Eva
no temió nunca ni a Daniel ni a nadie. Decidió morder la
manzana del árbol de la vida a pesar de que le costara la expulsión
del paraíso. Renunció a ser la primera de una estirpe que iba a
cambiar el mundo. Una nueva mujer junto a Daniel que formaría
un binomio perfecto, la única pareja que mereciese ser salvada en el
arca del diluvio. Abandonó lo que dios, su padre, le ofrecía que
era poco menos que la gloria, a cambio de ser ella. Podría haber
pedido la luna y la hubieran comprado con tal de que se adaptara al
modelo que previamente había sido diseñado para su vida. Fue capaz
de atentar contra el mandato divino de poblar la Tierra, por un
capricho, por una pulsión insana que todos se esforzaban en hacerle
ver.
Nació
en una casa de buena familia.
Bueno
nació en el hospital, rodeada de los mejores médicos de la ciudad.
Dos ginecólogos eminentes que discutieron con profundidad las
ventajas e inconvenientes de la vía del parto. Se debatió la
conveniencia de un abordaje abdominal que evitara cualquier trauma
tanto a la madre como a la criatura. Sobre todo tras la petición de
la gestante, que rogaba no pasar por aquel humillante proceso de
creación tan necesario como desagradable. Algo tan vulgar como el
parto, rodeado de los mitos de comadres y viejas brujas, envuelto en
un sórdido ambiente con olor a sangre, a sudor por el esfuerzo. Con
instrumentos ideados para la tortura, impregnados del líquido
amniótico, del pegajoso meconio. Nada de aquello le atraía y nada
de aquello iba a ser para ella. Su clase no le permitía descender al
acto más primitivo de la especie, para eso pagaba a aquellos
doctores, prohombres de un nuevo concepto de la obstetricia y del
propio acto de crear. Ambos llegaron a la conclusión de que aquella
dama preclara en conceptos obstétricos había acertado en el
diagnóstico y en la indicación para una cesárea.
Todo
sucedió en el entorno de la asepsia del quirófano, con elegantes
enfermeras y un atento anestesista seleccionado entre los más
aventajados de su especialidad que colocó un catéter epidural que
se mantendría en las primeras veinticuatro horas para evitar los
innobles dolores de aquel tránsito, a la dama. Tan pronto nació Eva
fue atendida por un pediatra , un perinatólogo de probada pericia,
que dirigía la unidad de cuidados intensivos neonatales en el más
exclusivo hospital. No se pensó en el contacto precoz, en el piel
con piel, todo aquello quedaba supeditado a que la integridad y la
seguridad de quien por entonces iba a ser la destinataria de un
imperio, no sufriera menoscabo. Su madre aturdida por el delicado
momento que había atravesado no pidió ver a su hija hasta la tarde,
cuando ya todas las visitas iban a presentar los respetos y agasajar
a la entrañable familia. Una cohorte de acaudalados varones con sus
respectivas esposas, lujosamente enjaezadas como las caballerías que
aquellos grandes hombres poseían en sus fincas, desfilaron por la
suite reservada del hospital. Algunas doncellas y hermosos querubines
acompañaban a los ilustres invitados portando regalos, presentes que
se iban depositando en los anaqueles de la habitación contigua.
Aquel ofertorio, en nada podía diferir del que siglos de pintura
habían reflejado en la Sagrada Adoración.
Estas
imágenes quedaron en la retina de la niña recién llegada,
indiferente a la adulación y a los agasajos que recibía de todos
ellos. Quizás ya entonces se iba forjando el ánimo de aquella
criatura, con aquellos ritos que no recordaba y que su tata le había
contado en las noches al cobijo de la oscuridad. No lo supo nunca.
Como tampoco pudo saber si su mimada infancia o el celo que se ponía
sobre su persona la hizo como era. Tampoco necesitaba saberlo. Nada
de aquello lo había elegido, no se sentía responsable de haber
nacido en aquel lugar, en aquel tiempo. Sólo era responsable de lo
que hiciera y esa conciencia es lo que la había decido a ser libre.
Libre para el acierto, libe para el error. Cometer errores era
humano, que los demás tomaran tus decisiones te hacía tan
responsable como si las hubieses tomado de propia mano, con el
agravante de que no eras dueño de tu propia vida. Desde que empezó
a tomar conciencia de ello no había permitido que nadie usurpara su
propia identidad. Había personas a su alrededor pagadas para obrar
en su nombre asumiendo las consecuencias de los fracasos. No iba a
permitir que otra persona se hiciera cargo de sus errores, ni dejaría
que otro le indicase el camino a seguir en aquello que era
fundamental. No renegaba de los asesores, de los maestros , de los
tutores que pudieran mostrarle como acertar en las encrucijadas de la
vida, agradecía su aportación y su esfuerzo, pero ella decidiría
que camino tomar.
