Seguí
cayendo en un abismo oscuro y profundo que no parecía tener fin. Mi cuerpo caía
con un movimiento helicoidal como el agua cuando se vacía en un desagüe,
imparable. No hubo colisión en el fondo, sólo silencio y calma. La mente
extraviada y perdida. Todo resultaba aparentemente tranquilo, como si en el
impacto hubiera muerto de forma instantánea y no pudiera sentir. Notaba un frío
que emanaba desde mis entrañas congelando el espacio y el tiempo. Todo estaba
perdido, apenas tenía fuerza para abrir los ojos, ni lo deseaba. Pensé que
quizá estaba en el cielo y podría ver a mi madre al despertar. Cuando los abrí
frente a mí había dos ojos grandes mirándome, mientras unas manos se afanaban
en mover mi cuerpo para evitar que me perdiera en las tinieblas y volviese a
este mundo que ya nada tenía para mí. No era mi madre. Trini estaba allí,
llorando. Yo no entendía por qué. No podía imaginar que dolor había traspasado
su tierno corazón y qué desafortunado amor era el responsable de su pena. Trini
hablaba, empecé a oír sus palabras de ánimo que estaban dirigidas a mí.
-
“Vamos amor, despierta, sé que la querías, pero nosotros te vamos a cuidar”
Nunca
volví de aquella crisis, aunque desperté y mi cuerpo reinició su actividad
parecía un autómata al que se había agotado la batería y de nuevo pusiera en
marcha sus mecanismos, sus engranajes. Tras la crisis no volví yo mismo, había
atravesado un agujero del espacio y había salido a una realidad diferente, que
ya no era la mía. El mundo había perdido el color, ni siquiera aquella cara de
ángel con sus lágrimas en los ojos consiguieron rescatar al pájaro que había
sido abatido en pleno vuelo. Era un despojo de mi propia existencia, un
recuerdo, una sombra.
Me
incorporé sobre las patas, tambaleándome, mi cuerpo había entrado en un estado
de parálisis. Traté de recordar, buscando las posibilidades que quedaban de que
aquello no hubiera ocurrido. Ahora entiendo a las personas que tratan de negar
la evidencia y viven encerrados en una falsedad que les protege ante la verdad,
ante la dolorosa realidad que les hirió en lo más profundo.
Yo
era un zombi, un muerto viviente, un alma rota en tantos pedazos a la que no
era posible arreglar. Todos se esforzaron en ayudarme a salir del agujero, pero
era inútil, yo no deseaba salir. No deseaba nada. Estaba acabado.
Los
perros, el hámster, los conejos, los pájaros y hasta la cacatúa me dirigían
palabras de consuelo, de ánimo. Trini me dedicaba las más dulces de sus
sonrisas, las que yo conocía de sus momentos de amor. Nada era suficiente, cada
día me consumía la angustia vital. No comía, no encontraba el aire cuando
mis pulmones aspiraban, no percibía dolor ni miedo a un final hacia el que
corría desesperado. Buscaba la muerte como único remedio a mi futuro huero.
No
fueron las mascotas de la tienda, ni Trini, los que cambiaron el curso de estos
oscuros presagios. Aristóteles que parecía ausente de la realidad, ajeno al
mundo, transitando como un fantasma por la tienda, tomo un día la jaula y me
llevó a su casa. Sólo dijo:
-
“Me llevo a Pericles, yo cuidaré de él. Díselo a Javier”
Durante
el trayecto hasta su casa, fui dando tumbos en la jaula, agarrado al barrote
trasversal. Se movía como un gigante incapaz de manejar su altura, como un
barco en medio de la tormenta, en cada momento a punto de perder el equilibrio.
Nadie
me había llamado Pericles hasta ahora, pero en ese momento absorto en mi dolor,
no me reconocí como el sujeto de aquel nombre. Aquel paseo por las calles de la
ciudad que otrora hubieran sido un regalo para mi inquietud en conocer el
mundo, era ahora un molesto transito desde el vacío a la nada. Me era
indiferente, no me interesaba el destino, sólo hubiera deseado volver a mi
celda y vivir el resto de mis días ajeno a la vida.
