capítulo 5

sábado, 9 de mayo de 2015

Capitulo 5.
“El equilibrio de las moléculas es fruto de la unión de átomos incompletos, inestables”

            -Yo también perdí lo que más quería. Somos como almas gemelas. La mayoría de los hombres consumen su tiempo sin haber descubierto esa otra mitad. Otros no son capaces de reconocerlo aunque esté a su lado, porque pasan la vida mirando hacia sí mismos, no a su alrededor. Pero quien lo descubre no vuelve a poseer otro bien más preciado. Yo lo tuve, lo disfruté y lo perdí. Tú eres ahora mi segunda oportunidad.

            Me encontraba allí escuchando aquel viejo, hablándome de su amor perdido, de nuestra similitud espiritual y no estaba seguro de querer escuchar sus palabras. Es verdad que Aristóteles creaba en mí la extraña sensación de estar conversando con mi pasado, su voz oscura y templada me traía el aroma de mi pajarera rodeada de las encinas a las que creía estar oyendo. Puede que esa fábula de nuestra comunicación astral, de la afinidad de nuestras almas a él le resultase útil, pero a mi no me servía de nada. A mí me sonaba a algunas nociones de química que escuche y nunca acabé de entender, de átomos que se buscan, de moléculas formadas por átomos inestables que tras su unión encontraban el equilibrio, paparruchadas. No podía sin embargo evitar su monólogo, no tenía más palabras que decir, se había secado el pozo de mi manantial y era un erial, sólo polvo y piedra.
           
           -Mira Pericles, yo nací en un pueblo de Teruel. Un pueblo pequeño como muchos de aquellas tierras. Mis padres vivían en una de las casas de las afueras del pueblo, aunque llamarle afueras es absurdo en ese pueblo que todo él, era las afueras del mundo. Tenían un huerto regado con un pozo del que podíamos tener las verduras que eran casi un lujo para los hombres y mujeres del secano. Tierras de siembra y pasto con la que obtenían lo justo para vivir y alimentar una cabaña de ovejas y cabras. Dos hermanas mayores y un hermano también mayor que yo formábamos una familia, como cientos de ellas por aquellos lugares. No sobraba de nada en nuestra infancia, pero no faltó nunca amor, ni siquiera con los malos tiempos que pasaron faltó tampoco comida. Mi padre se ocupaba de trabajar, dejándose el sudor y la vida en cada surco de aquella tierra árida. Nos veía como una bendición de un dios que nunca vino a visitarnos, pero también éramos como los eslabones de la cadena que lo ataban al arado y la fatiga. Nunca se quejó, aunque lo veíamos poco en la casa de pequeños, cuando llegaba nos llenaba de alegría, porque mi madre se ocupaba de anunciarnos a nuestro padre como a un rey mago, como un ser de otra dimensión. A veces incluso nos lo parecía, cuando nos traía en su morral o en el capazo de esparto los primeros higos dulces como la miel, unas manzanas rojas como recién pintadas,  pasteles cuando bajaba a la capital con el carro. Nuestro padre fue siempre como la figura intocable, que por su nobleza había que  reverenciar y obedecer, pero nunca pudo ser la figura de amor y protección que quizá él hubiera querido. Nos quiso a su manera, pero siempre a través de nuestra madre. Ella era la luz de la casa, el calor, la sal. Lo fue para nosotros y lo era también para mi padre que la amó, también a su manera, pero con absoluta entrega. Mi madre nos fue dando el cariño, que la vida nos escatimaba. En aquella pobreza, nos sentimos como príncipes. Las calabazas fueron carruajes, el borrico y la mula dos magníficos corceles y nuestras ropas de los domingos eran brocados a nuestros ojos, todo lo veíamos a través del tamiz de mi madre. No puedo imaginar una infancia más feliz. No desearía cambiarla por la infancia de ningún señorito, como los que veíamos endomingados cuando bajábamos a las fiestas mayores del pueblo cercano a nuestra aldea. Nuestra inocencia no nos dejaba ver, que tras aquella fantasía que mi madre adornaba con sus mimos y sus historias, había un trabajo de sol a sol, un sacrificio de aquellos dos mártires sin otra causa que nosotros mismos. Un trabajo que para mi padre eran el campo y el ganado y para mi madre eran el campo, el ganado, la casa y sus hijos. Un trabajo que lo ocupaba casi todo, que dejaba sólo resquicios pequeños para el solaz, destellos de sol en el invierno. Conforme fuimos creciendo lo fuimos comprobando. Fuimos entendiendo nuestro mundo al despertar del sueño, de la ilusión que nuestra madre había tejido para nosotros. Mis hermanas primero, incorporándose pronto a las tareas de la casa, al cuidado de los animales. Luego mi hermano mayor que acompañó a mi padre al campo tan pronto tuvo posibilidad de llevarle el botijo. “Si tu me traes el agua, ese tiempo que puedo yo aprovechar para seguir trabajando” Esta era la atroz filosofía de un mundo que descubríamos con pena, el mundo de los pobres. Yo también dediqué mi tiempo a los quehaceres del campo y de la casa, pero el amor de mis hermanas que me mimaban como a su fuera su propio hijo, el pequeño, el niño de la casa, me alejaron de muchas horas de sol y sudor.
           