Demasiado
tiempo había concedido a quienes manejaron su vida como un negocio
que debe ser rentable, como un proyecto personal de otros. Desde su
infancia había estado viviendo en un paraíso, en un vergel donde no
existía el más mínimo atisbo de peligro para ella. Su crianza a
cargo del ama de cría, con biberones para evitar que aquella mujer
tuviera otro concepto sobre la niña que el de un empleada en su
cuidado. Un pediatra se ocupaba de supervisar la alimentación, el
perfecto desarrollo de su organismo. Como el mecánico que supervisa
el perfecto funcionamiento del coche favorito del amo. No recordaba
nada del pediatra, en cambio de su tata lo recordaba todo, su olor,
su pelo cayendo sobre la cara, su sonrisa, las historias que le
contaba antes de irse a la cama. Aquella mujer fue su verdadera
madre, Gabriela era su nombre. Una mujerona de pelo oscuro y denso,
cuyo cuerpo invitaba a acurrucarse contra él. Aquellas carnes
redondas eran el refugio de tantos días de soledad en aquel paraíso
áureo, lleno de criados y vacío de amor. Sólo el calor de esos
pechos grandes que mojaba con el llanto enjugaban su pena. Cuando
estaba enferma, sentía como el dolor de su enfermedad traspasaba el
espacio e infringía daño en su aya, Gabriela sufría sus noches de
llanto llevando su desvelo con naturalidad, sin la obligación de un
asalariado. El amor se filtra por los poros de la piel y aparece en
la cara descubriéndose sin posibilidad de ser ocultado. El verdadero
amor es visible porque pone en sincronía los espíritus. Aquella
mujer la quería en lo más profundo de su ser. No necesitaba que le
pagasen para hacer aquello que llegó a ser el motor de su vida. Eva
era lo que daba sentido a su existencia y se sintió pagada por ello
con un amor correspondido.
Su
verdadera madre también la quiso, pero su amor tenía algo de labor
obligada, de cuidado de la propiedad. Era una mujer muy ocupada en
atender su complicada vida social. Los deberes del hogar, la
supervisión de las tareas de los criados, los cócteles, las
fiestas, las noches de teatro. Todo aquel sin fin de obligaciones
llenaba su calendario. Ocupada también en esconder las huellas que
el tiempo iba dejando en su cuerpo, aquellas señales inequívocas de
la edad que para ella eran una tortura. Vigilaba su progresión con
obsesivo celo, no podía dejar de verse como una estatua de mármol
cuya belleza debía crecer con el tiempo. Se recordaba a sí misma en
su juventud tan deslumbrante como una diosa y había retenido aquella
imagen en su memoria sirviéndole como molde para imitar tras el paso
de los años. Veía como la juventud de su hija la iba delatando ante
los demás, sentía como las formas cada vez más hermosas de Eva no
eran si no la prueba de su declive, era como si la belleza que su
hija iba mostrando hubiera sido robada y sin apenas pretenderlo
sentía que el filo de la envidia le acariciaba la piel. Una piel
blanca esmeradamente cuidada por los cosméticos, por los masajes,
pero que había perdido el brillo y la tersura de antaño. Ya no
conseguía atraer las miradas de los hombres, acaparar toda la
atención como antes, cuando el mundo parecía que dejaba de respirar
a su paso. Entonces si no hubiese sido por sus fuertes convicciones
religiosas, sus escrúpulos morales y la adoración por su marido que
le habían hecho renunciar a los hombres se hubiera perdido, ahora
quizás necesitaría recurrir a gigolos para sentirse amada y
deseada.
Era
una mujer esbelta, de apretadas facciones, con una nariz fina, recta,
pequeña. La prueba de identidad de un noble linaje de tierras
lejanas, hombres y mujeres del norte que le habían dejado también
en herencia sus ojos profundamente azules y un cabello otrora rojizo
y que ahora parecía de un castaño claro. Su mirada tenía la
severidad de una diva, la dulzura de una princesa o la perversa
frivolidad de un felino. Era capaz de hablar con los ojos, expresar
su deseos con la misma claridad que con su voz. Manejaba con mano de
hierro los asuntos de la casa, pero siempre bajo el mandato de su
marido, bajo su égida, actuando como un fiel factótum de aquel que
era el auténtico patrón del barco. Aunque su concepto de sí misma
era tan elevado que cualquiera que alcanzase a su vista estaba por
debajo, sentía el peso de su condición de mujer, de ser imperfecto
realizado de una parte innoble de los hombres. De una costilla no
podía surgir un ser que igualara en inteligencia, en espíritu, en
valor al hombre. Esa sumisión implícita en su conciencia la hacía
absolutamente dependiente de la ley marcada por él. Los mandamientos
impresos por el fuego sagrado, inspirados por el mismo Creador,
salían de la boca de su marido y se grababan en su fuero más
interno formando parte de su propio deseo, de su propio mandato.
