POR SI HAY ALGUIEN AL OTRO LADO

sábado, 31 de enero de 2015

Por si alguien sigue el blog, como ahora escribo poco, iré publicando por capítulos la historia apasionante de un periquito que habla. Se llama Pericles. Su historia es extraña y por paradójica que parezca completamente real. O casi. 

Buenobromas aparte por si alguien quiere perder tiempo leyendo las aventuras de Pericles iré añadiendo capítulos semanalmente.

ME LLAMO PERICLES. Introducción

            Para ser sincero, hubiera querido escribir la historia de mi vida ocultando mi condición de pájaro. Contar mis sentimientos sin tener que dar explicaciones sobre mis limitaciones y la forma de percibir la realidad que me rodea. Pero no era posible, no hubiera podido relatar lo vivido si lo hubiera encerrado en una mentira. Por ello quiero empezar explicando para que nadie se llame a engaño, que no soy un hombre, soy un periquito. Me llamo Pericles. Tico para los amigos.

            Quizá os sorprenda o quizás os sintáis decepcionados. ¿A quién puede interesar la historia de un pájaro?

            Sabéis que los pericos hablan. Es verdad que no escriben. Estoy dictando estas notas a Javier. Entre Javier y yo existen obstáculos biológicos insalvables que me impiden llamarlo mi amigo, pero ambos nos queremos y nos necesitamos.

            Nuestra relación está basada en la palabra.
            ¡Cuanto he llegado a amar la palabra!   
       
            La palabra puede curar o herir, hacer posible una guerra o evitarla, se puede matar o amar con ella. Su poder es mayor que ningún otro que poseamos, pero su incorporeidad, su naturaleza etérea, la efímera persistencia del sonido en el aire la hace también frágil, voluble. La palabra necesita el acto para hacerse realidad, para adquirir forma debe ser trasformada en un hecho.

            El lenguaje no es sólo comunicación, a través del lenguaje nos conocemos y nos damos a conocer, es un método de exploración interior. Ejercitar el lenguaje es ejercitar nuestra alma, es descifrarnos y mostrarnos.

            Es el don que más le agradezco a mi Dios.

            Si existe el dios de los pájaros sin duda vivirá en el cielo y poseerá unas grandes alas blancas.

            ¿Creen que puede caber el alma en este pequeño cuerpo de perico? Yo les digo que sí. El alma está en la palabra. Porque ella es la expresión del pensamiento y éste la trasmutación del alma. Así es como lo incorpóreo se transforma en realidad, así es como lo divino que reside en nosotros se hace presente.

            Pero la palabra a la que tanto debo, no me hizo libre, me considero un preso. No es la jaula mi prisión, puedo salir de ella porque nunca está cerrada la puerta. Soy esclavo de mi condición de pájaro. Mi naturaleza me ha secuestrado bajo este cuerpo y estas plumas. Me río de los que quieren tener alas para volar, para ser libres. Yo les regalaría las mías con las que sólo les llevaría a la soledad. La palabra es el amargo don que ha dado sentido a mi vida y me convirtió en señor de mis pensamientos, pero no es suficiente para hacerlos realidad. Me faltan las manos para darles forma. Ahí radica la esencia de mi dolor.

            Nunca aprendí a leer a pesar de que lo intenté. Seguramente mi pequeño cerebro carece de la capacidad de interpretación de signos gráficos. Con esfuerzo conseguí diferenciar algunos nombres, por asociación de su sonido con la forma. Escribir ya era una meta imposible. Dirán que pude intentarlo con el pico, pero me vi a mí mismo como un inválido, un idiota que trazaba burdas imitaciones de las letras. Cuando vi el resultado de mi primer intento decidí que no era posible expresar las palabras con garabatos, de uno en uno, sin alineación ni belleza. ¿Qué palabra merecería ser escrita por alguien que no fuera capaz de darle una forma coherente, de hilvanar una frase que contuviera no sólo la belleza de la idea, sino la del propio trazo? Tampoco pude aprender el manejo del ordenador. He visto como hombres sin manos escriben sobre pantallas táctiles o dictan a un ordenador a través de los movimientos de sus ojos. Admito que los humanos sois superiores. A esto me refería cuando os decía que me considero un esclavo de mi condición de pájaro.

            No deseo los brazos de un atlante que soporte el peso del mundo, ni las manos de un artista, me conformo con dos brazos vulgares y dos manos capaces de crear lo que hablo, lo que siento. Dios no pensó que al darme este presente me estaba dando a la vez mi condena. Cielo e infierno, luz y sombra, dulce y amargo, como la vida, como el tiempo. Sin embargo reconozco que  poseerlo es mejor que desearlo.

