A
esa hora la ciudad estaba tranquila. Las calles vacías y los
sonidos del silencio componían una sinfonía espectral. Era el
momento que deseaba para asomarse a la ventana de su duodécima
planta. Desde allí se apoderaba del inmenso espacio de apartamentos,
calles y plazas punteados por las luces del alumbrado. De tanto en
tanto se veían los ojos amarillos de los coches desplazándose a lo
largo de la calle, sorteando las luces rojas, verdes o anaranjadas
que colgaban en el aire ingrávidas.
A veces se quedaba allí
fascinada por el espectáculo de cine mudo donde apenas nada ocurría
y cada pequeño objeto que adquiría movimiento se convertía en
protagonista del escenario. Sumergida en sus pensamientos, pero a la
vez con la mente en blanco, se dejaba llevar por aquel silencio, por
la oscuridad rota, por las luces apagadas, por la vida oculta tras
los muros infranqueables de las paredes. Los apartamentos de enfrente
tenían sus cortinas corridas, pero en ocasiones se encendía la luz
en su interior y se adivinaban figuras moverse como fantasmas.
Sombras que atravesaban espacios cuadrados, desaparecían y volvían
a entrar en escena dejando imaginar lo que había ocurrido en la
habitación contigua. Uno o más personajes que se movían sin
parecer conocerse, pasaban sin apenas rozarse y en ocasiones
colisionaban para batallar o amarse.
Todo sucedía lejos como si fuera un decorado ajeno a su propia vida, ocurría en otros lugares, en otros mundos que no eran el suyo porque en aquel momento que tanto amaba, su mundo estaba a salvo, allí de pie junto a la ventana. Desnuda o con el albornoz si había disfrutado de la lluvia de agua caliente que saboreaba cada mañana al levantarse. En las manos el café con leche humeante que sorbía como la vida a pequeñas dosis, calentando las manos y el espíritu. La noche incluso vista desde la ventana le producía escalofríos, subían desde los pies atravesando su espalda hasta la nuca y allí erizaban el vello. Aquello era sentirse viva. Sentir como el mundo provocaba en su cuerpo sensaciones, despertaba territorios, abría senderos en la mente apagada por el sueño y la devolvía al estado de consciencia que perdería luego en la vorágine de la vida cotidiana.
Todo sucedía lejos como si fuera un decorado ajeno a su propia vida, ocurría en otros lugares, en otros mundos que no eran el suyo porque en aquel momento que tanto amaba, su mundo estaba a salvo, allí de pie junto a la ventana. Desnuda o con el albornoz si había disfrutado de la lluvia de agua caliente que saboreaba cada mañana al levantarse. En las manos el café con leche humeante que sorbía como la vida a pequeñas dosis, calentando las manos y el espíritu. La noche incluso vista desde la ventana le producía escalofríos, subían desde los pies atravesando su espalda hasta la nuca y allí erizaban el vello. Aquello era sentirse viva. Sentir como el mundo provocaba en su cuerpo sensaciones, despertaba territorios, abría senderos en la mente apagada por el sueño y la devolvía al estado de consciencia que perdería luego en la vorágine de la vida cotidiana.
Cada
detalle de aquellas madrugadas, era lo que quedaba en el recuerdo que
le permitía mantenerse a flote; eran los momentos que le daban
impulso para el salto; que servían de amortiguador para los golpes,
de refugio para el resto del día.
Desde
aquel palco presidia el teatro del mundo.
Cuando
descendía por el ascensor, ya amanecido, bajaba a escena y era sólo
uno más de los títeres que poblaba la vida de otros. En la mayoría
de los casos era un personaje secundario y en otros pocos el director
de la obra. En muy pocas ocasiones se veía como actriz, como
protagonista del acto. No sentía el calor del público cuando bajaba
al escenario, sólo el frío de representar un papel ajeno. Incluso
cuando el aplauso estallaba en mitad del espectáculo lo vivía como
extraño a sí misma, impuesto, artificial.
Cada
mañana a las seis y cuarto sonaba el despertador, ponía en marcha
el disco de música que la hacía retornar del seguro mundo de los
sueños. Música suave, nunca las estridencias le habían gustado.
Tonos delicados, armoniosos, de clásicos o modernos, pero siempre
suaves melodías que le dieran el primer impulso para montarse en el
carrusel de la vida. Se quedaba un rato en la cama, dejándose
acariciar por la suavidad de las plumas encerradas en la funda
nórdica, tapándose hasta el cuello y arrebujándose, tratando de
huir del mundo que la esperaba. Deseaba seguir durmiendo, a pesar de
que a esas horas ya estaba saciada de sueño. Tampoco era pereza, esa
resistencia a incorporarse era un ritual más de disfrute de esa
soledad que amaba. No se encontraba aislada en el mundo, pero sólo
ella misma se hacía verdadera compañía. Su cuerpo necesitaba sus
propias caricias, sus ritos solitarios. Su soliloquio interior le
llenaba el depósito de gasolina, suficiente combustible para viajar
después a los lugares comunes dónde se relacionaba con los demás.
Existía ella y el resto del mundo, en ese orden y con una distancia
tan grande entre ambos que requería un esfuerzo llegar hasta el otro
lado del abismo.
La
música primero, las caricias del edredón, el café con leche, la
ventana eran como la oración que cada mañana repetía, el mantra
que movía los engranajes de la voluntad para superar los miedos. Se
vestía despacio alargando los tiempos, lo hacía siempre ante el
espejo del armario en su habitación. Mirándose, acompañándose en
aquel tránsito, admirando aquel cuerpo aún lleno de vida y a la vez
huero de deseos. Se acariciaba un instante al ponerse las bragas y el
sujetador como si fuera un amante saciado, elegía cuidadosamente las
prendas que vestiría. Colores sobrios, pastel, prendas rectas,
elegantes, con clase, sin estridencias (como sus músicas). Se
miraba, comprobaba el efecto, le hablaba al espejo como si conversara
con una amiga a la que pidiera consejo, prolongaba aquellos tiempos
para tomar aire antes de la inmersión.
A
las siete y media salía por la puerta, no empezaba a trabajar hasta
las nueve pero acostumbraba a ir a pie hasta la oficina con una
parada en un café que hacía esquina entre la calle
del paraíso y la
calle del infierno,
el bar se llamaba el
purgatorio.
Allí tomaba su desayuno de tostadas con mantequilla y mermelada y un
café, observando el mundo desde la cristalera.