            Siempre fui un niño extraño, diferente a otros niños de la aldea. Cuando era pequeño sorprendía a todos por mis agudas respuestas, por mi agudeza en captar los matices que parecían reservados a los más mayores. Era un solitario aunque me rodease de gente. Me gustaba la soledad, me permitía vivir mi mundo. Pasaba muchas horas con los animales, me gustaba estar con ellos, darles de comer, limpiarlos, sentarme a mirarlos. Ayudaba a mi padre en el pastoreo de las ovejas y me encantaba ir con él cuando vigilaban alguna de las que estaban cerca del parto. Atendimos muchas veces partos difíciles, a veces con el veterinario, pero la mayoría solos. Aprendí pronto a leer en la escuela, cuando descubrí como aquellos signos dibujados significaban palabras y estas componían historias, pensé que todos aquellos libros que me prestaba la maestra estaban escritos sólo para mí.
            
           Mis padres querían que estudiase y me empeñé en que aquel esfuerzo que hacían no fuera baldío, leía todo lo que caía en mis manos, en realidad no me costaba, era un placer adentrarme en los mundos sugerentes de los libros, escapar de aquella realidad que deseaba dejar atrás para buscar otros horizontes. Los niños del pueblo iban al colegio cuando podían o les dejaban. Sólo una niña y yo acudíamos regularmente, éramos los dos raritos de la aldea. Ella fue casi la única amiga, compartía conmigo sus ensoñaciones, alimentábamos la certeza de salir de aquella cárcel dorada. Fuimos construyendo juntos planes de huida, futuros que por fuerza iban a estar lejos de la aldea, en la ciudad que prometía un paraíso de rosas y miel.
          
           Nada fue como esperábamos, pudimos estudiar en el pueblo hasta el bachiller. Pero despertamos el día en que acabamos el curso y supimos que ella no iba a poder seguir porque le habían ofrecido un puesto de secretaria en el Ayuntamiento que su padre no tardó en aceptar en su lugar. Era una oferta inmejorable a los ojos de aquella familia con pocos recursos, cuya hija tendría ahora un sueldo y podría aspirar a conocer quizá a un hombre mejor situado que la sacara del campo.
           
         Mis padres habían hablado con un familiar que vivía en Zaragoza, aceptaron que viviera con ellos a cambio de un pequeño hospedaje. Yo iba a iniciar los estudios de veterinaria. Nuestra separación fue dolorosa, no podíamos creer ser capaces de hacer una vida por separado, cuando todos los planes estaban premeditados para dos. No habíamos hablado de amor o de vida en común sino de una huída juntos, compartiendo sueños. La vida no te pregunta si lo que te corresponde es lo que habías pedido, simplemente discurre por el camino que marca el destino o la fortuna, ajena a tus planes. Emprendimos nuestros caminos como dóciles corderos con la promesa de que nos mantendríamos en contacto a través del correo. Sus cartas fueron el combustible que me daba energía para aquella vida en la capital. La carrera me gustaba, amaba los animales y la perspectiva de poder aprender a sanarlos me animaba, pasaba muchas horas estudiando y no se podía tener queja de mis notas. El estudio además de resultar placentero, me permitía mantenerme sólo en mi habitación. No es que no me tratara bien mi familia, pero yo era poco hablador, poco sociable. La correspondencia con mi compañera llenaba el espacio de relación social que era capaz de soportar. Podía escribir en soledad, podía hablar con ella como si hablase conmigo mismo. En la facultad tuve algunos amigos, pero su amistad se circunscribía a las aulas, a un intercambio de ideas pero no de sentimientos. Nunca tuve capacidad para establecer relaciones personales mas que con gente en la que pudiera unirme la afinidad de caracteres, la identidad de sus proyectos con los propios. La única relación que fue creciendo era la que a través de las cartas y los encuentros durante las vacaciones  tejimos mi compañera y yo.
             