            Está en mi naturaleza amar a los hombres, quizá por compartir con ellos ese amargo pero maravilloso don que poseo. He vivido todo mi tiempo junto a ellos. Un día me di cuenta que podía entenderles, mejor dicho, que podía entender sus palabras. Les oía parlotear, casi siempre conversaciones vanas. Cuando se dirigían a mí, me trataban como a un niño, querían que hablara con sus palabras, que repitiera las bobadas que se les ocurría, como si se tratase de un deficiente mental o un niño de pecho. Si entonces hubiera dicho lo que pensaba, las cosas hubieran sido distintas.

            Con Javier ha sido diferente. Es un hombre solitario, poco hablador, quizá un poco huraño. Me acogió sin demasiado entusiasmo, por obligación, pero no supo decir que no a su padre. Los primeros días fueron muy aburridos, me ponía comida y agua pero no me dirigía la palabra. Yo había decidido no volver a hablar con nadie. Ese don que la vida me había ofrecido me había dado también no pocos problemas. Javier me regaba como a una planta. No me molestaba ser una carga, una obligación impuesta. Me molestaba ser ignorado, tomado por un objeto inane. Entonces decidí hablarle.

            En un primer momento quedó sobrecogido al oírme. Me miraba con desconfianza, como si se tratasen de voces salidas de su conciencia. Pensó en un primer momento que serían alucinaciones auditivas. En su personalidad podían haber cabido perfectamente esas voces interiores que llenaban el espacio de soledad que compartía en el mundo. Después de mirarme fijamente y comprender que no había nada sobrenatural, entró en mi conversación y me contestó como si estuviera hablando con un compañero de trabajo. Supongo que a partir de ese momento empezó a entender a su padre, a ver con otros ojos su vida. Nuestras conversaciones no eran sólo charlas sobre lo humano y lo divino, sino que se referían a nosotros mismos. Empezaba a comprender a su padre y a conocerse a sí mismo. Se sorprendía al ver que pese a mi condición tuviera conocimientos tan precisos sobre la vida.

            Lo que aprendí, ha sido fruto de la observación y la reflexión. De la observación de los hombres y mujeres que han vivido a mi alrededor, de la reflexión que me permite el tiempo que paso en esta jaula. Aprender de la vida es distinto que la vida te enseñe. En el primer acto hay una voluntad, intencionalidad, avidez por tomar algo nuevo. En el segundo se es pasivo, permeable, como un monje o un filósofo que dedicara su vida a la contemplación de la vida que trascurre delante de él, sin casi rozarle.

            La vida ha sido generosa conmigo en experiencias ajenas, de las que aprendí sin dolor porque eran otros los que sufrían pero mezquina en mis propias vivencias que fueron breves episodios de luz. Momentos a veces dolorosos, otras dulces bocados de este milagro de estar vivo y saberse partícipe de la energía del mundo, de sus revoluciones.



            Javier es mi escriba, él dejará constancia de mi existencia. Después de un tiempo de iniciada nuestra relación accedió a recoger mi biografía, mi testamento, mi legado, que era también el suyo. La asociación de hombre y pájaro, Ícaro de nuevo volando hacia el sol.

ORACI "El pájaro que quiso ser hombre"

Capítulo 1. 
“No hay principios fáciles, ni finales felices, sólo caminos irrepetibles”

            Nací en un criadero que estaba en el campo de Extremadura. En una primavera que no recuerdo, pero que imaginé mil veces en mi mente. El paraíso de los pájaros debe ser algo así. Los verdes salpicados por el color de las flores, las fragancias, el ruido del agua en los estanques donde acudían a beber las vacas. Todo está en mi cabeza como un tesoro que he ido acumulando a lo largo de los años. Mi infancia en la granja, con mis padres, hermanos y las otras familias que compartíamos jaula fue puede decirse que feliz. ¿ Quien piensa que su infancia ha sido desgraciada? La infancia es como el refugio de los momentos en que la vida se pone perra, nos acogemos a ella, a su recuerdo como demostración de que hemos sido dichosos al menos una vez. Es el puerto donde amarramos la barca cuando el mar es peligroso y el viento azota las velas con fuerza, su recuerdo evita el naufragio. Los recuerdos nos ayudan a seguir adelante como compañeros de viaje, para decirnos que no estamos solos, que nos protegen todos aquellos que estuvieron y que de alguna forma siguen a nuestro lado, vivos y muertos, presentes y ausentes. Hemos traído a  la memoria mil veces esos momentos, que por mor de los años y por la manipulación sutil del tiempo se han ido convirtiendo en el baluarte de nuestra felicidad. Son imágenes, puntos de luz que nos atraen una y otra vez y en cada ocasión añadimos un detalle, nimio, insignificante, pero que va dando forma a la imagen, transformándola, trasmutando su crudeza por tonos más cálidos, envolviéndola en algodones para que no nos duelan, para que nos reconforten. La niñez (este no es un buen termino, pues nunca fui niño) nos arropa con dulces recuerdos que acaban siendo tan comunes a todos, que llego a pensar si los viví o acaso los aprendí de las vidas contadas por otros. Pero su nitidez pese a la lejanía es tal y la necesidad de sentirlos como propios es tanta, que no renegaría de ellos aunque la duda me asaltase. Quien no tiene recuerdos de la infancia está desnudo, el pasado no lo arropa y el futuro que siempre es incierto se muestra como una amenaza que puede desposeerlo.

