MALENA
Revolcada
en el barro, gritando de rabia, royendo la ruina de la vida, rodando,
riendo, arrastrada como un tango. Agarrada a la botella,
emborrachando la razón, regada con lágrimas que resbalan por el
rostro. Corrompida por la pobreza de los arrabales, derrotada por el
tópico de ser Malena.
Sorprendida
por una vida sórdida, ausente de la sociedad, sola, fuera de sitio,
insatisfecha, sorbiendo poco a poco la salud. Salvándome de mí
misma, sabiéndome sabia en ningún saber, sirviendo de excusa,
soltando lastre sin salida. Me excuso por ser Malena.
Cuando
el mundo te deja a un lado, cuando te aparta de su órbita, cuando te
excluye, entonces sólo quedan dos opciones: morir o cagarte en él,
vomitar sobre él toda tu bilis.
Nadie
le explicó que iba a acabar en un infierno. No vivía en un edén,
pero al menos tenía a los suyos. Sus puntos de referencia, los que
tomas de niño cuando todo parece eterno estaban allí. Su mar, su
barrio, su música, su madre. De su padre mejor ni acordarse, él fue
el culpable de aquella huida a ninguna parte. Sus amigos de la
taberna le dijeron que allí, en la otra parte del mundo, una chica
como Malena, con su carácter, con su belleza, sería la reina del
tango.
No
recuerda cuantas palizas le costó dejarse convencer para marchar.
Cuantas heridas curadas en el silencio de la casa por su madre
mientras su padre dormía la borrachera. La fuerza de la ira la
movió, la desesperación, la remota esperanza de que fuera cierto y
la necesidad de salir antes de perecer a la brutalidad. Partía con
la condición de ser la que mantendría la casa desde la madre
patria. Aquel país que a ella le sonaba a Tombuctú. ¿Qué podía
saber ella de España?¿Qué sabía ella de la vida?¿Qué sabia de
aquellos que la esperaban para ofrecerle un futuro?
No
necesitaba otro futuro en una tierra extraña. Necesitaba un
presente, poder vivir su presente. Pero partió en aquel mugriento
barco que antes de partir ya olía a vómito. Un barco de mercancías
que bajo mano trasportaba pasajeros, polizones que pagaban un pasaje
y a cambio recibían una litera y la manutención. Cuánta mentira
disfrazada, qué falsedad preside el mundo. La falacia toma forma de
verdad y con docilidad nos dejamos llevar al matadero. Aún cuando
las señales están claras, se ven los estigmas, las rastros de
sangre de los corderos que nos precedieron. Cerramos los ojos,
pensamos que no puede ser. Tan cruel no puede ser, tan ruin es
imposible, debe haber alguna explicación. Sólo cuando el cuchillo
se hunde en el cuello te das cuenta de que estás perdido, los demás
vienen empujando como si estuvieran ansiosos de descubrir que todo
había sido un error y ya no hay vuelta atrás.
Somos
ganado. En aquel barco ya eramos ganado. Nos marcaron como a la
ganadería, con el hierro candente de la necesidad. La necesidad de
comer, de agua, de dormir. Cambiamos nuestra dignidad por estos
manjares. El capitán se acostó conmigo a cambio de una ducha y unas
manzanas. Yo que había preservado mi flor para mi amado y que la
había entregado por amor. Por un amor ciego, pero verdadero, nacido
de la pasión del cuerpo, de la ansiedad del alma. Él me entrego a
cambio el único presente que consiguió retenerme en este mundo, que
me mantuvo unida a la vida, que preservó la cordura en aquel
aquelarre de humillaciones. Un corazón de corteza de pino que había
tallado con su navaja con nuestras dos iniciales M
y G. Antes de partir le di todo
lo que tenía, para que lo recordase, para que me esperara a la
vuelta y darle mucho más. En ese barco rebaje el precio de mi
tesoro a una baratija. Dejé manosear mis pechos por un mendrugo.
Acaricie flácidas carnes, las besé por unas galletas.