Era una voyeur profesional. Cada mañana la excusa del desayuno le permitía escrutar la vida de otros, desde primera línea, desde el palco proscenio del tablado en que nos movemos a diario. Su aire distraído, su actitud indiferente, su natural mimetismo la hacían transparente. Creía ocultarse envuelta en su capa de normalidad, pensaba que era invisible, que espiaba el mundo de incógnito desde aquella mesa del bar. Miraba como sin pretenderlo a la pareja que se sentaba enfrente, a la mujer que pasaba a buen paso por la acera, al viejo insomne que paseaba el perro desde hacía una hora y ya volvía a su casa. Entraba en la vida de todos ellos e imaginaba sus historias, las creaba como si fueran personajes de su propia vida. Les daba forma, los relacionaba, los movía por el escenario de su imaginación y los hacía sus compañeros mientras bebía el café.
Era una voyeur profesional. Cada mañana la excusa del desayuno le permitía escrutar la vida de otros, desde primera línea, desde el palco proscenio del tablado en que nos movemos a diario. Su aire distraído, su actitud indiferente, su natural mimetismo la hacían transparente. Creía ocultarse envuelta en su capa de normalidad, pensaba que era invisible, que espiaba el mundo de incógnito desde aquella mesa del bar. Miraba como sin pretenderlo a la pareja que se sentaba enfrente, a la mujer que pasaba a buen paso por la acera, al viejo insomne que paseaba el perro desde hacía una hora y ya volvía a su casa. Entraba en la vida de todos ellos e imaginaba sus historias, las creaba como si fueran personajes de su propia vida. Les daba forma, los relacionaba, los movía por el escenario de su imaginación y los hacía sus compañeros mientras bebía el café.
Aquellos dos jóvenes que veía
a menudo siempre sentados en la mesa del fondo, donde la ventana se
trasformaba en muro. Allí los veía casi a diario sonriéndose,
diciéndose cosas al oído, murmurando palabras de amor que aunque no
le llegaban, podría repetir casi con la certeza de no equivocarse. “
Cariño te esperaré en el parque cuando acabe la clase de inglés,
tengo una sorpresa para ti – venga dime que es – imposible, no
sería una sorpresa, pero se que te va a gustar- porfa – no
insistas- venga... porfi” y se besaban suavemente en los labios y
él la besaba en la mejilla, llegando hasta el lóbulo de su oreja,
dejando allí una mezcla de beso y mordisco. Un escalofrío, un
erizarse el vello, una sonrisa cómplice y un reproche en los labios
y en la mirada de ella. Aquellos estudiantes que gastaban su pequeño
presupuesto en aquel desayuno y compartían no sólo el café con
leche, si no la ilusión de lo que está por construir. Esos dos
jóvenes que dejaban testimonio de su amor o su ternura o quizá del
deseo aún no realizado de yacer en una cama, de arrancarse la ropa,
de comerse a besos, de saciarse de placer. Y en preciso instante en
que se besaban pasaba la mujer cargada de bolsas, captaba ese gesto,
detenía apenas el paso y pensaba para sí donde quedaron sus besos. Los que su marido le daba en el parque, el mismo parque donde se
habían citado los amantes. Por un momento aparecía en su rostro la
sonrisa del deseo, del recuerdo cálido de una boca sobre sus labios.
Apretaba después de nuevo el paso pensando en que tenía que
entregar aquellos paquetes y volver a casa para llevar a los niños
al colegio. Ojalá su marido los tuviera ya vestidos y desayunados. Y
el viejo con su perro que tironeaba de la cinta para poder oler el
tronco de un árbol y depositar después su señal, volvía la cabeza
justo en el momento en que veía sonreír a la mujer. Ya era madura
pero que cintura, que garbo al andar, quien tuviera treinta años
menos para decirla un requiebro, con educación pero con intención.
Porque se veía claramente como esa mujer era de las que hacen feliz
a un hombre, con sus caricias, con sus susurros. Ahora él se
conformaba con las carantoñas y los ladridos de Linda, pero la vista
no envejece y él sabía distinguir una buena hembra.
Todo transcurría delante de
ella, para que pudiera verlo con la claridad con que se pueden ver
los sueños, en la intimidad de sus tostadas y su café. Dejando que
los ojos pudieran llenarse de imágenes, pero permaneciendo al
margen, en el anonimato de la soledad. Pagaba su desayuno y salía de
nuevo a la calle para acabar su trayecto hasta la oficina. En este
segundo tramo el paso era más lento, como si no hubiera repuesto
energía sino que la hubiera perdido en algún esfuerzo titánico.
Atravesaba el parque en que más tarde los amantes se verían, los
árboles de siempre, testigos mudos de tantas historias. Caminaba por
la acera observando a su alrededor, a veces se encontraba con alguna
mirada furtiva de otro andante solitario de la vida. Había sido sólo
una impresión o puede que aquella pareja de jóvenes estaban
hablando de ella. Imposible. Ella era de cristal, su persona una
entelequia, su figura un sueño. Su cuerpo era lo único que podía
despertar alguna atención a su alrededor, quizá el viejo también
la había visto mover su cintura y amagaba su piropo de hombre.
Retrasaba su llegada al
trabajo, aunque nunca había llegado tarde. Era metódicamente
puntual, se podría decir que siempre entraba en escena en el momento
que le correspondía. Cuando atravesaba el vestíbulo de aquel
edificio nuevo, de pulidas paredes de mármol, comenzaba su
representación diaria. Se levantaba el telón de su espectáculo. El
portero la saludaba.
-Buenos días señora directora
-Buenos días.
Y atravesaba aquel espacio
vacío, resonando sus pasos en el aire, hasta llegar al ascensor. Se
abría la puerta metálica con el sonido del timbre y la luz que
iluminaba el número cero. Aquella escena que repetía cada mañana
no dejaba de producirle cierta angustia. Entrar en aquella caja
vertical que ascendería hasta la última planta, le producía la
sensación de haber penetrado en un ataúd que se elevara hasta el
nicho que tenía asignado. La voz femenina que anunciaba la planta no
mitigaba su angustia, con un tono monocorde y un acento extranjero,
la hacía sentirse incomoda. Cerraba los ojos, respiraba una vez más
y se cargaba de fuerza antes de que la voz grabada anunciara su
planta y se abriesen las puertas dejándola en medio del verdadero
escenario, donde debía interpretar su papel.