            Algunos inventan o roban de otros los breves fragmentos que completan su existencia, que dan solidez a los cimientos de su vida. Para ellos es fácil tomar prestadas las fotografías de un pasado ajeno que se ajusta a nuestra historia, las toman en sepia y les van dando color, pintando los detalles para que se les parezcan; pero nunca llegan a ser verdaderas, dejan siempre el rastro del pincel, la prueba de su falsificación. Otros emborronan su pasado con trazos negros para esconderlo, para olvidarlo, niegan su presencia.

            Tampoco es posible huir del pasado, no se puede dar la espalda a la propia existencia, porque posee una fuerza vital tan potente, tan ajena a nosotros mismos; que hace que incluso los hechos enviados al desván de la memoria, se paseen a veces por nuestro dormitorio cuando el sueño adormece la conciencia.

            Me entristecen quienes no tuvieron el remanso de la infancia para usarlo como refugio en su vida, porque están  incompletos, a medio terminar, arrastran siempre esta pérdida y a veces no son capaces de sustituirla.

            Es posible que mi memoria haya convertido la pajarera en un paraíso. Puede que con el tiempo pueda haber dado brillo a recuerdos vagos, difusos, transformándolos en verdades irrefutables. No tengo dudas de que he ido manipulando esos momentos hasta convertirlos en una realidad idealizada. Pero es tan bello ese tiempo donde no faltaba nada ni nadie, donde todo lo que creía necesitar lo tenía, todos los que deseaba ver vivían conmigo. Incluso algunos momentos malos que tengo presentes, los veo ahora necesarios para dar sentido a la vida.

            Mi infancia comenzó cuando empecé a volar. No es que antes no existiera, pero del mismo modo que nadie recuerda su parto o los biberones que le dieron en la cuna, tampoco yo tengo conciencia de ese tiempo pasado en el nido, seguramente bajo el cálido peso de mis padres. Mis recuerdos comienzan el día en que al borde del nido me precipité o me empujaron al vacío. Tengo todavía presentes esos primeros aletazos, incoordinados, desesperados, que amortiguaron la caída pero que no me hicieron remontar el vuelo. Creo que fue el miedo lo que despertó mi conciencia, el vértigo, la angustia de ver como mi pequeño cuerpo se precipitaba al vacío. Quizá presentí mi final, un final que llegaba sin haber empezado. No sé cual puede ser el motivo de que en mi cabecita todavía con plumón y casi sin color, saltasen las alarmas que despertaron mi mente.

            Nunca fui un pájaro como los demás, ninguno de mis hermanos me contó que pasase un trance similar, ni mis primos, ni amigos, nadie parecía entender aquel miedo a volar que a partir de entonces me paralizaba al borde del abismo desde el que me lanzaban. Aprendí a volar, pero no aprendí a ver en aquel vuelo mi realización. Volar fue una necesidad para no morir en la repetida caída desde las alturas.

            No creáis que aquello me traumatizó, no necesito tumbarme en un diván y verter en él mis frustrantes vuelos como expiación de mis problemas. Mi recuerdo de esos días pese al miedo que pase, es bueno. El vuelo que tanto me angustió también me permitió el juego con mis amigos, la relación con mis congéneres. Entonces el vuelo fue una liberación, puede que el momento en que más libre me he sentido. Los días consistían en un continuo ajetreo que se prolongaba desde el alba hasta la caída del sol. Un parloteo constante, gritos, arrumacos, cortejos y conversaciones se fundían para conformar un sonoro ritmo que reunía todas nuestras vidas en un canto único. Desde fuera podía resultar ensordecedor, molesto. He oído como os quejáis a veces de lo ruidosos que son los pájaros. Creéis que un trino aislado es bello, armonioso y adoráis escuchar el canto de los pájaros en sus jaulas porque pensáis que os lo dedica a vosotros. No es más que una ilusión producto de vuestra pretensión de ser el centro del Universo. El canto de los pájaros es la llamada a otros, la necesidad de comunicación, el deseo de ser oído y de que alguien responda a esa petición. Son súplicas, invitaciones, ruegos para compartir emociones con los demás. La soledad es la más vil de las condiciones, la peor de las esclavitudes. Por eso en la pajarera la música constante de nuestros cantos, la mezcla de nuestras alegrías y tristezas, desengaños y esperanzas, es lo que nos daba la vida. Me sentía seguro, como si el mundo no fuera a acabar nunca y aquellos instantes perdurarían hasta el infinito en una dicha permanente.

