LA CONCIENCIA NO ES UNA CIENCIA

domingo, 17 de julio de 2016

“El hombre cuando duerme entra en contacto con los muertos, cuando despierta entra en contacto con los dormidos”
Heráclito

Toc, toc
-¿Quién es?
-Soy tu consciente.
-¿Quién? No existe mi consciente, sólo yo existo. Tú serás un impostor.
-Te equivocas, si estoy aquí es porque me has llamado, pero existen otros como yo, que no son yo (es decir tú).
-Vete, no pienso comprar lo que vendes. Además si eres yo, como que estás afuera.
-Me salí porque te habías quedado dormido, pero antes de que despiertes debo entrar.

-No seas absurdo, ¿quieres decir que te necesito? Yo soy el auténtico yo, no necesito sustitutos.
-Tú no eres más que una pequeña parte de ti.
-Pero ¿Cuál es la verdadera si no yo mismo?
-Eso debes decidirlo tú, cuando las conozcas todas.

La lluvia cayendo calma tiene la propiedad de envolvernos en un ambiente íntimo, como el que produce la enfermedad. La pesadez del aire saturado de agua produce un estado de melancolía, una tristeza vaga y profunda, un sopor que invita a recogerse bajo un manto protector. El cielo nos contagia su llanto silencioso, la tormenta agita nuestro ánimo y despierta los temores, entonces nos damos cuenta de nuestra propia fragilidad.

Había llovido, pero aquella mañana de otoño no había truenos ni relámpagos, ni siquiera se podían ver nubes negras. La luz amarilla, tamizada por las gotas suspendidas iluminaba el campo que veía desde la ventana. En aquel estado casi febril me dejé vencer poco a poco por el sueño, ni siquiera se cayó el libro de mis manos, lo sujetaba y lo mantenía como si continuara leyendo. En realidad no sé si me quedé dormido o únicamente me alejé de aquel espacio en una especie de viaje astral, eso que llamamos experiencia extrasensorial. No sabría decir como pasó pero me vi de pronto en otro lugar frente a la ventana, pero no en mi sillón, ni era un libro lo que portaba en mis manos. El espacio había cambiado y la luz era aquí brillante, como la de los días soleados del verano, con un cielo azul intenso. No estaba sentado sino reclinado sobre una estructura que carecía de materia, no podría decir si era cristal, pero lo confortable del reclinatorio descartaba que se tratase de un material duro, la comodidad era absoluta y mi posición invitaba más a la oración que al descanso. Había desaparecido el fuego del hogar que había encendido por la mañana, no sentía frío, pero la temperatura no era un elemento perceptible ni importante. Ya no llovía, no necesité mirar a través de la ventana porque mi visión era la de un espacio infinito. Estaba en un lugar cerrado, pero sin embargo no podía ver sus límites, no existían paredes. En mis manos seguía aquel libro inmaterial del que las imágenes emergían con tal realidad que parecía la auténtica ventana de aquel recinto. Me concentré en ellas y pude ver astros que a pasaban a gran velocidad adentrándome en una oscuridad rota por nuevos planetas iluminados, cuya presencia duraba un instante para seguir sumergiéndome en otra negra sima de la que brotaban nuevos elementos, puntos de colores, rojos, azulados, violetas que crecían y se perdían. De pronto la imagen quedó sobre una esfera redonda y como en un picado suicida se precipitó sobre ella y empezaron a verse inmensos mares entre los que emergían continentes. Sobre ellos seguía cayendo en aquella alocada carrera que parecía destinada a estrellarse sobre la tierra convirtiéndome en mil pedazos por la colisión. Tomaban forma las imágenes y veía ciudades y de pronto sus calles iluminadas, las casas, sus tejados. Parecían las imágenes que se pueden ver a través de la ventanilla del avión cuando desciende para aterrizar, pero eran ellas las que se precipitaban hacia mí como el zoom de una cámara o el enfoque de un microscopio. Su velocidad provocaba un vértigo que se iniciaba en los pies y se apoderaba de mi cuerpo orante, sin embargo tampoco sentía miedo, nunca pensé que acabaría por impactar sobre el fondo de aquel abismo al que me aproximaba. A la altura del vuelo de un pájaro podía distinguir perfectamente las casas con las ventanas que iluminaban espacios cuadrados donde ya se intuía la vida, también las calles poseían un dinamismo propio de una ciudad. Fue entonces cuando la imagen dejó de venir del fondo directamente hacia mí para tomar un sentido horizontal, como si ahora fuera la visión de un pájaro que planeara sobre la ciudad y se alejara de ella hacia las afueras buscando el campo abierto. Allí pude ver el pino y la higuera de mi patio y mi propia ventana y cuando de nuevo se precipitó hacia el suelo pude entrar por aquella ventana hasta verme en el sillón con el libro en la mano. En ese momento de percepción absoluta nada parecía extraño. Era una especie de sabiduría esencial que permitía entender que todo aquel extraño suceso no era más que una verdad natural y que lo que allí ocurría poseía un significado claro para mí. Dentro de aquel estado de conciencia las verdades parecían correr por mis venas, no necesitaba entenderlas, se revelaban ante mí como postrándose, sólo tenía que mirarlas para que su luz penetrara por mis ojos. En aquel momento me sentía como un Dios, y aquel que seguía sentado en el sillón leyendo no era sino un pequeño fragmento de mi mismo. Pero en realidad ¿Quién era Yo, el ser ingrávido que viajaba en el espacio o el personaje que permanecía estático, dormido?

