FIN DE LA HISTORIA

jueves, 20 de agosto de 2015

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Subimos en el autobús que a esas horas estaba casi vacío. Aristóteles metió la mano en el bolsillo donde yo me encontraba y me asomó a la ventanilla. Veía una ciudad pasar por delante de nosotros. No ya una ciudad como Huesca, que era un pueblo grande. Esta era una ciudad inmensa (vista desde la perspectiva de un periquito). Pasamos por calles anchas con un jardín central, con grandes edificios en sus laterales, el hospital y la facultad de Medicina, me decía Aristóteles, la facultad de Farmacia, los jardines de Viveros... Allí mirando aquella ciudad a través de la ventana del autobús por un momento sentí mi insignificancia. Me sentí más pequeño que nunca.
            Llegamos al museo San Pio V,  un edificio con cúpula azul que destilaba majestad, pero su exterior era nada comparado con lo que contenía, según decía mi compañero, un templo del arte. Pinturas que habían desafiado el paso de los siglos, de artistas admirados en todos los rincones del mundo, este mundo que a cada paso veía más lejos del mío. Lo sublime del arte es algo que solo he llegado a entender más tarde. La pintura, la escultura, la música transcienden del mundo real al mundo de lo onírico, al territorio de los sentidos, donde la realidad se trasmuta.
            La palabra y su escritura, para mi en algún tiempo los bienes supremos del hombre, sus grandes logros en la Naturaleza, quedan casi empequeñecidas al lado del poder del color en un lienzo. Cada trazo, cada mancha, se convierte en una alegoría, necesitaría ser traducido por miles de palabras. Como cada nota de una sinfonía contiene mil matices imposibles de describir. Aquellos templos del arte se erigen para gloria de la grandeza del hombre.
            Para mí, que nunca llegué a entender un poema, el doble fondo de las palabras, su lenguaje subliminal, el mensaje oculto entre los versos, el profundo silencio que sucede a la música, me sumergía en un mar de pensamientos. La música que el hombre compone es un milagro sonoro, imposible de crear en ninguna garganta animal, o quizá sólo en la voz del propio hombre.
            Desde mi visión de pájaro, aquellas cualidades para las que estaba vedado me llenaban el alma, mi alma de periquito. No entendía pues como a las puertas de aquel templo del arte no se agolparan miles de personas tratando de entrar, disputándose el privilegio de saborear las imágenes, de llenarse los ojos y los corazones con aquel inagotable caudal de vida que habitaba las pinturas. Sus puertas estaban vacías, recibiendo el sol de la tarde.
            Descendimos del autobús y vimos sus puertas de cristal tras la que se adivinaba un patio, esperando ser abiertas para mostrar sus encantos. Dimos la espalda como el resto de los mortales a aquel santuario para dirigirnos a nuestro objetivo. No sabía que aquella primera tarde en Valencia iba a poder saciar mi capacidad de sorpresa. Veíamos antes de cruzar el puente, unas torres magníficas, puertas de otrora magnífica ciudad, que se levantaban como cerrándonos el paso o quizás invitándonos a adentrarnos en lo que se escondía tras ellas. Al pasar bajo los arcos, franqueados por la torres, miraba hacia arriba y veía las gárgolas donde extraños seres emergían abriendo sus bocas, un fraile agarrado a una cruz o un león sosteniendo un niño. Pero sin duda en aquellas torres lo que más me inquietaba era la figura de aquel pájaro de alas extendidas sobre la corona, en piedra y en hierro lo vería más veces repetido a lo largo de la ciudad. Su emblema, un murciélago. ¿Porqué las ciudades donde llegaba me hacían guiños de complicidad? Mi mundo de pájaro tan distante de la ciudad, convergía con ella por allí por donde pasaba.
            La calle Serrano arrancaba desde las torres para serpentear luego y abrirse en callejones, esquinas, casas nuevas y viejas que convivían en aparente armonía. Aunque en aquella calle lo viejo y lo nuevo no siempre parecían pertenecer a la misma música. Había notas discordantes, blancas y negras, donde deberían haber existido silencios. Tiendas de recuerdos fabricados en China, bares de tapas y de paella valenciana junto a pizzerías, edificios ruinosos, callejones sucios y fachadas sublimes. Todo vale, porque el tiempo permite que crezcan juntos los opuestos y acaben pareciendo hermanos. Llega el presente y los encuentra lógicos aunque nacieron en tiempos tan distantes que ni llegaron a conocerse. Caminamos adelante hasta encontrar nuestra referencia. La calle Perdiz, un callejón por el que apenas penetraba el sol y allí sobre un almacén la casa  donde estaba Quica. Habíamos llegado a nuestro objetivo. Me salí del bolsillo sin poder evitarlo y volé hacia los balcones, trataba de mirar a través de las ventanas, ignorando a Aristóteles que se deshacía en la calle moviendo los brazos y llamándome. Un espectáculo propio de quien no quería llamar la atención.