El
espacio al que accedía era su jurisdicción, su dominio. En él era
la dueña absoluta, ostentaba el título de reina, de directora
gerente. Todo aquel lugar que se llenaba de mesas y estantes, de
hombres y mujeres, de ordenadores, fotocopiadoras, faxes, todo estaba
bajo su égida. Aquel territorio compuesto por tabiques incompletos
que delimitaban cubículos abiertos, formaba un largo pasillo que
llevaba directamente a su despacho. El recinto último, el sancta
sanctorum
donde el sumo sacerdote impartía los preceptos de la fe. Allí se
decidía qué sería publicado en el semanario, qué temas de la
actualidad eran noticia y cuales pasarían al anonimato, al silencio
del olvido. Ella recorría el pasillo con una amplia sonrisa,
repartiendo saludos, respondiendo a los buenos deseos para el día.
No es que le molestara su presencia, pero su único deseo era
atravesar aquel lugar y resguardarse tras su muralla. En su despacho,
cerrado al espacio interior de la planta, se abría un ventanal hacia
el mundo. Un nuevo cristal por el que poder ver la vida, a salvo de
lo externo, en la intimidad de su única compañía. Allí se sentía
como en una isla. No una isla pequeña de naufrago en la que sentarse
a esperar señales del cielo o del agua. Su isla era grande y
salvaje, en medio de un inmenso océano en el que perder la mirada.
Con unos acantilados desde donde escuchar el bramido del mar
rompiendo contra la roca, se imaginaba paseando desde lo alto cerca
del precipicio, sintiendo el viento sobre la cara, invitando a
dejarse llevar hacia el vacío. Esa era para ella la percepción de
estar viva, la sensación de estar sola, abandonada en la naturaleza,
defendiéndose de la vida y aferrándose a la vez a ella.
En su despacho, la mesa estaba
de espaldas a la ventana. Cuando trabajaba necesitaba ausentarse del
mundo real e introducirse en otra ventana al mundo inmaterial que
aparecía en la pantalla de su ordenador. Donde se sumergía y
buceaba, donde convertía las noticias en historias. Desde donde la
realidad toma forma en escritos y fotografías, en pruebas de vida.
Nada existía si no era noticia, al menos nada importante para el
mundo. Ella pensaba que sólo aquello que era protagonista de la
actualidad era una realidad palpable. Sólo lo que se podía ver
impreso en los rotativos, lo que era filmado en los documentales o
grabado en los estudios era real. Esa realidad era regurgitada
después de ser digerida y remodelada por la maquinaria de la prensa
para ser entendida y asimilada. Ella formaba parte de ese proceso
trasformador, parte del engranaje, del inframundo necesario para dar
cuerpo a la realidad. Los protagonistas eran siempre otros. Vivían
en un mundo ajeno al suyo.
El ordenador era la ventana al
mundo sustancial, al presente verdadero. El gran ventanal de cristal
un mirador en el que perderse y crear una ilusión, una fantasía, un
ensueño. Era la ventana de un futuro incierto e irreal. Pero en
aquel despacho de directora gerente existía una tercera pequeña
ventana en la que podía asomarse, y pese a su reducido tamaño era
donde con más facilidad acababa perdiéndose. La ventana del pasado.
La fotografía de Carlos
enmarcada en plata, labrada con motivos florales, rompía la estética
funcional y minimalista de aquel recinto. Se veían dos jóvenes
abrazados, sonriendo y mirando a la cámara, esperando el disparo del
flash, desafiando el tiempo, ajenos a todo lo que estaba fuera de
ellos. Podía recordar perfectamente los detalles de aquella imagen.
Su viaje a Praga en pleno invierno, decidido en el último minuto con
la excusa increíble de tomar las fotografías y cubrir la noticia de
la Revolución de Terciopelo y una entrevista con el mismo Václav
Havel. En su viaje no se plantearon ni por un momento la dificultad
de acceder al escritor ya convertido en líder de aquel Foro Cívico.
Nada
más llegar se vieron inmersos en el movimiento reformador de un
sistema caduco, fracasado. Un elefante que se movía ya a
trompicones, y se sintieron partícipes del momento. Aquella era la
realidad, el presente que ocupaba las portadas de los diarios, los
titulares. Y lo mejor es que compartían ese protagonismo con su
amor, su inagotable amor, su indestructible amor. En el frío de las
calles, pisando la nieve, sentían el calor de sus cuerpos jóvenes
capaces de derretir el acero del muro que dividía Europa. Su
ideología intacta, beligerante. El heroísmo de los ilusos, la
fuerza de los que creen en la razón, el sueño de los que ven un
futuro nuevo. Todo les indicaba que aquel viaje sería el punto sin
retorno de un cambio que afectaría también a sus vidas. Les daría
el impulso para meterse de lleno en el mundo del periodismo en que
andaban bregando como becarios, como periodistas de ocasión y como
freelancer
de escaso éxito. Vivieron en la segunda Primavera de Praga como su
propia primavera. Carlos disparaba carretes de instantáneas en
blanco y negro que llenaron después los cajones, pero que en aquel
momento parecían estar destinadas a ser como el disparo que acabaría
con la tristeza de una sociedad con deseos de abrirse. Aquellas
fotografía que revelaban juntos y miraban en la cama después de
amarse. Fotografías que pasaron a ser imágenes de su propia vida,
porque en aquel cuarto de pensión que alquilaron cerca de la plaza
Wenceslao tomaban cuerpo, se hacían reales. El frío de la
habitación, no congelaba sus ansias, no era suficiente para
mantenerlos vestidos. Entraban en su habitación tras haber asistido
a una asamblea o una manifestación, tan entregados a la lucha que
iniciaban un combate que siempre finalizaba en tregua o en victoria y
cuyos únicos vencidos eran los cuerpos yacientes, agotados. Fueron
tiempos de pasión y fueron tiempos de acción. Cada mañana se
encontraban con otros periodistas, con corresponsales de medios de
comunicación de todas partes del mundo que como ellos se habían
congregado en aquel país para dar testimonio de la verdad. Buscaban
contactos en los círculos literarios, en los cafés, en las
redacciones, para encontrar la ocasión que les brindase la noticia,
la exclusiva. Durante el mes mas intenso, durante el más cálido
invierno que recordaban, habían trabajado incansablemente sin asomo
de agotamiento. Soledad escribía artículos, entrevistas callejeras
con los protagonistas del movimiento. Carlos fotografiaba aquella
realidad única y veía a través de su objetivo un mundo
esperanzador. Enviaban las crónicas y fotografías al periódico con
la misma pasión que los intelectuales escribían las cartas y los
discursos. Algunas veces veían parte de su reportaje publicado y eso
les daba renovada fuerza, una inagotable energía para seguir en la
búsqueda de la noticia definitiva. En aquel tiempo también creían
que sólo lo que aparecía en las primeras páginas podía decirse
que era real. Lo que las cámaras mostraban era lo auténtico. Nada
de lo que ocurría fuera de la noticia tenía interés, no era
relevante. Ellos se sentían en el vórtice del mundo, ahí donde
todo cobraba vida. Praga estaba cubierta de nieve, pero el frío no
helaba las sangres, hervían los estudiantes, cantaban y gritaban en
aquellas calles blancas. Podía olerse el perfume de la revolución,
un olor acre y dulzón que impregnaba todo, incluso las palabras.