            Nunca he hablado con un niño, pero pienso que debe ser parecida la sensación que trasmite su hogar. Puede que en la cabeza de un niño o una cría de cualquier animal no quepa otra posibilidad que creer que esos momentos sublimes serán eternos. Ni las pequeñas frustraciones diarias pueden empañar aquella sensación de inmunidad, de inmutabilidad.

            Con el paso del tiempo se aprende a incorporar la duda y finalmente se adquiere la certeza del sentido trágico de la vida. Pero por aquel entonces yo sólo estaba pendiente de mi pequeño mundo, que se reducía a mi familia y mis amigos.

            Es verdad que ellos siempre me vieron como un bicho raro, porque yo hacía preguntas incomodas y soñaba con salir de aquella jaula. Mi familia trataba inútilmente de infundirme miedo al mundo exterior, diciéndome que había peligros insospechados, monstruos comedores de periquitos y hombres que no eran como nuestros granjeros amables y generosos. Pero me aceptaban con mis peculiaridades porque quizá intuían que no era como los demás, que había algo en mí que para bien o para mal me haría diferente.

            Mi madre sufría pensando en mi destino, nunca lo dijo, pero yo se lo notaba. Siempre estuvo más pendiente de mí que de mis hermanos. Ello generaba celos y protestas por mi situación de privilegio. Ella siempre se excusaba en mi salud, decía que no es que me quisiera más a mí, sino que por ser el más débil, el de más frágil salud, necesitaba estar más pendiente. Es cierto que tuve algunos problemas de salud, algo parecido a una epilepsia. Tenía ataques en que  revoloteaba de forma alocada, quedando luego en una situación de parálisis que me agarrotaba y me impedía mover las alas y las patas. Cuando el episodio comenzaba yo lo intuía, notaba un vértigo inicial y entonces las imágenes de la pajarera formaban como el cono de un huracán cuyo vórtice se metía sobre mi cabeza. A partir de este momento perdía la conciencia. En muchas ocasiones la recobraba durante la parálisis y notaba como todos me miraban de un forma extraña, se había producido un silencio casi absoluto, lo que resultaba aún más desconcertante y yo sólo podía mover los ojos y contemplar aquella escena grotesca. De repente todo estaba paralizado, no sólo yo, todos mis congéneres se habían detenido y miraban calladamente como yacía en el suelo después de un vuelo suicida. Parecía como si hubieran disecado la jaula en su totalidad o que hubieran reproducido en cera una fotografía de la pajarera. Yo solía recuperarme y empezaba a mover primero la cabeza y poco a poco despertaba como de un largo sueño. Como si de una clave se tratara ese movimiento de mi cabeza ponía en marcha de nuevo la actividad frenética de todos.

            Era como una pausa, como un agujero en el tiempo que por momentos había absorbido toda la energía paralizando el mundo y que con la misma rapidez con la que el rayo abre el cielo e ilumina la noche, dejando como único recuerdo de su paso el trueno que le sigue, así ocurría en mis tormentosos ataques. En mi caso el trueno no venía en forma de ruido, sino de miradas de soslayo, de comentarios en voz baja, cuando yo ya salia del sueño para incorporarme de nuevo al mundo como si me hubiera tomado unas cortas vacaciones. A mi vuelta, siempre encontraba el rostro de mi madre con ojos de preocupación (los pájaros no lloramos, eso es algo que también hubiera deseado poder hacer) que me preguntaba como estaba. Muchas veces he echado de menos ese rostro al despertar en los tiempos en que me alejé de aquel edén.

            Ahora que tengo pocos ataques pienso que desearía tenerlos si al despertar pudiese encontrar de nuevo el rostro de mi madre.

            Estos espectáculos involuntarios con los que alteraba el orden del grupo, que deberían haberme agradecido porque daba pábulo al cotilleo y ofrecía posibilidades nuevas de conversación, sólo provocaron que fuera visto todavía más como un bicho raro.

