Capítulo 9
“No
está tan lejos el infinito, ni se tarda una eternidad.
Se
alcanza en apenas un sueño”
El
día siguiente amaneció como de costumbre, el sol salió por Levante, sus rayos
que aparecieron tímidamente pronto se hicieron potentes y cegaban a quien osara
mirarlos. Era una mañana de verano como lo habían sido las de los días
anteriores. Pero por un momento hubiera pensado que se había producido algún
cambio profundo en la estación, que el tiempo había virado ciento ochenta
grados, que nos habíamos trasladado a otra dimensión del tiempo. Sin embargo
todo seguía igual, pero diferente, la calle mostraba la misma gente pero la
veía de otra manera.
Miramos
el mundo con los ojos del alma. Ya dije que la vista era sólo una mala
consejera, en realidad los ojos sólo sirven para ver. Sin embargo miramos con
otros ojos, profundos, invisibles, quizá ocultos en el fondo del cerebro.
Porque los objetos, las personas, los hechos nos parecen distintos dependiendo
de la forma de mirarlos.
Yo
entonces había despertado a un mundo de esperanza dónde cualquier cosa podía
ser posible. Abierta la mirada a un Universo positivo, que me sonreía, que me
había rescatado de las tinieblas y como la luz del sol me cegaba. Me sentía
radiante, invencible.
No
sé si estuve la noche en vela o en ese duermevela de los pájaros, pero lo que
es seguro que esa noche fue eterna y dichosa. Deseando que amaneciera pero
viviéndola como una noche de luna de miel, embelesado en la dulzura del
momento.
La
mañana en que de nuevo emprendíamos la aventura de la búsqueda, confiaba tanto en Aristóteles que casi nada me
importaba. Sabía que lo que fuéramos a hacer tendría éxito. Miraba satisfecho a
mis compañeros, ahora uno de ellos de mi condición y el otro elevado a rango de
semidiós en mi personal visión del mundo.
Quico
en la jaula de dónde le costaba salir pese a tener la puerta abierta y el viejo
dormido en el sillón dónde la noche anterior se había sentado rendido por el
esfuerzo. Seguramente tan feliz como yo. ¿Porqué es tan complicada la
naturaleza humana? ¿Porqué un anciano que puede vivir sus últimos años en paz,
emprende la huida hacia ninguna parte junto a un perico?
Es
posible que el único cuerdo en aquella habitación fuera Quico. Sobrepasado por
los acontecimientos, por aquella inverosímil historia, reposaba tranquilo,
agarrado por sus patas a la barra de la jaula. Asido al único bastión que le
quedaba en pie. Sin perder su verdadera condición de pájaro. Era el único que
representaba su verdadero papel en la obra. El único que podía reclamar para sí
la autenticidad de su personaje. Los demás interpretábamos guiones de ficción o
nos metíamos en la piel de otros seres que en realidad nos eran ajenos. Yo allí
esperando que un hombre me llevara a su lado como a un igual, pretendiendo
igualarme a su superior naturaleza. Él descendiendo a los oscuros designios de
un sueño absurdo, intentando recuperar a su mujer a través de la locura de un
pájaro. Ciegos en un proyecto que nos había hermanado, nos había unido en una
simbiosis de intereses que rayaban en lo extravagante, en lo disparatado. Algo
tan irracional que sólo podía ser cierto o fruto de una mente enajenada.
Vi
abrir los ojos a Aristóteles y entonces empezó para mí la mañana. Aquella
mañana de verano que parecía otra cualquiera pero que era la más especial de
mucho tiempo. El despertar a un tiempo nuevo. O quizá sólo el abrir los ojos a
una realidad menos luminosa que la que en mis ojos profundos veía.
-¡Hombre!
Si el pájaro ya está despierto - esas fueron las primeras palabras de mi
compañero que me devolvían al presente.
-Te
recuerdo, no sé si te lo he dicho antes, que los pájaros no dormimos como
vosotros, que parece que habéis abandonado este mundo cuando os entregáis al
sueño.
-No
te creo. Me desperté esta madrugada y estabas ahí quieto, dormido delante de la
ventana.
