¿Te vas
ya? ¿Porqué no te quedas esta noche? Salir ahora con el frío que se mete en el
cuerpo, deberías quedarte conmigo.
Sabes
que no me voy a quedar. En casa me esperan y además ya llevo el cuerpo
caliente.
¿Quien
te espera en casa?
A ti
que te importa. Mi tiempo contigo se limita a estas horas, acéptalo o vete de
mi vida.
Lolita dejaba aquella habitación como quien
se levanta de la mesa tras una pantagruélica comida. Se prometía a sí misma no
repetir aquel banquete porqué sin duda no podía ser bueno para la salud. Sin
embargo repetía los mismos ritos en cada encuentro con Luis. La llamada
telefónica, la negativa inicial a la que ambos sabían que iban a ceder y el
encuentro, siempre en su casa, con una escueta cena y un buen vino que iniciara
los trámites de aquel desenlace conocido. La tormenta estallaba siempre
mientras en el sofá se tomaban la copa.
¿Qué trayectos recorrería el huracán, qué
estragos podría causar y dónde finalmente acabarían rodando?, lo decidía sólo
el destino y los obstáculos que encontraran en su camino. Ya había habido
muchas víctimas de estos arrebatos de pasión, de lujuria o de aquel sexo
brutal, sea cual sea su verdadero nombre; figuritas, ceniceros, copas, hasta la
televisión encontró el suelo y lo compartió con los amantes.
Después sucedía un tiempo de relajación en
el dormitorio. Desnudos, agitados, exhaustos, encerrados cada uno en sus
pensamientos, hasta que un roce o un nuevo deseo despertase al demonio que los
habitaba y de nuevo se lanzaban a nuevas acometidas de aquel furor. Siempre las
segundas partes resultaban menos agitadas, con un espacio más neutral que era
la propia cama. Si bien este espacio disminuía el desplazamiento y el ruido que
provocaban los objetos que caían en su alocada carrera hacia el placer; de sus
gargantas seguían emergiendo voces unas veces agudas y otras ahogadas que
convertían el escenario en un concierto de ayes y aes.
La casa formaba parte de un adosado, los
vecinos algunas veces dudaron sobre el tipo de batalla que sucedía en aquel
lugar. Ahora con el tiempo ya sabían que no debían de preocuparse por los resultados.
Si se encontraban con Luis lo miraban con despecho, envidia, curiosidad o el
oculto deseo de probar aquellos placeres salvajes.
Cuando Lolita se levantaba de la cama para
marcharse, se repetían también los clichés, las frases hechas, las maneras.
Emergía del lecho desnuda como la Venus de Boticcelli, podría decirse que
incluso rodeada de ninfas que veneraran su belleza. Desaparecía dando la
espalda a su amante que sentía de nuevo el aguijón de ver marchar aquel cuerpo
que deseaba poseer, dominar y que siempre abandonaba el campo de batalla
vencedor. Lolita buscaba la ropa dispersa, se vestía sin prisa, sin mirar a la
habitación dónde había abandonado a otro cuerpo y salía con el pensamiento
extraviado, lejos ya de aquel lugar. No había amor en su mirada, no había
remordimiento, ni pena, ni dolor, sólo indiferencia, saciedad y un cierto
abotargamiento de los sentidos.
Abandonaba a Luis como abandonaba a otros amantes como un despojo útil
que en otro momento podría ser usado para una emergencia.
Cada día despertaba temprano, con la luz de
la ventana. No necesitaba el despertador, no había ningún reloj en su
dormitorio, sólo en la cocina una esfera de fondo azul y adornos marineros
marcaba el paso del tiempo. Debía preparar el desayuno y el almuerzo de su
hija. Ella era el motor, el mecanismo que movía su vida, que marcaba sus horas.
Se duchaba y vestía sin dedicar mucho tiempo a su armario ni a su maquillaje.
Cuando todo estaba listo acudía a la habitación de Ángela , entraba con el
sigilo de una sombra para despertarla con un beso en la mejilla, para que
aquella criatura abriera los ojos al mundo y pudiese percibir el regalo de un
nuevo día con los ojos de su madre mirándola. Para la niña los aromas de su
madre recién bañada oliendo a jabón y a un sutil perfume de rosas, que a
continuación se mezclaban con los olores del café y el pan tostado eran la
bienvenida al mundo. Pensaba que nunca podría despertar sin aquellas
sensaciones. El tacto de las manos y la voz dulce que le preguntaba por los
sueños y escuchaba con ternura las imágenes que recordaba y que se traía aquel
otro paraíso nebuloso. Su madre sentada en su cama y reclinada le parecía un
ángel que tanto podía habitar en este como en el mundo que acababa de
abandonar. La ayudaba a levantarse la besaba, le acariciaba el rostro y tras
lavarse Ángela la cara acudía a la cocina donde desayunaban juntas. Nunca había
su madre faltado a esa cita y en su mente de niña, aún ahora ya adolescente
casi ya una mujer, pensaba que sería así para siempre. Su madre trabajaba
mucho, incluso algunas veces sabía que podía llegar tarde, por ello no se
preocupaba, se acostaba tranquila sabiendo que al abrir de nuevo los ojos ella
estaría allí.
A ver,
cuéntame que has soñado.
No sé
mamá. Me tratas igual que cuando era una niña.
Para mí
siempre serás mi niña.
Su hija intentaba huir de aquellos
interrogatorios que antes le parecían casi como confesiones. Siempre le contó
sus sueños, los que recordaba. Le hablaba de árboles parlantes, de animales o
ciudades. Ahora en sus sueños existían parcelas prohibidas para una madre,
aunque fuera como la suya. Había chicos, manos, miradas que no se podían contar
porque a ella misma la ruborizaban y porque eran ya su patrimonio personal.
¿Qué ha
pasado con aquel árbol enorme, como las encinas que vimos en Cáceres, que te
decía algo de una ciudad que quedaba muy lejos?
No me
acuerdo. No eran palabras claras como las que tu y yo hablamos, era como si
susurrase, como el sonido que el viento hace al pasar por los pinos, pero con palabras.
De eso ya hace mucho tiempo.
