CAPÍTULO 9 (el último)

sábado, 15 de agosto de 2015

Capítulo 9
“No está tan lejos el infinito, ni se tarda una eternidad.
Se alcanza en apenas un sueño”

            El día siguiente amaneció como de costumbre, el sol salió por Levante, sus rayos que aparecieron tímidamente pronto se hicieron potentes y cegaban a quien osara mirarlos. Era una mañana de verano como lo habían sido las de los días anteriores. Pero por un momento hubiera pensado que se había producido algún cambio profundo en la estación, que el tiempo había virado ciento ochenta grados, que nos habíamos trasladado a otra dimensión del tiempo. Sin embargo todo seguía igual, pero diferente, la calle mostraba la misma gente pero la veía de otra manera.
            Miramos el mundo con los ojos del alma. Ya dije que la vista era sólo una mala consejera, en realidad los ojos sólo sirven para ver. Sin embargo miramos con otros ojos, profundos, invisibles, quizá ocultos en el fondo del cerebro. Porque los objetos, las personas, los hechos nos parecen distintos dependiendo de la forma de mirarlos.
            Yo entonces había despertado a un mundo de esperanza dónde cualquier cosa podía ser posible. Abierta la mirada a un Universo positivo, que me sonreía, que me había rescatado de las tinieblas y como la luz del sol me cegaba. Me sentía radiante, invencible.
            No sé si estuve la noche en vela o en ese duermevela de los pájaros, pero lo que es seguro que esa noche fue eterna y dichosa. Deseando que amaneciera pero viviéndola como una noche de luna de miel, embelesado en la dulzura del momento.
            La mañana en que de nuevo emprendíamos la aventura de la búsqueda, confiaba  tanto en Aristóteles que casi nada me importaba. Sabía que lo que fuéramos a hacer tendría éxito. Miraba satisfecho a mis compañeros, ahora uno de ellos de mi condición y el otro elevado a rango de semidiós en mi personal visión del mundo.
            Quico en la jaula de dónde le costaba salir pese a tener la puerta abierta y el viejo dormido en el sillón dónde la noche anterior se había sentado rendido por el esfuerzo. Seguramente tan feliz como yo. ¿Porqué es tan complicada la naturaleza humana? ¿Porqué un anciano que puede vivir sus últimos años en paz, emprende la huida hacia ninguna parte junto a un perico?
            Es posible que el único cuerdo en aquella habitación fuera Quico. Sobrepasado por los acontecimientos, por aquella inverosímil historia, reposaba tranquilo, agarrado por sus patas a la barra de la jaula. Asido al único bastión que le quedaba en pie. Sin perder su verdadera condición de pájaro. Era el único que representaba su verdadero papel en la obra. El único que podía reclamar para sí la autenticidad de su personaje. Los demás interpretábamos guiones de ficción o nos metíamos en la piel de otros seres que en realidad nos eran ajenos. Yo allí esperando que un hombre me llevara a su lado como a un igual, pretendiendo igualarme a su superior naturaleza. Él descendiendo a los oscuros designios de un sueño absurdo, intentando recuperar a su mujer a través de la locura de un pájaro. Ciegos en un proyecto que nos había hermanado, nos había unido en una simbiosis de intereses que rayaban en lo extravagante, en lo disparatado. Algo tan irracional que sólo podía ser cierto o fruto de una mente enajenada.
            Vi abrir los ojos a Aristóteles y entonces empezó para mí la mañana. Aquella mañana de verano que parecía otra cualquiera pero que era la más especial de mucho tiempo. El despertar a un tiempo nuevo. O quizá sólo el abrir los ojos a una realidad menos luminosa que la que en mis ojos profundos veía.
            -¡Hombre! Si el pájaro ya está despierto - esas fueron las primeras palabras de mi compañero que me devolvían al presente.
            -Te recuerdo, no sé si te lo he dicho antes, que los pájaros no dormimos como vosotros, que parece que habéis abandonado este mundo cuando os entregáis al sueño.
            -No te creo. Me desperté esta madrugada y estabas ahí quieto, dormido delante de la ventana.
            No sabía si era cierto o mentía, para mi amigo la mentira, era mentira. Es decir que en su boca no existía y si lo era, cuando la hacía suya, cobraba carta de verdad. Decía que ya había dicho tantas mentiras en la vida, que las verdades eran tan falsas como las invenciones y las mentiras se habían convertido en su verdad. Que sobrepasado un cupo determinado de falsedades ya no importaba lo que se dijera porque la realidad no podía adivinarse.
            No entendía esos obtusos razonamientos porque en mi calidad de ave, las paradojas me resultan ininteligibles. Pero trascribo lo que él decía. Había hablado muchas veces con él acerca de lo real.
            ¿Qué es la realidad? Podemos decir que la realidad es lo que existe, pero encontramos siempre el mismo dilema. ¿Cómo podemos estar seguros de que lo que percibimos existe y lo que no está al alcance de nuestros sentidos es irreal? Él y yo vivimos en el mismo mundo, incluso diría que vivimos en la misma porción del mundo, sin embargo ambos veíamos y sentimos realidades diferentes. ¿Cuál de las dos versiones es cierta? A los hombres les gusta responderse a estas dudas, plantearse incógnitas. La Filosofía, la posibilidad de ahondar en el saber les resulta casi una necesidad. Mi amigo quiso en un tiempo enseñarme Filosofía, quiso que entendiera el reto de comprender el pensamiento humano. Decía que necesitaba la visión de un pájaro para ver con otros ojos el mundo, para conocer al hombre. Hablaba de ello como si él mismo abandonase su propia condición de hombre y adoptara el papel de biólogo estudiando una especie nueva.