La
muerte es un concepto biológico. En la enfermedad, en el dolor, la mente puede
reclamarla. Pero la muerte es un fenómeno sobrevenido, que llega como final de
unas funciones vitales, de un agotamiento de los órganos que mantienen esas
constantes. El cuerpo se apega a la vida y mantiene su pulso siguiendo los
automatismos creados a lo largo de los tiempos por la biología. La muerte es un
acontecimiento no esperado que el cuerpo
intenta esquivar. Sólo en la mente, en el pensamiento, la muerte puede hacerse
realidad aun con una frecuencia cardiaca presente, incluso con un
electroencefalograma normal. La muerte como desaparición del hálito vital, como
ausencia de la fuerza del espíritu para tirar del cuerpo. Ese es el misterio
que esconde el alma, el arcano oculto en el reverso de la vida. Yo sentía
aquella realidad, aquella paradoja, sin tristeza, con la certeza de que mis
días ya habían acabado, sólo quedaba por concretar el momento en que mi cuerpo
se apercibiese de la inutilidad de sus esfuerzos, de la banalidad en seguir
oponiéndose a la verdad.
El
suicidio nunca fue una opción. No podía forzar al cuerpo a matarse a sí mismo.
Es antinatural y absurdo. Yo ya sabía de mi defunción, no podía exigir a mi
organismo que se rebelase contra su propia naturaleza a seguir vivo. Veía
ridículo las opciones que podía adoptar para llevar a cabo aquella postrera
acción. ¿Qué iba a hacer? ¿Arrojarme desde el palo hasta el suelo de la jaula?
¿Negarme a respirar, a alimentarme o a beber? ¿Meter la cabeza en el agua del
bebedero? Todo ello me parecía tan pueril que dejé que la inercia me arrastrase
sin oponerme, sin pensar en ello.
Este
letargo, mi estado de hibernación, duró hasta la llegada a la casa de Aristóteles
y a que éste recuperase el aliento. Desde el otro mundo me llegó una voz ronca
y profunda como las que un día imaginé era la voz de las encinas que rodeaban
mi pajarera.
-Sé
que puedes entenderme, sé que puedes hablar. Te oí gritar:
“¡No os la podéis llevar!” cuando se llevaron
a tu compañera.
Yo
os veía todos los días llenaros de arrumacos, confesaros secretos, unir
vuestros picos. Cada momento, desde el principio vi como vuestros corazones
eran uno sólo. Vi también como te rompiste por la impotencia de no poder evitar
aquel final. Siento ahora la fragilidad de tu cuerpo abandonado a la
desesperación, al vacío. Puede que tú aun no seas consciente de esa capacidad,
pero sé que me hablarás, voy a recomponer tu alma y tú llenarás de sentido mi tiempo
de descuento. Cada vida tiene un tiempo asignado en el que caminamos por
caminos de rosas o sobre espinos. Existe un tiempo de descuento en que el
camino acabó y no sabemos adónde dirigir los pasos, no sabemos siquiera si
debemos caminar, porque ninguna senda nos conduce a ningún lugar. Es el tiempo
en que la vida terminó y el cuerpo sigue vivo. Sólo existe una salida a este
tiempo, encontrar un motivo para vivir, una razón que nos apegue a la
inevitable realidad de nuestra existencia. Tú eres mi salida, mi última meta,
mi regalo final.
Cómo
era posible que existiera esa sintonía en los pensamientos, cómo se había
introducido en mi mente y había visto el abismo que se abría ante mí. Acaso
estaba ante la presencia de un mago, ante un ser supremo que me hablaba desde
el Olimpo. Cómo se podía entender que un hombre buscara la salvación rescatando
a un perico naufragado en otros mares, en otros mundos. No sabía si aquello que
estaba diciendo era verdad. ¿Yo podía hablar? O acaso este viejo ajado por el
tiempo, desposeído de sus capacidades por la edad lo había imaginado. Intenté
articular una palabra, pero no se me ocurría ninguna, no sabía que decir.
Me
sorprendió de nuevo el viejo, al que en otro tiempo vi como un mueble más de la
tienda, dirigiéndose a mí con el propósito de sacarme del ostracismo en el que
él había permanecido hasta ahora. El mudo recriminando a otro mudo por su
silencio.