Asumía con absoluta normalidad aquel lugar que la Naturaleza le
había cedido, sabiendo eso sí, que entre las mujeres no había una
de mayor rango que ella misma, que se elevaba por encima de criados y
asalariados que parecían pertenecer a una especie distinta no
clasificable por los mismos criterios.
La
hija era parte de su trabajo, de su propósito en la vida, el de
perpetuar aquella posición que ostentaba y si acaso agrandarla. Ser
merecedora en su vejez, que la atormentaba, del reconocimiento
postrero de haber sido un elemento indispensable en la prosapia
familiar de su futuros descendientes. No le cabía ninguna duda que a
partir de ella misma se iniciaba una saga de ilustres damas e
insignes caballeros que deslumbrarían al mundo. No había otra
posibilidad, era el curso natural del mundo que reconocía a los
grandes en su grandeza.
Todo
ello requería de un arduo trabajo y de una firme dirección. Era su
deber, su leitmotiv, su objetivo, su única razón, el dictado
que le había sido encargado.
Desde
temprana edad Eva tuvo los tutores y profesores necesarios para sacar
de ella el máximo partido a sus capacidades. Su madre velaba que
aquellos sapientísimos dejaran en su hija el poso necesario para la
posteridad. De la misma forma que se ocupaba de la supervisión de la
casa, del servicio, del jardín, se ocupaba de su hija. La quería,
pero no estaba permitido para una dama mostrar sentimientos de
dulzura, de ternura, que pudiesen dejar al descubierto sus
debilidades. Eva lo entendía, su cobijo emocional era Gabriela,
aunque la madre tuviese prohibido a la criada el tomarse licencias
con la señorita.
En
cuanto a su padre, puede decirse que no lo conoció. Como Dios en las
alturas, habitaba el Olimpo reservado a los elegidos. Sabía de él
por los noticiarios y las revistas, más que por su propia compañía.
Estaba ausente de todos sus momentos vitales. En cada cumpleaños, en
cada celebración, en cada disgusto, su padre debía asistir a
importantes reuniones, que en boca de su madre cambiarían el curso
de la historia, y que le impedían estar allí. En compensación,
nunca faltaban los regalos, tantos regalos que era imposible que no
repitiese ninguno. Es posible que su asistente llevase una ordenada
cuenta de los detalles regalados a su hija, y es también posible que
fuera él mismo quien los eligiese a instancias del padre. Cuando
volvía eso sí siempre le daba un beso en la frente, como
reconociéndola, dándole rango de vástago, de heredero legítimo.
Las reuniones familiares como las Navidades o cuando existían
acontecimientos extraordinarios, se convertían en concurridos
banquetes, en multitudinarias celebraciones donde sus padres debían
ejercer de atentos anfitriones. Eva quedaba al cargo de Gabriela, era
presentada a todos los ilustres invitados de la mano de la criada,
que lucía a la niña como si fuera suya propia. Tras las
presentaciones quedaba con su aya y los demás niños en la
habitación de juegos, para que con su algarabía no molestasen a los
mayores. Era un momento dichoso para ella, porque podía relacionarse
con otros niños, jugar, ser lo que le correspondía por edad. Aunque
muchos de aquellos individuos prepúberes habían perdido su
condición de niños tras los almidones de sus ropas y de sus almas,
impuestos por su exclusiva educación y por los remilgados tics de
aristócratas en miniatura.
A
Daniel era al único que consideraba compañero de juegos, amigo,
aliado, hermano. Era el hijo del socio de su padre y ambas familias
habían decidido compartir la educación de aquellos dos vástagos
que estaban destinados a heredar el imperio. Y quien sabe si por su
proximidad acababan uniendo sus vidas y con ello engrandeciendo más
si cabe su obra. Las dos familias veían a Daniel y Eva como el
principio de un nuevo tiempo imaginario. En aquel edén de
tranquilidad, de suficiencia, rodeados de una exquisita pléyade de
maestros se forjarían los destinos del nuevo mundo. No necesitaban
nada que no tuvieran, todo estaba ya dispuesto, todo a su
disposición. Su educación era perfecta, al modo de la Academia
platónica cada tutor impartía su materia. La oratoria, la
dialéctica, las lenguas clásicas fueron incluidas de la misma
manera que sus profesores de inglés, alemán y francés les
introducían en las herramientas necesarias para este mundo global.