Ahora los susurros venían de bocas como la
suya, las palabras que escuchaba eran dulces pero impronunciables, porque
escondían el misterio que se descubre sólo una vez. Como la verdad de los Reyes
Magos, primero a través de frases, de gestos que las compañeras, de los amigos
que las pronuncian para ganarse la atención, después los hechos las van
haciendo verdad. Para cuando los padres quieren contarlo, es ya una certeza
conocida. Ángela había dejado de ser
una niña. Los resortes internos que movían las hormonas, las sensaciones, los
impulsos, ya hacía tiempo que se habían puesto en marcha y aceleraban la
cascada de acontecimientos de la vida de forma imparable. De la vida en
mayúsculas, porque no existe ningún momento en que se esté más vivo. A pesar de
lo ignorado, a pesar de lo desconocido, en ese tránsito se perciben a la vez
tal cantidad de emociones que en cada instante suceden una tras otra. Por eso
la vida pasa tan deprisa, ocurren tantas cosas que parece que el tiempo se
acorta, menguan los minutos como si fueran segundos, las horas a minutos. En el
ocaso de la vida, viendo su final, no existe lo nuevo, miramos hacia atrás para
poder vivir, lo pasado llena parte del futuro y el tiempo camina despacio, sin ganas.
Acábate
el desayuno que tienes que arreglarte y nos vamos.
Sólo somos conscientes de nuestra vida, el
tiempo de los demás nos es ajeno, lo percibimos de forma irreal. No vemos
crecer a nuestros hijos, los vemos grandes y nos sorprendemos. Vemos como se
han convertido en hombres y nos llama la atención, como si existiese todavía la
posibilidad de ser un espejismo. Lolita no veía a su hija como podía verse a sí
misma. A su edad ya era madre y su vida había pasado por el infierno. Sin
embargo en Ángela aquella realidad no era visible. La veía como una niña
grande.
La llevaba cada mañana al instituto,
mientras ella se dirigía al trabajo. La empresa de software veía en Lolita una
mujer extraña. Nadie la llamaba Dolores o Lola, nadie se atrevió nunca a
cambiarle el diminutivo con el que ella se presentó, pese a resultarles difícil
al principio. Ella no era una mujer baja, ni su figura se empequeñecía por su
timidez o una cándida apariencia. Llamaba poderosamente la atención y no sólo a
los hombres. Su figura se imponía en cualquier reunión, aunque nunca pretendía
ser el centro de las miradas. Hablaba cuando deseaba exponer una idea, directa,
sin ambigüedades, incluso aunque contradijese a su superior. Callaba y sabía
escuchar. Era franca, educada pero sin faltar a la verdad, podía endulzar una
respuesta para no ser hiriente, pero nunca mentía para complacer. Todos lo
sabían y les gustaba aquel carácter rebelde pero trasparente. Nadie le preguntó
nunca sobre su situación personal, y si lo hizo no repitió y sirvió como aviso
a los demás.
Su vida privada era suya. El trabajo era su
medio, podía decirse que le gustaba, pero no era su vida y no deseaba que lo
fuera en el futuro. Con su trabajo incluía al personal del mismo. Había estado
con ellos muchas veces en reuniones, cenas, despedidas y demás eventos propios
de la empresa. Se divertía con ellos y se mostraba habladora, divertida, pero
nunca dejó que aquellas reuniones la llevaran a un terreno personal. Quizá con
quien más relación tuvo, fue con Javier, su compañero de despacho, compartían
proyectos y lugar.
Ella sabía que Javier no tuvo la culpa, pero
tenía unas reglas y no iban a ser cambiadas. Su espacio no iba a ser invadido
por nadie que ella no hubiera invitado. Comprendía que ejercía sobre los
hombres una atracción especial, su aura de misterio era posiblemente un reclamo
para ellos, todos creían que podrían franquear la muralla de su mundo y acceder
a los jardines que escondía e imaginaban suntuosos.
Podríamos
quedar esta tarde a tomar algo. Nunca nos vemos fuera de este cubículo. Creo
que podríamos hablar de otras cosas que no fuera del trabajo.
Tengo
cosas que hacer esta tarde.
No me
refiero a esta tarde en concreto, podríamos quedar mañana si te viene mejor.
Mañana
también estaré ocupada.
¿Porqué
eres tan esquiva conmigo Lolita?
No lo
soy. Solo que no quiero quedar contigo fuera de aquí. Mi vida personal es mía.
¿Estás
casada?
No.
Entonces
porqué motivo no podemos vernos y conocernos mejor.
Mira
Javier, seré clara y lo voy a decir sólo una vez. No quiero salir contigo ni
con nadie de aquí. Te aprecio como compañero, trabajo a gusto contigo, pero no
vamos a conocernos ni a formar una feliz pareja, ni ninguna historia que te
hayas montado.
Necesitas
compañía o te volverás una huraña. Te lo digo con cariño.
Si lo
que quieres es follar conmigo ve haciéndote a la idea de que no va a ser. Si
tengo necesidad de follar para no volverme huraña ya me buscaré yo la vida. En
cuanto a lo del cariño, ahórratelo y procura hacer feliz a otra.
No quería hablar de esta manera, ni era su
deseo hacerlo con Javier, al que realmente apreciaba, pero mantener su reino a
salvo, su bastión inexpugnable eran más que un deseo, una necesidad.
Las necesidades como mujer sabía como
solucionarlas. No deseaba hombres para compartir su vida. El amor, la pareja
eran conceptos que no estaban en su punto de mira. No creía en esa unión que
hacía de dos uno, pensaba que aquello era una estupidez. Los individuos son
uno, las sumas y reducciones al absurdo que planteaban los defensores del amor
platónico y el matrimonio eran paparruchadas propias de procesos mentales no
racionales. Los seres vivos y en especial los animales pueden tener un sentido
de grupo que les sea útil, beneficioso, pero son sobre todo egoístas. El
egoísmo ha permitido el progreso de los humanos, la lucha contra el hábitat, la
adaptación al medio, la superación de los obstáculos. Cada uno debe afrontar
sus retos por sí mismo, sin esperar que los demás sean de ayuda, incluso
pensando que el otro buscando su propio beneficio puede ser tu oponente. El
instinto de supervivencia, el placer del triunfo, el disfrute en el fracaso de
la competencia, son sentimientos humanos positivos. Cuando desde el
adoctrinamiento moral de las religiones o las políticas se han estigmatizado
como conductas malvadas, no se ha querido otra cosa que someter al individuo
frente al grupo. Precisamente aquel era el discurso de las personas que
lideraban ese colectivo, para de esta manera aumentar su poder, aumentar su
propia ventaja de individuo. Uno mismo es el único valor que cabe defender, los
demás son la comparsa que nos acompaña en el mundo como relleno, el atrezzo del
teatro de la vida.