No
sabía si era cierto o mentía, para mi amigo la mentira, era mentira. Es decir
que en su boca no existía y si lo era, cuando la hacía suya, cobraba carta de
verdad. Decía que ya había dicho tantas mentiras en la vida, que las verdades
eran tan falsas como las invenciones y las mentiras se habían convertido en su
verdad. Que sobrepasado un cupo determinado de falsedades ya no importaba lo
que se dijera porque la realidad no podía adivinarse.
No
entendía esos obtusos razonamientos porque en mi calidad de ave, las paradojas
me resultan ininteligibles. Pero trascribo lo que él decía. Había hablado
muchas veces con él acerca de lo real.
¿Qué
es la realidad? Podemos decir que la realidad es lo que existe, pero
encontramos siempre el mismo dilema. ¿Cómo podemos estar seguros de que lo que
percibimos existe y lo que no está al alcance de nuestros sentidos es irreal?
Él y yo vivimos en el mismo mundo, incluso diría que vivimos en la misma
porción del mundo, sin embargo ambos veíamos y sentimos realidades diferentes.
¿Cuál de las dos versiones es cierta? A los hombres les gusta responderse a
estas dudas, plantearse incógnitas. La Filosofía, la posibilidad de ahondar en
el saber les resulta casi una necesidad. Mi amigo quiso en un tiempo enseñarme
Filosofía, quiso que entendiera el reto de comprender el pensamiento humano.
Decía que necesitaba la visión de un pájaro para ver con otros ojos el mundo,
para conocer al hombre. Hablaba de ello como si él mismo abandonase su propia
condición de hombre y adoptara el papel de biólogo estudiando una especie
nueva.
Con
Aristóteles nada era como se esperaba, jugaba conmigo a la confusión, me
convencía de una cosa y de la contraria. Argumentaba con entusiasmo en favor de
una idea y defendía a continuación la opuesta. Al principio pensé que era un
juego, pero acabé convencido de que lo hacía por verdadero interés en aprender.
Me
decía que para saber era necesario desprenderse de todo conocimiento.
Cuestionar lo establecido, desnudarse de los ropajes de lo aprendido. Descender
a la pureza de mirar sin apriorismos. Él se consideraba un cínico, como
Diógenes, el hombre que buscaba al Hombre. Desde su barril, con su linterna
intentando encontrar un hombre entre los humanos. Ese absurdo aparente, esa
contradicción, era su argumentario básico. La Filosofía se había pervertido,
trataba de encontrar al Hombre fuera del hombre. Los grandes pensadores, los
creadores de escuelas, los próceres del saber basaban su visión del mundo en lo
irreal. El mundo de las ideas, el pensamiento creativo, el bien y el mal. Todo conocimiento
filosófico se basaba en la búsqueda de lo que reside en las profundidades de la
mente. Para dar sentido al mundo, necesitaban que el hombre, sus ideas, fueran
más allá de la única realidad evidente, su cuerpo. La naturaleza humana no es
más que biología, tan básica como la de los perros, como la de los gusanos.
Pero para justificar la superioridad de la condición de humanos buscaban el
pretexto de trasmutar esa naturaleza en una mezcla de corporeidad y espíritu.
En realidad nadie había dado fe de la existencia del espíritu, del ánima
creadora. Ese era un concepto tan hipotético como todos los que crecían a su
alrededor, incluido el propio Dios. ¿Porqué teníamos la necesidad de inventar
lo que no podíamos comprobar? ¿Porqué aferrarnos a esos mitos y abandonar la
única evidencia cierta, el propio hombre? Los humanos emprenden cruzadas
heroicas, empresas titánicas para penetrar las profundidades del pensamiento y
dejan morir a sus congéneres de hambre. Establecen complejas sociedades que se
basan en conceptos como la democracia y la moral, pero explotan a sus
semejantes. Inventan religiones que hablan de amor, de fraternidad, pero vejan
a sus hermanos, los humillan viviendo en la miseria.
No
es necesaria la Filosofía, no son necesarios los mundos ideales creados por los
líderes y los sabios. Si diéramos valor a la vida como acontecimiento
biológico, sería suficiente. Sólo los Cínicos y los Epicúreos sitúan al Hombre
por encima de su ánima. Eso me decía Aristóteles. Él ya no creía en la bondad,
en la mentira, en el amor, su única máxima era no hacer daño. Se burlaba de
todo porque con el sarcasmo, con la burla, podía seguir despierto ante el dulce
encantamiento de la adulación. Prefería ser un bufón que un farsante.