            Con Aristóteles nada era como se esperaba, jugaba conmigo a la confusión, me convencía de una cosa y de la contraria. Argumentaba con entusiasmo en favor de una idea y defendía a continuación la opuesta. Al principio pensé que era un juego, pero acabé convencido de que lo hacía por verdadero interés en aprender.
            Me decía que para saber era necesario desprenderse de todo conocimiento. Cuestionar lo establecido, desnudarse de los ropajes de lo aprendido. Descender a la pureza de mirar sin apriorismos. Él se consideraba un cínico, como Diógenes, el hombre que buscaba al Hombre. Desde su barril, con su linterna intentando encontrar un hombre entre los humanos. Ese absurdo aparente, esa contradicción, era su argumentario básico. La Filosofía se había pervertido, trataba de encontrar al Hombre fuera del hombre. Los grandes pensadores, los creadores de escuelas, los próceres del saber basaban su visión del mundo en lo irreal. El mundo de las ideas, el pensamiento creativo, el bien y el mal. Todo conocimiento filosófico se basaba en la búsqueda de lo que reside en las profundidades de la mente. Para dar sentido al mundo, necesitaban que el hombre, sus ideas, fueran más allá de la única realidad evidente, su cuerpo. La naturaleza humana no es más que biología, tan básica como la de los perros, como la de los gusanos. Pero para justificar la superioridad de la condición de humanos buscaban el pretexto de trasmutar esa naturaleza en una mezcla de corporeidad y espíritu. En realidad nadie había dado fe de la existencia del espíritu, del ánima creadora. Ese era un concepto tan hipotético como todos los que crecían a su alrededor, incluido el propio Dios. ¿Porqué teníamos la necesidad de inventar lo que no podíamos comprobar? ¿Porqué aferrarnos a esos mitos y abandonar la única evidencia cierta, el propio hombre? Los humanos emprenden cruzadas heroicas, empresas titánicas para penetrar las profundidades del pensamiento y dejan morir a sus congéneres de hambre. Establecen complejas sociedades que se basan en conceptos como la democracia y la moral, pero explotan a sus semejantes. Inventan religiones que hablan de amor, de fraternidad, pero vejan a sus hermanos, los humillan viviendo en la miseria.
            No es necesaria la Filosofía, no son necesarios los mundos ideales creados por los líderes y los sabios. Si diéramos valor a la vida como acontecimiento biológico, sería suficiente. Sólo los Cínicos y los Epicúreos sitúan al Hombre por encima de su ánima. Eso me decía Aristóteles. Él ya no creía en la bondad, en la mentira, en el amor, su única máxima era no hacer daño. Se burlaba de todo porque con el sarcasmo, con la burla, podía seguir despierto ante el dulce encantamiento de la adulación. Prefería ser un bufón que un farsante.
            Yo podía dar fe de esa contradictoria personalidad. A pesar de que la vida ya lo había vencido, de que no albergaba esperanzas en un futuro prometedor, no se había entregado al egoísmo, a la autosatisfacción, seguía siendo un hombre bueno por encima de todas las cosas. Debajo de la crítica feroz, de la ironía más cruel no había nunca maldad ni intención de dañar.
            -Bueno amigos, es hora de hablar del viaje. Por cierto ¿Cómo nos entenderemos con tu amigo, vas a hacer de traductor simultáneo? Va a parecer esto una Torre de Babel o una jaula de grillos con vosotros dos hablando.
            -Yo trataré de explicarle a Quico lo que digas.
            -Saldremos de viaje pasado mañana, tengo que solucionar primero cuestiones de orden monetario y personal, como avisar en la tienda que voy a estar ausente.
            -Vas a decirles que nos vamos a Valencia para buscar a Quica.
            -¡Tu estas chalado! Piensas que puedo decirle eso a mi hijo y que no pida mi incapacidad mental en el juzgado. Voy a contarles una mentira como una casa, cuando más grande más creíble.
            -En eso eres ya un especialista.
            -Gracias a mis mentiras estáis juntitos y una más nos permitirá irnos sin levantar más sospechas de las necesarias.
            -Gri,.. Gri...Priii – intentó intervenir Quico
            -Ya tenemos al otro pájaro en escena. A ver que quiere- interrumpió Aristóteles.
            -Me pregunta que está pasando.
            Le explique a Quico lo que hablábamos y le dije que no se preocupara que ya le iría contando todo cuando estuviéramos solos, pero era mejor que no interviniera si no era necesario.
            -Pues dile que nos hemos vuelto locos a la vez y que nos iremos de viaje de novios los tres.
            -¿Vamos a ir en tren?
            -No tengo ganas de cargar con una jaula con dos pericos por las estaciones y la ciudad. Iremos en coche.
            -¿Con quién vamos a ir, quién conducirá?
            -¿Cómo que con quién? Vamos los tres, conduzco yo, a no ser que vosotros tengáis carnet. Tengo un coche que hace tiempo que no uso y me gustaría airearlo.
            -¿Estás seguro de que es una buena idea?
            -No, estaba esperando que tu me dieras otra mejor.
            -Pues no se hable más, iremos en coche – dije con fingida ilusión.
