Capitulo 6.
“Nada
cambia. Todo se desvanece”
Allí
estaba yo encaramado a la ventana. En el tiempo donde la noche y el día se
disputan el triunfo. Cuando el sol libera su luz asomando tímido por el
horizonte. Cuando la mañana fresca augura un día caluroso pero que invita a
sumergirse en la vida, no quedarse al margen.
Allí estaba yo encaramado a la
ventana.
Cuando
el tiempo no significa más que una lucha por llegar a la meta, pero a la vez el
tiempo es irreal porque no atraviesa la barrera del presente. Un tiempo
indefinido en que se mira al mundo con la desconfianza que se mira a un extraño.
Allí estaba yo inmóvil en la ventana mirando el espacio que quedaba bajo mis
patas. Una ciudad desconocida, casas, tejados de gente extraña, calles,
iglesias, patios y jardines que no eran mi mundo, que hasta ese momento no
habían sido mi mundo, pero que ahora si lo eran, o quizá no. Allí en las
alturas, desde la ventana de un segundo piso de la plaza de la Moneda, viendo
la calle Desengaño como una premonición, un aviso, un sarcasmo del destino.
¿Había sido casual que el viejo hubiera ido a vivir frente a la calle
Desengaño? ¿No había en toda Huesca otro lugar más acogedor para un anciano que
aquel piso sin ascensor?
Allí
desde la ventana, inmóvil, como un pájaro disecado, contemplaba la ciudad que
amanecía, veía mi futuro incierto. Es posible que en aquel momento en que
clavado sobre el alfeizar de la ventana no mirara nada, o mejor no viera nada.
Sólo estaba allí cumpliendo un ritual, celebrando una libertad que no lo era, o
que si lo era no sentía. Los momentos que la vida retiene en la memoria nunca
son los momentos más importantes. No siempre son nítidos paisajes. Los elige
porque imprimieron en el cerebro la imagen que certifica tu paso por aquel
tiempo. Esa imagen era yo, allí en la ventana, estoico, como un fantasma que
acechaba la ciudad que despertaba.
Cuando
el sol elevo su rostro y el brillo de su luz penetró en mis ojos, tuve que
dejar de mirar y los abrí para verme allí encaramado a la ventana. Entonces
comprendí que no debía pensar si no actuar. Volar y buscar a Quica.
Desde
la pajarera, desde mi infancia cuando aprendí a volar, no me había lanzado
desde una altura para iniciar el vuelo. Ahora veía el precipicio de la fachada,
con las calles abajo y no sabía si era capaz de recordar el vuelo de un pájaro
libre.
Es
fácil acostumbrarse a la esclavitud, la indolente comodidad de quien sabe que
no puede decidir su vida. Esa docilidad impuesta o asumida que permite un
tránsito dulce-amargo, la indiferencia ante el mundo de quien se sabe al
margen. En la libertad, el dolor, el desprecio, el miedo, el deseo, la
felicidad, todo lo que la vida ofrece está en nuestras manos (en mi caso en las
alas) y tenía que volar.
Cerré
los ojos y me lancé al vacío, ellas se movieron solas, como si hubieran estado
años esperando esta oportunidad de demostrar su propósito. Cuando abrí los ojos
estaba sobre los tejados, ascendiendo por la calle Desengaño y veía ya la torre
de la catedral. Empecé entonces a ver que la altura, el poder que da la altura,
sería siempre mi poder. Que los pájaros podemos ver desde el cielo aquello que
los hombres imaginan en sueños. Tuve que detenerme en uno de esos tejados para
tomar aliento y sentir que mi corazón de periquito que corría veloz en reposo,
galopaba ahora en mi pecho. Me hizo sentir vivo de nuevo. Sólo con Quica se
había desbocado como ahora. Y cuando me detuve, me vi a mí mismo allí
encaramado a un tejado pero dueño de mi destino.
Volví
de nuevo a la ventana para hablar con
Aristóteles. Necesitaba contarle que estaba vivo, que su libertad no me había
matado de emoción, que había vuelto a notar vibrar las cuerdas del impulso de
vivir.
Teníamos
que establecer la estrategia de búsqueda. Tomaríamos como centro la plaza de la
catedral y empezaríamos a buscar en círculos concéntricos. Debíamos tener
cuidado en que no pasase desapercibido ningún espacio. Ser meticulosos en el
examen de cada casa, de cada patio. Yo lo haría parándome en las ventanas y
mirando a su través, escrutando los rincones. No llamaría la atención porque
había otros pájaros como yo que desde que amaneciera iniciaban sus viajes a
ninguna parte, hablándose en trinos y gorjeos. Abejarucos, ruiseñores, tordos,
zorzales, alondras, gorriones, vencejos, chorlitos, todos aves de paso.