Ella ya había aprendido aquello desde muy
pequeña cuando la educaban en la obediencia, en la estricta norma impuesta por
un padre amoral y malvado. Su madre era una criatura inocente, dedicada a sus
hijos, sometida a aquel tirano, déspota y cruel, cuyo único propósito era su
placer. Un sádico cuyas caricias dolían más que las palizas. Consiguió tenernos
engañados un tiempo con el argumento de que su estricta norma era una garantía
de nuestra formación. Mi madre le creía porque cayó en las redes de ese
artículo vendido como amor que predicaban en las revistas y en las iglesias.
Ella se perdió a sí misma para entregarse a un manipulador perverso, y cuando
llegamos nosotras fue demasiado tarde para huir. Había caído en la celada que
la tendría siempre sujeta a su marido, a su verdugo. Y aunque nunca supo o
quiso verlo, al maldito que consiguió poner a sus hijas, sus tesoros, en su
propia contra.
Su padre había encarnado para ella todas las
cualidades que el mal podía tener. La casa no era el refugio, no era la paz si
no la trampa en donde el diablo las tenía encerradas para su personal disfrute.
En ella podía perpetrar con impunidad sus veleidades, sus caprichos. Lo fue
hasta que ella, la más rebelde o quizás la más sensata, valiente, temeraria, la
más dañada, dejó todo atrás cerrando los ojos y corriendo lejos acompañada de
su hija en el vientre.
Los hijos son el único defecto de la
naturaleza del hombre como individuo. La pulsión de hombres y mujeres a
perpetuarse, a prolongar su especie, su estirpe, su ego, los hace vulnerables.
Esa transmisión genética que garantiza la única inmortalidad real, encierra una
trampa, un peaje al transito solitario de cada individuo. Obliga por un lado a
la unión a otro, dejando una parte de sí mismo en depósito y constituye la
mayor cesión de libertad que una mente racional sería capaz de aceptar. Es
cierto que todos los animales tienen ese instinto reproductor, la necesidad de
mantener una herencia genética, unos caracteres. En el mundo animal ese
instinto actúa en los machos mediado por el placer. El acto reproductivo, la
cesión del esperma, es a cambio de un orgasmo. ¿Es el deseo de experimentar
aquel intenso colapso de los sentidos o es el fin impreso en los orígenes de la
especie lo que mueve al sexo? Quizá sean ambos. ¿Y en la hembra? ¿Cuál es el
mecanismo escondido en la mente que la somete a un macho permitiendo que
deposite en ella una semilla que la ha de condicionar para siempre? Si el
placer no es el motor, quizás existe un implante de algo que sea parecido al
amor, a la entrega total a su descendencia, lo que la hace acceder al coito. El
origen de la vida como continuidad responde a esos escondidos resortes en el
arcaico cerebro. Seguramente no existe en los animales voluntad en el acto. Es
un proceso instintivo no mediado por la conciencia. Sin que ello desmerezca en
el resultado del proceso y en la entrega a su fin. La ternura es manifiesta en
los animales en tan alto grado como en las personas.
En los orígenes de la especie los mecanismos
fueron idénticos. ¿Y en nuestro propio mundo cuantos animales pueblan aún
nuestra ciudad? En el proceso evolutivo fuimos capaces de modificar nuestro
cerebro, de crear nuevos caminos sinápticos que dieron lugar a la conciencia de
nosotros mismos y de los otros. Pero en esa modificación evolutiva hacia la
propia percepción han existido errores del sistema, vías aberrantes,
cortocircuitos que han permitido sentimientos nuevos. El amor incondicional, el
odio, la pasión, la indiferencia al dolor ajeno... La maldad como capacidad de
dañar por placer es una condición específica de la especie, el exponente máximo
de la individualidad, acaso el mayor de esos errores de programación. Pero puede
que algunos errores hayan conducido a ventajas evolutivas. Los malvados han
sido en ocasiones quienes mejores condiciones tenían para reproducirse. Su
desprecio a los demás, su conciencia autoreferencial, su egolatría les permitía
verse como único bien a salvar y por tanto no arriesgaban su persona. En ellos
el motor no es el instinto procreador si no el placer. El goce propio como
camino, como meta, como objetivo, esta es su divisa. En su universo son el
centro y único valor, el resto sus víctimas. ¿Pero y aquellos no afectos de
esta aberración, que les mueve a sacrificar su individualidad por sus hijos?
¿Es el amor el motor reproductivo inherente a lo humano o queda el instinto de
la especie impreso en el paleocortex?
A los hijos se llega de distintas maneras.
Las mujeres se quedan embarazadas en el marasmo del sexo donde el animal que
somos pierde su capacidad de control o en el acto sumiso de aceptar el deseo
genésico del varón. Otras mujeres son madres por el deseo de completar la
propia existencia con el concepto de la maternidad o en la voluntad de concebir
los hijos como elementos integradores de una relación de pareja. Incluso la
violación, el alquiler, la ignorancia...muchos son los caminos que llevan al
embarazo. Otros tantos son los caminos que se recorren en esa maternidad y
paternidad. Aceptar o no esa condición como voluntad de entregar parte de la
libertad a un individuo depende de cada hombre y mujer y sus propias
circunstancias.