Tenían tiempo de esparcimiento y juegos que aprendieron a hacer
siempre juntos. Eran juegos para dos, como si ellos se bastaran para
el mundo.
Daniel
un muchacho algo enclenque para su edad, de pómulos marcados,
mejillas sonrosadas y una nariz que presidía la cara sin quitar
protagonismo a su boca carnosa. Aquella boca que al abrirse mostraba
los dientes perfectamente blancos y alineados, pero sobre todo que al
abrirse dejaba oír una voz poderosa. La voz de un general, de un
carismático líder, con tonos cálidos y profundos, sin
estridencias, que no encajaban bien con aquel cuerpo. Era un chico
agradable, que no habían conseguido meter en el corsé de las
maneras refinadas y los gestos políticamente correctos. Sin embargo
se notaba en el la selecta educación recibida. Nunca incumplía los
horarios fijados, ni cometía las tropelías que pueden esperarse de
un chico de su edad. La relación con Eva era casi fraternal, ambos
se sentían profundamente unidos, con la familiaridad que otorga el
mucho tiempo compartido, con la confianza de dos amigos que se tienen
casi como único compañero. Se podía decir que se amaban, como
hermanos. Las dos familias veían en aquella relación un futuro
prometedor.
Afianzados
estos fuertes vínculos, a los dieciséis años los padres decidieron
que era el momento de separarlos para que pudieran completar la
formación en prestigiosas universidades. Daniel debía estudiar
dirección de empresas, Eva relaciones internacionales. El plan
divino, el diseño del futuro de aquellos seres se seguía
escrupulosamente hasta en el más mínimo detalle, todo evolucionaba
según lo previsto. Aunque iban a estar separados seguirían
compartiendo los veranos y los periodos vacacionales, con lo que la
relación posiblemente se consolidaría más tras la separación.
En
aquel tiempo a Daniel todavía no se le notaban los signos de su
evolución hacia la madurez, salvo en su carácter en donde esa
transición se había producido con mucha antelación. Ni siquiera el
vello de su bigote era visible. Algunas erecciones le habían
sorprendido al despertar, incluso algún sueño que no acababa de
recordar le provocaba una desazón que le roía durante unas horas,
hasta que conseguía olvidarlo.
Eva
en cambio ya había empezado a notar el cambio de su cuerpo, con las
protuberancias que se habían ido redondeado en su pecho y que ya
eran manifiestamente aparentes. Sus caderas y sus piernas tenían ya
las proporciones de una joven que prometía alcanzar la belleza de su
madre. Tenía además una altura que superaba a Daniel y la hacía
tener cierta ascendencia sobre él. La menstruación apareció hacía
algún tiempo y había despertado en ella algunas alarmas que no
sospechaba que existieran. La regla es para algunas chicas como un
punto de no retorno, un amanecer a un tiempo nuevo que va relegando
poco a poco los sueños de la infancia y los va cambiando por
realidades cada vez más desconcertantes. Tras el impacto inicial
llega el temor a un oscuro futuro, preñado de misterios, de
anunciados placeres y terribles peligros. Miedo a no controlar esta
cadena de acontecimientos que llega a su pesar. Poco a poco van
tomando conciencia de un estado de gracia lleno de incógnitas, de
dudas pero también de esperanzas, deseos y sentimientos que aparecen
como por arte de magia, sin invocarlos, sin solicitar su presencia.
El cambio no se limita a asumir una profunda revisión del propio
esquema corporal, la mente sufre también un trasformación en sus
percepciones que ya no tienen su centro en la cabeza sino que surgen
al parecer del abdomen. Quizá como resultado del crecimiento de
aquel vello púbico que va creando estímulos ascendentes por el
roce, por la suavidad de su contacto. Nuevos impulsos que surgen de
una naturaleza que no nos pide permiso para entrar en nuestra vida.
Desde
hacía algún tiempo y sin causa aparente en sus juegos ya no
entraban aquellos que requerían un contacto, no se peleaban como
antes, se abrazaban menos. A veces cuando inadvertidamente rozaba
Daniel con su mano los pechos de ella, había como un silencio
gestual, un momento de ofuscación aparente, como cuando en el cine
la escena se detiene medio segundo y sigue con aparente normalidad.
Existía una especie de cortocircuito en el que la chispa eléctrica
provocaba un error en el espacio-tiempo, una salto a otra dimensión
que no entendían muy bien. Estaban a gusto con su proximidad, se
sentían seguros uno con el otro. Necesitaban esa confluencia
espacial pero poco a poco fueron evitando el contacto de la piel. El
olor, la mirada, el sonido de sus voces seguía uniéndolos pero sin
darse cuenta ya no se tocaban.