Mezclado entre zureos de palomas y tórtolas, gritos de aviones y las
golondrinas que cazaban si cesar en aquellos acrobáticos vuelos que yo
admiraba. No era más que un extraño en aquel mundo nuevo. Un periquito que no
pertenecía a aquel paisaje pero que no destacaba en la algarabía de la mañana.
Aristóteles
pasearía las calles de manera que pudiese encontrarse con el matrimonio
que compró a Quica, entablar con ellos
un dialogo y la recompra del pájaro que por error le vendieron en la tienda de
animales.
Pasé
la mañana en aquel tedioso oficio de buscador, de quijote enajenado, de voyeur
improvisado mirando por ventanas y balcones, asomándome a vidas ajenas hasta
que el sol fue calentando mi cuerpo. En cada parada sentía el aleteo de mi
corazón que se aceleraba. ¿Podría encontrar a Quica? ¿Y si la viera que haría?
No lo sabía, pero lo primero era encontrarla. Es verdad que algunos pájaros
estaban en sus jaulas a la sombra en los patios o ventanas, cantaban músicas
evocadoras de sueños que quizá sólo habían escuchado a otros. Eran como hasta
entonces yo había sido, esclavos sin saberlo. Hablé con ellos, les pregunté por
Quica. Ninguno podía darme información, vivían en el reducido mundo de sus
casas, sin más contacto que el de sus propios amos y ocasionales visitas de
pájaros libres. No envidiaban esa condición, si les hubiese abierto la puerta de la jaula se hubieran quedado. ¿Qué
puede ofrecer el mundo a un pájaro que no sea otra esclavitud diferente a
aquella? La necesidad de buscar cada día alimento, la de volar evitando caer en
manos de nuevos amos, huyendo de los gatos, esquivando peligros en una ciudad
llena de ellos. La mayoría preferían esa confortable sumisión, la vida regalada
en hermosas jaulas a cambio de sus trinos. No entendían como yo había escapado
de la paz, para buscar a alguien que probablemente no me esperaba y no querría
venir conmigo en esa absurda aventura. La historia se repetía tanto en machos
como en hembras. Los afortunados que vivían en pareja tenían un motivo más para
quedarse, notaba como mi conversación casi les molestaba por innecesaria. Por
más que no fueran de gran ayuda no podía dejar de entender su punto de vista.
No gasté el tiempo en mostrarles otros caminos, como hacía tiempo ya habíamos
hecho en la pajarera. No entoné cantos libertarios como los de nuestro jilguero
en la tienda.
Aunque
bebí varias veces de los pequeños posos de agua que quedaban en las fuentes, el
castigo del calor y el cansancio fueron los acicates para volver a casa, al
refugio que de momento tenía.
Vi la ventana abierta, la vi con
otros ojos, con los ojos del hijo pródigo que espera ser recibido con alegría.
Volvía a casa por propia voluntad, como un ser libre. Aunque a la vez volvía
porque era un lugar donde encontrar comida y seguridad. Entré a mi jaula a
comer y beber, a resarcirme de la jornada, que había sido parca en resultados
pero generosa en sensaciones. Reposé sólo en la barra, dormitando hasta que
Aristóteles volviera y poder contarle mis andanzas de Quijano.
A
la caída de la tarde llegó él, cansado, era un viejo que otrora había sido un
hombre vigoroso, pero había agotado su tiempo y sus fuerzas. Él también había
estado recorriendo las calles, había entrado en las tiendas, panaderías y
ultramarinos para tratar de encontrar a los nuevos dueños de Quica. Había
comido con su hijo después de visitar la tienda y juntos habían estado en el
médico. Su hijo se empeñó en acompañarlo y en que lo visitara. Era un amigo
suyo. Tras la visita, su hijo insistió en que fuera a vivir con él, estaba
demasiado mayor para vivir sólo. Imaginaba que el pronóstico de su amigo no era
muy optimista cuando su hijo le invitaba a su casa. Él ya lo sabía. Tuvo que
sacar al cascarrabias que habitaba en su interior para evitar aquel error.