Vivieron en el huracán de la emoción y las Navidades en aquel lugar
fueron el tiempo más fructífero de sus existencias.
A veces en la vida buscamos el
sentido de nuestra existencia en las calles que atravesamos, en las
avenidas y las plazas; y nos sale al encuentro cuando estamos
doblando la esquina de un callejón al que no habíamos prestado
atención. A veces lo que habíamos anhelado, el sueño que siempre
perseguimos, nos es ofrecido casi sin merecerlo, sin disputarlo.
Porque la vida no lleva la cuenta del esfuerzo, no esta pendiente de
cada uno de nosotros, transcurre a su ritmo y sin detenerse. A su
paso va dejando pedazos y algunos encajan en nosotros como la pieza
que nos faltaba, como si fuéramos un puzzle incompleto.
En aquella cervecería donde la
cerveza negra hizo que las lenguas y las almas se unieran. Aquel tipo
que llevaba su cámara, como tantos otros, cambió sus destinos de
repente. La fotografía lo aproximó a Carlos, ambos se mostraron las
instantáneas tomadas como reliquias, como trofeos y en aquel
cambalache de emociones regadas por la espuma de la cerveza,
endulzada por su sabor a regaliz, se fueron haciendo uno. En aquel
duo cabía perfectamente Soledad. Tres en uno, la divina trinidad que
conjuraba todos los dioses y los convertía en la unidad. Igual que
ocurría en la calle, una multitud que se resumía en una idea, mil
corazones que latían a un mismo ritmo, millones de individuos
convertidos en un sólo hombre, en una mujer; con el deseo profundo
de cambiar la maquinaria estropeada, monstruosa y pestilente que era
aquel régimen caduco.
Petr no era periodista, era un
filósofo o quizá intelectual o sólo un hombre, un político
comprometido, disidente, traidor, le habían llamado de tantas
maneras que ni él mismo sabía que era. Un idealista que desde
dentro había conocido la perversión del sistema y quería
cambiarlo. Amigo personal del líder y que les franqueo el paso hasta
la misma médula de la revolución. Les invitó a ser espectadores de
primera fila de aquellos hechos históricos. Le prometió a Soledad
una entrevista con Václav y a Carlos fotografiar el momento desde la
mejor perspectiva. Aquel final de año, el 31 de diciembre de 1989
iba a ser el comienzo de una nueva época, se abrían caminos nuevos
y fascinantes.
Tomaron las uvas en su cuarto
sintonizando radio nacional que retransmitía las campanadas. No
pudieron dormir, se amaron como si el día siguiente fuera el fin del
mundo. Quedaron embriagados, adormecidos bajo los efectos de la
emoción y el alcohol.
El uno de enero, estaban allí
formando parte de la historia, en medio de todo aquella multitud, en
el epicentro del mundo. No había un día de Año Nuevo en otro lugar
que tuviera el significado de aquel. Y ellos como destacados
corresponsales se encontraban en el lugar asignado a los elegidos
para trasmitir el mensaje revolucionario de un visionario, de un
hombre harto de oscuridad. Un líder ahíto de una Creación al
servicio del hombre y no del estado, convencido de la necesidad de
recuperar los valores de la Humanidad, nuestra relación con la
Eternidad y el Infinito. Una revolución en la esfera del espíritu
humano, universal, regeneradora. Oyendo como Václav Havel
pronunciaba quizá su mas importante discurso tuvieron la sensación
de que ellos tenían también un lugar en el conjunto de hombres y
mujeres, de jóvenes, de niños que se agolpaban en la plaza del
Castillo, frente a aquellas verjas de hierro fundido. Se sintieron
integrados en aquel Universo, como individuos pero a la vez como
parte de un todo. Una pieza de la máquina humana que ahora se
encargaría de romper las viejas y corruptas instituciones para hacer
surgir un proyecto renovador.
“Vivimos
en un entorno moral contaminado. Nuestra moral enfermó porque nos
habíamos acostumbrado a expresar algo diferente de lo que
pensábamos. Aprendimos a no creer en nada, a hacer caso omiso de los
demás, a preocuparnos sólo por nosotros mismos.
Conceptos
como amor, amistad, compasión, humildad o perdón perdieron su
profundidad y sus dimensiones, y para muchos de nosotros pasaron a
representar tan sólo singularidades psicológicas. Nos parecían
recuerdos extraviados de una época ancestral, algo ridículos en la
era de las computadoras y las naves espaciales.
Sólo
unos pocos fuimos capaces de alzar nuestras voces para gritar que los
poderes nunca deberían haber sido todopoderosos; que las granjas
especiales, que producen alimentos ecológicamente puros y de la
mejor calidad sólo para esos poderes, deberían haber enviado sus
productos a escuelas, hogares infantiles y hospitales, ya que nuestra
agricultura era incapaz de ofrecérselos a todo el mundo.
….......
No nos
equivoquemos: el mejor gobierno del mundo, el mejor Parlamento y el
mejor presidente no pueden lograr mucho por sí solos. Sería igual
de erróneo esperar un remedio general que tan solamente procediera
de ellos. La libertad y la democracia implican la participación y,
por tanto, la responsabilidad de todos nosotros. Si somos conscientes
de esto, todos los horrores que heredó la nueva democracia
checoslovaca dejarán de parecernos tan terribles.”
Luego
vino su entrevista con Vlácav Havel en quien el mundo tenía fija su
mirada. Se vio frente a un semidios que fascinaba con sus palabras,
que embriagaba con sus ideas. El presidente era ahora, merced a la
casualidad, a Carlos, a Petr, a la paradoja del destino, su medio
para ser escuchada por todos. Su exclusiva la proyectó por encima de
sus propios sueños. Inicio un viaje cuyas consecuencias no podía
prever. Soledad se convirtió en una periodista de nivel. Carlos
consiguió vender también sus fotografías.
Pero en
marzo cuando la primavera daba su comienzo, la noticia de la nueva
Primavera de Praga ya no ocupaba las portadas. El sueño de una
realidad dormida para la prensa, aunque en la calle siguiera tan viva
como lo estuvo en enero, hizo a Soledad innecesaria en aquel lugar.