Lolita había llegado a la maternidad
involuntariamente. Aquella hija no se concibió por placer, ni por amor. Pero el
dolor causado en su cuerpo y en su mente no habían sido suficientes para
rechazar aquel nuevo ser. Aquella semilla plantada por el mal en su cuerpo y
que en un principio provocó un rechazo, le dio luego el valor necesario para
salvarse. Las nauseas que eran la prueba irrefutable de que el demonio estaba
dentro de ella y que a escondidas intentaba vomitar como si pudiera expulsar
por la boca aquel intruso, poco a poco fueron pasando y nuevas sensaciones la
invadían. A veces pensaba que estaba poseída y deseaba un exorcismo, otras
percibía señales de placer, un goce que relajaba su espíritu y la dejaba
confundida. Cuando a los cinco meses de ocultar su situación, incluso de
negarse a sí misma su presencia, empezó a notar la vida moverse en su interior,
nació una nueva Lolita. Se juró a sí misma salvar a aquella criatura de los que
la rodeaban y le dio valor para huir, para denunciar su estado, para pedir una
ayuda que nunca hubiera buscado de otra manera. Su hija la había salvado hasta
de sí misma. Por eso la llamó Ángela, había sido su ángel redentor, el ángel de
la guarda que la cogió de la mano en su caída. Porque ella habría acabado
asumiendo aquella situación como un inevitable error del destino, un miserable
infortunio. No hubiera salido de aquel encierro y se hubiera podrido en la
rabia contenida, en el odio cronificado, en una vida mezquina de sumisión como
la que había arrastrado a su madre. Sin embargo aquellos piececitos que
empujaban su tripa, aquellos movimientos rítmicos que asemejaban el hipo la
devolvieron a la vida. Ni siquiera en el momento del parto, sintió el deseo de
desprenderse de esa criatura. Le insistieron en que era bueno para ella
renunciar a su crianza, dejar en adopción el fruto manchado del desamor. Ya no
entendía aquellas palabras. Su hija era ahora lo más importante en su vida,
quizá lo único importante, no podía rechazar el sentido de su existencia. Aquel
ser pequeño que aún no conocía era su nuevo centro de gravedad. No renunciaría
a ella pasase lo que pasase. En aquel paritorio frío, desprovisto de imágenes
que pudieran aportar paz a su atormentado cuerpo, selló un pacto con su hija,
por grande que fuera el dolor lo resistirían, se tendrían una a la otra por
encima de las circunstancias. Cuando las contracciones se hicieron más
dolorosas empujó con la rabia de un animal herido. Su hija que venía sentada
empezó a mostrar la blanca nalga a través de su vulva dilatada. Le decían: “ya
falta poco” cuando había sobrepasado ya el límite de sus fuerzas. Pero
aferrándose a un valor que provenía de su propia hija empujó hasta que las
nalgas quedaron totalmente expuestas y en siguiente envite consiguió sacar el
cuerpecito hasta las rodillas. La imagen era como un cilindro, un proyectil que
surgiera de su vagina, las nalgas eran la punta, la espalda y las piernas
extendidas plegadas una contra otra, colgando en una situación grotesca. La
matrona rompió aquella armonía al doblar las rodillas de su hija y sacar los
pies, mientras traccionaba un poco del cordón umbilical para evitar que se
comprimiera. Sólo quedaba un empujón que dejo los hombros visibles y en aquel
momento Lolita pudo ver como aquel cuerpo lo empujaban hacia su vientre y como
por arte de magia, en una voltereta propia del circo salia la cabeza de Ángela
para acabar sobre la barriga de su madre. Desapareció el dolor, nada de lo
pasado le parecía suficiente como pago a tener aquella criatura. La blanca piel
manchada de sangre y grasa, aquellos brazos y piernas que como por resorte se
pusieron en marcha acompañando al llanto débil al principio e intenso después.
Las caras de todos los presentes que
parecían asistir a un funeral se relajaron de repente, esbozaron una sonrisa.
Ella se sintió en aquel paritorio frío, con su cuerpo roto, la mujer más feliz
del mundo. En esos momentos recién estrenados los dieciséis años tomó la
decisión. Había elegido ser madre antes que nada, antes que mujer y antes que
persona, pero sin renunciar a vivir. Quería vivir para hacerlo por y para su hija.
Cada instante tendría ahora sentido. El tiempo adquiría valor porque ellas dos
iban a ser ahora sus propietarias, su destinatarias.
Aquella decisión que había tomado siendo aún
casi una niña seguía manteniéndola a sus casi treinta años. No significaba eso
que renunciaba a su vida, ni a sus necesidades como mujer. Los procesos
fisiológicos que como persona necesitaba se los proporcionaba el trabajo, el
estudio y su relación con la única que podía llamarse amiga, Carmen. Juntas
iban en busca del sexo, como una droga que sustituía cualquier otra necesidad
biológica. Su amiga, una ex-todo (ex-toxicómana, ex-presidiaria, ex-esposa,
excluida del mundo y sus entornos) había conseguido agarrarse a Lolita en el
último momento, cuando descendía en vertical al abismo de la nada y desde
entonces como si hubiera sido su salvadora, la seguía como una sombra. Se
entendían, podían contarse sus penalidades, liberarse. Ahora Carmen había
conseguido un trabajo en una empresa de mensajería y había sido rescatada del inframundo
para vivir en este teatro que llamamos sociedad. Tragicomedia, serial,
telenovela o novelón, regado de mentiras y medias verdades, de personajes y
medias personas, con un final tan previsible que la pérdida de algunos
capítulos no supone perder el hilo de la historia. Siempre el mismo, tan manido
y vulgar, repitiéndose a través de los tiempos, con nuevos protagonistas pero
con viejas historias, anécdotas gastadas y chistes que incitan al llanto. Ellas
eran una idea nueva del guionista, al menos diferente en sus formas. Ni mucho
menos habían sido las primeras, ni tampoco lo pretendían. Sólo se limitaban a
vivir, a interpretar su papel.