            Cuando regresé lo encontré enfadado. Él quería estudiar el terreno antes de actuar. Por hoy había sido suficiente localizar la casa, ya volveríamos con la jaula y mi ficción de periquito deprimido.
            Aristóteles me metió en el bolsillo dónde Quico estaba, necesitaba hablar con alguien y él que le hablasen. Poco acostumbrado a paseos por espacios abiertos escondido en los bolsillos de una chaqueta, se encontraba totalmente desorientado. Me preguntaba que había sido todo aquel griterío. Cuando le conté que habíamos encontrado el lugar dónde vivía su hermana no entendía porqué no íbamos a buscarla. Traté de hacerle entender que dependíamos de la estrategia de Aristóteles, que no podíamos actuar por nuestra cuenta.
            Con él me daba cuenta del verdadero lugar que ocupaba en la historia. Éramos simples acompañantes, espectadores de primera fila de nuestra propia representación. Actores secundarios de nuestra propia realidad. Pero con todo estábamos allí, en una ciudad extraña, tratando de recuperar a una periquita por amor. Cuantos humanos, dueños de sus propias existencias podían decir lo mismo. Cuántas vidas se desgastaban sin un objetivo loable, sin un fin que mereciera la pena ser contado. En cambio nosotros éramos escuderos de un Quijote nuevo, de un enajenado que luchaba contra los molinos del tiempo y se levantaba tras cada golpe que lo abatía, un viejo extraño que perdía sus últimos años de vida rescatando a una Dulcinea con plumas de colores. La nuestra era una historia digna de ser contada, aunque no fuéramos mas que los teloneros del verdadero protagonista, aquel viejo un poco huraño y solitario, que se dejaba ver en las calles llamando a gritos a un pájaro al que guardaba en su bolsillo como si fuera el monedero. Nuestro cuento no era de hadas, pero tenía la magia de lo paradójico, la certeza de ser imposible, la duda de si acaso ocurrió sólo en nuestras mentes. Quizá como la vida todo fue un sueño de un poeta o de un loco.
            Regresamos a casa por donde habíamos venido. Ya no salí del bolsillo, donde pase el viaje hablando con Quico. Sólo callábamos cuando recibíamos un golpe desde fuera. Aristóteles nos decía con ello:
            -Ya está bien cotorras, que tengo a todo el público mirándome.
            El día siguiente volvimos a la casa muy temprano. Aristóteles quería controlar los movimientos de sus ocupantes en un día normal para poder decidir la estrategia. A las nueve de la mañana salió el primer inquilino de la vivienda que por la edad y características podrían coincidir con el hijo de los viejos. Media hora más tarde salía de la casa una chica joven, embarazada. Es posible que los dos se hubieran marchado a trabajar. Esperamos dos horas más cambiando de posición para no llamar la atención, moviéndonos a lo largo de la calle si perder de vista la puerta. Salieron dos personas más, un hombre mayor acompañando un niño y una mujer de mediana edad que tampoco podía ser la nuera de los viejos. El hombre mayor volvió sin el niño. La casa se mantenía tranquila, sólo el cartero llamó a los timbre para dejar el correo.
            Aristóteles no lo dudó y se acercó al portal, llamó primero al timbre de la casa dónde vivía el hijo de los viejos de Huesca. No había ninguna duda, el apellido se repetía en el timbre del portal, era el primer piso de un edificio de tres plantas. Tras repetidas llamadas no obtuvo respuesta. Casi estaba confirmado que sus dueños no podían estar y habían salido esa mañana. En el segundo piso contesto la voz de una anciana:
            -¿Quien es?
            -Propaganda -contestó mi compañero.
            -No queremos nada -cortó sin abrir.
            El 2º piso estaba pues habitado por una anciana, al parecer. Probó entonces con el tercer piso.
            -¿Quien? -sonó esta vez una vez más fuerte.
            -Publicidad -gritó Aristóteles.
            Se abrió el portal tras oír un sonido de abejorro. Sin dudarlo ni un momento mi compañero se adentró en el portal un tanto sombrío. Las paredes estaban pintadas en su parte más baja de una pintura plástica de color marrón que contrastaba con el color más claro de la parte superior. Unas paredes que no parecían haber limpiado a fondo en mucho tiempo. Al pulsar el interruptor se encendieron las luces que iluminaban la entrada. Un primer rellano que daba acceso mediante tres escalones a un segundo espacio donde estaban los buzones. Arrancaba desde allí la escalera con barandilla de madera. Yo estaba aterrado en el bolsillo, me asomaba con miedo, como quien se asoma a un precipicio. A pesar de la soledad de aquel espacio no me atrevía a más. Quico permanecía en el fondo del bolsillo como si hubiera sido cosido al forro, inmóvil. Me atrevía a preguntar:
            -Nos vamos ya.
            -Pues si que tenemos un aguerrido paladín. Creía que ibas a ser tu el que me empujara escalera arriba.
            -¿No pensarás subir? ¿Y si nos ven?
            -Será si me ven. ¿Y qué? Diré que me he equivocado, que venía a visitar a los hijos de un amigo que viven en el primer piso.
