido libre cuando pude. El dolor es una cárcel con
barrotes como cuchillas, como alfileres. Es la más atroz de las
condenas, infinitamente más cruel que la pena capital. Todos vivimos
en el corredor de la muerte, sin conocer cuando llegará el decreto
de nuestra ejecución. Disfrutamos de permisos carcelarios, de horas
de patio, de taller de trabajo, de salón de actos... No somos
conscientes de nuestra mortalidad a cada instante, ello nos permite
ser más libres, aunque a veces pasamos por alto el valor de la
propia vida. Yo vivo en la humillación permanente de la celda de
castigo, con un carcelero sordo a mi pena, que a veces pienso que soy
yo misma.
El
dolor no tiene dignidad, no merece respeto, no fortalece el espíritu,
no ilumina la verdad , aunque a veces te abre los ojos, permite
distinguir a quien te quiere. Es verdad que he encontrado a los
amigos en el dolor, a mis hijos y sobre todo a mi marido. Es más
fácil separar la paja del trigo, distinguir el amor frente al
interés, la entrega frente al egoísmo. No hablo del egoísmo o el
interés malvados, sino del que emana de la necesidad de buscar el
propio bien, la propia felicidad. El egoísmo justificable y
entendible, que está en la propia naturaleza de los seres vivos,
motor del impulso vital necesario para competir en la Naturaleza.
Con
mi marido y mis hijos entablo las batallas de esta guerra pérdida.
Formamos un grupo de guerrilleros que vencen en cada escaramuza a
sabiendas de que el final será la derrota. Pero en cada pequeña
victoria vivimos intensamente nuestra percepción de aliados, de
luchadores por la vida, de maquis echados al monte con la rabia de
derrotar al que nos arrebató el derecho a la felicidad absoluta.
Mi
dolor será un estímulo para crecer en amor a mis hijos, sé que
este calvario les engendrará valor, que a través de él verán la
vida de otra manera. En el dolor ajeno, fundamentalmente cuando nos
afecta, cuando compartimos la carga del sufrimiento, se forja el
espíritu del hombre. Nos abre la mente a un sentido de la vida,
dónde el valor de los momentos adquiere una dimensión más plena.
Cambia nuestra percepción de este mundo donde tasamos lo material y
lo inmaterial, la realidad y los sueños,
El
dolor será el aliado de mis hijos en su vida. Quizá esa es mi
recompensa, quizá este es el propósito de mi existencia.
Lo acepto y afirmo que quiero vivirlo.