            -Ya he trazado el itinerario, es fácil llegar a Valencia desde aquí, es todo autovía y sólo me resta buscar un lugar para quedarnos en la ciudad mientras raptamos a tu prometida.
            La idea del rapto me parecía muy sugerente. También del rapto me había hablado Aristóteles. Una ingente cantidad de criaturas que ni podían imaginar formaban parte del elenco de personajes que habían sido objeto de rapto en la mitología clásica. Dioses del Olimpo, sátiros, ninfas, héroes, mancebos y mujeres de una belleza magnética habían sido tomados por la fuerza, por el engaño. Me había mostrado imágenes de pinturas y esculturas, el rapto de Helena, el rapto de Europa, el de las Sabinas. Todos ellos con una fuerza escénica que sobrepasaba la propia acción. La pasión, la violencia, la fuerza, el erotismo. De esta manera quise enfocar la aventura que emprendíamos. Si bien carecía de héroes fantásticos, no estaba falta de una historia menos imaginativa. El viaje, la gran búsqueda de un perico en el mundo de los hombres. Orfeo buscando a Eurídice, atravesando el inframundo, cantando para emocionar a Hades y Perséfone. Esa sería ahora mi historia, no un cuento vulgar de un viejo y un perico, sino la gran odisea de un caballero en busca de su amada.
            -Parece que te has caído del guindo. No te habrá afectado lo del viaje.
            Estas palabras me devolvían al mundo real, a nuestro mundo. Aristóteles sabía cómo hacerme volver de mis fábulas, de mis sueños. Me despertaba con un cubo de agua en la cara. Pero siempre lo hacía con la sonrisa de un granuja simpático.
            -No. Estaba sólo ensimismado con la idea de la próxima partida. Pero quiero que sepas que no estoy nervioso. Confío totalmente en ti.
            -Me consolarían tus palabras, si no fuera porque vienen de boca (de pico mejor) de un pájaro loco y necesitado.
            -Sabes que soy sincero cuando digo que confío en ti.
            -Fíate de ti mismo y a lo sumo de tu madre, el resto no son de fiar.
            -¿Cuando dices que hablarás con tu hijo? -Dije para cambiar el tono de la conversación que sabía que no tomaba buen camino.
            -Mañana iré a la tienda.
            -¿Sabes ya lo que le vas a contar?
            -Por supuesto. Tengo un amigo de la mili en Valencia que se está muriendo y ha conseguido contactar conmigo por teléfono. Soy la única familia que le queda y me ha pedido que le acompañe en estas sus últimas horas.
            -¿Cómo puedes bromear con la muerte de esa manera? ¿Acaso no le temes?
            -No. La espero desde hace tiempo. Ya me ha hecho alguna visita. He quedado con ella que nos veríamos después de arreglar lo tuyo.
            -No imagino tu conversación con la vieja de la guadaña.
            -Pues no creas, ha sido muy amable y comprensiva.
            -Gri, cri … Brii..
            -Ahora sí que estamos todos.
            -¿Qué vas a hacer esta mañana?
            -Llevaré el coche al taller para que lo revisen. Tengo un amigo mecánico. Después iré al Banco, allí también tengo un amigo, que me dará un dinero para sufragar la empresa. Me vas a costar un dineral.
            -Tu hijo sin duda te creerá. Tu vida está llena de amigos. Quién lo diría...- dije con sorna al estilo de mi buen maestro.
            -Si tengo pocos amigos es porque los muertos no cuentan. Pero pese al carácter que tengo, he cosechado más amor que odio.
            -Estoy seguro de ello y puedes contarme entre uno de ellos.
            -Tu serás mi deudor. A ti te tengo preparada una misión especial.
            -¿Qué tengo que hacer?
            -Lo sabrás a su debido momento.
            Con esas crípticas palabras nos dejó y salió de la casa.
            -Cri.. Gri. Pii..
            -Vamos Quico, volaremos por la ciudad. Te voy a enseñar los lugares que he conocido y te contaré sus historias.
            Los dos días que quedaban hasta nuestra partida le mostré a Quico todos los rincones de Huesca que habían significado algo en mi historia. Iniciamos nuestro primer vuelo juntos desde la ventana de casa, como lo hiciera yo la primera vez. Aquel primer lanzamiento al vacío lleno de incertidumbre recién recobrada la libertad, fue entonces un punto de no retorno a los acontecimientos que luego habían sucedido. Ahora mi amigo miraba la ciudad con desconfianza, con el miedo de estrenar una libertad que tampoco él había pedido. Para los dos era ahora más fácil, estábamos juntos y compartíamos un proyecto.
            Visitamos la Catedral, San Pedro el Viejo, la ventana donde una noche me perdí en la Posada de la Luna. Le mostré  a Salomé y le conté su historia. Quico no parecía entender el significado, pero aceptaba con resignación mis largos monólogos, como lo hace un amigo con un alma que necesita desahogarse. Otra vez los mundos paralelos, las realidades cambiantes. Para él la historia de Salomé rozaba el absurdo, una mujer enamorando a un rey y exigiéndole en pago la cabeza de otro hombre. No podía reprocharle que no compartiera mis emociones. La emoción que despiertan los lugares, los hechos, como la que despiertan los olores, es tan intransferible que tratar de explicarla es vano.