          No me fue difícil acabar la carrera ni encontrar trabajo a través de profesores que vieron en mí, un individuo competente y con verdadera vocación por el trabajo. Conseguí un puesto de veterinario en la Facultad, primero como becario, pero pronto me ofrecieron un puesto fijo que me permitió pagar el  alquiler de un piso y vivir holgadamente.
           
          No tardé en volver al pueblo con el propósito de pedirle a mi compañera que viniera a vivir conmigo. No fue una ardua negociación, no tuve que rogar para que aceptara. Me dijo: “Te estaba esperando” y partimos como dos fugitivos. Comunicamos a las familias que nos íbamos a vivir juntos sin esperar siquiera su aprobación. Vivimos un tiempo en Zaragoza pero los dos sabíamos que este no era el lugar que deseábamos. Los dos exhibíamos en nuestra frente el estigma de los pueblerinos. Buscábamos la tranquilidad del campo o de la ciudad pequeña. Dejé la Facultad ante la perplejidad de mis compañeros. Nos fuimos a Huesca donde abrí una clínica. Allí es donde realmente nos sentimos como una familia y donde tuvimos a Juan. Puedo decir que he conocido la felicidad, toda la felicidad que alguien es capaz de sentir sin romperse. Trabajábamos juntos, ella me ayudaba en la recepción y con los animales. Cuando Juan nació ella supo dividir su corazón a partes iguales y a ninguno de los dos nos faltó amor. Es cierto que la memoria puede traicionarnos cuando hemos idealizado un momento. Lo sé, pero no consigo ver ni un sólo día en el que no me haya sentido dichoso de los muchos años que pasé en la clínica.
           
         No sé como ocurrió pero no pude contener mi pregunta, aquella historia me traía recuerdos de la mía propia, Me devolvió a la realidad de la que había huido herido de muerte, aunque no pudiera devolverme a la vida.
            - ¿Cómo se llamaba tu compañera? -Pregunté yo
            - Inés. Gracias por preguntar. Necesitaba pronunciar su nombre.
            - Me has dicho que lo perdiste todo.
            -Nada es peor que tenerlo todo para perderlo después. Tú lo sabes bien y por eso es por lo que te traje conmigo. Vivimos muchos años en el dulce sueño de la felicidad completa, con la ilusión de que la eternidad nos encontraría en ese estado. Nunca pudimos pensar que en el último momento de dicha no tiene una marca que lo identifica y no podemos agarrarnos a él para evitar que se escape. El día que acudimos al médico para una revisión ginecológica porque desde hacía algunos meses sangraba más cantidad, nos dijo que existía un tumor que había crecido rápidamente y que debía ser extirpado. Ninguno de los dos vio en ello el anuncio de un final. Una cirugía era sólo un contratiempo, incluso cuando esa cirugía se complicó y tras ella nos dijeron que el diagnóstico era un sarcoma. Yo había trabajado mucho tiempo en veterinaria y sabía el significado de ese diagnóstico, pero aún así, no lo quise ver. Nos agarramos a la esperanza como garrapatas, desesperadamente ¡que contradicción asir la esperanza desesperadamente! Cuando murió no sabía qué estaba fallando, dónde estaba el error del sistema. Me convertí como tú en un proyecto inacabado.
            -Pero tú tenías a tu hijo. Yo no tengo nada.
          -Los hijos no son nuestros, no nos pertenecen. Yo tenía a mi cargo a mi hijo y tenía la clínica, que eran lo que más me unía a Inés porque habían sido un proyecto conjunto. No fue suficiente. Como mucho me permitió caminar, no mirar el paisaje.
            -Los hombres tenéis a Dios, que os reconforta en la muerte.
          -Dios no existe. Es una ilusión creada para el engaño. Sólo es útil para el consuelo de los pobres. Dios nunca tuvo vocación para consolar al afligido. Ha habido mil dioses a los que los hombres han adorado. Creaciones místicas que sólo tratan de hacerle olvidar las carencias que tienen en este mundo, confiar en una vida posterior perfecta. En cada religión la mentira es adornada con una escenografía diferente, idílica. Seguramente las carencias de cada sociedad eran lo que ofrecían los paraísos de cada  credo. Creamos espacios donde mirar porque la realidad es oscura y cruel. El Edén, el cielo cristiano, al-Yanna, el Elyseo, Nirvana. Estados perfectos para mitigar el dolor de una vida terrenal imperfecta. Algunos pagan un precio muy alto para alcanzar esos paraísos, el olvido de lo real. Y esos dioses engendran los demonios correspondientes, el pecado, la Inquisición, la jihad, la anulación de las voluntades por los dogmas, la sumisión del hombre a dios, al dios creado por los falsos profetas. Los sacerdotes, los chamanes, los himanes, los Popes, los predicadores de mundos venideros que nadie ha visto. Nadie vino nunca en la historia de la Humanidad para mostrarnos las pruebas de los paraísos prometidos. ¿Cómo puede el cielo ser cierto, si nadie se pone de acuerdo en su forma y sus reglas?
           