Yo
podía dar fe de esa contradictoria personalidad. A pesar de que la vida ya lo
había vencido, de que no albergaba esperanzas en un futuro prometedor, no se
había entregado al egoísmo, a la autosatisfacción, seguía siendo un hombre
bueno por encima de todas las cosas. Debajo de la crítica feroz, de la ironía
más cruel no había nunca maldad ni intención de dañar.
-Bueno
amigos, es hora de hablar del viaje. Por cierto ¿Cómo nos entenderemos con tu
amigo, vas a hacer de traductor simultáneo? Va a parecer esto una Torre de
Babel o una jaula de grillos con vosotros dos hablando.
-Yo
trataré de explicarle a Quico lo que digas.
-Saldremos
de viaje pasado mañana, tengo que solucionar primero cuestiones de orden
monetario y personal, como avisar en la tienda que voy a estar ausente.
-Vas
a decirles que nos vamos a Valencia para buscar a Quica.
-¡Tu
estas chalado! Piensas que puedo decirle eso a mi hijo y que no pida mi
incapacidad mental en el juzgado. Voy a contarles una mentira como una casa,
cuando más grande más creíble.
-En
eso eres ya un especialista.
-Gracias
a mis mentiras estáis juntitos y una más nos permitirá irnos sin levantar más
sospechas de las necesarias.
-Gri,..
Gri...Priii – intentó intervenir Quico
-Ya
tenemos al otro pájaro en escena. A ver que quiere- interrumpió Aristóteles.
-Me
pregunta que está pasando.
Le
explique a Quico lo que hablábamos y le dije que no se preocupara que ya le
iría contando todo cuando estuviéramos solos, pero era mejor que no
interviniera si no era necesario.
-Pues
dile que nos hemos vuelto locos a la vez y que nos iremos de viaje de novios
los tres.
-¿Vamos
a ir en tren?
-No
tengo ganas de cargar con una jaula con dos pericos por las estaciones y la
ciudad. Iremos en coche.
-¿Con
quién vamos a ir, quién conducirá?
-¿Cómo
que con quién? Vamos los tres, conduzco yo, a no ser que vosotros tengáis
carnet. Tengo un coche que hace tiempo que no uso y me gustaría airearlo.
-¿Estás
seguro de que es una buena idea?
-No,
estaba esperando que tu me dieras otra mejor.
-Pues
no se hable más, iremos en coche – dije con fingida ilusión.
-Ya
he trazado el itinerario, es fácil llegar a Valencia desde aquí, es todo
autovía y sólo me resta buscar un lugar para quedarnos en la ciudad mientras
raptamos a tu prometida.
La
idea del rapto me parecía muy sugerente. También del rapto me había hablado
Aristóteles. Una ingente cantidad de criaturas que ni podían imaginar formaban
parte del elenco de personajes que habían sido objeto de rapto en la mitología
clásica. Dioses del Olimpo, sátiros, ninfas, héroes, mancebos y mujeres de una
belleza magnética habían sido tomados por la fuerza, por el engaño. Me había
mostrado imágenes de pinturas y esculturas, el rapto de Helena, el rapto de
Europa, el de las Sabinas. Todos ellos con una fuerza escénica que sobrepasaba
la propia acción. La pasión, la violencia, la fuerza, el erotismo. De esta
manera quise enfocar la aventura que emprendíamos. Si bien carecía de héroes
fantásticos, no estaba falta de una historia menos imaginativa. El viaje, la
gran búsqueda de un perico en el mundo de los hombres. Orfeo buscando a
Eurídice, atravesando el inframundo, cantando para emocionar a Hades y
Perséfone. Esa sería ahora mi historia, no un cuento vulgar de un viejo y un
perico, sino la gran odisea de un caballero en busca de su amada.
-Parece
que te has caído del guindo. No te habrá afectado lo del viaje.