Aunque esa identidad de excluidas, esa
simbiosis en la vida hubiera podido llevarlas a conocer el amor de mujer a
mujer, nunca probaron de aquel placer. Habían coqueteado con esa posibilidad,
no veían en ella una perversión, no existían en el sexo reglas que no pudieran
ser traspasadas fuera de las del dolor. Habían sentido como las caricias mutuas
las reconfortaban, como los besos dados con tanta ternura como abrazos de amor,
eran cálidos, incluso las lenguas en un juego de provocación habían luchado por
vencerse. Las palabras que se pronunciaban podían ser las que un amante dijera
a otro, pero no encontraron en el cuerpo de su compañera el alimento que
saciara su sed. Pensaban que en el amor femenino existe verdadera entrega, una
dulzura que en el amor de los contrarios sólo se consigue cuando la fiebre del
enamoramiento confunde los sentidos y este instante siempre es fugaz en el
tiempo. Ellas se amaban por pura necesidad de compartir los sentimientos más
profundos, porque en el otro se vaciaban, desnudaban el alma y renacían como
mujeres. Era un amor interesado pero con el interés de que ambas resultaran
beneficiadas. Hubieran podido prescindir de esos amantes que rendían culto a su
propio cetro, aquel falo alrededor del que parecía girar su propia visión del
sexo. Pero aunque el espíritu surgía reforzado de ese amor mutuo, el cuerpo
quedaba huérfano de sensaciones. Ambas deseaban sentirse completadas en la
anatomía, penetradas, habitadas por aquel estandarte que sólo los hombres
podían darles. La pasión dulce o el arrebato carnal que requiere llenar los
espacios que se esconden tras los verticales labios. El hombre les servía para
ese propósito, no deseaban el amor del opuesto, no necesitaban su espíritu,
sólo su cuerpo. Aquel apéndice extraño que definía su anatomía.
Esa misma tarde al salir de la oficina había
quedado con Carmen para salir de caza. Ya tenían experiencia en este tipo de
excursiones carnales, podría decirse. Empezaron hace tiempo cazando en los
bares donde acudían trabajadores en pequeñas cuadrillas a tomar la cerveza
después del trabajo y antes de regresar a sus casas. Habitualmente hombres
casados que reparaban en ellas nada más aparecer en el umbral de la puerta. No
llevaban luminosos que indicasen su finalidad, pero aquellos cuerpos
entallados, sus caras maquilladas con un cierto exceso, buscando a propósito la
atención, no pasaban inadvertidos. Tenían mucho que enseñar y mostraban lo
justo para desear querer ver el resto. Habían perfeccionado la técnica, o quizá
era innata en ellas, pero los corrillos empezaban a puntuar a aquellas “gatas”.
Al principio se dejaron llevar por hombres
rudos, varoniles, un poco brutales en sus ademanes. Eran generalmente gañanes
que hacían presumir un sexo duro, que les parecía iba a dejarlas saciadas
durante días. Pero encontraron hombres cansados, aburridos en su vida, que
veían en ellas un punto brillante en la monótona oscuridad del día a día. Su
precipitación, su ímpetu se perdía en las primeras acometidas y finalizaba en
un orgasmo solitario que para nada les colmaba. Era un sexo de pensión barata o
almacén entre palés y herramientas. Aquellos no eran los hombres que deseaban,
se aburrieron a los pocos meses.
El siguiente objetivo fueron hombres de
traje, corbata y barriga incipiente cuyos blancos rostros reflejaban la luz de
las lámparas de oficina en las que se enterraban durante el día. Hombres que
antes de ir a la nueva sepultura del hogar, regaban sus penas en un garito
buscando quizá la emoción que en todo el día no habían ni tenido tiempo de
soñar. Resultaba igual de fácil el hacerlos caer en el engaño, su atuendo era
más elegante, un maquillaje más sutil, mimetizando el modelo de las secretarias
que pululan por los despachos sólo al alcance de los jefes.
Eran solícitos, atentos, invertían en ellas
el tiempo que les robaban a sus esposas tras la consabida llamada: “cariño me
ha surgido un trabajo y llegaré tarde de la oficina”. Eran menos egoístas, las
llevaban a cenar y a un hotel para hacerles el amor con un aire de ensoñación,
con la incredulidad en sus ojos: “No me puede estar pasando esto a mí”
Invertían su capital y su celo en hacerlas sentir bien. Sin duda eran amantes
complacientes que deseaban antes su goce que el propio, siempre las esperaban antes
de correrse. Intentaban con ello asegurarse que habría una segunda vez, que
luego nunca llegaba. Ellas nunca repetían, aunque les daba la impresión de que
aún cambiando de hombre, estaban siempre con el mismo. Estos hombres copiaban
los clichés que veían en los seriales televisivos o que oían contar a otros
compañeros. Eran tan previsibles como aburridos. Intentaban impresionarlas con
historias de éxito, con conocimientos profesionales que parecían reservados a
hombres con proyección, con un futuro prometedor aún por llegar quizá por la
mala fortuna y el esquivo destino. Cuando alguna vez las veían con otros no
podían entender qué habían hecho mal, cual había sido el error cometido para
que no volvieran. No sabían que el error estaba en su vida, en esa falsa
identidad que adquirían cuando las seducían, engañando a sus mujeres, faltando
a la imagen que pretendían hacer ver al mundo de su probidad. De alguna forma
ellos intuían ese reproche, porque veían como reflejado en sus ojos y en su
respuesta la mentira de sus vidas.
No mereces follar conmigo más de una vez. En
tu casa tienes cena y hay otros que están muertos de hambre.
No les guardaban rencor, no pretendían
ofenderles, no sentían repugnancia hacia ellos ni hacia sus insípidas
existencias. Unicamente que esos libros tenían un sólo capítulo. Habían sido
leídos y abandonados. No eran obras para ser veneradas, ni siquiera
necesariamente recordadas, dieron el placer de la lectura y tras el final,
buscaban otro.
Esta doble vida de Lolita parecía contener
una personalidad compleja, poliédrica, difícil de entender para personas con
una continuidad en sus existencias, apenas alterada por los avatares de la
vida. Ella en cambio reconocía su doble identidad, veía claramente el Hide
oculto que la habitaba. Pero no se percibía como una mujer compleja. En su
análisis existían dos componentes que trataba de encajar de la mejor manera
posible, así pensaba que eran muchos hombres y mujeres, como un cristal de dos
facetas. Algunos duermen al animal que llevaban dentro para vivir de acuerdo
con las reglas o lo convierten en un animal doméstico, convencional. Otros en
cambio lo liberan de sus cadenas para que corra. Los hay que son poseedores de
un animal cazador o carroñero, fuerte o débil, grande o diminuto, pero nadie
puede esconderse de la naturaleza oculta en nosotros y que a veces aparece a
nuestro pesar. El cuerpo y la mente, la carne y el espíritu, el fuego y el
aire, el bien y el mal, todo se reunía en un individuo y podía ser separado con
un fino cuchillo para que los antagónicos no se mezclasen, aunque cuando la
vida te agita, te sacude con fuerza, los dos pueden unirse, convertirse
transitoriamente en uno.
