Llegamos a casa
de Javier como legítimos legados de su padre. Los extraños seres que lo
acompañaron en su muerte eran ahora parte de su herencia. Y con ellos un sinfín
de preguntas que trataban de esclarecer que había ocurrido allí en Valencia.
Javier sabía que su padre había ido de viaje para acompañar a un amigo, eso le
había dicho, pero ¿Cómo era posible que hubiera ido con Pericles y había vuelto
con otros dos pericos? Además estaba seguro que la periquita era la que tiempo
atrás habían vendido. ¿Era posible que su amigo valenciano comprara la periquita
en su tienda? ¿Y quién era el otro pájaro?
No deseaba respuestas, hubiera
preferido que no hubiera preguntas. Pero su padre al que a pesar de sus
diferencias quería, le dejaba en su muerte un puñado de acertijos, un cúmulo de
misterios, que en su pereza vital no deseaba resolver. Pero la duda que más le
dolía, aquella que le causaba más angustia era ¿Quién había sido aquel hombre?
¿Cómo no habían podido llegar a conocerse después de tanto tiempo de
convivencia? Su padre había sido para él un extraño. No encontraba fuerzas
ahora para desentrañar aquel absurdo embrollo tan propio de su padre. Hasta
después de muerto trataba de sacarle de su paz, de su tranquila existencia de
eremita.
Al principio Javier nos regaba como tiestos de
flores, nos daba agua, nos ponía comida, limpiaba nuestra jaula, pero no nos
prestaba atención. Resultábamos molestos porque estábamos allí, señalándole que
algo no encajaba en su ideal mundo imaginario. Éramos una carga, una obligación impuesta. No me
molestaba ser ignorado. Yo había decidido no volver a hablar con nadie. Con el
tiempo ese trato como objetos inanimados me resultaba hiriente, sobre todo
porque provenía de alguien que había formado parte de nuestra historia. Cuando
le dirigí la palabra por primera vez, miró a su alrededor cerciorándose de que
el origen de las voces no era su conciencia sino aquellos extraños pájaros.
Supo en seguida que no respondería todas sus dudas, pero que sólo yo podía
darle las claves para resolverlas.
Me
necesitaba para recobrar a su padre. Para recomponer su figura rota en una
muerte a destiempo, improvisada y disparatada.
Los
dos necesitábamos recuperar a nuestro padre. Conocer a aquel viejo huraño que
estaba lleno de contradicciones y vacío de maldad. Aristóteles se había
convertido en nuestro común objetivo. Rescatarle de la muerte, darle de nuevo
presencia y sentido, era una necesidad para ambos.
Ese
fue el pacto no escrito que se firmó en aquella primera conversación.
Poco
tiempo después Quico decidió volar libre, escrutar el mundo que un día habíamos
soñado. Javier dejó que se fuera. Nosotros pese a que lamentamos su ida,
sabíamos que él solo encontraría fuera la felicidad.
Quica
se fue una noche de invierno, murió abrazada a mi, desde entonces el invierno
se ha quedado conmigo esperando la primavera que vendrá después de la muerte.
No deseo otra vida que la que tuve. Me he convencido como los humanos que
encontraré a Quica y a los habitantes de la pajarera en la otra orilla.
Javier
y yo hemos pasado juntos los últimos años de mi vida a los que deseo ya un
pronto final. La vida me ha dado mucho, más de lo que hubiera deseado, pero
ahora solo me resta finalizar este relato. Tras culminar estas líneas todo
cobrará sentido.
Dejar
mi historia como prueba de vida. De nuestras vidas. Mi voz no será otra que la
de todos ellos que reclaman su lugar en el mundo.
Mi
palabra les pertenece tanto como a mí. Soy su portavoz, su vocero.