En la
despedida, se abrazaron, se besaron, se prometieron mantener esa
unión necesaria para los dos, los dos se sentían ahora abandonados,
perdidos uno sin el otro. Internet nos mantendrá juntos, “te
escribiré todos los días, chatearemos cada día, te lo prometo” –
le dijo Eva – insuficiente consuelo para ambos.
Tras
las primeras vacaciones de verano en que volvieron a encontrarse, de
nuevo volvieron a sentirse como dos mitades que se habían separado
durante un tiempo y que volvían a su posición original. El amor que
entre los dos existía era casi indestructible. Se habían escrito
casi a diario, se veían en el skipe y el retorno a casa era para los
dos una necesidad, mas que para ver a sus respectivos padres, para
estar de nuevo juntos. Daniel no se separaba de ella, como si tuviera
miedo de que el tiempo pasara más rápido y se la arrebatase. A su
lado se sentía seguro, a pesar de ser un chico independiente, capaz
de vivir en el entorno del colegio universitario sin problemas,
necesitaba de su mitad, de su complemento. La cogía de la mano para
llevarla consigo a todas partes. Aquellas fueron las mejores
vacaciones de las dos familias que veían como se afianzaba la
relación de sus hijos. A Daniel nunca se le escapó un gesto, una
palabra que pudiera parecer una insinuación inconveniente. Pese a su
complicidad, pese a sentirse tan próximos y tan necesarios uno para
el otro, parecía existir una delgada membrana que separaba los dos
cuerpos manteniendo unidas sus mentes. Pero no existía la misma
naturalidad en los dos para mantener aquel estatus, ese estado de
siameses virtuales era una ficción, una ilusión que iba disipándose
cada segundo. Eva se sentía cómoda, amaba a Daniel profundamente,
pero no sentía el pálpito que el deseo provoca. Su contacto no
electrizaba su piel, ni aceleraba su corazón. No sentía su sexo
húmedo cuando se abrazaban, ni cuando compartían en la intimidad
confidencias de sus vidas ahora separadas. Los sueños que la
desvelaban, que la despertaban sudada y excitada, con un deseo de
ocupar el espacio que se abría en su virginidad, no eran
protagonizados por Daniel. Alguna vez pasó por su mente poder
experimentar las sensaciones del contacto de sus bocas, pero no
pasaba de imaginarlas juntas, como el beso desapasionado de dos
cansados amantes. No podía imaginarse desnuda entre sus brazos,
siendo acariciada, sintiéndose vulnerable y a la vez elevada al
verdadero paraíso, al estado de perfección que otorga el placer. No
podía evitar que aquellas sensaciones fueran sólo posibles en otros
brazos, en otras manos que infringían todas las reglas y dibujaban
en su piel historias de pasión, de arrebato. Había sido así sin
pretenderlo, sin buscarlo, parecía que la Naturaleza le tenía
reservada aquellos paisajes y de alguna manera lamentaba no poder
incluir a Daniel en ellos.
En
cambio a Daniel, sus paseos cogidos de la mano, sus charlas íntimas,
sus sonrisas, el aroma de su piel, su proximidad, eran un anticipo de
la gloria. Bebía de aquellos arroyos como un animal sediento, sin
desperdiciar ninguna gota del agua que su amada le concedía. En su
fuero interno pensaba que las emociones eran compartidas, que aquel
estado de ingravidez en que el se encontraba era la puerta del
paraíso que estaban destinados a compartir y que pronto la
atravesarían abrazados, desnudos, sintiéndose los dos únicos seres
sobre el planeta.
En
sus sueños sentía como se realizaban aquellos presentimientos. Eva
desnuda le mostraba todo aquello que sería suficiente para colmar su
sed. En aquellos espacios comunes compartidos trascurrían escenas de
un amor intenso, desbocado, carnal, primitivo, donde ambos se
entremezclaban hasta diluirse, perdían la corporeidad para ser
esencia. Sus cuerpos que luchaban entrelazados, se fundían, entraba
en ella y se perdía en sus confines, moría y renacía, lloraba de
placer al descender a sus llanuras y escalar sus cumbres. Despertaba
conmocionado, mojado y con sed. Como si la sequedad de su boca fuera
producto de no haber bebido bastante de aquel manantial, de no haber
probado realmente la frescura de aquel líquido que parecía ahora
más un espejismo en mitad del desierto.