Esta era su filosofía, la simpleza o
profundidad de su razonamiento. Vivía cada capítulo de su vida vestida de ángel
o demonio, pero siempre con un objetivo, con un valor que emergía sobre todas
las cosas, su hija. Nada podía poner en riesgo la única criatura que de verdad
amaba. Todo era prescindible, todo podía ser relegado al olvido, abandonado, eliminado,
incluso ella misma podía renunciar a vivir como Lolita si fuera necesario para
salvaguardar a Ángela.
Ahora el coto de caza había cambiado, la
confianza que tenían en ellas mismas en sus sugerentes cuerpos y sus
capacidades de seducción, les había incitado a buscar presas jóvenes,
estudiantes de universidad. Llenarse de aquellos cuerpos jóvenes era recargarse
de vida. El placer de la seducción, para el que habían cambiado su look. Ahora
se mimetizaban transformándose en jovencitas universitarias, con sus pantalones
de pitillo ajustados o sus faldas cortas, camisetas con mensajes provocadores
(“no soy virgen ,pero puedo hacerte un milagro “ ) que nadie leía por estar más
pendientes de su escote que de su significado. No les resultaba difícil atrapar
aquellos hombrecillos que estaban llenos de futuro. En ellos podían encontrar
aún el brillo que pone la vida en los ojos de los que tienen esperanza, en los
que creen en sí mismos. Aquella energía sin límites, el entusiasmo, la prisa,
la vehemencia y el furor de sus actos. Con su rebeldía pretendían cambiar el
mundo, transformar antiguas costumbres en nuevos conceptos pero sometían sus
almas a las viejas artes del amor. Caían en las redes de aquellas dos mujeres
con la docilidad de los cachorros. Ellas creían haber encontrado ahora el
objetivo que habían estado buscando en todos los años de “cacería”. Les
satisfacía aquel calor vivo, su llama pura quemaba y las hacía arder en un
fuego reconfortante. Su conversación, su voz varonil, grave, en la que a veces
asomaban tonos agudos que trataban de disimular como si se les hubiera escapado
un eructo en lugar inapropiado. Eran entrañables, dulces. Acariciar sus
cabellos enmarañados o trenzados, despertaba sensaciones perdidas, el amor de
madres que escondían en la profundidad de sus almas. La piel de esos chicos no
tenía el tacto rugoso de los trabajadores, ni la fofa blancura de los
ejecutivos, estaba tersa como su sexo, suave como sus caricias, olorosa y
sensual. Una vez probada la ambrosía, cualquier comida parece vulgar, no se
desea comer de otro plato. De hecho
desde que iniciaron el contacto con los jóvenes, no había vuelto a telefonear a
Luis y no había contestado a ninguna de sus llamadas que quedaron sepultadas en
la memoria del móvil. Navegaron por aquel mar de sirenas durante mucho tiempo
cambiando de compañeros pero manteniendo relaciones más duraderas que nunca
antes. En estos contactos se entregaban más auténticas, más verdaderas, con la
necesidad de perderse en los cuerpos de sus amados, de encontrar en esos
momentos un instante de placer que las transportara. Porque esos cachorros de
hombre aún no tenían el alma manchada, eran proyectos que podían todavía ser
encauzados. Y sobre todo eran sabrosos manjares llenos de sabor, como el bocado
del limón salado que se toma con el tequila capaz de poner en marcha todos los
sentidos, de romper el equilibrio por unos instantes y ascender en voluptuosos
espasmos hasta el cerebro. No iban a permitir que otros sentimientos
sustituyeran el verdadero sentido de sus relaciones, sólo tenían que servir
para desahogar el ansia que las devoraba como esclavas de su condición de
hembras, pero alguno de aquellos chicos las atrapaban a ellas también en las
redes del placer.
Abel surgió como un reto, un chico extraño y
bello. Ausente de los demás, al margen del mundo, que no se prestaba al juego
erótico de Lolita, porque ni siquiera entraba en su órbita. Resultaba todavía
más excitante llegar al corazón de aquel ser perdido en su propio mundo. No
quería demostrarse nada, sólo que se sentía excitada por poseer un alma que
vivía en el limbo, esperando ser rescatada o redimida. Cuando se acercó a él lo
hizo con la sutileza de quien sólo desea un pequeño favor, sin pretender
molestar. Los apuntes de programación no se habían publicado pero ella
necesitaba preparar un trabajo sobre lenguajes de programación y las relaciones
entre Pascal, Delphi y Dylan.
¿Por
qué me los pides a mí?
Porque
veo que eres un chico que se relaciona muy poco y por eso debes tener tus
propios apuntes. Pero no quiero molestarte. Si prefieres no compartirlos
conmigo no me lo tomaré a mal. A cambio si necesitas algo que yo pueda ayudarte
lo haré encantada.
No
necesito nada de momento. Te dejaré los apuntes y un artículo que tengo sobre
ese tema.
No le resultaba difícil a Lolita aproximarse
a los estudiantes de informática porque por su trabajo dominaba la jerga y los
contenidos de las materias. Abel no se prestó tan fácilmente al juego de
escotes insinuantes y faldas cortas, se mostraba más interesado en la mujer
misteriosa, en el arcano escondido en aquella bella y extraña mujer que se le
acercaba.
¿No
tienes amigas?
Tú en
cambio tienes muchos amigos.
¿Te
molesta que tenga amigos o lo dices como algo que te parece inadecuado?