¿En
que puerto puede atracar ese barco sino en el propio infierno ?¿Cuanta
humillación es capaz de soportar un cuerpo, hasta cuánto es posible
doblegarse para mostrar la espalda dispuesta a recibir la fusta? ¿Cómo
no somos capaces de arremeter contra aquellos que nos convierten en
despojos? Clavarles las uñas, morderlos hasta arrancarles la carne,
hundir nuestras manos en sus entrañas, esa debería ser la única
respuesta. Sin embargo callamos, lamentamos, lloramos, nos consolamos
en el mal de otros que comparten el mismo destino, incluso uno más
aciago. No tenemos sangre en las venas, se derramó toda en el parto.
Somos cobardes porque pensamos que el mayor valor que poseemos es la
vida. No es cierto, el más grande es el orgullo para defenderla de
las injusticias, el honor, la dignidad.
Después
de un mes de travesía descargaron la mercancía y el rebaño al que
esperaban sus nuevos amos, que tomaron posesión de los nuevos
animales de carga. Descubrieron que eran tan dóciles como los
anteriores, en la travesía la mansedumbre había sustituido la
voluntad. Nos habían convertido en esclavos abandonando la capacidad
de rebelión, los objetivos personales, la propia humanidad. Así,
como un rebaño de corderos entramos en la furgoneta que nos iba a
trasladar al lugar de trabajo. Allí nos fue contando un hombre
malcarado, desfigurado por las cicatrices de algún cuchillo, que
ahora se había convertido en el señor del miedo. Mientras hablaba
nuestras mentes aún permanecían adormecidas por el dolor. Todo lo
que dijo, aquellas condiciones impuestas, la letra pequeña del
contrato que ahora nos era leída en voz alta, siguió tan oculta
como antes de partir. No había temor, era la conmoción de no
comprender como habíamos llegado hasta allí, porqué empezábamos
nuestro viaje, aquel que iba a permitir mantener a nuestras familias,
con una deuda. Aquellas personas eran nuestros dueños mientras no
devolviésemos el dinero que al parecer nos habían prestado para el
viaje. Nuestro trabajo tenía que servir para pagarles.
Eramos
diez personas, diez despojos, diez niños a los que poder robar su
infancia, diez mandamientos que incumplir. Ninguno de nosotros tenía
más de quince o dieciséis años. Los tres chicos eran delgados pero
fuertes, sin embargo parecían peleles sin alma, juguetes de hojalata
movidos por un mecanismo o marionetas con algunos hilos rotos. Ningún
recuerdo de su ímpetu, de aquel coraje con el que seguramente se
embarcaron para conquistar el mundo, para poner a sus pies a la
humanidad y llenar los bolsillos de oro. Yo pensaba en mi amor, en
aquel que me dejó su recuerdo de madera, con ese cuerpo fuerte,
capaz de derrotar un gigante. Con el corazón tan potente que cuando
estaba acostada junto a él parecía que podía salirse de su pecho.
Seguramente estos niños-hombres habían yacido con muchachas de mi
ciudad, las habían convencido de que volverían siendo importantes,
cargados de poder. Ellas habrían soñado a su lado y habrían
pensado que en ese momento estaban forjando su futuro al unirlo a
este David de brazos fuertes y voluntad inquebrantable. Se habrían visto a sí
mismas como las diosas que un día acompañarían a sus hombres
cogidas por el talle, dominadas por la majestad de estos héroes.
Habían gozado de ese sueño juntos, se habrían prometido mundos de
azúcar y miel, mientras se deleitaban con la ambrosía de sus
jóvenes cuerpos. Ellos eran ahora una sombra, un recuerdo oscuro de
los hombres que quisieron ser.