Estas
palabras me devolvían al mundo real, a nuestro mundo. Aristóteles sabía cómo
hacerme volver de mis fábulas, de mis sueños. Me despertaba con un cubo de agua
en la cara. Pero siempre lo hacía con la sonrisa de un granuja simpático.
-No.
Estaba sólo ensimismado con la idea de la próxima partida. Pero quiero que
sepas que no estoy nervioso. Confío totalmente en ti.
-Me
consolarían tus palabras, si no fuera porque vienen de boca (de pico mejor) de
un pájaro loco y necesitado.
-Sabes
que soy sincero cuando digo que confío en ti.
-Fíate
de ti mismo y a lo sumo de tu madre, el resto no son de fiar.
-¿Cuando
dices que hablarás con tu hijo? -Dije para cambiar el tono de la conversación
que sabía que no tomaba buen camino.
-Mañana
iré a la tienda.
-¿Sabes
ya lo que le vas a contar?
-Por
supuesto. Tengo un amigo de la mili en Valencia que se está muriendo y ha
conseguido contactar conmigo por teléfono. Soy la única familia que le queda y
me ha pedido que le acompañe en estas sus últimas horas.
-¿Cómo
puedes bromear con la muerte de esa manera? ¿Acaso no le temes?
-No.
La espero desde hace tiempo. Ya me ha hecho alguna visita. He quedado con ella
que nos veríamos después de arreglar lo tuyo.
-No
imagino tu conversación con la vieja de la guadaña.
-Pues
no creas, ha sido muy amable y comprensiva.
-Gri,
cri … Brii..
-Ahora
sí que estamos todos.
-¿Qué
vas a hacer esta mañana?
-Llevaré
el coche al taller para que lo revisen. Tengo un amigo mecánico. Después iré al
Banco, allí también tengo un amigo, que me dará un dinero para sufragar la
empresa. Me vas a costar un dineral.
-Tu
hijo sin duda te creerá. Tu vida está llena de amigos. Quién lo diría...- dije
con sorna al estilo de mi buen maestro.
-Si
tengo pocos amigos es porque los muertos no cuentan. Pero pese al carácter que
tengo, he cosechado más amor que odio.
-Estoy
seguro de ello y puedes contarme entre uno de ellos.
-Tu
serás mi deudor. A ti te tengo preparada una misión especial.
-¿Qué
tengo que hacer?
-Lo
sabrás a su debido momento.
Con
esas crípticas palabras nos dejó y salió de la casa.
-Cri..
Gri. Pii..
-Vamos
Quico, volaremos por la ciudad. Te voy a enseñar los lugares que he conocido y
te contaré sus historias.
Los
dos días que quedaban hasta nuestra partida le mostré a Quico todos los
rincones de Huesca que habían significado algo en mi historia. Iniciamos
nuestro primer vuelo juntos desde la ventana de casa, como lo hiciera yo la
primera vez. Aquel primer lanzamiento al vacío lleno de incertidumbre recién
recobrada la libertad, fue entonces un punto de no retorno a los
acontecimientos que luego habían sucedido. Ahora mi amigo miraba la ciudad con
desconfianza, con el miedo de estrenar una libertad que tampoco él había
pedido. Para los dos era ahora más fácil, estábamos juntos y compartíamos un
proyecto.
Visitamos
la Catedral, San Pedro el Viejo, la ventana donde una noche me perdí en la
Posada de la Luna. Le mostré a Salomé y
le conté su historia. Quico no parecía entender el significado, pero aceptaba
con resignación mis largos monólogos, como lo hace un amigo con un alma que
necesita desahogarse. Otra vez los mundos paralelos, las realidades cambiantes.
Para él la historia de Salomé rozaba el absurdo, una mujer enamorando a un rey
y exigiéndole en pago la cabeza de otro hombre. No podía reprocharle que no
compartiera mis emociones. La emoción que despiertan los lugares, los hechos,
como la que despiertan los olores, es tan intransferible que tratar de explicarla
es vano.