Le habían ofrecido un puesto en un prestigioso periódico español.
Carlos
tenía que quedarse, aún veía muchas imágenes que retratar de
aquella realidad, que pese al silencio de la prensa internacional,
palpitaba con furia. No era una separación, sólo era una pausa en
el tiempo. Nada podría robarles ese amor desbocado que se tenían y
que en Praga se había convertido en roca.
La niebla
que ya sólo en las mañanas inundaba la ciudad, vino esa tarde a
despedirlos en el aeropuerto. Una niebla oscura, mojada, fría como
un mal presagio. Una niebla que dejaba tras de sí el silencio porque
lo absorbía todo. Un manto de llanto gris que les encogía el alma.
Se encontraron por primera vez solos, abandonados en aquel lugar
ajeno. Se descubrieron mirándose y una sombra de duda atravesó el
espacio. No supieron si era un rayo de luz o un parpadeo, pero se les
erizó el vello y sintieron el escalofrío del miedo. Aquella tarde
sufrieron la primera puñalada del desamor sin poder darse cuenta de
ello.
En aquel
aeropuerto de pasillos sucios, papeleras llenas y oscuras manchas en
las paredes y hasta en los cristales, pasó el fantasma de la
desolación. Soledad llevaba un traje pantalón con un abrigo hasta
las rodillas, de corte clásico. Él siempre informal, con su
vaquero, camiseta, cazadora militar y su palestina al cuello.
Parecían tan diferentes que no costaba pensar que la vida les
llevaba por caminos paralelos, que sólo convergían en los cruces.
Sin embargo su beso de despedida, interminable, agónico, contradecía
aquella apreciación. No deseaban separarse, temían que ese amor
sagrado que compartían pudiera desvanecerse cuando sus labios se
alejaran. Su abrazo era un grito de rabia frente al destino que les
impedía seguir unidos. Permanecieron pegados sin hablarse, sintiendo
el calor, el aliento de ambos sobre el rostro, un tiempo indefinido
que se prolongaría en sus mentes hasta el último de sus días.
Hay
momentos en la vida donde el tiempo se detiene, tomamos una imagen,
una fotografía del instante y la añadimos al álbum de recuerdos
imborrables que nos acompañan siempre. Esos olores, esas
sensaciones, esas imágenes son el equipaje con el que llegamos hasta
las puertas de la muerte. Son las verdaderas riquezas que acumulamos
a lo largo de la vida. Estas instantáneas que algún día parecieron
intrascendentes, como puntos de luz en un día claro, se hacen
imprescindibles. Es el azar, el capricho de un dios perverso o una
conexión eléctrica neuronal reverberante lo que las hace
imperecederas, lo que las consagra a la eternidad. La inmaterialidad
de lo eterno, aquello que nos es insustituible, lo que para cada cual
es la esencia misma de la vida, es sin embargo insignificante en el
cosmos. Somos tan pequeños, tan poco relevantes en el Todo, que nos
debería bastar vivir para sentirnos satisfechos. Sin pretender dejar
huella de nuestro paso. Pero qué sentido tendría el Universo si
cada una de sus criaturas no fuera única, un universo en sí misma.
El tiempo que vivimos es para cada uno el único tiempo, nuestro
mundo es el único mundo real y por ello no podemos dejar de vernos
como dioses o quizá verdaderamente lo somos. Todo gira en torno a
nosotros porque ese momento nos pertenece.
Ninguno
de los dos podía renunciar a la oportunidad que la vida les
brindaba, pero maldecían que fuera necesario alejarse, caminar en
direcciones opuestas.
-Piensa
en mí
-A cada
momento, mi amor.
-De
verdad no crees que debería quedarme.
-En
absoluto, tu sitio está allí, tienes que ir y demostrarles cuanto
vales, yo iré en cuanto pueda.
-Por
favor no tardes, te necesito. Somos un equipo, somos los ojos y la
palabra.
-Tu eres
la voz y yo sólo tus ojos. Quieren escuchar lo que tienes que
contar.
-Pero lo
que yo cuento no tiene sentido sin tus imágenes. Van juntas,
ensambladas son la verdad, por separado sólo una opinión.
-Cuando
llegue tu estarás ya situada y podrás ayudarme a hacerme un lugar.
Te necesito allí, no puedo irme ahora, hay demasiadas fotografías
que aún no he tomado.
Las
palabras fluyen como el agua de un torrente cuando existe el amor. El
desamor, el olvido, levanta un muro de silencio. No se encuentran las
sílabas que deben ser pronunciadas, se pierde el impulso para
decirlas. Por eso ni un momento dejaron de hablarse mientras Soledad
se alejaba y entraba en el control policial. Cuando atravesó la
puerta que daba acceso a las salas de embarque se desmoronó como un
castillo de naipes. Cayeron de sus ojos las lagrimas de la soledad.
Allí acudió el desconsuelo a hacerle compañía. Habían emprendido
aquella aventura juntos, la habían vivido como una luna de miel
inolvidable. Ahora sin embargo debían separarse porque el sueño que
perseguían parecía indicar que aquel era el camino. Pero acaso el
sueño podía obrar contra natura y romper aquella unión que era la
esencia misma del proyecto. En cualquier caso había dejado que
Carlos la convenciera de la necesidad de responder a la propuesta de
trabajo más que generosa y en la que de momento sólo cabía ella.
Carlos tenía razón, ella sería el agua que abriría el camino de
ambos. Su trabajo consistía en crear un espacio suficiente para los
dos y en aquel espacio construir luego la habitación común en la
que serían de nuevo felices.
Nada es
lo que parece, o no sabemos verlo. Quizás miramos y nos engañamos
porque nos interesa, puede que la vida se disfrace a veces de hada
cuando no es más que la bruja mala. La verdad está oculta y vive en
los subterráneos de la mente pero no siempre encontramos las
antorchas que iluminen los pasadizos y las oscuras celdas. El
trabajo, la cotidianidad, la mecánica existencia adormece los
sentidos y permite el paso monótono de la vida. Sólo las piedras
del camino son a veces capaces de despertarnos. El dolor de la caída
es un estímulo mayor que el goce del beso, que si acaso, anestesia
los reflejos. En aquel nuevo trabajo no tenía tiempo para mirar
atrás porque había un futuro prometedor. Había surgido una
oportunidad imposible de rechazar. Ella escribía y pensaba en esa
realidad que se cruzaba por delante, describiéndola, llenándola de
adjetivos, de frases brillantes que la hacían más creíble y real.