            -Tienes contestación para todo.
            -El que quiera saber, mentiras con él, dice la sabiduría popular.
            -¿Es la filosofía de un sabio o de un necio?
            -Es la vida en sí. Y a callar, que si me ven hablar contigo no se me ocurrirá nada para excusarme.
            -Lo dudo.
            -Eres una mosca cojonera.
            -No conozco esa especie.
            No me contestó y siguió subiendo hasta la primera planta. Tomó aliento y llamó al timbre. Yo me sumergí en el bolsillo, como si hubiera hecho una inmersión en el agua. Quico y yo ni respirábamos. La puerta seguía sin abrirse y finalmente Aristóteles tras pegar el oído a la puerta, inició la bajada al portal. Salimos del edificio y se adelantó un poco mirando de nuevo el edificio. Yo le miraba a él. ¿Qué tramaba?
            -Nos vamos a la Plaza de la Virgen, tenemos tiempo.
            -¿Tiempo para qué?
            -Está claro que nuestros chicos se han ido a trabajar, probablemente no volverán hasta mediodía o es posible que hasta la tarde, así que tenemos tiempo para pasear y comer. Hay allí una fuente famosa porque todos los pájaros que visitan Valencia cagan sobre ella. Es una fuente dedicada al Rio Turia. Te gustará y puedes contribuir a decorarla. El toque de un perico siempre le dará distinción. Casi todas las que cagan son palomas.
            -Tenemos que rescatar a Quica y tu piensas en pasear y hacer el indio.
            -No podemos hacer otra cosa hasta que lleguen. Esta tarde yo vendré para hablar con ellos y tratar de recuperar a tu novia. Deberías estarme agradecido.
            -Es que sentir que está tan cerca y no entrar, me produce dolor. Podría acercarme a la ventana del balcón, es posible que se vea algo.
            -Sobre todo, sé discreto y no me montes un numerito si la ves.
            ¿Cómo se siente un niño cuando le dicen que va a ir al zoo por primera vez? ¿Cómo puede sentirse alguien que nunca vio el mar cuando se acerca a la playa? La primera vez que se besa, el momento antes de abandonar la casa de tus padres, la llegada de un hijo... En aquel momento yo me sentía tan poseído por la emoción que no recuerdo que pensaba, pero seguro que todos los sentimientos que rodean a la esperanza estaban en mí. Volé desde el bolsillo de Aristóteles hasta aquel balcón como si fuera a sumergirme en las aguas del mar que acababa de descubrir. Quizá esperaba encontrar a Quica allí mismo, quizá temía que se hubiera ido o probablemente nada de ello estaba en mi mente.
            Llegué al balcón y me asomé a la ventana. Quería ver a través de las cortinas que estaban corridas. Sólo el movimiento de las telas dejaba pequeños resquicios para ver el interior de la casa iluminada por el sol. No conseguía distinguir con claridad en el interior y me apoyaba sobre las puertas de cristal. Noté que se movían levemente. Estaban abiertas pero sólo dejaban una pequeña abertura por la que notaba la fina corriente de aire que venía del interior. Traté de abrirla más, pero sólo podía empujarla con mis patas. La puerta se abría hacia fuera y yo no podía abrirla. Metía mi pico en la abertura, pero el peso de la puerta era demasiado para mi fuerza. Miraba y no podía estar seguro de si Quica estaba allí. Insinuaba mi pico por el pequeño espacio y llamaba a mi amada. ¿Qué locura se apodera de los enamorados? ¿Acaso estaba dispuesto a entrar en aquel recinto donde podía encontrar peligros que ignoraba? Por supuesto, no lo dudaba. Hubiera entrado si hubiera podido, pero cuando oí la respuesta de mi amada, entonces ya no tuve fuerzas. Sentí como el cuerpo se aflojaba. Si antes me sentía incapaz de abrir la ventana, ahora la empujaba, la golpeaba con la cabeza como si pudiera derribarla. Empecé a llamar a Aristóteles, le decía que subiese, como si él también pudiera volar. Me trastorné, lo reconozco. No me daba cuenta de que estaba llamando la atención. Mi amigo desde abajo, no sabía cómo disimular, me gritaba que callase. Pude ver como algunas personas miraban al viejo y miraban hacia el balcón. Seguían su camino. Todos tenían cosas más importantes, sólo éramos un instante robado para ver la anécdota del día, una sonrisa que destilaba compasión por un anciano demenciado.
            Empecé a hablarle a Quica, a decirle que la quería, que íbamos a sacarla de allí, le gritaba que estuviera tranquila cuando mi paroxismo invitaba más al miedo que a la tranquilidad. Quien había perdido el juicio era yo. Ella no podía entender nada. No sabía de la existencia de Aristóteles, de mi odisea. Yo gritaba explicándole todo, como un loco. Afortunadamente para las personas que pasaban por la calle, aquel discurso sólo era el griterío de un pájaro, un canto más o menos estridente.