            Tras la segunda tarde en que llegábamos agotados de volar, encontramos a nuestro anfitrión sentado con los brazos caídos, como renunciando a cualquier esfuerzo suplementario. Cada vez me sorprendía menos ver en Aristóteles el cansancio ganándole la partida. Era viejo, ¿Qué podía esperarse? Sin embargo cada vez que lo veía así no podía evitar que el corazón me diera un vuelco, que latiera desacompasadamente durante un segundo. Porque necesitaba de sus fuerzas y de sus recursos para cumplir nuestro objetivo. Sin embargo cuando entrábamos por la ventana y se apercibía de nuestra presencia recuperaba parte de su ánimo. Sacaba fuerzas de flaqueza. Y yo lo agradecía porque no quería imaginar otro revés de la fortuna.
            -¿Ya vienen los tortolitos de su paseo?
            -Hemos estado recorriendo por última vez las calles. Le he enseñado a Quico los lugares que visité en estos meses.
            -Mañana salimos temprano, necesito viajar de día.
            Al amanecer estaba Aristóteles dispuesto, con dos bolsos de ropa y comida, que había estado preparando durante toda la tarde. Lo hacía en un estado de concentración tal, que no quise si quiera preguntarle, sabía que no le gustaba ser interrumpido. Bajó primeros las bolsas y volvió finalmente a por nosotros, que nos metimos dentro de la jaula como si hubiera existido una orden mental para hacerlo. Cuando llegamos al coche aparcado frente a la puerta, estaba todo a punto. Iniciamos el viaje por la Calle del desengaño y cuando llevábamos ya un rato circulando en aquel vehículo, salí de la jaula para mirar desde el respaldo del asiento a través de la ventanilla. Para mí era un  recorrido desconocido, una sucesión de calles y rotondas que nos llevaban poco a poco hasta la gran carretera que nos alejaba de la ciudad. Circulábamos por una gran senda de asfalto. Aquella autovía, como mi amigo la había llamado, era un camino común donde muchos otros vehículos se movían a la vez. Algún claxon sonaba a nuestra espalda haciéndose momentáneamente más agudo, para pasar a nuestro lado y volver a apagarse su tono conforme cobraba distancia. Coches, camiones, motos con su vibrante sonido. Las motos siempre me habían recordado al sonido de algunos loros, o al rugido de una fiera que huyera de nosotros.
            Mirar por la ventana resultaba hipnótico. Se sucedían primero las casas, luego las carreteras dibujadas entre algunos espacios verdes. Luego el paisaje se convirtió en una sucesión de campos, salpicados de casas o fábricas. A veces con animales que pastaban sus campos, otras huérfanos de seres que hollasen su tierra. Se me cerraban los ojos viendo pasar aquel sinfín de recortadas siluetas que de pronto cobraban forma para al momento perderse de nuevo sustituidas por otras nuevas. ¡Que grande es el mundo! Este es apenas un minúsculo grano de arena de la inmensidad del planeta. Sólo las golondrinas o las palomas en su migración, son capaces de apreciarlo. Yo me sentía como un ignorante sobrepasado por la grandiosidad de aquel milagro. Miraba por la ventana absorto en nada. Ni las bocinas, que de tanto en tanto pitaban con ese sonido bitonal al pasar por nuestra izquierda me sacaban del mutismo. Hasta que después de un tiempo indeterminado de viaje me despertó Aristóteles.
            -¡Ostias!¡Los picoletos!
            No sabía que ocurría, algo estaba pasando en aquel monótono sueño de pastos escasos y tierras yermas. La velocidad del coche aminoró y percibí entonces un sonido nuevo, como un quejido, un lamento estridente, acompañada de una luz azul que iba y venía. Un coche nos adelantaba y su ocupante hacía señas a mi compañero para detenerse.
            -¡Métete en la jaula! Es la Guardia Civil y si te ve suelto por el coche se nos puede caer el pelo. Estos no se andan con chiquitas, son capaces de emplumarnos a todos.
            No sabia que significaba aquello de las plumas para todos, pero realmente parecía que nos enfrentábamos a un peligro real, los picoletos. Serían una especie de hombres perversos que vigilaban los caminos y exigían el peaje a sus caminantes. Imaginaba que de ese coche situado delante de nosotros vería descender unos gigantes malcarados, que sólo con verlos nos haría dejar escapar aquello que desde nuestro intestino ya pugnaba por salir. El miedo, el sentimiento que precede a lo que pensamos que va a causarnos daño, es a veces más terrible que la propia realidad.
            Cuando vi salir aquellos dos hombres de verde, no parecían gigantes, no eran tampoco seres extraterrestres (como los hombrecitos verdes de las películas).  Impresionaba  la marcialidad de su vestimenta y su porte, con unos extraños objetos negros y picudos sobre sus cabezas. Uno de ellos portaba en el rostro un hermoso bigote que infringía en su cara una línea divisoria, la frontera natural entre dos territorios. El superior donde asomaban unos ojos despiertos atrapados entre la ancha nariz y las pobladas cejas. Por debajo al socaire de aquella magnífica mata de pelo quedaba la boca y el mentón. La seriedad del semblante contrastaba con la expresión más templada que tomó tras ver a Aristóteles bajando los cristales de la ventanilla haciendo girar la manivela.
            El que habló fue el otro picoleto más joven. Un chaval apenas de veinticinco años pero con un rostro aniñado al que el extraño sombrero daba un aire de cómico. Vino hasta la ventanilla del coche y tras llevarse la mano al rostro, en un saludo marcial y automático, que seguramente realizaba como si se tratara de un tic, nos dirigió la palabra. Su voz desentonaba con la expresión de su rostro, educada y formal era potente y pedregosa, pero no tenía la intención de intimidar. Se diría que era una especie de reproche formal, como de un padre a un hijo desobediente. Aunque en la presente situación los papeles parecían invertidos.