El periodismo es como la novela de la vida cotidiana, consiste en
contar aquello que ocurre, recreando los detalles, dándole a los
personajes un papel que interese, que atraiga al lector y lo someta a
la acción. La noticia debe ser un obra literaria de consumo rápido,
porque se diluye rápidamente en el tiempo. Su presencia es casi
siempre efímera, pasa con rapidez su frescura, por ello debe
ofrecerse ya digerida para que al público no le empache. Así cada
día necesitaba reinventarse construyendo verdades vendibles. Soledad
miraba el mundo con ojos rapaces, atrapando todo lo que ocurría.
Enfrascada en la misión de ser testigo, no podía abstraerse de su
propio mundo.
Se perdía
en el tiempo y se alejaba de sí misma. Praga quedaba cada vez más
lejos y con ella Carlos, que se había convertido en una voz al otro
lado del teléfono. Al principio no podían cortar la conferencia,
era demasiado doloroso dejar de oír el sonido del amor, las palabras
de la esperanza.
-Cuando
vienes mi amor
-Yo
quisiera estar ahí a tu lado acariciando tu cuerpo, pero debo acabar
mi trabajo
-Necesito
tenerte pronto o me moriré
-Aguanta
un poco y estaremos de nuevo juntos.
Pero con
las semanas, con los meses las palabras se convertían en dardos, en
reproches.
-No me
quieres, sino volverías
-Porqué
dices eso, acaso tu podrías renunciar a tus crónicas, esas que leo
ahora desde el otro lado de Europa
-Estoy
intentando buscar un lugar para ti, aquí podríamos estar juntos y
vivir de momento con mi sueldo. La separación hace más daño del
que podía imaginar.
-Yo
siento ese mismo dolor, pero espero que dure ya poco.
-No sé
si podré resistirlo.
El tiempo
que trascurre parsimonioso o veloz, cansado o apresurado, fue
abriendo el espacio que los separaba y casi sin darse cuenta se
encontraron en las orillas distantes de dos océanos, en dos
precipicios enfrentados, separados por un abismo. Se gritaban sin
oírse, sólo sus propias palabras eran devueltas por el eco. Cada
semana afrontaban el castigo de hablarse, casi como el fastidio de un
rito que cumplir y que a ninguno de los dos les era ahora propicio.
No porque pensaran que no se amaban, sino porque las palabras ya no
eran capaces de establecer la conexión, el nexo que otrora apenas
con un murmullo obtenían. Quizás una mirada, un abrazo podría
devolver la llama a aquel fuego que se apagaba, pero las voces en el
teléfono no daban ningún consuelo y les sumían en la confusa
sensación de no poder saber que sentían. La desesperanza de no
poder apartar el miedo que intuían de que aquellos seis meses
hubieran hecho mella en el amor incorruptible que tuvieron, teñía
los días de septiembre de un gris más profundo que el del otoño.
De pronto como una tormenta que descargara su fuerza en un aguacero,
se hallaron en el definitivo momento de la verdad.
-Cariño,
voy a volver la semana que viene, el miércoles a las siete
Un
silencio de sorpresa, la conmoción de lo esperado y lo temido, la
fuerza de la duda que apaga la voz.
-¿No te
alegras?
-Claro,
es que no me habías dicho nada y me he quedado muda. Te esperaré en
el aeropuerto y te prepare un cena. Tengo una reunión pero ya la
cancelaré.
-Si
tienes que ir puedo acudir directamente a tu casa y allí nos vemos.
-Vale,
pero lo de la cena sigue en pie.
Llegar a
un aeropuerto, a una estación y no encontrar a nadie, mientras ves
abrazarse a los demás, es una amarga sensación si llega después de
un tiempo de ausencia. Carlos sintió el frío del otoño como si la
estación hubiera ya cambiado al invierno. Pero era un hombre fuerte
que no dejaría que aquel aire húmedo enfriase su reencuentro.
Cuando pensaba en buscar un taxi para ir a casa la vio, Soledad había
llegado corriendo, viendo que el tiempo la traicionaba y no podría
encontrar a Carlos. Allí de pie, separados por la gente, pero
juntos, dejaron de percibir nada a su alrededor que no fuera al otro.
Se miraban, perdiéndose momentáneamente cuando se cruzaban los
viajeros, como si fuera un parpadeo, y se disiparon todas las dudas.
Él estaba allí, de nuevo su mitad le era devuelta por el destino.
Caminaban ya con los brazos abiertos, sin importarles el mundo, por
un momento se creyeron solos. No necesitaban más. Se abrazaron como
lo habían hecho en Praga al despedirse, sin poder separarse, ahora
sin hablar. Había demasiadas cosas que decirse y no cabían en una
frase, si acaso en una mirada, puede que en aquel beso. Ella lo llevó
directamente al apartamento, tenía preparada la cena, pero antes sus
cuerpos tenían cientos de caricias que darse, besos que habían
guardado en el cajón de la esperanza. Después ya llegarían las
palabras a rescatarlos de un silencio que ahora era necesario. La
cena, el vino, la charla, el verse allí de nuevo juntos los hacía
verse como aquel equipo ganador que fueron al llegar a Praga.
Soledad
había conseguido que en la redacción accedieran a ver las
fotografía que traía Carlos y a valorar la posibilidad de escribir
un artículo retrospectivo sobre aquello que sucedía en otro lugar y
que por un momento parecía olvidado por el restos del mundo. Después
de aquello, Carlos peregrinó por los templos de la información,
buscando su lugar, ofreciendo sus ojos, su mirada detrás del
objetivo. No es el rechazo lo que duele. A veces un golpe que te
derriba hace que te levantes más fuerte, desafiante, pero la
indiferencia carcome las entrañas y te destruye. - Ahora no tenemos
nada para ti, pero quizás más adelante. - Ese tema no es ahora
noticia, quizás si nos trajeras otro tipo de trabajo. - De momento
tenemos bastantes fotógrafos en nómina, pero déjanos tus
referencias y no dudes en enviarnos tus fotos, si nos interesara algo
te llamamos.
No es
fácil vivir sólo en el amor. Vivir al lado del éxito, a su sombra
duele tanto como sentirse despreciado. Es posible que sea incluso
peor, porque el desprecio no viene ya de los demás si no de uno
mismo. Carlos se veía cada vez más como una carga. Al lado de
Soledad que ya contaba como un activo fijo, reconocido,
imprescindible para su redacción, que gozaba del prestigio en el
oficio, estaba él, un don nadie.
Como
convencer a alguien que se ve hundido en el lodo que debe caminar
firme, que existe un camino más allá.