Yo no
juzgo cuantos amigos son necesarios para ser normal. Los amigos te eligen o te
aceptan si eres tú el que eliges, pero no forman parte de ti. Son si acaso una
prolongación de uno mismo. Aunque creo que no puedo dar lecciones en un tema
del que tengo poca experiencia y que sin duda tu que eres más mayor conocerás
mejor.
No sabía Lolita si aquella expresión de
“mayor” era un intento de ofenderla para que lo dejara tranquilo, o era la
expresión de la naturalidad y transparencia con que Abel se relacionaba con el
mundo, lo que seguramente no le había dejado muchos amigos. Ella no se ofendía
tan fácilmente y en cualquier caso aquello era un desafío que lejos de hacerle
perder el interés, resultaba un acicate en sus propósitos.
¿Tan
mayor te parezco?
Unos
treinta, aunque la verdad es que los llevas muy bien.
¿Eso
quiere decir que te gusto o que para ser una chica mayor no parezco muy vieja?
Tu no
eres una vieja y lo sabes. Tienes un cuerpo bonito, eres una mujer muy
interesante, incluso algo misteriosa, lo que te hace aún más interesante.
Vaya.
Es decir que puede que te guste por una combinación de mi cuerpo y los secretos
que parecen esconderse en mi vida. ¿y que crees que escondo?
No lo
sé. ¿Porqué estás estudiando informática?
Trabajo
de informática, pero carezco de títulos oficiales y con esto pensaba mejorar mi
curriculum ahora que los más “jóvenes” entrareis en el mercado de trabajo con
referencias académicas mejores que las mías. ¿Y tú porqué estudias informática?
Por que
entiendo mejor a los ordenadores que a las personas. No tengo muy buena
relación con el medio, eso ya lo vistes desde el principio. El lenguaje binario
es más simple que la comunicación con los demás.
Pues
conmigo te expresas muy bien. Además que sepas que tú también resultas
interesante por ese aura de chico “raro”. ¿Las chicas no se te acercan para ver
que se esconde detrás de esas gafas de empollón y esa mirada extraviada, que
oculta su miedo y a la vez su deseo de conectar para sentirse menos raro?
Porque a ti no te gusta ser raro.
¿Me has
dicho que eres informática o psicóloga? Aunque admito que eso que dices no es
incierto, sólo dejo entrar en mi campo de visión aquellos que realmente me
parecen interesantes.
Entonces
yo estoy en esa lista. ¿ Me dejarás ir a tu apartamento para seguir
psicoanalizando tu personalidad a través de los lugares que habitas?
No es que resultase fácil, es que los dos
tenían necesidad de conocerse. No era sólo la unión de dos cuerpos y dos almas.
Era la fusión del fuego de Lolita con el calor de Abel. El deseo con la
sensibilidad, el descubrimiento del sexo y el florecer al amor, el cambio, la
revolución, los motores que mueven nuestras tripas y los sentimientos que
alimentan el espíritu. Todo ello colisionó en aquel apartamento, donde apenas
si habían entrado sobraron ya el vestido de ella y los pantalones de él. No
hubo psicoanálisis, no hubo necesidad de hablar, sólo el sexo ocupó el espacio.
Entablaron la batalla tantas veces repetida en la historia, la lucha del cuerpo
a cuerpo, donde las manos, las bocas seguían caminos distintos, destinos
diferentes, cambiantes a cada momento. Donde el placer era viento y el vendaval
abría todas las ventanas entrando demoledor por los corredores y las
habitaciones, revolviendo muebles, rompiéndolo todo. Hasta los prejuicios eran
abatidos, los gritos liberados y los músculos tensos hasta entonces, quedaban
flácidos, satisfechos. Tras la tormenta llegó una calma tensa con las bocas
llenas de sabores, los ojos y los sexos húmedos, pero con las mentes buscando
una explicación a lo que no se puede explicar con la razón. Sólo el cuerpo y
sus instintos pueden dar sentido a los turbadores sentimientos despertados.
Ambos sentían el miedo de que aquello que había surgido fuera sólo un
relámpago, la fuerza de la naturaleza desatada y que tras el impacto los
separara. Pero también en ambos existía el convencimiento de que esa relación
no podía ni querían que acabase ahí. Quedaron tendidos en el suelo, en
silencio. No podían encontrar la palabra que venía a continuación. Quizá sólo
el silencio podía llenar ese espacio. Permanecieron así un tiempo indefinido,
el suficiente para ser conscientes de sus cuerpos y la necesidad de volver a
juntarlos. Con la calma de quien come tras estar saciado, por puro placer de
saborear la comida, fueron paladeando sus cuerpos, apreciando los matices que
el vértigo anterior había borrado, sirviéndose poco a poco el vino de la
verdad. Comenzaron como si fuera un paseo en el otoño cogidos de la mano con la
tarde señalando tormenta, fueron acelerando el paso y cuando las primeras gotas
comenzaron a caer ellos ya corrían en un galope de placer como el que les había
traído al apartamento.
¿Estás
seguro de que no conoces más que el lenguaje binario? Parece que este idioma no
se te da nada mal.
Será
porque tu eres una buena traductora y entiendes todo lo que digo.
Creo
que me has estado engañando y me tirabas los tejos tú a mí y no al contrario.
No.
Siempre estuve seguro de que no tenía ninguna posibilidad contigo. Te veía como
un objetivo inalcanzable y eso que memoricé todos los escritos de las camisetas
que venían sobre estos dos argumentos que ahora tengo en mis manos.
¿ Y
cual te parecía más interesante?
No sé,
pero no veía muy claro el significado de: “Soy vegetariana pero me lo como
todo”
Es que
soy vegetariana ovolactea. ¿Quieres una demostración?
Creo
que lo que quiero es seguir comiendo contigo hasta que necesite ponerme a
régimen.
Pues
para hoy tendrás que cenar sólo. Yo tengo que irme.
Este fue el primer encuentro de muchos otros
que se sucedieron, cambiando las clases de informática por las sesiones de
cuerpo a cuerpo. Los arrebatos se convirtieron en caricias, los mordiscos en
besos, los gritos en susurros, pero con la misma intensidad que antes sentían
la urgencia de saciarse, ahora deseaban prolongar aquel instante hasta el
infinito, sin prisas, siendo dueños del tiempo que parecía inabarcable. El
interés mudó en necesidad, el cariño se fue tiñendo de algo parecido al amor.