               -Dios existe a pesar de tus negros augurios, de tu visión pesimista del hombre. El problema es que buscas a Dios en el lugar equivocado. No está en su trono presidiendo el mundo, no vive en un Olimpo antinatural. Tienes razón en que quienes anuncian su mensaje no hacen mas que desvirtuarlo, dar razones a la lógica del ateísmo o del nihilismo. Pero yo te digo desde mi visión de pájaro, desde lejos de las ataduras de la condición humana, que Dios está en nosotros. Hace posible los milagros de lo cotidiano. Está en este diálogo que mantenemos, en el amor que tuviste a tu esposa y en el que yo viví con Quica. A mi no me hablaron de ángeles ni demonios, de dioses que protegen a los periquitos, no supe nada del paraíso hasta que empecé a vivir con los hombres. Pero descubrí a ese Dios que tu rechazas y vi su obra en la bondad de algunas personas, en los pequeños y grandes gestos hechos en su nombre. ¿Porqué me sacaste de la tienda si no fue por protegerme de mi mismo?
           
             -Mi dios era mi mujer, sólo ella me daba la perfección. Mi cielo estuvo en la Tierra mientras ella vivió. Ahora mi vida ya no tiene sentido. Por eso te rescaté, por eso quise traerte, para que tuvieras la oportunidad de encontrar a tu diosa. Mi mujer murió, pero Quica está esperándote a que vayas hasta donde la llevaron.
             -¿Me ayudarás a encontrarla?
            -Te dije que tú eras mi salida, mi última carta. Mi vida se está acabando y doy gracias por ello. Te ayudaré tanto como pueda hacerlo un viejo moribundo.
            
               Entonces abrió la jaula y me pidió que saliera. Me dio la libertad como un regalo a sí mismo. No lo ofrecía como un presente para mí, era como un sacrificio ritual, una ofrenda en señal de homenaje a su único dios. A Inés. Mi libertad era pues un doble regalo, sin embargo en aquel preciso momento a mi me pareció un acto espurio, vano. ¿Qué era la libertad para un periquito que había estado preso no sólo en la jaula de las pajareras, si no que se veía a sí mismo secuestrado por su condición de pájaro? No sabía todavía si aquel don que se me otorgaba ahora, tenía algún valor, si era en verdad una liberación o sólo un brindis al sol de un viejo que trataba en su postrera voluntad redimir sus pecados. No me atrevía a salir de la jaula. 


            Me quedé un tiempo que ahora no sería capaz de calcular mirando los barrotes como si fueran trasparentes, pero a la vez aquella puerta abierta parecía en realidad un muro infranqueable. 

            Estaba atónito, noqueado por un concepto que no podía asumir en aquel instante. Después de lo que acababa de vivir, de mi caída a los infiernos tras la desaparición de Quica, no era capaz de reconstruir mi existencia como pájaro libre. 