Para
Daniel su contacto con Eva era la energía necesaria para moverse,
pero a la vez el martirio que lo torturaba. Quería decírselo pero
no podía, creía que aquella necesidad era sentida también por Eva
y esperaba el momento en que una chispa, un rayo hiciera arder el
fuego del amor. Cada vez le resultaba más difícil hablarle, su
mente estaba luchando por mantener sujetas las fuerzas maléficas que
bregaban por manifestarse. Deseaba besarla, beber de su boca,
acariciar sus senos, pegarse a su cuerpo y decirle todo aquello que
anegaba su alma a punto de desbordarse.
Él
mismo se sorprendía de su perfecta educación, de su sólida
adaptación a las reglas sociales aprendidas, ni los impulsos salidos
del remoto mundo de las emociones de la especie eran capaces de
vencerlas. Pero no faltaba a su mente la duda, porqué renunciar a lo
que sentía, porqué contrariar la Ley Natural en beneficio de la
Ley Moral, que perversa maldad existía en aquella imposición.
Porqué no permitir que el cuerpo liberase a la mente de su cárcel
de renuncias. Aquello no era el libre albedrío, no era el caos, no
era renunciar al orden. El amor debía ser una excepción que
estuviera por encima de todo convencionalismo, por encima de
cualquier dictado. No era posible legislar sobre la naturaleza del
amor, sería justo mantener un espacio de libertad reservado a aquel
sentimiento que venía directamente de Dios.
Eva
veía su sufrimiento, sabía que posiblemente ese fuese su último
tiempo de comunión de espíritus, porque estaba obligada a
declararle la verdad, a confesarle su pecado. Era en otros brazos
donde había sentido que la vida se le escapaba entre las manos, que
se abría como una grieta en la tierra bajo la acción de las fuerzas
que emanaban de su interior. Fuerzas más potentes que los
movimientos de placas tectónicas, con mayor poder de atracción que
la de los cuerpos celestes. Había en aquellas fuerzas algo cósmico,
divino, inmanente, que era incapaz de vencer. Sólo al principio lo
intentó, pero fue tal la derrota que tras surgir de la cenizas como
Fénix, salió trasformada y más fuerte. Ahora era la nueva Eva, la
auténtica Eva, la que deseaba ser y nadie podría cambiar. Tuvo que
luchar para conseguirlo. Dejó jirones de su piel, pedazos de su alma
en aquella batalla pero tras la victoria todo parecía evidente, como
una prueba que el destino había puesto en su camino para ser
superada. Quería a Daniel pero debía saber que no existía el
futuro que él deseaba, era justo, pero no deseaba su dolor. Sabía
que su confesión le provocaría una profunda herida que no podía
ayudar a curar. No encontraba el momento y le dolía que aquellos
instantes en que se sentían tan unidos fueran rotos por el relato de
una pasión ya vivida, dónde él hubiera querido se protagonista a
su lado. Sabía que no podía contarle aquello en la impersonal
conversación de un chat, aunque la webcam permitiera un simulacro de
encuentro. La intimidad de una carta carta podría crear el ambiente
para detallar el sufrimiento que aquella revelación le provocaba,
pero no había una réplica posible, un intercambio de caricias, de
apretones de manos que se entrelazan y permiten aliviar la carga
depositada. Debía hacerlo antes de volver a separarse y que la
distancia permitiese cicatrizar la herida, rumiar el dolor y quizás
el odio que aquella traición no buscada podría provocar a Daniel.
No sabía que consecuencias podía tener en su relación, ni el la de
las familias pero era inevitable, los dados ya se habían lanzado al
aire y el destino debía cumplirse. Fuera cual fuera el resultado
ella estaba segura de que no era responsable y no había otro camino
en su vida. La reacción de su familia, pasaba a un segundo plano, no
le importaba. Sabía sus consecuencias y las asumiría, como ellos
deberían asumir su decisión irrevocable.
Pero
como contarle a Daniel que la piel que deseaba tocar, los cabellos
que con sus manos enmarañaba mientras sus cuerpos desnudos rodaban
sobre el suelo no eran los suyos. El placer que había sentido,
mezcla de sensualidad y ternura, de amor y sexo, de identificación
en otro como la mitad que falta para estar completo. La necesidad de
besar la boca , de acariciar el cuerpo hasta sus más recónditos
lugares sólo le ocurría cuando estaba lejos de él. Allá en su
nuevo lugar, dónde había iniciado su licenciatura encontró el
nombre que los misterios de la vida habían puesto en su camino.
Sibila. Sólo pronunciarlo la hacía palidecer, se erizaba su vello,
se humedecía su sexo, se despertaba el más profundo de los
sentimientos que surgía del alma. No sabía ubicarlo en el cuerpo,
por ello debía provenir de la inmaterial presencia de lo divino.