Las
siete rosas marchitas que ahora formábamos un ramillete avejentado
por la tristeza y el desaliento, habíamos perfumado el aire antaño
con nuestra presencia. Con esa fragancia de los cuerpos limpios, con
el aroma de la juventud, la esencia de la pureza del alma no
mancillada. Sólo los jóvenes son capaces de emanar el perfume
elemental de la vida. Pero allí ya no eramos aquellas muñecas que
salieron de sus casas con muda limpia y su mejor vestido. Nos habían
convertido en muñecas de trapo descosidas, amputadas, con el cabello
de estropajo y las manchas de suciedad emborronando el color de
nuestros vestidos. También nosotras habíamos abandonado nuestro
mundo con un sueño, en algún momento habíamos acabado por creer en
él. Volcamos en ese viaje hacia el fin del mundo la esperanza, el
anhelo de volver redimidas de la pobreza, convertidas en princesas.
No debería estar prohibido soñar, pero a los pobres nos debería
estar vetado ese privilegio. El despertar es atroz, la caída tan
brutal que no permite que quien se levanta sea ya el mismo individuo.
En el abismo, se perdió su rastro y al volver a la realidad es
incapaz de reconocerse. Los sueños son una perversión para los
desposeídos, para los desheredados. Ellos no tendrán el cielo, no
se les resarcirá del mal, no tendrán un lugar al lado de dios. Son
tan pobres que dios no los vio, están lejos de su penetrante
mirada. El dios omnisciente los olvidó, los borró de su objetivo.
Son el relleno necesario para dar vida al mundo, para moverlo, el
atrezzo que
los personajes principales necesitan para que la historia sea real.
Nosotras volvíamos a la verdad del
mundo convertidas en mujeres marcadas, nuestra adolescencia se pasó
en el barco. Fue un viaje en el tiempo donde envejecimos
prematuramente. Eramos escupidas por la sociedad en aquel agujero
donde nos llevaron. Nuestro lugar de trabajo, nuestra casa, nuestro
parque, nuestro retrete. Todo nuestro mundo se redujo, como la cabeza
del enemigo que los jíbaros empequeñecen para dominarlo, para
evitar su venganza. Aquella nave subterránea, donde dos tragaluces
que no conseguían iluminar mas que nuestras penas, nos mostraban
como el tiempo pasaba. Las horas, los días dejaron de tener sentido,
no había medida del tiempo porque no había proyectos, ni presente,
ni objetivos. La fuente de los sueños estaba seca, el futuro era un
erial, un desierto sin oasis. Sólo el corazón de madera latía en
mi mano cuando lo apretaba para agarrarme a la vida. En él
encontraba la fuerza de seguir a delante, aspiraba su olor acre y me
devolvía a aquel bosque, bajo los árboles, sobre las hojas de pino,
con los aromas de la humedad y la resina, en que me dejé llenar de
gozo. Sólo era un instante, el último suspiro de un moribundo, el
instante previo al caos, pero sentía que me llenaba de vida, volvía
a tomar fuerzas para resistir.
Vivíamos
en aquel túnel del tiempo trabajando desde que asomaban los primeros
rayos por las diminutas claraboyas del techo. Bajo el ruido de
aquellas máquinas que cosían telas que nunca nos vestirían,
pantalones, faldas, vestidos para otros. La humedad y el frío nos
acompañaban en todas las estaciones. Aquel era un lugar siniestro
donde las sombras habían vencido a la luz e imponían una
temperatura constante que helaba los huesos. Allí
quizá tomo mi voz de alondra ese oscuro tono de callejón.
O quizá fue el alcohol que a modo de premio de productividad
repartían y al que nos fuimos acostumbrando como a una droga. Aquel
bebedizo que nos ayudaba a adormecer los sentidos, a acallar las
ilusiones, a dominar los impulsos y a resignarse de nuestro destino.
Treinta mujeres y hombres desdibujados por la indiferencia al mundo,
trabajábamos, comíamos, dormíamos, orinábamos, defecábamos, todo
bajo la vigilancia de nuestros amos. Hablábamos poco entre nosotros,
sólo las noches de vigilia, donde la necesidad de pegarse a los
cuerpos de las otras chicas para calentarse, despertaba nuestras
conversaciones. Conocí a las otras Malenas, calcos casi perfectos de
mí misma. Ada, Belay, Galatea nacidas en la miseria, arrastradas
como yo a este sueño ajeno, sacadas de la cuna para ser carnaza.