Nada podía deducirse de aquel instante que apenas existía porque nadie era consciente de el, el dormido seguía en trance y el viajante siguió su viaje a través de aquella pantalla que mantenía en las manos. Esa caída constante que le llevó hasta mi habitación parecía llegar a su fin, allí se encontraban mis dos mundos que habían colisionado por fin. Sin embargo con la naturalidad de quien mira a través de su tercer ojo, aquella pantalla que proyectaba imágenes siguió su viaje a través del libro que tenía en mis manos. El viajero se vio de pronto en una nueva realidad que no sabía si era propia o pertenecía al dormido.

En aquel mundo se encontró de pronto extraño, no podía ya controlar los sucesos, un rey montado en un caballo negro azabache bramaba desde su montura con la espada desenvainada y le retaba a un duelo a muerte. Se vio de pronto montando un corcel blanco que como Pegaso volaba sobre el suelo, tan ingrávido como él mismo y desbocado, se aproximaba hacia el rey loco que seguía con su caballo, haciendo girar su montura, levantando los cascos amenazantes mientras gritaba algo que para él era ahora inaudible. Se aproximaba en vertiginoso galope, de pronto el rey inició la carrera hacia él blandiendo la espada en alto dispuesto a derribarlo. Cuando miró el viajante su mano, había allí una espada de fuego que llameaba con el color del neón. La luna dejaba caer su luz sobre los dos jinetes que se dirigían al mortal encuentro y en instante previo a su cruce vio el viajante en la cara del rey su propio rostro. No hubo tiempo para pensar, no se oyó mas que un grito que era a la vez el de ambos guerreros que habían descargado su mortal mandoble. Cayó la cabeza del rey rodando y con ella derramándose la corona que quedó depositada en el suelo. Un silencio profundo, reverencial, se produjo de repente y tras un segundo o un interminable espacio de tiempo imposible de ser medido, en la pantalla se proyecto la imagen de la cabeza del viajante que rodaba desde su cuerpo etéreo girando para acompañar en el suelo a la del rey decapitado. En la pantalla se proyectaban ahora las dos cabezas mirándose, con un mirada intensa que era a la vez expresión de una perpleja incredulidad y la de resignación contrariada, hasta que los ojos finalmente se cerraron y la pantalla se apagó.

Cuando me desperté o cuando tomé de nuevo conciencia de dónde estaba (no creía estar dormido) me dolía el cuello, pasé mi mano sobre el como para comprobar que seguía unido a mi cuerpo o simplemente para aliviar la tensión de los músculos que habían quedado en una posición forzada. Lo doblé primero hacia atrás y luego moví circularmente mi cabeza, notaba como se aliviaba el dolor y finalmente miré hacia abajo donde seguía sosteniendo el libro con la otra mano. Había unas gotas de sangre sobre la página abierta. Habían caído de mi nariz que aún notaba taponada por el coágulo que se había formado en ella.

¿Me había dormido, había sido todo un sueño? ¿Es posible que el viajante no fuese mas que una alucinación transitoria producida por la pérdida de conciencia? ¿Sería posible que fuera ahora yo el que habitaba en el sueño del viajero? Lo que llamamos conciencia es tan irreal y tan incontrolable como el mundo que existe más allá de la misma y no se puede por más que se quiera probar cual de los dos es el verdadero.
Así pues, no renunciemos a los sueños porque podría ser que estuviéramos dando la espalda a la verdadera realidad.



Pequeño vals vienés  de Poetas en Nueva York. Nadie como García Lorca une lo real y lo onírico en un poema y si lo canta Leonard Cohen, no hay más que decir.