            Aristóteles viendo que la situación derivaba en un espectáculo grotesco, en el que más pronto o más tarde alguien se daría cuenta que él estaba implicado, tomó la iniciativa. Como siempre su iniciativa no era necesariamente la de un hombre cuerdo, no acostumbraba a trazar planes previsibles ni lógicos. Pero al fin y al cabo era nuestro plan. El suyo, pero que servía a mi propósito. Un despropósito visto con la óptica de cualquier ser medianamente razonable.
            Entró en el almacén que existía en los bajos y pidió una escalera. Su perico se le había escapado y estaba en el balcón  de arriba. Lo miraron como a un perturbado, pero era tanta la angustia que traducía en sus palabras que no pudieron evitar asomarse. Eran un chico joven, el dependiente, y una mujer madura, quizá la dueña. Me encontraron a mí golpeando el cristal, aunque desde abajo no me veían bien, escuchaban mis gritos. Se miraban sin decidirse a aceptar su propuesta disparatada. Permitir a un anciano trepar por la escalera hasta el balcón de un vecino no parecía una proposición muy sensata.
            -Mire, usted y yo sujetaremos la escalera y subirá Fran, él puede bajar a su perico -contestó la mujer, intentando solucionar aquel problema casi de orden público a las puertas de su negocio.
            -Le agradezco el ofrecimiento, pero si sube el chico el perico se escapará. A mí me conoce y puedo recuperarlo. No me voy a caer, trabajé muchos años en la obra y estoy acostumbrado a subir escaleras. Sólo necesito que alguien la sujete.
            -Si se cae nos pone en un compromiso.
            -Le aseguro que subir por aquí es para mí un juego. Limpiaba cristales colgado de arneses en los edificios de Nueva York cuando era joven.
            La mujer y el chico miraban a Aristóteles con cara de una mezcla de admiración e incredulidad. Mi compañero no tenía mesura en la mentira, cuando se arrancaba era imparable.
            -Me fui a trabajar a América en los años sesenta y estuve encargado de la limpieza de los edificios más altos de la gran manzana. Me llamaban el Spiderman español porque me descolgaba enganchado por cualquier pared.
            Esto lo decía mientras tomaba el mando de la escalera que habían acercado y la apoyaba contra la pared. Entretanto iba poniendo las manos del chaval sobre la misma haciéndole entender que debía sujetarla fuerte. Tendría que haber cerrado sus bocas, aquellas dos personas sujetando la escalera mientras mi compañero subía hacia el balcón, mirando hacia arriba con las bocas abiertas podía provocar un accidente, que algo entrase en esos orificios desde arriba. Aristóteles ya se encontraba agarrado a la barandilla del balcón y no habían reaccionado. Se asustaron un poco al ver la dificultad con que el Spiderman español conseguía remontar la altura de la barandilla, que no era mucha. Ya dentro no podían verlo, la profundidad del balcón y el ficus que sobresalía  conferían un diseño de selva urbana poco agraciado.
            Aristóteles vino hacia mí y me atizó lo que los humanos llaman pescozón, pero que en mi caso era un golpe de karateka contra toda mi persona. Consiguió el milagro de callarme por un momento y tras recuperarme de la conmoción cerebral me di cuenta de que él ya estaba dentro de la casa abriendo la jaula de Quica para cogerla.
            -¡Quica no te preocupes es mi amigo! -coincidió mi grito con el de Aristóteles, que ya había recibido el mordisco de mi amada.
            -¡La madre que parió a los periquitos!¿Quién me manda a mí juntarme con estos plumíferos? -decía sin soltar a Quica.
            -¡Cuidado no le hagas daño! Quica no tengas miedo, es mi amigo -dije en un perfecto bilingüismo humano-aviar.
            -Dile que a mi también me duele si me pican. Será muy dulce como periquita pero el pico lo tiene duro como una piedra.
            Abrió la mano por el dolor y Quica salió volando hacia la ventana, yo por supuesto fui detrás intentando calmarla. Salimos como una exhalación por el balcón y metimos por la calle Perdiz hasta otro balcón donde Quica se paró. Lo demás no puedo contarlo, todavía me emociona el recuerdo. Volver a rozar aquellas plumas, restregarnos el pico, besarnos como si fuera la primera vez, en aquel callejón, como dos amantes que no pueden contener sus impulsos.
            Tras ese arrebato inicial, empecé a explicarle un poco las novedades que a ella le parecían cada vez más inverosímiles. Quico, su hermano, ella y yo otra vez juntos, todo ello gracias a un viejo, que ahora era nuestro amigo. Necesitaría como mínimo unos día para asimilar aquella locura.
            Entre tanto Aristóteles bajaba reptando por la escalera, como si nunca hubiera descendido por una de ellas. Agarrado como garrapatas que tanto había quitado en los perros, mirando hacia abajo como si aquellos tres metros de altura fueran un abismo.
            -Está un poco oxidado ya ¡Eh viejo! -dijo el muchacho que veía a aquel hombre bajar como si temiera perder la vida en un traspiés.
            -Vaya con cuidado que no tengamos un disgusto -expreso la señora que ya había dejado de creer en el águila voladora de Nueva York y volvía a ver a un viejo carcamal, más loco que una cabra, al que habían consentido subirse a una escalera.