“ Es
hielo abrasador, es fuego helado,
es
herida que duele y no se siente,
es un
soñado bien, un mal presente,
es un
breve descanso muy cansado....”
Francisco
de Quevedo
Los cambios movidos por las fuerzas del
amor, como el fuego, van transformando el hielo en agua que se sublima a su vez
en vapor. Los principios sólidos en los que basamos nuestro modus vivendi ,
aquello que parecía inmutable, que era el principio vital, irrenunciable, van
perdiendo fuerza con esa enfermedad mal curada que se resiste a cualquier
remedio. La libertad se somete a la disciplina de un dulce encarcelamiento, se
muda la tranquilidad por el paroxismo, la clara visión del mundo por una
realidad tamizada por el velo de la pasión. Caemos en el agujero que vimos caer
a los demás y que siempre pensamos que no estaría nunca a nuestros pies.
Lolita de forma imperceptible, fue dejándose
atrapar por aquella seguridad que le trasmitía Abel. Se dejó envolver por la
ternura de esos nuevos sentimientos, abandonando su pretérita obsesión por no
dejar entrar a ningún hombre en su vida. La poderosa luz que la cegaba no le
permitía ver como Abel que se entregó totalmente a aquella relación, poco a
poco se encontraba prisionero en ella. No deseaba abandonarla porque en sus
encuentros estallaba su virilidad, sentía abrirse caminos nuevos en su deseo, pero
cuando la pasión se vuelve rutina, cuando el objetivo está ya al alcance de la
mano sin esfuerzo, entonces pierde emoción. Él sentía que aquella mujer lo
había transformado, pero ahora necesitaba y deseaba explorar más horizontes.
Ella había recorrido muchos caminos, la mayoría de ellos embarrados, tortuosos
y este valle le parecía el Edén. Él había vivido inmerso en un caparazón
protector que lo aislaba del mundo y había conseguido romperlo gracias a ella,
pero existía un futuro donde todo aquel mundo nuevo estaba por explorar. Ella
había transitado por el sexo de oportunidad, carnal, que sólo saciaba el
cuerpo, con hombres que nunca le interesaron, ahora disfrutaba el éxtasis de
los ascetas, con su cuerpo y su alma en armonía. Él con su yo siempre escondiéndose
del mundo, ahora a flor de piel, sentía el impulso de anidar en otras almas, en
otras mujeres, sin renunciar a la que le dio el bautismo. Lolita a sus treinta
y pocos años resultaba sorprendentemente atractiva, pero aquellas chicas de
instituto y de los primeros cursos de la facultad le parecían vestales nacidas
para amar y él podía enseñarles aquella disciplina, iniciarlas en ese
arte. Poco a poco los caminos que
recorrían tenían sendas divergentes, aunque luego acabaran encontrándose. Ella
entregada ahora a la misión de recuperar el tiempo perdido, cegada de amor , no
se veía más que a sí misma. Carmen trató de abrirle los ojos cerrados a la
realidad, pero no podía y no quería escuchar.
En ese encantamiento tampoco podía ver como
Ángela crecía, se trasmutaba en una mujer. Las dos evolucionaron a la vez,
inmersas en sus propios cambios, sin ver los que sucedían a su alrededor. Los
padres no ven crecer a los hijos, sólo los ven hacerse más grandes, perciben
los cambios físicos, pero no alcanzan a entender la profunda transformación que
el cuerpo y la mente experimenta en ese inevitable camino que todos recorremos.
Ángela había descubierto una nueva dimensión
del amor que iba mucho más allá del que su madre le daba. Un amor nuevo que se
vive en futuro, en proyecto, en la nebulosa de los sueños alimentados por
emociones que trascienden de lo físico, desconocidas, que anegan el espíritu.
El amor de los jóvenes, la búsqueda de la mitad complementaria, el sexo fresco
como de fruta recién cogida del árbol, la fiebre del deseo y de la contención,
el marasmo del encuentro. Todo ello era incapaz de contárselo a su madre, a la
que amaba, pero los hijos no son amigos, son hijos. Por ello lo contaba a su
diario, lo escribía en papeles que guardaba en los libros.
Cuando lo conoció a él todo el torbellino de
sensaciones que se agolpaban en su pecho vinieron a recibirlo y lo colmaron de
ternura, lo regaron de agua fresca y perfumada con el olor de la belleza y él a
cambio la llenó de proyectos, de nuevas ideas. En su apartamento conoció el
secreto de la vida, en su pelo enmarañado se ensortijaba los dedos, en sus ojos
miraba al infinito. Escribía poemas sobre su rostro, adornaba sus fotografías
con besos. Abel le abría un camino inexplorado que quería recorrer con él.
Fue casual, no hubo maldad en los hados, no
fue una traición del destino, ni quiso la vida castigarla, nadie era culpable
de buscar la felicidad, ninguno era responsable de que aquellas fotografías
estuvieran en la mesa cuando Lolita llegó de trabajar. Las miró, las estrechó
contra su pecho, abrazando aquellos a los que más amaba y lloró con un llanto
silencioso y amargo. Carmen fue el paño en que enjugó sus lágrimas. Aquellas
lágrimas le ayudaron a ver, a mirar, a entender que el mundo giraba sin el
propósito concreto de dañar, que la vida no la estaba juzgando y que había
batallas que no podía disputar.
Dejó de acudir a las clases de informática,
no odiaba a Abel, seguía queriéndolo y no podía culparlo de lo ocurrido. Se
entregó a su trabajo y a la mañana siguiente invitó a Javier a cenar. Sólo
quería hablar con aquel compañero siempre atento que nunca dejó entrar en su
vida y que el tiempo recondujese los sentimientos al lugar que corresponden,
sabiendo que ser feliz consiste en vivir aceptando los regalos de la vida y los
fracasos, disfrutando del viaje de vivir, exigiéndote sólo a ti mismo no a los
demás. Porque no podía dejar de amar a quienes eran motor de su vida, porque
sólo amando se puede alcanzar la felicidad y había pasado demasiado tiempo de
espaldas a esa verdad.