Habíamos vivido juntas sin conocernos, en nuestro país eramos
vecinas y nos ignorábamos. Aquí eramos extrañas y habíamos tejido
una relación necesaria para preservar algo de lo que poseíamos
cuando vinimos. Sin embargo a pesar de que nuestra mala fortuna nos
unía, todas guardábamos una parte íntima, un secreto que no
podíamos compartir. Hasta en la situación más desesperada
escondemos una carta bajo la manga, porque pensamos que la suerte
puede cambiar. Aunque sepamos que la suerte no existe, que nuestro
hado está marcado por oscuros seres alienados de toda humanidad.
Ninguna desveló su tesoro escondido, pero todas abrimos nuestro
diario para consolarnos. En todas ellas habían escritas palabras de
dolor, palizas, hambre, pobreza. Desgranamos el fruto de nuestras
penas y con ello aliviábamos el amargo sabor que deja la frustración
de saber que los sueños murieron en aquel sótano. Pero también nos
infundíamos valor, inventábamos futuros posibles. Pagábamos
nuestra deuda y adquiríamos la libertad, salíamos de nuestro
encierro para redescubrir el mundo que habíamos perdido. En algunos
momentos ideábamos planes de fuga, nos organizábamos como
guerrilleras, emulando al Ché, invocando su espíritu para que nos
ayudase.
Maldigo el día en que decidimos que
había llegado el momento de rebelarse, aunque gracias a ello pueda
estar escribiendo. El valor reside en el fondo de nuestras almas y
sólo sale a la luz cuando estamos con los demás. Solos seriamos
cobardes, vigilando nuestro bien, evitando entrar en zonas de
peligro. Con los demás adquirimos el coraje, sacamos el héroe que
está escondido. Desenterramos el hacha, defendemos la bandera,
arriesgamos nuestra vida porque el otro forma ya parte de ti mismo.
Da sentido a tu existencia y por tanto hay que protegerlo. No lo
hacemos de una manera solidaria, no hay altruismo, ni generosidad.
Nos ponemos de su parte, porque ese otro al que eres capaz de
reconocer como un bien necesario, comparte tu destino. Somos
valientes egoístas, solidarios interesados, pero verdaderos Aquiles,
Hércules, Dido, Zenobia capaces de enfrentarnos a ejércitos con
nuestro escudo, por nuestra gloria.
Maldigo el momento en que invocamos
el héroe que yacía en su lecho para enfrentarnos contra aquellos
demonios que nos secuestraban. Ella se levantó como un trueno
haciendo resonar su voz potente y oscura, la voz de una niña que
había madurado deprisa, que se había agriado como el vino joven que
se introduce en una barrica estropeada. Se elevó como una diosa
blandiendo la única arma que podía ser arrojada contra Goliat,
conminándonos a seguirla para acabar con nuestra esclavitud.
Consiguió el milagro de despertar nuestras mentes dormidas, levantó
un vendaval de protestas. Todos nos pusimos en pie con ganchos y
palos en las manos. Los chicos antes mansos como perros adiestrados
se trasformaron en mastines, se dirigían hacia los guardianes
dispuestos a arrebatarles la llave de nuestro destino.
Aquel siniestro sótano se convirtió
por un momento en un mundo donde la esperanza tenía ahora una
oportunidad. La luz de las claraboyas parecía tener ahora un brillo
de espada, de rayo divino que viniera a vencer al mal. Sonó un
doloroso ruido que restalló en el aire como relámpago, como la
furia de una ola gigante que rompe en el arrecife y se detuvo el
tiempo. Se paralizó el espacio, hubo una tregua en el cosmos para
ver como una flor roja surgía del pecho de ella. Ese disparo acalló
todo el alboroto, cercenó el brote que había empezado a geminar,
destruyó la muralla que apenas habíamos empezado a levantar. Yo
corrí hasta ella desoyendo los gritos que amenazaban con matarme,
corrí para vengar a la muerte o para morir, para oír de sus labios
cual debía ser el siguiente paso, la consigna. Quería ver en sus
ojos que no nos iba a dejar, pero me encontré con un mirada que se
perdía y una mano que me entregaba un regalo escondido. Pensé que
me entregaba el testigo, la mágica poción para conjurar la venganza
y lo guardé antes de sentir como me apartaban de un empujón, como
me pataleaban la espalda. Puede ver desde el suelo como nos dejaba,
como sonreía, quizás feliz por abandonar aquel infierno.