            Con alivio para todos llegó al suelo sin problemas, salvo la fatiga y el miedo que no se podía ver, si acaso se adivinaba en la palidez de sus facciones.
            -Se ha volado su perico, pero me ha parecido que iban dos.
            -Sí, eran dos periquitos que llevaba y no sé porqué han iniciado una pelea, estaban riñendo arriba y por eso quería bajarlos. Bueno muchas gracias por su colaboración, voy a buscarlos, no sea que causen alguna desgracia. ¿Por dónde se han ido? -preguntó con total descaro
            -Se han metido en la Calle la Perdiz -dijo Fran.
            El chico y la mujer se miraban como diciendo, este hombre no esta bien, pero menos mal que no ha pasado nada y como no ha habido problemas, mejor no digamos nada a nadie. Corramos un estúpido velo, como dicen ahora los modernos, pensarían.
            Nunca supimos que pensaron el hijo de los viejos y su mujer embarazada cuando regresaran a casa y vieran la jaula abierta sin la periquita. La buscarían por la casa y quizá concluyesen que la habían dejado mal cerrada y que había conseguido escapar por la ventana que dejaban entornada para que se ventilase la casa. Nadie les contaría el espectáculo de circo que aconteció en su casa donde el gran Spiderman mostraba sus dotes de escalador. Nunca les llegaría noticias de el viejo que sus padres le habían dicho que tenía un periquito triste y que quería emparejarlo con la suya. Si viniera ahora tendrían que decirle que ya no la tenían. Tenían otros problemas de los que ocuparse, sobre todo de la paternidad que ya les llamaba.
            En la calle Perdiz, entre las sombras de aquel callejón. En los soportales viejos con olor de orines, entre los restos de la basura y algunas botellas vacías de pasadas noches, sucedió el milagro de la unión entre el mundo de los humanos y el de los pájaros. La conjunción de astros que se encontraban a años luz, confluyendo en el espacio, alineándose para dar lugar a un hecho nuevo. Aquel viejo cínico y tres pericos se unirían tanto como lo hicieran dos amantes. Fijarían su destino como uno solo, establecían una relación que trascendería la de amo y esclavos, la de deudos y padre protector, para convertirse en amigos.
            No sé si es excesivo el término, me sonroja usarlo de esta manera. Pero no es acaso amistad la relación establecida entre dos o más, cuyos intereses confluyen, dónde las necesidades de unos se convierten en ayuda incondicional por los otros. Donde las diferencias se aparcan para encontrar los puntos comunes. Donde no existe más que el deseo de tenerse como amigos, sin necesidad de poseerse. El lema famoso de los tres mosqueteros: “Uno para todos, todos para uno” . Aristóteles era nuestro D´Artagnan y nuestro héroe.
            Allí en la calle Perdiz, cuando bajamos del balcón hasta donde estaba nuestro amigo y sacó del bolsillo a Quico que asustado permanecía quieto en su fondo. Tuvimos un momento de felicidad plena. De esos momentos en que miras a la vida y le das gracias, despacio, evitando romper el encantamiento, temiendo quebrar la fragilidad de esa felicidad tan esquiva. Revoloteábamos por encima de la cabeza de Aristóteles, chocábamos entre nosotros, gritábamos de alegría por un reencuentro impensable. Algo tan imposible que no podía ni ser pensado. En la soledad del callejón ahora podíamos afirmar que habíamos sido felices al menos una vez en al vida. Y quizá pudiera ser que aquel estado de gracia se prolongara en el tiempo.
            Aristóteles propuso no quedarnos allí, podíamos llamar la atención. Deberíamos caminar hacia lugares concurridos y confundirnos con el gentío. No creía que la mujer y el chico del almacén nos estuvieran mirando, pero había que ser prudentes. Aquella si que era una palabra chocante en boca de nuestro amigo. Nos metimos los tres en uno de sus bolsillos en donde fuimos hablando bajito todo el camino. Aristóteles caminó hasta la calle Cavallers y después nos acercó a la Plaza de la Virgen en donde desde un lugar discreto nos dejó salir del bolsillo. Era mediodía, el sol calentaba, pero la euforia era tal que nada nos importaba. La única realidad que percibíamos era la nuestra. Salimos de nuestro dulce enclaustramiento al son de las campanadas de las doce.
            -Esta es la plaza y la catedral, aquella torre que se levanta al fondo es el Miguelete, de allí provienen las campanadas que habéis oído. Se llama así por la campana de San Miguel, dedicada al arcángel San Miguel, una especie de hombre pájaro de la mitología cristiana. Allí está la fuente dedicada al río Turia con una figura recostada sosteniendo el cuerno de la abundancia con los frutos de la huerta y a su alrededor las ocho fuentes que representan las ocho acequias de la huerta de la Vega de Valencia.