            Mi padre nunca mencionó mis problemas, me trataba con cariño pero con cierta deferencia. No sé si se avergonzaba de ello ante los demás o se sentía responsable y por ello evitaba culparme de mi enfermedad. Era un perico bueno, trató siempre de educarnos en el respeto a los demás, a las diferencias. Quizá en eso le ayudé yo.

            Estaba profundamente enamorado de mi madre. Aunque sus hijos eran para él lo más importante como objetivo en la vida, mi madre siempre fue su motor, su ánima. Si mi madre murió primero, él tuvo que seguirla en el mismo momento por el dolor, sería incapaz de soportar su ausencia, ni siquiera por nosotros. Nunca lo sabre, pero esa certeza me ha hecho a veces desear que fuera él quien primero se muriese, para evitarle ese sufrimiento atroz. Mis hermanos y yo comentábamos a veces el amor de mi padre, sus constantes arrumacos, su permanente atención a ella. No por celos, ni por sentido de posesión, sino por necesidad. Ella le correspondía pero repartía su amor con todos nosotros, que eramos muchos. Incluso con aquellos de mis hermanos que no llegué a conocer porque se los habían llevado. Mi madre se empeñaba en describirnos como habían sido. Éste era tan alto, este otro tan galante, las plumas de aquel habían sido la envidia de toda la pajarera y el objeto de todas las periquitas no emparejadas e incluso de alguna con pareja... Nos describía sus plumas como si las conociese todas, nos hablaba de sus virtudes, nunca mencionó ningún defecto de los hijos perdidos. Creo que esto la ayudaba a superar las ausencias, porque con cada hijo que se llevaban, se iba consumiendo. Por eso siempre temí que ella fuera la primera en morir, porque perdía un poco de vida cada vez.

            Cuando nos contaba como habían sido nuestros hermanos, sus historias, sus proezas, atendíamos como los alumnos a su maestro, con el pico entreabierto y sin piar. La mayoría de veces lo hacía al atardecer, la actividad de la jaula iba bajando en intensidad todos se dirigían a los lugares dónde pasarían la noche, agrupándonos la familia para protegernos durante la oscuridad y sentirnos fuertes.

            Entonces iniciaba los relatos con la voz suave y un canto melódico que resuena en mi cabeza en los momentos más tristes. Es como si ese canto me recordara que  estoy sólo y quizá  mi madre también contó a otros hermanos como fui. Mi madre ya estará muerta, ha pasado demasiado tiempo para que pueda estar viva. Siempre estuvo en mi mente el deseo de volver a la granja, de reencontrarme con mi madre, de rozar nuestros picos. La incertidumbre sobre la muerte es más dolorosa que la muerte misma. Cuando se pierden a los seres queridos, el dolor,  el desconsuelo pueden hacer gran mella en nuestra vida, pero nuestros ojos miran al frente y nuestra mente hacia el futuro. Existe un tiempo venidero que vemos en ese momento oscuro, quizá podemos pensar que todo pierde sentido, que deberíamos desaparecer con nuestro ser amado; pero el imparable reloj del mundo nos va conduciendo a otros destinos, entregándonos a otra gente, mientras que ese dolor va entrando en el territorio del recuerdo. Ahí en donde vamos dándole forma, limando sus aristas, cambiándolo hasta hacerlo casi irreconocible. La certeza de esa ausencia como algo definitivo, de la imposibilidad de volver a tenerlo cerca, nos va conformando. Cuando ese ser amado desaparece de tu vida de una manera brusca, pero no por la muerte sino por la separación forzosa, no existe la certidumbre de la muerte, la inapelable verdad de que la separación va a ser definitiva. Entonces los recuerdos no pueden adornar esa última imagen que tuvimos, porque sabemos que no es su imagen definitiva, que siguió viviendo en tu ausencia, que ambos habéis ido cambiando con el tiempo y puede que ya no os reconocierais. Es por ello que es más doloroso, menos reconfortante traerlos a la memoria. Mi madre y Quica han sido los recuerdos más deseados y más tristes de mi vida (ya sabréis de Quica más adelante).

        La relación con mis hermanos era buena, es verdad que ellos también me miraban como a alguien diferente. Yo prefería las conversaciones a los juegos. No me gustaba participar en las demostraciones de valor que las crías de periquito intentan para impresionar a los otros o a sí mismas. Lo de colgarme de una pata cabeza abajo no era una de mis aficiones favoritas, ya conocéis mi aversión a las alturas desde pequeño, pero ellos lo convertían en la prueba definitiva de hombría (no sabría decir como se traduce esto para los periquitos). Si no pasabas esa prueba quedabas claramente al margen.   ............... 

(Continuara)