Finalmente su hijo entre enfadado y aliviado cedió. Venía exhausto, las
batallas contra la vida le cansaban más que los escalones de su casa. En el
momento de entrar en la vivienda sin embargo un amago de sonrisa asomó a su
cara. Quise ver una sonrisa donde es posible que sólo existiera un rictus de
contrariedad, de inquietud, al verme en la jaula. No le pregunté, los dos
necesitábamos hablar de otros asuntos. Lo dejé que recuperara el aliento, que
desde su sillón encarado a la jaula y la ventana, tomara fuerzas para contarme
sus descubrimientos, si es que los había, y sobre todo para que escuchase mis
historias.
Los
dos convenimos que aquella estrategia, aquella búsqueda era la más útil, que
más pronto o más tarde daría sus frutos. La Esperanza, aquella virtud perdida
en el fondo de la Caja de Pandora, era ahora nuestra bandera. Él que había
renegado de la esperanza como de un apestado. Él que la veía como el refugio de
los débiles. Ahora alentaba la empresa de esperar, de no perder la Fe en
nuestro proyecto.
Aquel
hombre, ateo beligerante que trataba de repudiar a Dios como a un leproso,
ahora ejercía de penitente, de apóstol, predicando para mi la Fe y la
Esperanza. Sólo me quedaba saber que mi liberación podía ser fruto de la
Caridad. Las tres virtudes teologales al servicio de un católico renegado. Le
hice ver la contradicción de aquella situación. Con tono sarcástico le lanceaba
para molestarlo, pero a su vez para entrar definitivamente en la vida de aquel
viejo sabio, resabiado por la vida.
Primero
explotó, enfurecido por la ofensa, quedó pensativo y estalló en una risa que me
asustó más que la diatriba que previamente me había lanzado. Éramos una pareja
extraña. Un periquito socarrón que no podía reírse más que de sí mismo. Un
anciano ateo que lanzaba anatemas contra un pájaro charlatán. ¿Cómo es posible
que la vida nos ofreciera paradojas tan ocurrentes? ¿Es posible que sólo seamos
títeres cómicos de una ópera bufa y que la vida no sea más que esa
representación? ¿O que estemos en manos de un sádico que se divierte a nuestra
costa?
Los
dos acabamos riendo. Bueno más bien él reía, yo imitaba la risa. Los periquitos
podemos imitar el canto de muchos pájaros y la risa es como un canto, o un
llanto. Pero de la misma manera que no podemos llorar, no podemos reír. La risa
no es la cualidad que más echo de menos entre mis carencias. La risa alivia la
tensión, produce una especie de endorfinas, como el ejercicio. La risa puede
ser también la forma de escape al miedo, a la inseguridad. La risa que borra lo
oscuro, le da brillo a la negrura de la vida. Tiene poder, sin duda, como la
palabra, como la súplica, pero teniendo la palabra no es necesaria la risa.
Porque la risa es una especie de lenguaje sin palabras, pero que sucede a la
palabra, por tanto se supedita a ella. Los mimos hacen reír sin hablar, lo
conozco, los he visto con sus caras pintadas, creando un mudo discurso que
inspira risa o pena. Por que en los hombres la palabra existe también en el
gesto. Se puede decir mucho sin hablar. La boca, los ojos, las manos son como
gargantas mudas que producen frases, poemas, maldiciones sin un sólo sonido. Un
periquito tampoco puede gesticular, otra contrariedad, pero en cambio puede
volar.
Cuando
la risa acabó, estábamos allí, cada uno en su lugar, mirándonos sin acabar de
creer lo que veíamos, sin dejar de necesitar que fuera cierto. Los dos en el
mismo barco, en la misma empresa. Sólo un día de búsqueda, pero vacío ¿Cuántos
más quedarían? Hasta cuando podíamos
seguir con aquel plan.
Todos
los días parecían iguales, volvía a la tarde, siguiendo el rastro de San Pedro
el viejo como me recordaba cada vez Aristóteles. Sería porque él también era un
viejo y la iglesia le resultaba especialmente simpática. Una de las tardes con
el sol coloreando en ocres los colores de la piedra, decidí pasarme por aquel
templo que parecía una pobre parroquia avejentada, como su nombre. Me paré en
uno de los árboles de la plaza, confundido mi verde con el de las escasas hojas
que empezaban a brotarle a aquel árbol. Frente a mí quedaba la puerta arqueada
sobre la que estaban escritos antiguos lenguajes que lejos de mí pretendía
entender. Veía sobre el arco la figura de dos seres alados que sostenían una
esfera con dibujos, miraban de frente con sus ojos saltones ¿me estaban
mirando, o miraban a aquellos que entraban como reclamando su atención? No
podía apartar la vista de aquella mezcla de pájaros y hombres que sostenían el
ojo redondo con un mensaje que debía ser leído al penetrar en el templo. Yo
había visto ángeles en imágenes, pero siempre resultaban seres imaginarios
perfectos, rodeado de nubes, aureolados por una especie de divina virtud que los
convertía en semidioses. Tan bellos, tan perfectos que dejaban de ser creíbles.