            Verdaderamente la imagen de la plaza daba idea de la grandeza de aquella ciudad. Traduje como pude a mis compañeros lo que Aristóteles me había contado. Les explique la tradición que parecía existir en aquella ciudad, todos los pájaros que visitaban la plaza dejaban su cagadita sobre la fuente. Habitualmente lo hacían sólo las palomas que eran las aves más numerosas en aquel espacio, pero Aristóteles insistía en que la aportación de tres periquitos era como mínimo enriquecedora. Aunque tenía mis sospechas de que aquello pudiese ser una burla más de mi compañero no vi ningún inconveniente en explicarlo a Quico y Quica. Valencia nos había dado mucho y debíamos devolver ese regalo con todo lo que en nuestra mano estuviese. En este caso no era la mano, que no teníamos, pero si prescindíamos de la “m” , estaba todo arreglado.
            Yo fui el primero para dar ejemplo y le cagué al Turia en el ojo, como prueba de buena fe. Quica hizo a continuación lo mismo pero en lo alto de la cabeza, le parecía más higiénico. Quico se  resistía a rendir homenaje a la estatua y le insistimos:
            -Hazlo por Aristóteles y por la ciudad, es lo menos que podemos hacer.
            -Pero es que he cagado hace un momento en el bolsillo de Aristóteles, cuando estaba intentando subir a por ti. Me asusté y no pude evitarlo.
            -¿Que has cagado en el bolsillo de Aristóteles? Se va a poner hecho una furia cuando se lo diga. Y como meta la mano  y se entere por sí mismo, aún será peor. Bueno ya veremos como solucionamos eso, pero ahora cumplir con la fuente.
            El esfuerzo de Quico se vio recompensado con un hermoso detalle sobre la naranja que salía del cuerno sostenido por el Dios.
            Concluidos los ofertorios, aliviados y más contentos revoloteamos por la plaza. Era un hermoso día de verano.
            La gente transitaba aquel espacio sin detenerse demasiado debido al calor. Buscaba las sombras y los bares de la plaza. Había oído decir a Aristóteles que en Valencia se tomaba un refresco hecho a base de chufa, una bebida del color de la leche que resultaba deliciosa. Sólo muy pocos estaban en el espacio abierto de la plaza ofreciendo comida a las palomas, pensé que lo hacían para que estas pudieran luego adornar la fuente debidamente. Sin embargo se reunía un nutrido grupo de turistas alrededor de unos hombres vestidos con blusón negro. Estaban de pie delante de la puerta de la catedral, los hombres de negro estaban sentados tras la reja del pórtico. Al finalizar un ritual en que el portador de una larga vara acabada en un gancho preguntaba si había alguna denuncia, se disolvió el grupo y los turistas que los fotografiaban.
            Aristóteles que parecía saber de todo nos dijo que aquello era un tribunal. El Tribunal de Las Aguas de Valencia. Allí se juzgaban los conflictos entre los regantes de la huerta. El tribunal emitía sus sentencias que tenían valor jurídico a pesar de que sus componentes eran sólo labradores, hombres que tenían la confianza de sus iguales, sin estudios pero con la sabiduría que da el sentido común. En definitiva, un grupo de hombres buenos ponían paz a los conflictos de una comunidad. O yo no había entendido bien lo que ocurría en los tribunales de los hombres o nada de aquello sucedía en las grandes salas de los juzgados. Aquellos hombres togados no parecían tener pese a sus estudios el mismo respeto de los ciudadanos que juzgaban. Entonces se puso serio y nos dijo trascendente:
            -La justicia humana dista mucho de ser un arreglo sensato entre iguales para convertirse en un disputa de poder donde lo importante era ganar. Ganar el pleito teniendo o no razón, mintiendo o sobornando, practicando intrincados discursos con una dialéctica falaz. ¿Tan extraña es la ley que requiere intérpretes de la misma, chamanes que consulten las fuentes del saber para emitir la sentencia? Recuerda mucho a la justicia divina, al Credo en sí. ¿Cómo un mensaje tan simple como amar al prójimo requiere sesudos teólogos para interpretarlo? Quizá porque lo que desean no es trasmitir el mensaje, si no manipularlo, utilizarlo en su beneficio. Aquel Tribunal de la Aguas resultaba anacrónico pero esclarecedor de la naturaleza de la Justicia, de su esencia y de como el tiempo la había devaluado.
            -Por cierto Aristóteles -dije yo, sacándole de ese estatus trascendente- ¿Cuál crees que es el castigo por cagarse involuntariamente en el bolsillo de tu chaqueta?
            -¿Que os habéis cagado en el bolsillo?¿Será posible? Eso me pasa por juntarme con pájaros -esa era su frase favorita.
            -Acabas de decirnos que no crees en los hombres. ¿Porqué no convertirte a la Fe de los periquitos?
            -Porque yo ya no puedo pertenecer a ninguna Fe. Pero si te sirve de consuelo, no me importa que os hayáis cagado en mi chaqueta. La vida me ha cagado otras muchas veces y no he podido reprenderla. Estoy contento porque mi misión está concluida. Ya estáis juntos. ¿No era ese el trato? Ahora necesito descansar.