Tras
la segunda tarde en que llegábamos agotados de volar, encontramos a nuestro
anfitrión sentado con los brazos caídos, como renunciando a cualquier esfuerzo
suplementario. Cada vez me sorprendía menos ver en Aristóteles el cansancio
ganándole la partida. Era viejo, ¿Qué podía esperarse? Sin embargo cada vez que
lo veía así no podía evitar que el corazón me diera un vuelco, que latiera
desacompasadamente durante un segundo. Porque necesitaba de sus fuerzas y de
sus recursos para cumplir nuestro objetivo. Sin embargo cuando entrábamos por
la ventana y se apercibía de nuestra presencia recuperaba parte de su ánimo.
Sacaba fuerzas de flaqueza. Y yo lo agradecía porque no quería imaginar otro
revés de la fortuna.
-¿Ya
vienen los tortolitos de su paseo?
-Hemos
estado recorriendo por última vez las calles. Le he enseñado a Quico los
lugares que visité en estos meses.
-Mañana
salimos temprano, necesito viajar de día.
Al
amanecer estaba Aristóteles dispuesto, con dos bolsos de ropa y comida, que
había estado preparando durante toda la tarde. Lo hacía en un estado de
concentración tal, que no quise si quiera preguntarle, sabía que no le gustaba
ser interrumpido. Bajó primeros las bolsas y volvió finalmente a por nosotros,
que nos metimos dentro de la jaula como si hubiera existido una orden mental
para hacerlo. Cuando llegamos al coche aparcado frente a la puerta, estaba todo
a punto. Iniciamos el viaje por la Calle del desengaño y cuando llevábamos ya
un rato circulando en aquel vehículo, salí de la jaula para mirar desde el
respaldo del asiento a través de la ventanilla. Para mí era un recorrido desconocido, una sucesión de calles
y rotondas que nos llevaban poco a poco hasta la gran carretera que nos alejaba
de la ciudad. Circulábamos por una gran senda de asfalto. Aquella autovía, como
mi amigo la había llamado, era un camino común donde muchos otros vehículos se
movían a la vez. Algún claxon sonaba a nuestra espalda haciéndose
momentáneamente más agudo, para pasar a nuestro lado y volver a apagarse su
tono conforme cobraba distancia. Coches, camiones, motos con su vibrante
sonido. Las motos siempre me habían recordado al sonido de algunos loros, o al
rugido de una fiera que huyera de nosotros.
Mirar
por la ventana resultaba hipnótico. Se sucedían primero las casas, luego las
carreteras dibujadas entre algunos espacios verdes. Luego el paisaje se
convirtió en una sucesión de campos, salpicados de casas o fábricas. A veces
con animales que pastaban sus campos, otras huérfanos de seres que hollasen su
tierra. Se me cerraban los ojos viendo pasar aquel sinfín de recortadas
siluetas que de pronto cobraban forma para al momento perderse de nuevo
sustituidas por otras nuevas. ¡Que grande es el mundo! Este es apenas un
minúsculo grano de arena de la inmensidad del planeta. Sólo las golondrinas o
las palomas en su migración, son capaces de apreciarlo. Yo me sentía como un
ignorante sobrepasado por la grandiosidad de aquel milagro. Miraba por la
ventana absorto en nada. Ni las bocinas, que de tanto en tanto pitaban con ese
sonido bitonal al pasar por nuestra izquierda me sacaban del mutismo. Hasta que
después de un tiempo indeterminado de viaje me despertó Aristóteles.
-¡Ostias!¡Los
picoletos!
No
sabía que ocurría, algo estaba pasando en aquel monótono sueño de pastos
escasos y tierras yermas. La velocidad del coche aminoró y percibí entonces un
sonido nuevo, como un quejido, un lamento estridente, acompañada de una luz
azul que iba y venía. Un coche nos adelantaba y su ocupante hacía señas a mi
compañero para detenerse.
-¡Métete
en la jaula! Es la Guardia Civil y si te ve suelto por el coche se nos puede
caer el pelo. Estos no se andan con chiquitas, son capaces de emplumarnos a
todos.
No
sabia que significaba aquello de las plumas para todos, pero realmente parecía
que nos enfrentábamos a un peligro real, los picoletos. Serían una especie de
hombres perversos que vigilaban los caminos y exigían el peaje a sus
caminantes. Imaginaba que de ese coche situado delante de nosotros vería
descender unos gigantes malcarados, que sólo con verlos nos haría dejar escapar
aquello que desde nuestro intestino ya pugnaba por salir. El miedo, el
sentimiento que precede a lo que pensamos que va a causarnos daño, es a veces
más terrible que la propia realidad.