Pero allí había dos hombres con rostros grotescos, dos figuras claramente
imperfectas. De sus cuerpos nacían dos alas que parecían a punto de iniciar un
vuelo. Era posible que aquellos seres, hombres-pájaro, hubieran existido alguna
vez. Que mensaje portaban en sus manos. Lo preguntaría a mi maestro particular.
Ese día tenía algo de qué hablar con Aristóteles que no fuera de la búsqueda.
No
entendí todo lo que me contó del Crismón, el símbolo representaba las dos
primeras letras del nombre de Cristo en griego, junto con el alfa y omega que
representan el principio y el final. Aquel dibujo era la representación de las
bases del cristianismo. Todo un ensayo de teología reducido a un dibujo. Una
representación del Dios, uno y trino que sólo un humano es capaz de comprender.
Aunque tampoco mi contertulio era un convencido de aquel mensaje. Lo que
realmente envidiaba era la capacidad de simbolizar, de resumir a un esquema, a un
signo, una ley, una religión. Los hombres eran capaces de realizar las más
grandes obras en el lenguaje. No se limitaban a hablar, a gesticular, eran
capaces de escribir compilando el saber en una representación gráfica. No abría
el pico ni para respirar, era tal la emoción que me contenía que sólo salí del
encantamiento cuando me dijo:
-¿No
vas a acabar profesando la Fe de Cristo? porque no creo que pueda convencer a
ningún cura para que te bautice.
-Te
burlas de mi, pero sólo admiraba la capacidad de entender un símbolo, la
envidia que me produce, la emoción de poder explicar en una imagen una
historia.
-Los
hombres eran entonces, tan incapaces como tú de leer las Sagradas Escrituras,
eran los ministros de Dios quienes les explicaban el mensaje de la Iglesia. La
pintura y la escultura han hecho mucho por el clero. Les han permitido llegar a
los iletrados, para que resultaran tan crédulos como tú. Para creyesen en aquel
mensaje divino enrevesado, adornaban la palabra de su Dios de historias llenas
de personajes fantásticos. Hermosos, malvados, perversos, santos. Pocos de
ellos eran gente normal, todos ellos se dejaban seducir por el pecado o bebían
de la santidad en sus actos, obraban actos milagrosos, increíbles, sólo al
alcance de los elegidos. Los humildes, los profanos, como tú, quedaban
fascinados de vidas tan maravillosas, lejos de las suyas, mundanas y sometidas
a las necesidades. Esa es la base de la Fe. La ilusión, la fantasía, el
milagro, la redención, la esperanza en un futuro glorioso. No existe ninguna
religión que no cree sus propios héroes y villanos, sus palacios, sus cielos e
infiernos. Es justo maravillarse de aquel símbolo del Crismón, lejos de su
significado, su concreción y su belleza es admirable. Yo también he pasado
algunas tardes admirando aquel pórtico. Sólo cuando pienso en las vidas
malgastadas por aquel mensaje, cierro los ojos y huyo de su poder de atracción,
de su magnetismo.
-Sólo
hablas de las vidas malgastadas por un mensaje que habla de amor. Supongo que
habrá habido alguna que se ha salvado por mediación de ese mensaje de
fraternidad.
-Los
tontos como tu y yo vivimos el amor sin necesidad de dios o hicimos que Dios
fuera para nosotros el otro. No somos ni más ni menos santos que los curas, los
imanes o los rabinos. Pero como veo que te fascinan las historias de los
hombres, te contaré la que en verdad más me gusta a mí. Cuando vuelvas a San
Pedro el Viejo, mira en su claustro. Las columnas están rematadas en su parte
más alta dónde se sujeta el arco por capiteles, son bases labradas de imágenes.
Busca la de Salomé, la bailarina que se contonea al son de la música del arpa
en un gesto provocador, sus cabellos caen como desprendiéndose, formando toda
ella un arco. Escucha la historia que cuenta.
Empezó
entonces a contarme como si de un niño se tratara, la historia que le
apasionaba, porque mientras la narraba cerraba los ojos como queriendo ver a la
bella Salomé en su danza. O quizá recordando a su mujer, Inés, su musa.
CONTINUARA...