            -No se da cuenta de que está circulando muy despacio. ¿Tiene algún problema en el vehículo? ¿Podemos ayudarle a encontrar un taller en Daroca?
            -Lo siento agente. Es que el coche y yo somos ya un poco viejos. Trataba de no correr para no causar problemas. Vengo desde Huesca y es posible que esté un poco cansado. Pararemos en Daroca para tomar un café.
            -¿Pararemos? Si va usted sólo.
            -En realidad viajo con mis periquitos. Son mis mascotas. Vamos a ver a un amigo a Valencia que se está muriendo.
            -Vaya, lo siento mucho. - dijo el chico, con una expresión de perplejidad al ver tomar cuerpo de acompañante  los dos periquitos que estaban dentro de la jaula.
            Saludó de nuevo y se dirigió a su compañero que ya mostraba bajo su mostacho una sonrisa burlona. Se dirían algo así como: “ El viejo está chalado, pero es inofensivo, va de viaje a Valencia con sus dos pericos” “ Sí, ya me he dado cuenta, por eso no soltaba el arma, por si había peligro” diría burlándose de el otro.
            Subieron a su coche y nos facilitaron la salida. Durante un rato estuvo Aristóteles callado. Yo no me atrevía a intervenir, porque percibía una cierta tensión en su expresión. Cuando tomó la salida de la autovía, relajó un poco su mirada y le dije:
            -No parecen tan terribles los picoletos.
            -Tu que sabrás. Tienen aire de inocentes pero a mala leche no les gana nadie.
            -Habremos topado con los mejores, porque se han ofrecido incluso a ayudarte a buscar un taller.
            -A la Benemérita no la acompaño yo ni a misa.
            No quise insistir más en el tema, porque estaba claro que existía una clara aversión a la Benemérita como él decía. En cualquier caso, a mí personalmente, me habían causado una grata impresión.
            Cuando alcanzamos las primeras casas de Daroca pude ver que aquella no era una población cualquiera. Un formidable castillo y sus murallas y una calle principal que se abría ante nosotros. Me apetecía conocerla. Aunque esta vez mis apetencias no iban a ser tenidas en cuenta.
            -Voy a tomarme un café. Vuelvo enseguida. Vosotros os quedaréis aquí. No puedo ir paseando por el pueblo con la jaula. Quiero estirar las piernas y despejarme.
            Allí nos quedamos Quico y yo contemplando la imponente figura de las murallas de aquella magnífica ciudad. Yo trataba de explicarle a mi amigo que era aquello que veíamos, le contaba lo que sabía de los castillos. Me di cuenta entonces de la gran distancia que nos separaba a pesar de haber compartido una gran parte de nuestra vida. Yo había aprendido a mirar el mundo de los hombres con la mirada de quien quiere aprender, de alguien que desea entrar en aquel mundo nuevo. A Quico le era indiferente, los hombres seguían siendo para él, extraños fuera de su interés. Tras mi larga perorata acerca de las fortificaciones humanas, me preguntó:
            -¿Falta mucho para llegar?
            Y eso me hizo entender que ese no iba a ser un tema de conversación posible entre los dos. Hablamos eso sí, de cómo buscaríamos a Quica al llegar a Valencia. Mi amigo me preguntaba como si yo fuera un sabio que conociera todas las respuestas.
            No tardó mucho en llegar nuestro conductor, que vino a rescatarme de una conversación que me cansaba. Era un mañana que empezaba a ser calurosa y como había dejado el coche al sol y con las ventanillas cerradas, empezaba a sentirse el sofoco dentro de aquel invento rodante de lata. Nos sacó del coche para ponernos un rato a la sombra y dejó la jaula en el suelo. Desde allí se podía ver la antigualla en la que estábamos viajando. Su aspecto se parecía mucho al dueño. Las abolladuras y desconchados no eran los detalles que mejor mostraban su antigüedad. Era sobre todo ese diseño de caparazón de tortuga. Como media nuez sobre ruedas cuyos únicos adornos eran las molduras de los faros. Unos ojos redondos que sobresalían de su frente, en cuyo fondo se adivinaba una bombilla. Se parecía a los ojos de algunos hombres que llevan lentes de aumento y que se ven empequeñecidos en el fondo del vidrio.
            Estuvimos poco tiempo allí hasta que iniciamos de nuevo el viaje. Aristóteles sí miraba las murallas, yo intuía lo que ahora pasaba por su mente. Me veía extrañamente más cercano a él que a mi congénere. Los tres guardábamos silencio, cuando el coche reemprendió la marcha. De nuevo veía como tres mundos distintos convivían en un mismo espacio. Tres destinos unidos por el albur de los dioses. Tres realidades que contraponían sus similitudes y su diferencias. Aristóteles y yo compartiendo un mundo más cercano al humano que al de mi propia especie, sin embargo con naturalezas tan distintas que parecía un quimera su comparación. Quico y yo que pertenecíamos al mismo género animal, pero distantes como los polos de la Tierra. Yo en medio de aquel trío, como elemento de unión de  una mezcla no miscible. Una solución inestable cuyo precipitado era la pura necesidad. Cada cual la suya propia. Los tres embarcados en una empresa con intereses divergentes, reunidos en el interior de aquel seiscientos, como lo llamaba nuestro conductor.