Empezó
retratando hombres solos, aquellos que transitan por la vida como
muertos vivientes, los que pueblan los bares de los barrios
periféricos, los desheredados del nuevo siglo a punto de comenzar.
En sus rostros, en sus arrugas, en las barbas por afeitar y las
cicatrices encontraba algo parecido a un bálsamo para su vacío.
Empezó a beber con ellos para conocerlos, poco a poco dejó de
verlos como personajes singulares y le parecían más sus iguales.
Soledad se empeñaba en que dejase aquel mundo, que buscase otros
objetivos, porque aquellos hombres iban apoderándose de su propio
yo, transformándolo en un extraño. Fue quedando atrapado en las
redes de la soledad, la del hombre que no ve remedio a su situación,
la soledad del vencido que rumia su derrota consigo mismo, porque a
nadie le interesa. El alcohol le permitía encontrar en aquellos
desechos de la vida aliados, le devolvía la dignidad del caído y le
infundía el valor de insultar al mundo que lo había traicionado. Se
fue perdiendo en el engaño de la compasión que siempre se vuelve en
contra, convertida en humillación. Cayó en aquello que llamamos
depresión y que en realidad es la abdicación ante la vida, el
sometimiento a un fin irremediable, la renuncia a seguir luchando, a
plantarle cara al destino.
Soledad
no se dio cuenta de ese descenso a los infiernos, porque estaba
demasiado ocupada trabajando, buscando también una salida para él,
que cada vez era más difícil porque Carlos se había trasmutado en
otro. Su cámara ya no buscaba retratar la realidad, describía el
mundo oscuro en el que caminaba. Soledad se preocupaba por él, le
animaba, le protegía. Pero sólo podía protegerlo de los demás, no
podía hacerlo de sí mismo.
-Venga
cariño algo saldrá, me han prometido que verán tus fotos.
-Nada me
importa, ni mis fotos, ni siquiera tú.
-Tienes
que poner de tu parte para salir adelante, tienes que dejarte ayudar.
Nadie
sabe como llegará el día de su muerte, no se escuchan las trompetas
del juicio final, no se percibe un olor especial en el aire. La parca
que nos corta el hilo de la vida, que nos arrebata nuestro mayor
bien, es a veces liberadora. O eso piensan los suicidas, los que
cogen de la mano a la vieja hilandera y manejan su cuchillo. Pero la
muerte siempre guarda su sarcasmo, su ironía mordaz para firmar
aquel acto de renuncia como propio. Así lo vio Soledad cuando en su
apartamento encontró a Carlos colgado de la correa de su propia
cámara. Aquella bandolera de la que hasta entonces pendía su
máquina, su compañera, se había convertido por una sangrienta
burla del destino en el arma. Y la cámara sobre el aparador
dispuesta con el disparador automático había tomado la última
fotografía, convirtiéndose en testigo. Aquella escena macabra era
el testamento, el legado que ella heredaba. No había cartas de
despedida, no había súplicas de perdón, ni siquiera palabras de
reproche. El silencio. El mudo testimonio de una fotografía, que
parecía una acusación directa.
Nunca
hubiera permitido que aquella escena degradante saliera a la luz,
pero no se sabe muy bien cómo, llegó a la prensa. Carlos que
llevaba un año sin poder publicar ninguna de sus fotografías era el
autor de la imagen más publicada. Se convirtió en autor, en
artista. Las fotografías que había enviado a los periódicos y
habían sido olvidadas, eran ahora obras póstumas de un
incomprendido genio. Su último acto le convirtió en un autor de
culto. Las imágenes en blanco y negro de Praga eran iconos de la
libertad, gritos de rabia contenida que nadie había escuchado. El
mundo lamentaba ahora su sordera, el haber ignorado a ese hombre
magnífico que vivía bajo la piel de un perdedor. El mundo redimía
con ello su muerte y rendía culto a su memoria.
Y Soledad
para poder seguir adelante, tuvo que llenar el tiempo de actos
mecánicos, de gestos vacíos que la mantuvieran en pie.
Cuando se
pierde la ilusión por la vida, cuando ya nada importa, necesitamos
seguir aparentando estar vivos. Reproduciendo los actos de los demás,
con la inercia que proporciona lo cotidiano, repitiendo los mismos
gestos. En este ritual de la vida, de la ficción de la vida,
encontramos el consuelo a la tristeza existencial, hacemos tiempo
hasta que vuelva la primavera. Cada día debía levantarse, tomar su
desayuno, ir al trabajo, dar los buenos días, sonreír, hacer como
que se interesaba por los artículos de los demás, aceptar los
pésames con fingida tristeza. Porque ya no se sentía triste, no
estaba deprimida, no le dolía la muerte o el abandono. Se sentía
únicamente sola. Era la soledad lo que anegaba su alma.
Esa
soledad que había perseguido a todas las generaciones de mujeres de
su familia, a las tres Soledades. Su abuela Sole que había perdido a
su hombre cuando aún apenas había disfrutado de su compañía. La
guerra se lo llevó pronto, poco después de su boda. Lo llevaron a
Marruecos para salvar a la patria, defenderla, honrarla. dejándole
como único recuerdo el vientre que creció y le dio a su hija
Soledad. La llamó así, no porque tuviera el nombre de su madre si
no porque con ella vino la soledad de quien tiene que plantarle cara
a la vida, sin pistola, sin coraza, sin escapatoria. Ella si había
sido una combatiente, una miliciana. Su abuela que recordaba lo
efímero del amor, que casi no le dio tiempo a conocer. Se había
casado enamorada, o eso creía, aunque no podía estar segura. No le
hubiera importado descubrir que había sido sólo necesidad y un
cierto grado de atracción, si al menos la vida le hubiera dado la
oportunidad. Su desapego por esa vida que la había traicionado, no
era por haber tenido que luchar sola en un tiempo difícil para sacar
adelante a una hija siendo la viuda de un soldado caído en acto de
guerra. La abuela Sole se sentía abandonada. Su soledad venía de la
ausencia, de la rabia de haberle arrebatado su tiempo por un juego
absurdo de hombres. Era la soledad del desposeído, del que contra su
voluntad es expulsado del mundo, sin haberlo merecido. Un castigo sin
crimen, una penitencia sin pecado. Esa es una soledad rancia, que
sabe a sal y huele a orina en un callejón. Es la soledad de los
pobres, la que tienen los desahuciados, la que sufren los enfermos,
los nacidos en los barrios miserables, los hijos de padres
alcoholizados, de madres ausentes. Una soledad en gris azulado.