Sibila que compartía su apartamento en Nueva York provenía de otra
familia que deseaba para su hija un brillante futuro y había trazado
también un plan que podía verse escrito en su frente. Desde el
momento en que se conocieron hubo un sentimiento de identidad, se
entabló inicialmente una amistad que surgía de la proximidad, de
compartir espacio y estudios. Pero su necesidad de estar juntas
empezó pronto, acudían juntas a la universidad y volvían juntas.
Iban al teatro o a los conciertos, a veces con sus compañeros otras
solas, pero siempre sintiéndose necesarias una a la otra para
disfrutar que aquel momento. El relato de sus propias vidas resultaba
casi innecesario porque se describían mutuamente. Es difícil a
veces saber porqué ocurrió, qué hizo que estallara la tormenta. Lo
que no podrían olvidar nunca es cuando el amor estalló como una
granada en la habitación, rompiéndolo todo y dejándolas al raso,
bajo el único manto del firmamento que las observaba con envidia.
Los cuerpos se fueron acercando imperceptiblemente hasta que tras el
contacto percibieron como los brazos iban también a cerrar aquella
unión en un abrazo eterno, las bocas buscaron su igual y la
respiración de pronto se convirtió en un jadeo, el corazón en un
caballo desbocado. Aún se sentían lejos, necesitaban estar más
unidas. La ropa fue cayendo, las piernas como los brazos se
confundían. Como diosas hindúes los miembros surgían de un cuerpo
único que había iniciado el proceso de fusión. En sus mentes
existía el vacío de lo eterno, la ingravidez del pensamiento, el
vértigo del descenso por la montaña sobre la nieve, nada importaba
y todo era necesario. La belleza de la eternidad del instante donde
te sientes el centro del Universo. La sensación de encontrarse en
medio de un tornado, viendo como todo alrededor se desvanece por una
fuerza brutal y sigues entero, sin apenas moverse tu pelo pero
llevado en volandas a lo desconocido. Nunca olvidarían aquel
arrebato que las marcó, que las dejó exhaustas sobre la cama, hasta
que amaneció un nuevo día que ya no era el de ese mismo año, era
un nuevo día de una nueva era, de un tiempo que no iba a dejar nada
indiferente.
Cuando
despertaron no hablaron, ninguna de las dos sabía bien qué decir,
ni si debía decirse algo. Primero fue Sibila quien se arregló para
ir a la universidad. Eva se quedó en la cama, ese día no la
acompañó. Cuando se quedó sola, lloró, sentía el dolor inmenso
de la culpa. La extraña percepción de haber provocado un agujero en
el espacio-tiempo que alteraría el desarrollo del mundo, de haber
cometido un error tan grave que no tendría arreglo. El llanto fue su
catarsis, las lágrimas corrían por su cara intentando lavar aquel
recuerdo. El silencio dónde sólo escuchaba su suspiro, la devolvió
a la realidad. Temblaba de miedo por el regreso de Sibila, temía a
su vez que no regresará, deseaba que se produjera un fenómeno de
amnesia temporal que borrara las huellas de aquel acontecimiento.
Pero cuando se abrió la puerta, el cielo de negros nubarrones que
ocupaban su cabeza, dejó que se filtrase un rayo de luz a su través.
Las dos se abalanzaron para de nuevo permanecer en ese estado de
fusión, nada sería ya capaz de separarlas. No necesitaban
argumentos, ni precisaban justificar aquella nueva situación, la
Naturaleza había unido sus destinos y ellas a ser obedientes a tal
mandato. Quizás fue este el momento en que Eva se subió al árbol
del amor y comió su fruto, aquellas manzanas rojas de piel brillante
y pulpa fresca. Su bocado no estaba envenenado por la perversión, no
contenía el dañino, el nocivo germen del mal y el pecado. Su jugo
era la mezcla del amor, de la entrega, de la renuncia al propio ser
en beneficio del otro. Su sabor dulce y ácido era el resultado de
esa materia en que el amor se basa, del placer y el dolor, de lo
infinito y lo efímero, de lo inmutable y lo voluble.
Daniel
no podía comprenderlo, a sus pies se abría un abismo al que era
empujado sin entender porqué. La revelación de aquella noticia lo
dejó inerme, sumido en la profunda tristeza de quien ve como se
desmoronan los sueños y amanece a una realidad terrible. La
abominable verdad que convierte en aire las ilusiones, en polvo los
proyectos, en ira el amor, en rencor la fidelidad. En Daniel también
se abría un mundo nuevo, pero lleno de dolor y rabia. Ahora era él
quien debía renacer de los despojos, refundar su proyecto de vida,
abandonar su futuro de diseño para plegarse a los designios de un
destino que lo había traicionado. Un desfile de imágenes de horror
se sucedían ante él haciéndose más intensas al cerrar sus ojos,
resistiéndose a abandonar su mente pese a que no quería verlas.