Nos encerraron conmocionados,
aterrados, silenciosos, de nuevo amansados por el miedo. Permanecimos
encerrados en nuestras habitaciones un tiempo indefinido, hasta que
nos permitieron de nuevo salir con amenazas, innecesarias todavía
porque la rabia no había sido capaz de devolvernos la condición de
humanos.
No supimos nada de ella hasta que un
día entró la policía en aquel recinto y nos liberó, como si
fuésemos presos de un campo de exterminio. Salimos de allí como
despojos, flacos, demacrados, cegados por la luz del sol que hacía
más de un año que no veíamos. No sentimos alivio por la
liberación, sólo un vacío. Acostumbrados a no vivir no sabíamos
como seriamos capaces ahora de retomar nuestro camino. Todos juntos
estuvimos en un centro de acogida hasta que fuimos distribuidos. Nos
animábamos, había palabras de fingida alegría, interpretábamos el
papel de víctimas liberadas de un calvario. Ninguno mencionaba a
nuestra compañera muerta. La policía nos informó que un pastor la
había encontrado cuando su perro olfateaba en un campo mientras
pacía el ganado. La encontraron cubierta de barro, tirada, apenas
enterrada, envuelta en un saco de los que traían la tela con la que
trabajábamos, como se tira a un animal muerto. A través de la
investigación del crimen habían llegado hasta alguno de los
carceleros y con ello habían descubierto el tráfico de personas.
Una red de mafiosos que esclavizaban a niños que eran traídos con
la excusa de un trabajo. Callaban a sus familias enviándoles
pequeñas cantidades de dinero junto con cartas falsificadas donde
les decían a la familia que se encontraban bien y que eran felices,
aunque tenían que trabajar mucho. Eso hacía que nadie reclamase a
sus hijos, que el dinero que llegaba silenciase las sospechas,
acallase las dudas.
La pobreza tiene una cara cruel, la amarga verdad
que encierra hace que huyamos de ella como necios. Cerramos los ojos
para no verla en los demás, no queremos que nos implique. El pobre
es ciego también para el sufrimiento ajeno porque su dolor le basta
como argumento.
Viví en casas de acogida hasta mi
mayoría de edad, allí me enseñaron a leer y a escribir mejor.
Aprendí lo que en mi la escuela de la vida me había negado.
Trabajé en un hotel de asistente,
después en un periódico, estudié, leí, escribía alguna nota para
el periódico. Les gustaba mi carácter agrio, desencantado con la
vida, derrotista. Mi notas eran siempre tristes pero quemaban las
conciencias, pese a que me empeñaba en ser una agorera impenitente,
en mis escritos había más de amor que en algunas novelas rosas.
Gané dinero suficiente para volver a mi país dónde ya nada fue lo
que había soñado. No volví como una triunfadora aunque para
algunos así fuera. Volví como una perdedora. Había perdido mi
adolescencia, mi juventud, mis amigos que ya casi no me reconocían y
los que encontré me trataban como a una extraña. Viví aquella
existencia que consideraba de prestado, pegada siempre al recuerdo de
aquella que murió en el sótano gritando con voz ronca libertad para
todos nosotros.
Me
llamo Galatea, pero soy también Malena, porque tengo de ella su
esencia, me cedió su secreto, aquel corazón de corteza de pino
grabado con dos iniciales M
y G.
Quiero pensar que la G
era
mi nombre que fue escrito por la diosa del destino.
Escribo con él agarrado en mi mano,
como ella cuando murió. Escribo como venganza, como revancha contra
el mundo que convirtió a Malena en un desecho, en una mercancía de
usar y tirar.
Escribo por ella porque en su muerte
nos devolvió la vida.