            Volvimos a la carretera, iniciamos el tránsito por caminos de asfalto, rodeados de coches que nos sobrepasaban. Algún claxon de tanto en tanto. Las cunetas que corrían en dirección contraria a la nuestra nos mostraban tierras yermas, casas, fábricas, ganado. Pero ninguno miraba nada. Teníamos los ojos mirando al interior. Nuestras mentes enfocaban otros objetivos que no eran el paisaje, ni el entorno. Aristóteles y Quico viajaban por caminos diferentes. Yo trataba de meterme en sus paisajes, hubiera dado parte de mi vida por saber que pensaban en aquel momento.
            Recorrimos aquellos caminos, Aristóteles salía a veces de su encantamiento para  pronunciar el nombre de algunas ciudades por las que pasábamos, nombres que me sugerían lugares magníficos, añadía en ocasiones algunos datos de aquel pueblos que parecían atributos de la propia ciudad. Hablaba de sus vinos, de sus jamones, del arte mudéjar como si dos pericos pudieran valorar todo aquello que relataba. Cariñena, Calamocha, Teruel.. Dejábamos su tierra Aragón para entrar en la Comunidad Valenciana.
            Como en la ocasión anterior, se desvió de la carretera para buscar un nuevo descanso. Pensaba yo que necesitaba tomar otro café, pero al entrar al pueblo se dirigió a una gasolinera. Me dijo: “el coche necesita alimento y yo vaciar mi vejiga y estirar las piernas” imaginaba a aquel viejo coche hambriento por la carrera soportada, como un caballo que llevara la carreta y ahora recibía su ración de pienso y agua. Aunque por la rapidez en que se dirigió al baño, intuyo que tenía él más necesidad que el auto.
            -Los viejos tenemos que mear con frecuencia. La próstata no perdona. El café que me tomé en Daroca, estaba reclamando salir. Además el motor del seiscientos se calienta y hay que añadirle agua al radiador de tanto en tanto.
            Aunque no comprendí todos los matices, pude entender que los viejos tienen un defecto llamado próstata que les obliga eliminar líquidos. Quizá por eso estaban arrugados como pasas, sería por la deshidratación. Puede ver también como al coche le abrían el capó delantero que parecía una boca de par en par y el portón trasero donde estaba el motor, era como levantar la cola de un pájaro. Por aquellos enigmáticos portales probablemente le alimentarían y le darían el agua necesaria.
            No parecía aquella ciudad tan importante como las que había nombrado, pero cuando subimos de nuevo al seiscientos, ya más aliviado de sus necesidades, me describió una ciudad que maravillaba. Como Huesca poseía catedral, algo inusual para una ciudad pequeña. Había tenido un castillo, un acueducto que había llevado el agua hasta la alcazaba árabe y una historia de la que destacaba a María de Luna. Aragonesa como él, casada con el rey de Aragón Martín el Humano. Una mujer noble, elegante y austera, amante de la música y la lectura, adelantada a su tiempo. Una mujer que pese a su alcurnia, casada con el rey y de la misma familia que el Papa, era una mujer cercana al pueblo, que siempre intento ayudar a los desfavorecidos, les eximió de impuestos y defendió tanto a payeses cristianos como a moros y judíos de las aljamas de Calatayud y Daroca. Por la forma en que a ella se refería parecía que veneraba su persona. No sé si por su origen aragonés o por sus seguramente notables virtudes como mujer.
            Pero lo que más me sorprendió de aquella ciudad es la fiesta que nos contaba que cada año reunía a los segorbinos. Una manada de toros bravos era conducida por diez jinetes entre una multitud de personas que iban abriéndose al paso de los caballos y los toros. No dudo que aquello debía de ser un espectáculo emocionante, pero desde mi visión de pájaro esas no eran emociones para mi. Yo sólo había visto en la televisión corridas de toros. Un hombre se enfrentaba a un toro bravo en una plaza, alrededor de la cual las gradas se llenaban de gente que aplaudía y silbaba los pases del torero. Nunca entendí aquella pasión por un espectáculo en que el toro sufría y bramaba tras las puyas o banderillas que le clavaban. Era cruel bajo mi visión animal, no dudo que la estética o el arte no puedan llevar aparejada la sangre o la muerte, pero veía un sacrificio inútil el de aquel toro. Aristóteles me decía que había estado en Segorbe en su juventud y que vivir los toros desde la calle, sin barreras, dejando pasar los caballos y los toros a escasos metros como en una avalancha que se viene sobre la multitud, vaciaba los depósitos de la adrenalina y daba paz. Imaginé una carrera de gatos pasando veloces ante una pajarera abierta de periquitos y la emoción me descargaba los intestinos más que la adrenalina, que no sé si existía también en las aves. Mundos distintos, ya lo dije. Pero ahora que Aristóteles hablaba con emoción, volvía a sentir que nos habíamos recuperado de la tristeza que el viaje había dejado en nuestros ánimos. Parece que el aire de las tierras de Valencia, el verde que flanqueaba la carretera apretada de campos de naranjos, el perfume de sus flores blancas, había empezado a penetrar por las ventanillas de aquel seiscientos que iba ha transportarnos a nuestro destino.