           -Necesitaré que me ayudes. No me siento capaz de pensar, no sé si quiera si puedo apañármelas sólo ahí fuera. Para mí el mundo ha existido a través de la televisión, pero no he vivido nunca en él.
            -No te preocupes, esa ventana siempre estará abierta para ti. Tendrás comida y agua en tu jaula. Me gustaría que me visitaras y me contaras tus historias. Me queda poco tiempo y me gustaría saber que te ha ido bien.
            -No sé por donde empezar. ¿Cómo puedo buscar a Quica en una ciudad que no conozco?
            Como un abuelo comprensivo se dispuso a ayudar a un niño desorientado que necesita de su experiencia, que confía en la sabiduría que se les supone a los viejos.
           -Estamos en la plaza de la moneda. Trini me dijo que conoce a la pareja que compró a Quica y cree que vive cerca de la catedral, aunque no sabe exactamente la calle. En este tipo de negocios no se suele hacer factura, por eso no tengo su dirección. Ven asómate conmigo a la ventana y te orientaré. Luego puedes hacer un vuelo de reconocimiento, para situarte.

            Era absurdo todo o me lo parecía a mi. Un viejo y un perico asomados a la ventana de un segundo piso mirando a lo lejos. El viejo señalando y hablando al pájaro que permanecía atento como si en aquellas explicaciones le fuese la vida. Mostrándole cada calle, haciéndole memorizar la dirección para evitar que se perdiera, tomando puntos de referencia para facilitar el regreso. Había en todo aquel espectáculo un tinte cómico, grotesco, antinatural. Si no hubiera sido por lo ridículo de la escena, si sólo se pudiese oír la conversación, sería la entrañable charla de un viejo y su nieto al que  instruye para no perderse en la ciudad. Pero los dos éramos conscientes de que aquel diálogo estaba más cerca de una comedia de Plauto, que de un cuento para niños. 

            -Esta es la calle desengaño (¡No te rías!), empieza en el edificio de la peña taurina, veras un cartel de una corrida de toros, seguro que has visto antes ¿sabes cómo son?
            -Por supuesto, un torero, vestido con un traje lleno de lentejuelas, ajustado al cuerpo que se enfrenta a un toro. El animal se deja engañar por la muleta, un paño rojo al que embiste. He visto antes corridas en televisión, a tu hijo le gustan y las veía si estaba en la tienda. Te advierto que si los toros tuvieran la inteligencia de los pájaros, no se dejarían engañar así.
            -Y tendríamos que torear en una pajarera para evitar que se volasen. ¡¡Atiende!!- me reñía como lo hubiera hecho con su nieto- siguiendo por la calle a la izquierda está la catedral, verás enseguida su cúpula y su torre. Puedes buscar primero por esa zona, ahora en primavera las familias suelen sacar las jaulas de los pájaros a los balcones o los patios. Puedes encontrarla así. Yo trataré de pasear por la zona y si encuentro a los viejos interesarme por Quica.

            Dijo viejos con desprecio, como si se tratara de traidores que hubieran cometido un delito. Pero yo lo entendía, ahora eran casi nuestros enemigos comunes.

            -Para regresar puedes tomar como referencia la iglesia de San Pedro el Viejo, está aquí mismo y puedes distinguirla fácilmente desde cualquier tejado.

            Tenía pues trazado el plan. Un plan ideado por otro, que lejos de ser un plan era como mucho una idea improvisada, un burdo esquema. Pero en aquel momento, en aquella salita sentí que la vida volvía a tomar sentido. Era una posibilidad entre mil, o entre cien, o quien sabe si era una posibilidad. Pero yo me sentí de nuevo esperanzado. En mi cabeza aún daban vueltas los acontecimientos, como si todo hubiera sido un pesado sueño del que no había despertado del todo. Percibía una densa neblina en mi cerebro, un embotamiento que me inmovilizaba, pero que a su vez me estimulaba a tomar las riendas de la acción. 

            Estaba en el comienzo de una nueva vida. De una búsqueda de la que dependía mi futuro y el de Quica. No sabía que podía hacer, era sólo un pájaro y ahora era plenamente consciente de mi condición y las limitaciones que tenía. Pero en el fondo de mi cerebro pulsaba algo, llamémosle necesidad o instinto que me empujaba adelante.