            Volvimos en taxi, Aristóteles estaba muy cansado. Nos metimos los tres en el bolsillo limpio y fuimos callados hasta aquella pensión que era nuestra casa en Valencia. No hablábamos porque sabíamos que nuestro viejo amigo necesitaba tomarse un descanso de pájaros y ya había tenido muchas emociones aquel día. Al llegar a la pensión comimos alpiste de la jaula, bebimos agua y dejamos que Aristóteles se tumbase en la cama.
            Fue una tarde y una noche completa donde revivimos todos los detalles de nuestras vidas pasadas. Como si hubiéramos tomado café. Una vez lo había tomado seducido por el aroma intenso que desprendía, Aristóteles me lo había advertido:
            -Veras la luz.  Se te llenarán los ojos de luz y no podrás cerrarlos. Es la planta del saber, ese era el árbol del Edén que Eva no podía tomar. Porque el café te da la clarividencia, te despierta el espíritu y la vida entra a raudales. No lo tomes porque te robará el sueño y la voluntad.
            Con aquella advertencia, no podía sino tomarlo, a pesar de su sabor amargo. Yo era así, siempre dispuesto a aceptar un desafío.
            En la noche de nuestro reencuentro no necesitábamos el café, el frenesí de los acontecimientos tenía nuestro ánimo bastante perturbado, como para necesitar un estimulante. Nos pusimos al día de lo sucedido en esos años que parecían décadas. Como en la pajarera, después de nuestra aventura, seguíamos pensando que el mundo de los hombres era maravilloso. Un lugar lleno de sorpresas, de contradicciones, pero lleno de posibilidades. Esa era la verdadera libertad.
            La seguridad del hogar no es suficiente para prescindir de la apasionante sensación de estar vivo, equivocándose y acertando, pero viviendo. Seguía siendo un perico, pero me sentía cada vez más cerca de aquellos hombres. Mis compañeros aunque no compartían mi pasión por los humanos, pensaban como yo que había valido la pena salir de aquel recinto sagrado de la pajarera que ahora sólo viviría para siempre en nuestra memoria. De aquella jaula magnífica protegida por encinas, que había contenido todo lo necesario para una vida tranquila, nos quedaba el dulce recuerdo de nuestros seres queridos, refugio de los días que nos quedaban por vivir. Si hubiéramos permanecido en ella, sin duda todo sería ahora diferente, pero con sin nuestra presencia el cambio se habría producido. No estarían allí nuestros familiares, quizá tendríamos hijos, algunos de ellos nos hubieran sido arrebatados y veríamos en los hombres seres extraños. La misma realidad vista desde la lejanía parecía diferente. La realidad es la que es, ajena a nosotros, indiferente al cristal con que la queramos mirar. Somos nosotros quien pretendemos cambiarla, transformarla a nuestro gusto, pero el mundo gira sin tenernos como eje.
            Permanecimos en el baño para no molestar a Aristóteles. Nuestro viejo amigo tomó algo en la tarde y se sentó a leer.  Se dormía en la silla y cuando la luz se apagó y las sombras inundaban la habitación a pesar de las bombillas del techo, Aristóteles dijo que iba a acostarse.
            -Mañana pensaremos la vuelta a casa. Si preferís quedaros aquí no hay problema, pero me gustaría que me acompañarais.
            -Les he contado a mis amigos lo que has hecho por nosotros. Queremos estar contigo. Gracias a ti nos hemos reencontrado y en ningún lugar nos tratarán mejor que en tu casa. Déjanos acompañarte.
            -Ahora estáis juntos podéis construir una vida nueva, no os hago falta. Vosotros ya estáis completos. A mi me queda poco, también tengo ganas de reunirme con los míos, con los que me esperan. Sois  libres.
            Se metió en la cama vestido. Realmente estaba cansado o quizá ahora estaba verdaderamente en paz. Se durmió y nosotros seguimos nuestra velada de historias que parecían nacidas de la imaginación o de un sueño.
            Al amanecer la luz entraba cegadora por las ventanas que habían quedado abiertas, el día nos invitaba a recorrerlo. A pesar de nuestra vigilia, estábamos radiantes, éramos pájaros nuevos, almas llenas de vida, dispuestas a vivirla intensamente.