            Si los campos de naranjos que se sucedían sin fin en el camino a Valencia me impresionaron, que os puedo contar de el efecto que en mi causó el mar. Nunca había visto mas que en imágenes aquella maravilla. Ese espacio inmenso que se perdía en el horizonte. Azul, infinito, inabarcable ni siquiera para un pájaro como yo. Quizá mis amigas las golondrinas podían ver en aquel manto azul un territorio que únicamente había que atravesar, pero a mí me produjo la sensación de ser pequeño, ínfimo. Viajar con la vista puesta en el mar que aparecía y desaparecía por la ventanilla de nuestro coche, producía en mi ánimo un estado de embriaguez. Quico que hasta ahora había permanecido al margen, impasible a lo que pasaba junto a nosotros también quedó con su mirada atrapada en los azules que se unían en el fondo del paisaje, cielo y mar. Azules en movimiento. Un mar que movía sus olas como lenguas que llegan a la orilla y se deshacen en espuma, un cielo que movía sus nubes como espuma disuelta en un azul oscuro y brillante. Una luz casi cegadora los iluminaba ambos. No existía otro lugar donde dirigir la mirada. El mar era el centro y todo lo demás una orla que lo envolvía. Cada vez que la carretera cambiaba la dirección y por un momento desaparecía, se rompía el encanto para recobrarlo agrandado en el instante después al resurgir de nuevo. No supe cuanto tiempo pasé mirando por la ventanilla, hasta que en una de aquellas momentáneas desapariciones el mar ya no volvió y aparecieron las casas, la entrada a la ciudad que esperábamos nos devolviera a Quica, nos recompusiera de nuevo.
            Los semáforos, el tráfico, las avenidas nos daban una extraña bienvenida. Un cálido abrazo que exhalaba un aliento cargado de humos, un aire caliente salía de los pulmones de aquella ciudad y nos sofocaba dentro del seiscientos. La brisa del mar que nos había refrescado momentos antes, se volvía humedad, nos mojaba como si hubiéramos soportado el agua de un chaparrón de verano. Pero nos sentíamos bien. La emoción que despiertan las novedades junto con el miedo que producen esas nuevas experiencias, nos mantenían alegres. Aristóteles hablaba, nos había estado contando los planes, que no había podido escuchar por estar atendiendo al soliloquio de mi pensamiento. Ahora de vuelta al mundo de los mortales escuchaba como me reprendía.
            -Lo mismo me da viajar contigo que con un pájaro bobo. Estás en la inopia, espero que espabiles.
            -Lo siento, estaba pensando en el mar.
            -¡Vaya, que romántico! El enamorado nos va salir poeta. Valencia, la ciudad de las flores, su amada, el mar... Te estaba diciendo que tengo una pensión cerca del estadio de fútbol. No quería cogerla en el centro porque no sé llegar. Desde aquí en autobús podremos movernos al centro. Primero inspeccionaremos el área y luego ya pensaremos la forma de atacar el problema.
            -Bueno en realidad, no parece que haya problema. Decías que tienes una carta de sus padres, contándole la historia.
            -No sé si el hijo va a ser tan panoli como los padres. Tenemos que estar preparados para todo.
            No sabía que quería decir con “para todo”, ¿Pensaba en un asalto al piso para rescatar a Quica? Yo creía que aquello sería un paseo.
            Pronto llegamos a la pensión en la calle Aragón. No podía esperar otra con mi compañero, mañico hasta los cimientos, como el decía. No fue difícil aparcar muestro coche, en una calle lateral. No había peligro de que lo robasen, desde luego. Bajó primero las bolsas, después la jaula con nosotros dentro y cerró el seiscientos. No describiré la pensión, ni su habitación, ni al conserje, ni las escaleras, ni la suciedad, ni el nulo paisaje que se dominaba desde la ventana. Pasaré de puntillas (de patitas en mi caso) por la atención, las miradas y las preguntas, pero no obviaré el comentario sobre nosotros que el propietario nos dispensó, con ello se puede intuir el resto.
            -No se permiten el acceso de animales salvajes a la pensión -dijo.
            -No son salvajes, son dos periquitos domésticos.
            -Los loros son animales salvajes. Los perros también son domésticos y tampoco se admiten.
            -No pueden salir de la jaula y no pueden ensuciar nada. No pueden molestar a nadie y son un regalo que traigo para un amigo.
            -No quiero ver plumas por la habitación y cuanto antes de deshaga de esos bichos mejor.
            -Descuide, los dejaré en el baño, dentro de la jaula. Pronto los entregaré.
            Si en ese momento la puerta de la jaula hubiese estado abierta, es posible que la rabia me hubiera sacado afuera y hubiera picado a aquel energúmeno en la frente. Miré a Aristóteles y vi como me cucaba el ojo. Yo había aprendido que aquella era una señal común de complicidad entre los hombres. El gesto además de relajarme, me agradó porque significaba un trato casi de igual a igual. Estuve callado y sólo hablé para decirle a Quico que no alborotase que si no nos echarían a los gatos. Me estaba volviendo como el viejo, un mentiroso inclemente. Quico puso los ojos en blanco y cerró el pico, como si los gatos estuvieran a punto de entrar en la habitación.
            Al llegar a la suite que nos tenían preparada, Aristóteles sacó la comida de su bolsa y comió. Estaba cansado y se sentó en la cama que se hundió con su peso y dejó escapar un sordo quejido que parecía anunciar la muerte de sus muelles .
            -Hace mucho calor, descansaremos un poco y después iremos a ver Valencia. Buscaremos la calle Perdiz. Tenemos que hacer un primer sondeo de la zona.