¿Cómo podía descomponerse el mundo creado bajo los designios de
unos artífices como sus padres, que habían calculado hasta el más
mínimo detalle? ¿Cómo puede Dios equivocarse? ¿Qué error se
había cometido, qué ley se había violado para crear un cosmos tan
imperfecto? ¿Acaso Eva no estaba envenenada por algún demonio, su
pecado no estaría inducido por el enemigo del alma, por el ángel
rebelado?
Daniel
cayó en el ensimismamiento del pensamiento reverberante, en la auto
compasión complaciente, en la espiral que lleva a la duda absoluta.
Se veía ahora desnudo, tomó conciencia de su vulnerabilidad, de la
fragilidad del alma. Se aisló del mundo, de aquel paraíso irreal al
que estaba acostumbrado. Ese giro insospechado de los
acontecimientos, no pasó desapercibido a la madre de Eva que buscaba
desesperada el error, el fallo en el sistema. El silencio, el mutismo
de Daniel eran como atronadores obuses que impactaban en aquel
perfecto edén. La evasiva actitud de Eva, su actitud de arrogancia,
la negación de toda culpa, la hacían más culpable.
Cuando
la verdad fue revelada, cuando el pecado fue confesado, sólo cabía
una penitencia. La expulsión del Paraíso.
La
ofensa causada era tal, la humillación tan profunda, que apartar al
culpable, esconder su culpa se hacía necesario. El padre de Eva hizo
un hueco en su agenda de asuntos que cambiarían la historia para
imponer justicia. Sonaron los clarines del reproche, las trompetas de
la acusación sin defensa, los timbales de un dios defraudado que
rugían y exigía explicaciones. No hubo turno de réplica porque
aquella inefable mancha debía ser lavada en el acto.
Eva
volvió a Nueva York anticipadamente, a su verdadero edén. Nadie
podría ahora cambiar el curso de su vida, ella dirigía sus pasos,
ella decidía sus caminos. Su libertad tenía un precio, pero no
dudaba que esa felicidad bien valía un paraíso. Se sentía más
ligera, más en sintonía con el mundo, como si su revelación
hubiera contribuido a que este fuera más justo, más apetecible, más
verdadero. Se veía ahora libre de una cárcel de oro, pero no por
ello no dejaba de dolerle el daño causado. Sobre todo el dolor
provocado a Daniel. Sus padres también la querían, pero en ese amor
existía una especie de trueque, de asunto de negocios, de
intercambio de intereses que lo devaluaba. En el dolor de Daniel se
sentía responsable, había una implicación directa, aunque ya había
superado el sentirse culpable aún le costaba olvidarlo. Eso pese a
que en un primer momento Daniel no estuvo a su lado. Cuando todos se
pusieron en su contra, cuando fue despojada de honores y repudiada
como una mujer apestada. Sólo Gabriela se interpuso como un ángel
de la guarda, incondicional. Daniel no salió en su defensa,
encerrado en su dolor como si fuera la única víctima de aquel
seísmo se escondió en su desgracia.
No
tenía derecho a sentirse más dañado que ella misma. Ella acababa
de ser marcada con el hierro de la vergüenza y había perdido su
derecho a compartir aquel mundo lleno de privilegios. Es verdad que
poseía el mayor de los tesoros, el amor de Sibila. No lo odiaba,
sólo sentía una pena profunda y lástima por perder su amor.
El
tiempo cicatrizó las heridas. La memoria en su fragilidad va
desdibujando los hechos, va componiendo escenas menos dolorosas.
Cuando
se encontraron de nuevo años después, se miraron y se reconocieron
como habían sido. Cuando en la cara de él se dibujó una sonrisa,
el silencio que había parecido eterno, se rompió como un cristal.
Se tomaron de la mano y cerraron un espacio para ambos, para llenarlo
de todo lo que no habían podido contarse en todo este tiempo de
separación. El tiempo pasó por su lado y ellos no se daban cuenta
porque habían vuelto a encontrarse dos mitades que se habían
fragmentado.
Eva
lloró de emoción cuando Daniel la abrazaba y le decía al oído,
gracias por salvarme. No entendió entonces nada, pero aquel niño
que había quedado conmocionado, se trasformó en un hombre poderoso.
No porque hubiera seguido los dictados de la ley escrita por sus
padres. Abandonó los negocios de su familia, ahora trabajaba en una
gran empresa de viajes. Vendía paraísos a otros. La renuncia de Eva
le había permitido romper las cadenas que le sujetaban, su decisión
había sido la salvación de ambos.
- ¿ Y tú a que te dedicas Eva?
- Trabajo para la Apple, la de la manzana mordida.