            Me acerqué a mi viejo maestro para despertarlo, para llamarlo perezoso, para invitarle a salir al mundo que nos esperaba. Pero él permanecía en una posición rígida, con los ojos abiertos mirando hacia la eternidad, ausente y presente a la vez, quizá llegando en brazos de la muerte a su otra vida, a su amada, su complemento. Estaba en aquella cama con los brazos estirados sobre el abdomen, las piernas un poco encogidas. Los pies cubiertos por unos calcetines finos que mostraban un agujero por el que asomaba el blanco del dedo gordo. La cara pálida, con una barba blanca de dos días, con una mueca a medio camino entre la sonrisa y el fastidio. Parecía un Papa Noel antes de vestirse con el traje rojo. No mostraba signos de dolor, la muerte no le había pillado desprevenido, quizá habían llegado a un acuerdo. Conociendo a Aristóteles la parca habría perdido la apuesta aunque pensara que había ganado. Dormía y soñaba con su querida Inés, soñaba que iba hacia ella. La encontraba en una casita de secano de su tierra de Aragón, esperándolo en la puerta, con una gran pajarera llena de periquitos que rompían con sus cantos la quietud del momento. Seguro que en ese momento caminaba ligero, casi corriendo hacia los brazos que lo esperaban desde hacía años. Su cansancio se había disuelto, de repente había rejuvenecido y su pelo blanco había tomado otra vez el color del carbón. Ella con su sonrisa lo llamaba y su voz era la voz de un pájaro, pero él parecía entender ahora a los pájaros. Comprendía por fin sus cantos, sus lamentos, las quejas por no tener manos con las que acariciar. Él si tenía unas manos dispuestas a dar todas las caricias que en estos años se habían perdido y una boca que no deseaba otra cosa que besar a Inés. Creo que era feliz.
            Pero yo, me veía por primera vez huérfano, despechado por la vida, abandonado a mi suerte, sólo a pesar de estar ahora de nuevo con mis amigos. No había conocido la muerte de mis padres pero desde este momento podía imaginarla. La sensación de ser el único testimonio de su existencia, la responsabilidad de cargar con su memoria y de trasmitirla par evitar que la muerte ganara su batalla.
            Por eso no salió un llanto de mi pico sino un grito que era una palabra:
            -¡Padre!
            Mis compañeros acudieron desde el baño para ver lo que ocurría. Ellos que hasta no hacía mucho vivían al margen de los hombres, se sintieron igualmente abatidos. Toda la energía que la noche nos había dado nos la robaba ahora aquella imagen de un viejo tendido sobre la cama. Un hombre que se había convertido para nosotros en el salvador, en el héroe, que había ganado el título de padre.
            No hablamos más, el silencio era nuestra oración, nuestro reconocimiento ante aquel ser que  nos había salvado de ser unos pájaros más en las jaulas de otros. Nos situamos en los bordes de la cama, como escoltando su tránsito. Éramos ahora los guardianes de su descanso. Yo estaba en la cabecera de la cama y mis compañeros a ambos lados de los pies. Formábamos un triángulo, una pirámide, tres puntos de apoyo que impedían su caída, que le ayudaban en el viaje, que le proporcionaban la inmortalidad.
            Así nos encontró el casero cuando entro en la habitación a limpiar.
            Se echó las manos a la cabeza y comenzó una sarta de exclamaciones, de quejas, que parecía un deudo del difunto. Le fastidiaba este giro del destino, un muerto en su miserable pensión la hacía más miserable si cabía. Era un inconveniente ahora explicar a la policía que hacía aquel viejo allí con tres pájaros. Vino a por nosotros con la escoba que portaba, lo esquivamos, pero volvimos a nuestra posición, trató de echarnos por la ventana, hasta que finalmente nos fuimos a por él, le arañamos la cara y le picoteamos el brazo. Cuando desapareció, seguramente para avisar a la policía, volvimos a nuestro sitio. Aquel era nuestro homenaje y nadie se interpondría en nuestro camino.
            Cuando llego la guardia civil, con sus tricornios de charol y sus trajes verdes, seguíamos siendo los vigías de aquella barca que cruzaba el río del reino de Hades. Sus timoneles y sus grumetes, sus hijos solícitos en aquel viaje. Los guardias que se miraron extrañados, intentaron apartarnos con las manos, dulcemente, como si comprendieran nuestro dolor. Cuando comprobaron que siempre regresábamos a nuestra posición nos dejaron. La policía, el forense, todos trataban de apartar aquellos pericos que daban a la escena un aire surrealista, añadiendo un dramatismo a la imagen de un hombre muerto, sólo, rodeado únicamente de sus periquitos. Así aparecimos en las fotos que la policía había tomado de la escena.
            La  juez que vino al levantamiento del cadáver, no se molestó en apartarnos. Su mirada era indiferente, era el rostro de una joven de aspecto virginal, de facciones pulidas y un brillo azulado en los ojos. La muerte no la conmovía, el hábito de su visión en todas las versiones que la violencia ideaba, la había esculpido en mármol.
            Fue la guardia civil la que le explicó a la juez que se había procedido a avisar al hijo del finado y que ellos se encargarían de entregar a éste las pertenencias del viejo, incluyendo sus periquitos. Lo dijo para que ésta aceptara, pero no recibieron respuesta. El silencia valía tanto como una afirmación.
            Sin embargo yo acepté su trato. Pertenecíamos a Aristóteles, él nos había dado la libertad pero nos había dejado huérfanos. Podíamos ser ahora adoptados por Javier.

            Les explique a mis compañeros la conversación, de la guardia civil con la jueza. Les anuncié las condiciones de la rendición, nos dejaríamos coger y encerrar en la jaula que permanecía abierta. Iríamos con Javier. Se iniciaba ahora una nueva aventura. Estábamos juntos. Todo saldría bien ahora.