Su madre
Soledad, decidió vivir todo aquello de lo que había carecido la
abuela. Se casó enamorada, tampoco llego a saber si era necesidad,
pero acabaron necesitándose como la sed al agua. El marido y su
única hija, a la que puso el nombre en recuerdo de su madre, fueron
los ejes, los objetivos. Su vida la dedicó al cuidado de ambos, como
si hubiera sido un mandato divino que debía ser cumplido. Pero no lo
hizo con pena, no era una renuncia a sí misma. Ella sólo podía
reconocerse en su familia, en sus dos referentes y no podría haberlo
hecho de otra manera. A su hija pronto tuvo que dejarla volar, porque
no era como ellas, era una mujer libre cuyo vuelo era irrefrenable. Y
a pesar de la renuncia a su cuidado cuando se fue a estudiar
periodismo, entendió que nada podría separarlas, que el vínculo ya
se había creado, además le quedaba su marido. Antonio que siempre
se conformaba con todo, que era un hombre feliz al que la vida le
había regalado lo que podía esperar de ella. Trabajaba en la
compañía eléctrica y a la vuelta del trabajo su familia lo era
todo. La hija había sido su debilidad, cualquier momento que podía
lo pasaba con ella, como decía su mujer acabaría desgastándola de
tanto tocarla y besarla. Fue feliz hasta su muerte, porque murió en
la inocencia del enajenado. Aquel extraño que fue penetrando en su
cabeza y que fue creando lagunas en su cerebro. Primero olvidos
triviales, luego algunas acciones inexplicables que parecían fruto
del despiste.
-Tienes
la cabeza no se donde.
Le decía
Soledad sin reproche, mientras arreglaba aquello que había roto o
corregía el equívoco. Hasta que el huésped que habitaba en su
cabeza fue más poderoso que el amor, más fuerte que la voluntad.
Hasta que dejó de ser él y se convirtió en nadie, porque el
extraño que lo habitaba destruía, no creaba una identidad. Su mujer
y su hija cuando empezaron a comprender que esos cambios no eran por
descuidos sino que algo se había estropeado en su mente lo llevaron
a los mejores médicos. El diagnóstico siempre fue el mismo,
Alzheimer, la tan temida enfermedad que llevaba inexorablemente al
silencio, a la ausencia. No sabían combatirla, pero Soledad pensó
que el mejor remedio era el amor y de ese elixir ella estaba llena.
Antonio fue entrando en una postrera infancia, poco a poco lo
convirtió en un muñeco roto que había que vestir, lavar, dar la
comida y acompañar para los paseos con cada vez menos percepción de
lo que le envolvía. A Soledad le llamaba mama y a su hija, el ser
más metido en el alma de aquel hombre, la miraba mientras buscaba en
sus recuerdos un nombre, a sabiendas de que aquellos ojos los había
visto antes. Nunca lo encontraba, se quedaba mirando con aire
bobalicón, ensimismado, y ese gesto hacía brotar a Soledad las
lágrimas del dolor, de la pérdida. Su madre sin embargo le hablaba
con tanta normalidad que parecía que olvidaba que no la entendía,
que las palabras volaban por el aire como pavesas y caían
convertidas en ceniza. Nunca ni en los peores momentos de la
enfermedad se quejó. Dedicó todo el tiempo a su cuidado, lo aseaba,
lo alimentaba, le daba conversación en largos soliloquios que la
hacían parecer a ella la enferma. Incluso cuando estuvo postrado y
el fin corría en su busca, aceptó de la vida sus decisiones. Sólo
cuando Antonio murió lloró de rabia, sin duda se hubiera cambiado
por él.
Cuando
Soledad visitaba a su madre la encontraba siempre sentada en la
mesilla camilla, con la televisión encendida a la que no prestaba
atención. La veía con las manos cruzadas, los dedos alargados y
nudosos por la artrosis, lamentando no haber prestado más atenciones
a su marido. Fuera ya del mundo, al que no parecía pertenecer, sólo
aguardaba su hora. Al faltarle su marido se derrumbó en el abismo de
la soledad, pera la suya venía de la pérdida. La soledad del
abandonado, del que queda en la cuneta sin entenderlo. El huérfano,
el exiliado que no puede volver, el que pierde al amigo. Todos ellos
saborean aquella soledad de agrio sabor que deja un regusto ácido en
el fondo del paladar, que huele a humo. Una soledad de colores lilas
tornasolados.
Y ahora
cuando Carlos se había ido, cuando el tiempo se había detenido con
el fogonazo de un disparo ensordecedor, ya no podía sentir lástima
más que por sí misma. Navegaba en un mar de dudas, habitaba en el
dolor de sentirse culpable de su destino. ¿Era verdadero el amor que
había sentido por Carlos? ¿Le dolía su recuerdo sólo porque su
muerte la señalaba con el dedo? Estaba segura de haberlo amado. El
amor es la emoción que nos aparta de la soledad, es sentir en
nosotros a otra persona que habita nuestra vida. Él había estado en
su interior, tan adentro que no hubiera podido desprenderse de su
presencia. Pero de repente decidió irse, abandonarla. Por eso su
soledad era insoportable, la soledad del repudiado, del reo que
merece su condena. Era una soledad de color negro y un olor
pestilente, de un sabor tan amargo como la bilis. Sentía que la suya
era la peor de las soledades, más cruel que la de su abuela, más
atroz que la de su madre. Caminaba en un mundo del que se creía el
único habitante y lo que la rodeaba no era más que un sueño, un
escenario. Se sentía tan cansada como un condenado obligado a
contestar a la demanda de sus últimas voluntades, cuando el acto
final era ya su único anhelo, encontrar la soledad de la muerte.
Desde
aquella mesita del bar se veía reflejada en el cristal y percibía
la tristeza de su rostro. Al levantar la mirada que había posado en
el fondo de la taza de café, vio aquellos ojos que había creído
que eran los suyos. Ese hombre desconocido hasta entonces. se
encontraba en otra mesa del bar. Ahora le resultaba familiar, como si
lo hubiera conocido en otro lugar, como si formara parte de su
paisaje cotidiano. No apartó la mirada. Ella bajó los ojos. ¿Acaso
no era invisible como creía? Es posible que no seamos dueños de
nuestra propia soledad, ni nos pertenezca nuestro tiempo.
Estamos
inevitablemente unidos a los demás, la vida nos reúne en un
momento, en un espacio. Siempre existirá alguien que nos mira desde
su isla como a extraños, sin saber que formamos parte de su propio
mundo.
La
soledad puede que sea sólo una ilusión, la hermosa fantasía de los
hombres.