LA CUADRATURA DEL CÍRCULO

domingo, 21 de abril de 2019

   Para cerrar el círculo es necesario la continuidad de la vida. Poner en marcha la genética en el sorprendente proceso de la reproducción. Encontrar alguien dispuesto a alojar esos genes y transformarlos en vida.

   Él lo había intentado. No ponía peros a la unión mística, ni a la relación formal, ni al acoplamiento de cuerpos y almas. Ni siquiera habría tenido reparos en una asociación casi comercial, en una transacción de intereses que hubiera dado lugar a una relación. El caso es que estuvo casi a punto de conseguirlo.

   Rebeca había aparecido en su vida de una forma circunstancial, pero desde el momento en que la vio, supo que esa era la mujer que daría continuidad a su vida. Fue un verano, en una de esas tardes tórridas del mediterráneo que aconsejan no salir y quedarse al cobijo de las sombras de la casa. A esa hora, después del mediodía hombres y mujeres se encerraban con el aire acondicionado al máximo, preguntándose quien andaría por la calle a esas horas, con el poniente quemando las pieles y sometiéndolas al despiadado mazazo del sol y el viento caliente que sofocaba la respiración. Él no tenía donde refugiarse en la casa y el parque con las sombras de los plataneros era el lugar más fresco, por así decirlo, del pueblo. Sólo el ruido del agua en la fuente ayudaba a mitigar la sensación de agobio que el sol trasmitía. Allí se iba cada tarde con su cuaderno, donde dibujaba los detalles del entorno. Las hojas de los plataneros y los chopos, junto con los rosales, algún pajarillo que se refugiaba también en la sombra, servían de modelo improvisado a su lápiz de carbón. Captar la luz y las sombras, el movimiento que el aire de solano imprimía a los objetos, como meciéndolos. El sopor de la vida se contenía en aquel movimiento, con su ritmo dulce y cansino.

   Se sentaba en el pequeño rincón que se formaba en la parte norte de la placeta donde estaba la fuente. Allí se sentía resguardado de miradas, los árboles cerraban el cielo con su follaje y parecía ocupar el lugar en el mundo que le correspondía. Lejos de todo. No era muy amigo de las multitudes y cultivaba las amistades como se cultivan las rosas, con mimo, dedicándoles a cada una su momento.

   Rebeca apareció de forma repentina, hizo entrada en escena como una loca. Miraba a cada lado, sin ver, hacia arriba, abajo. No reparó en su figura que parecía la estatua de algún poeta de los que acostumbran a sentar en los jardines. Finalmente paró bajo un ficus imponente al otro lado de donde estaba él. Como la posesa que pareció al principio comenzó a hablarle al árbol, le susurraba al principio, le rogaba, imploraba quizá que diera frutos o que sus flores esparcieran el aroma por el parque. Al cabo de un tiempo se puso a llorar desconsoladamente. Tan tierna y anacrónica era aquella situación que había empezado a dibujarla en su cuaderno y cuando el dibujo estaba casi terminado se dio cuenta que la mujer seguía sentada bajo el árbol llorando. No pudo si no aproximarse. ¿Qué duende la había poseído para que estuviera tan desasosegada bajo el árbol?

   -Mi gato, se escapó y no quiere bajar.

   Él miró hacia arriba y distinguió unos ojos claros mirándolo. Su pelaje gris se mimetizaba con la sombra del follaje. Quedó un tanto defraudado de una resolución tan prosaica del episodio. Trató de consolarla.

   -Bajará, no va a quedarse ahí para siempre.

   Con argumentos como aquel, poco consuelo transmitía. Se sentó finalmente al lado de la chica, en el suelo que ofrecía un cierto frescor reconfortante. El gato los miraba desde arriba.

   Cuando Rebeca se calmó, lo miró de la misma manera que el gato, sin entender qué hacía aquel chico allí. Le dio las gracias, sus mejillas se sonrojaron, no sabía si del rubor de la vergüenza o del calor tras el sofoco del llanto.

   Decidieron sentarse en el banco de él. Le mostró el dibujo, primero se sorprendió de verse en esa actitud de orate, pero después se gustó, parecía la protagonista de un cuento. Miró el resto de dibujos, quedo impresionada y cuando empezaban a surgir las palabras entre ambos, apareció el gato.

   -¿Cómo se llama? –preguntó él.

   -Nunca he sabido ponerle nombre a las mascotas. Simplemente le llamo miso.

   -Llámale fugitiva o libertaria.

   -Es gato.

   -Entonces miso está bien. – Y rieron a la vez por la ocurrencia.

   El gato ya estaba entonces sobre las rodillas de él, había bajado del árbol y se aproximó como hacen los felinos, sigilosamente. Como ninguno hizo el menor intento de rescatarlo de su soledad, había decidido acabar su escapada. A ella le agradó que aceptara tan fácilmente a su amigo. Lo tomó en sus brazos y empezó a acariciarlo y hablarle, reprochándole su actitud.

   Él no podía dejar de mirar la escena, hubiera querido dibujarla, pero no se atrevía. Grabó en su retina la escena, quizá luego la dibujaría en su habitación. Ella con su vestido blanco de tirantes y de hojas verdes.