Murieron aquellos hombres y mujeres, se desvanecieron como el humo de las
bombas humanas que causaron su muerte, queda de ellos el recuerdo, la
infatigable memoria de sus familias y la enfervorecida solidaridad del mundo,
discursos imponentes los renombran, músicas que desgarran el alma suenan en su
nombre, silencios atronadores quieren devolverlos a la vida, resucitar su
espíritu de héroes forzados.
Promesas de venganza, de paz, que la madre patria será capaz de
conseguir a costa de lo que sea necesario, sus hijos deben dormir tranquilos,
los padres del mundo han decidido acabar con el terror que ayudaron a
sembrar. Pronto aquellas proclamas serán rumores de vientos que se alejan,
breves titulares o esquelas en negro. La tormenta que desataron, los ríos de
tinta que fueron derramados no serán más que notas a pie de página de una larga
historia de violencia que es la Humanidad.
Mientras, aquellos hombres y mujeres corrientes,
convertidos en insignia nacional serán poco a poco relegados al olvido, pasarán
a la fosa común donde descansan los muertos. El calor inmenso que desataron sus
cuerpos ardientes, las balas y las bombas que los hirieron se convertirán en un
rescoldo apenas perceptible en el frio del invierno. Algunos pudieron haber
sido grandes personajes, redentores del mundo o asesinos, nunca podrá saberse,
la locura los ha convertido en un recuerdo que sólo será imborrable para sus
padres y hermanos, para aquellos que los amaban y en los que no perderán la
condición de mártires.
En la misma pira funeraria, en el mismo altar del
sacrificio hubo otros antes y después que ellos, Nueva York, Madrid,
Londres. Ardieron como el fuego de un gran incendio, ocuparon los teletipos,
las televisiones y las radios enviaron sus mejores reporteros, analistas,
politólogos, economistas y reputados tertulianos debatieron hasta el hastío de
sus consecuencias. Políticos, estadistas, primeros ministros, gobernadores,
presidentes ofrecieron sus elaborados discursos para tranquilizar a las masas
despavoridas, ofrecieron su poder otorgado, para acabar con la plaga del
terror. No hemos olvidado sus nombres, todos traicionaron la promesa que
hicieron por acción o por omisión. Se ensuciaron la boca con palabras que no
debían pronunciarse y se marcharon a sus refugios acorazados.
También Kenia, Tanzania, Irak, Mesopotamia, Mosul, Mali
fueron inmolados en nombre de la barbarie, como Afganistan y como Siria
soportaron el peso del Terror que siempre se revestía con el hábito de los
libertadores. La luz de su hoguera fue menos brillante, los muertos tienen el
peso que la noticia les otorga. Nada es y nada existe si no está en las
portadas de los medios. Depende de lo grande que sea el titular, de si abre los
noticiarios de todo el mundo, de si ocupa las tertulias de cada día, esos
héroes caídos serán hombres y mujeres o sólo números. Su memoria se perderá en
el instante que se paren las imprentas, quedará sólo el fuego fatuo de sus
cadáveres.
Honremos a los muertos, a los que fueron y a los que
siguen habiendo. ¿Han desaparecido acaso ya los refugiados de Europa? ¿No
devuelve el mar ya ningún muerto a las playas? ¿Cuántos niños muertos en la
arena son necesarios, cuantos Aylan Kurdi para que las imprentas no se
detengan? ¿No hay muertos en Palestina? ¿Se erradicó el Ébola del mundo y la
miseria en África? ¿La esclavitud de niños y niñas ha desaparecido
definitivamente?
La insoportable levedad
de ser Nadie, apenas un titular, un minuto en el telediario, un segundo en las
conciencias. Recemos por los hombres y mujeres que no pudieron serlo, pero
acabemos con los políticos que nos prometen guerras limpias, venganzas
encubiertas, que niegan negocios inconfesables. Al menos que no caiga sobre
nuestra conciencia el haberlos puesto en el poder.