            Tras acabar de comer y sacudirse las migas, esparciéndolas por la colcha que cubría la cama, se dejo caer en ella. Estaba cansado. Lo veía cada día más agotado, pero no podía hacer nada. Lo necesitaba más que nunca y aunque fuera un pensamiento egoísta deseada que aguantara, al menos hasta que concluyésemos nuestra aventura, por llamarla de alguna manera. El egoísmo es una cualidad intrínseca a la propia vida. Todo ser vivo consciente de su existencia se comporta como individuo, es decir alguien diferente a los demás y por ende un bien a ser protegido, aunque sea a costa de los otros. En mi especie son raros los comportamientos malvados. El mal gratuito que sólo he visto en los hombres, la envidia insana, el deseo del mal ajeno, la venganza, todos ellos son sentimientos extraños a mis congéneres. Pero la necesidad de vivir, de existir, de triunfar frente a otros, forma parte de la competencia entre individuos. Ese pensamiento tan propio de los humanos: “pienso, luego existo” es real pero no sólo aplicable a los hombres como parece que la frase trae implícito. Todo animal piensa (menos los gusanos que comemos a veces). Cuando digo piensa, no me refiero a que elabore teorías metafísicas, profundas elucubraciones filosóficas de las que disfrutan los humanos. Pensar es un proceso mental en que integramos la información del medio y respondemos a ella. A veces con actos mecánicos y otras con procesos más complejos. Si sólo se considerase la existencia de aquellos que cobran conciencia de su propio yo a través de su interacción con los demás. Si la conducta de los humanos fuera regida por un código moral dónde la percepción del ser que es otro, equivaliera a la propia conciencia de individuos, no se entendería algunos de sus actos. Si pensar fuera la capacidad que va mas allá de ser, de vivir, si requiriese más atributos, entonces muchos de los hombres no serían más que muertos. Ser egoísta está inscrito en la naturaleza del ser. Yo quería que Aristóteles estuviera bien porque lo necesitaba, pero ello no se contradecía en que quería que estuviera bien porque lo quería.
            Y en ese pensamiento viajaba mi mente, cuando se incorporó de repente como un vampiro desde su ataúd al llegar la oscuridad.
            -Vosotros dos si que vivís como marqueses. Sin preocupaciones ni obligaciones. En la próxima vida quiero ser pájaro.
            Se refería a nosotros dos, aunque sólo yo podía entenderle, parecía a veces que  ignoraba a propósito el detalle. El pobre Quico no había abierto el pico en todo el tiempo porque aún pesaba sobre él la falsa amenaza de los gatos. Me veía en la obligación de responder por ambos.
            -Espero que así sea y podrás entonces apreciar más mi recuerdo. ¿Qué es lo que más deseas de mi condición, carecer de manos, depender de un viejo chocho o tu eres de los que quiere tener alas para volar en libertad?
            -Menos rollo que era una frase hecha y además tú no te puedes quejar. Explícale a tu amigo que nos vamos a ir de paseo. Si lo dejamos aquí el portero es capaz de comérselo frito. Me voy a llevar una chaqueta de algodón con dos bolsillos para llevaros allí, aunque tenga que aguantar el calor y las miradas. No tengo ganas de llevarme la jaula a todos lados. Iréis en los bolsillos, así que nada de asomarse y llamar la atención, no tengo ganas de dar explicaciones a nadie. Quiero que estéis los dos quietecitos y nada de cagadas en el forro de los bolsillos o el que os freirá seré yo.
            Pasé a explicarle a mi compañero que íbamos a salir metidos en sus bolsillos, que no tuviera ningún temor, pero que se abstuviera de ensuciarlos si no quería que le metieran otro palito por el trasero.
            Salimos a la calle de esta guisa. Yo la verdad estaba emocionado, de Quico no podía decir lo mismo, se refugió en el bolsillo y se negaba si quiera a asomar la cabecita por el. Aristóteles preguntó a un abuelo que paseaba por allí, la forma de llegar a la calle Serranos, era más fácil de lo hubiera parecido. Teníamos que tomar el autobús 79 desde la Avenida de Aragón hasta San Pio V y desde allí cruzar por el puente de Serranos donde estaban las torres del mismo nombre, eso nos dijo el hombre que tenía un extraño acento al hablar.
            -Xe! Aiço es molt fàcil! - Había dicho antes de iniciar la explicación. Y al acabar dirigiéndose a mi compañero le preguntó con curiosidad pero sin sorpresa:
            - Xe redeu! això que portes en la buxaca és un perico? Xe quina gràcia!
            Luego me explico Aristóteles que allí, en aquella tierra los hombres hablaban una lengua un poco diferente, el valenciano. Que decían con frecuencia aquello de “che” como una especie de muletilla para todo. Entre los pájaros también había formas diferentes de comunicarnos, las palomas, golondrinas, gorriones, periquitos, aunque podíamos entendernos emitíamos sonidos diferentes. No me parecía tan extraño que lo mismo ocurriera entre los hombre. Pero lo que más me llamó la atención era la naturalidad con la que aquel hombre se había referido a nosotros. Apenas si asomábamos la cabecita en la luz del bolsillo, al menos yo, para escuchar lo que decían.
            -Haced el favor de esconderos. Ya has visto que la curiosidad mató al gato. No hemos tardado ni un minuto en que te descubran. Ya te diré yo cuando puedes asomarte.

            Cuando le dije a Quico, que uno de los hombres me había descubierto, se metió más abajo si cabía del forro de aquella chaqueta.
.........Continuará