-Te
llamé Pericles porque siempre sospeché que en tu interior se alojaba el alma de
un orador, de un líder. Veía como dirigías las conversaciones con los otros
animales que te escuchaban, imaginaba en esos trinos, discursos, palabras de
ánimo, explicaciones. Veía también como mientras los demás se divertían con
juegos, tú permanecías atento al televisor o a los clientes, podía ver como
escuchabas cada palabra, imaginaba que entendías todo aquello y ansiabas
aprenderlo. Podía ver como contemplabas a Trini, pendiente de sus palabras, de
sus gestos. No eras como los demás. Incluso tu compañera era diferente. Ella
estaba pendiente de ti, esperando que le contases aquello que veías y oías.
Háblame de ella, dime como la conociste, como te enamoraste, que os unía,
cuales fueron vuestros sueños, dime su nombre.
-
Quica -dije-
¿Había
hablado, o quizá sólo había sido un canto?
No
podía creerlo, despertaba de un sueño
con la resaca de un borracho, con el embotamiento de una noche de insomnio y de
pronto descubría que alguien había estado viviendo pendiente de mí en la
sombra, de incógnito. Yo que creía a salvo mi secreto, oculto tras la inocente
figura de un pájaro anónimo y de pronto me veía descubierto por un personaje
salido de las novelas negras, el más sigiloso de los detectives, el más
perspicaz de los espías, que había descubierto el doble juego de un intruso
como yo. A mí que estaba resuelto a
pasar el resto de mi vida oculto en las sombras del mundo. Hablarme de Quica,
recordar su existencia, su ausencia, era poner el dedo sobre la llaga que
seguía sangrando. Pero repetí:
-Ella
se llama Quica.
-Te
dije que podíamos salvarnos juntos, ahora estoy seguro.
No
podía haber imaginado una situación más absurda, un hombre al que sólo le
quedaban inviernos en su vida, un pájaro que despertaba de una pesadilla,
iniciaban una conversación. La naturaleza abría una puerta nueva a las
relaciones que hasta ahora parecían imposibles y convertían lo extraño en
normal. De la misma forma que se iniciaron mis recuerdos cuando me precipitaba
desde el nido en los primeros vuelos, el terror a perder a Quica había
despertado el lenguaje.
En
nosotros duermen capacidades que ignoramos. Están allí escondidas, en los
rincones de nuestra alma, esperando un disparo, un golpe que las despierte.
El
miedo y el amor, el dolor y la pasión, el fuego del espíritu y el frío de la
duda son los verdaderos motores de nuestra vida. La ignorancia es el mayor
estímulo para el saber, como la muerte es el mayor aguijón para vivir. La
certeza de que existe un final permite señalar el camino, darle sentido. Cada
muerto proporciona un hálito vital a quienes le rodean. Puede que esa pérdida
sea dolorosa, pero el dolor es una prueba de vida. Los que quedan hacen
conscientes su existencia por comparación con el muerto. El marchito
cuerpo que se perderá en el espacio, se introduce en los vivos que lo conocían,
perpetuando su tiempo. Los mártires engendran millares de almas nuevas imbuidas
de su espíritu. Sólo los muertos anónimos son almas en pena que esperan un
recuerdo que los resucite, un gesto de las generaciones que le sucedieron, que
los rescate del olvido, que les dé sentido. Debemos honrar a los muertos porque
en ellos reside la esencia de nosotros mismos. Somos pequeños fragmentos de los
que nos precedieron, tenemos sus átomos, sus genes pero también sus ideas.
Hombres y mujeres, civilizaciones y culturas, pájaros y árboles forman el caldo
donde hirvieron con el fuego sagrado, subieron por los serpentines del
alambique de la creación, destilando gota a gota cada nuevo individuo.
Mi lenguaje era el resultado de millones de hombres y de pájaros que habían estado antes juntos sin dirigirse la palabra, de mis recuerdos de la pajarera, de mis ansias por aprender del mundo, pero sobre todo era el doloroso tributo a la pérdida de mi amor, a haberme vaciado en aquel momento en que Quica desapareció de mi vida. Por ello no resultaba un regalo sino una carga. Era el pago a mi sufrimiento. No lo quería, no lo había pedido. Puede que alguna vez lo hubiera imaginado como un sueño inalcanzable, pero no deseaba su posesión a costa de la pérdida de mi mayor bien. No tenía nada que decir.