Érase una vez un hombre que perdió su bigote que era su seña de identidad. Un hombre de pelo engominado, facciones perfiladas, con un rictus ensayado de cabreo perpetuo y fatua suficiencia, que cuando sonreía mostraba una pose burlona que enfatizaba su petulancia. Era bajo de estatura, pero caminaba subido a la peana de una imaginaria columna sobre la que mostraba su egregia figura. Vanidoso o narcisista, o simplemente un presuntuoso ególatra que se tenía por un elegido, como ciertos y celebres personajes que pueblan nuestro mundo.
Hablaba con pausas, ensayados silencios o empaquetados y crípticos acertijos al estilo de las Sibilas del Oráculo. En su lenguaje pastoso, abundaba el desprecio y la indiferencia, no buscaba convencer, porque él ya estaba convencido que de su boca sólo salían verdades incuestionables, axiomas capaces de cambiar la Historia. Se sabía escuchado y adorado como el becerro de oro, los que cuestionaban sus sabias profecías recibían el anatema y la maldición. Los exégetas adulaban su fanfarrona chulería y la convertían en dogma.
Aquel hombre cuyo bigote ocupaba el centro neurálgico de su rostro pomposo y serio, una vez perdió el mostacho, pero quedó una sombra, como un bozo adolescente que mantenía el recuerdo de la pelusa tupida que le precedió.
Como Sansón al perder su cabellera, tuvo una gran pérdida, no de la fuerza, pues no era aquel enano un atlante o un hercúleo forzudo, pero con la pérdida del bigote, mermó su memoria. Olvidó su pasado, fundió a negro las consecuencias nefastas de sus decisiones anteriores. Había olvidado con su lampiño labio las consecuencias de la guerra y las armas que nunca existieron, olvidó pedir perdón, perdió la capacidad de rememorar aquella infausta época de corrupción que le envolvió y marco su tiempo, libre del peso des pasado, arremetía ahora contra los corruptos y les exigía su redención a través de la dimisión y que abjurasen de sí mismos como penitencia. Les llamó mentirosos cuando la mentira había estado permanentemente en su boca. Ignoró a los que saltaban fronteras por el hambre. Olvidó a los pobres porque no les reconocía en su pobreza, olvidó a los diferentes. Entró en el delirio de que nadie recordaría como él su pasado, se sentía libre de sus actos pretéritos.
Aquel hombre sin bigote, mantuvo su rostro hierático y severo, perseguido por la sombra de aquella mancha desvanecida. Seguía siendo pedante y soberbio, mantuvo aquel desdén altivo y solemne, continuó con sus acerados discursos de moralina y consignas caducas que creía de obligado cumplimiento.
Este hombre se movía con ademanes que parecían los de un muñeco que imitaba al personaje. Como al Cid Campeador sus acólitos lo mantuvieron en alto sobre el caballo, movido por resortes mecánicos que daban verosimilitud a un ser disecado por el tiempo y los avatares de la vida. Producía una mezcla de vergüenza y enojo verlo dirigirse docto a la asamblea. ¡Una pena! ¡Qué lástima de bigote que se llevó su memoria! ¿Cuantos secretos guardará ese felpudo? ¿Que triste destino de aquel belfo despeluchado?
Érase una vez, que la pérdida de un bigote supuso la desmemoria y con ello se perdió el crédito, como perdió un rey su reino por un clavo de la herradura.
“POR UN CLAVO SE PERDIÓ UN REINO”
“Por la falta de un clavo fue que la herradura se perdió.
Por la falta de una herradura fue que el caballo se perdió.
Por la falta de un caballo fue que el caballero se perdió.
Por la falta de un caballero fue que la batalla se perdió.
Y así como la batalla, fue que un reino se perdió.
Y todo porque fue un clavo el que faltó”.
Poema de George Herbert escrito en 1651