Cuando
vi salir aquellos dos hombres de verde, no parecían gigantes, no eran tampoco
seres extraterrestres (como los hombrecitos verdes de las películas). Impresionaba
la marcialidad de su vestimenta y su porte, con unos extraños objetos
negros y picudos sobre sus cabezas. Uno de ellos portaba en el rostro un
hermoso bigote que infringía en su cara una línea divisoria, la frontera
natural entre dos territorios. El superior donde asomaban unos ojos despiertos
atrapados entre la ancha nariz y las pobladas cejas. Por debajo al socaire de
aquella magnífica mata de pelo quedaba la boca y el mentón. La seriedad del
semblante contrastaba con la expresión más templada que tomó tras ver a
Aristóteles bajando los cristales de la ventanilla haciendo girar la manivela.
El
que habló fue el otro picoleto más joven. Un chaval apenas de veinticinco años
pero con un rostro aniñado al que el extraño sombrero daba un aire de cómico.
Vino hasta la ventanilla del coche y tras llevarse la mano al rostro, en un
saludo marcial y automático, que seguramente realizaba como si se tratara de un
tic, nos dirigió la palabra. Su voz desentonaba con la expresión de su rostro,
educada y formal era potente y pedregosa, pero no tenía la intención de
intimidar. Se diría que era una especie de reproche formal, como de un padre a
un hijo desobediente. Aunque en la presente situación los papeles parecían
invertidos.
-No
se da cuenta de que está circulando muy despacio. ¿Tiene algún problema en el
vehículo? ¿Podemos ayudarle a encontrar un taller en Daroca?
-Lo
siento agente. Es que el coche y yo somos ya un poco viejos. Trataba de no
correr para no causar problemas. Vengo desde Huesca y es posible que esté un
poco cansado. Pararemos en Daroca para tomar un café.
-¿Pararemos?
Si va usted sólo.
-En
realidad viajo con mis periquitos. Son mis mascotas. Vamos a ver a un amigo a
Valencia que se está muriendo.
-Vaya,
lo siento mucho. - dijo el chico, con una expresión de perplejidad al ver tomar
cuerpo de acompañante los dos periquitos
que estaban dentro de la jaula.
Saludó
de nuevo y se dirigió a su compañero que ya mostraba bajo su mostacho una
sonrisa burlona. Se dirían algo así como: “ El viejo está chalado, pero es
inofensivo, va de viaje a Valencia con sus dos pericos” “ Sí, ya me he dado
cuenta, por eso no soltaba el arma, por si había peligro” diría burlándose de
el otro.
Subieron
a su coche y nos facilitaron la salida. Durante un rato estuvo Aristóteles
callado. Yo no me atrevía a intervenir, porque percibía una cierta tensión en
su expresión. Cuando tomó la salida de la autovía, relajó un poco su mirada y
le dije:
-No
parecen tan terribles los picoletos.
-Tu
que sabrás. Tienen aire de inocentes pero a mala leche no les gana nadie.
-Habremos
topado con los mejores, porque se han ofrecido incluso a ayudarte a buscar un
taller.
-A
la Benemérita no la acompaño yo ni a misa.
No
quise insistir más en el tema, porque estaba claro que existía una clara
aversión a la Benemérita como él decía. En cualquier caso, a mí personalmente,
me habían causado una grata impresión.
Cuando
alcanzamos las primeras casas de Daroca pude ver que aquella no era una
población cualquiera. Un formidable castillo y sus murallas y una calle
principal que se abría ante nosotros. Me apetecía conocerla. Aunque esta vez
mis apetencias no iban a ser tenidas en cuenta.
-Voy
a tomarme un café. Vuelvo enseguida. Vosotros os quedaréis aquí. No puedo ir
paseando por el pueblo con la jaula. Quiero estirar las piernas y despejarme.
Allí
nos quedamos Quico y yo contemplando la imponente figura de las murallas de
aquella magnífica ciudad. Yo trataba de explicarle a mi amigo que era aquello
que veíamos, le contaba lo que sabía de los castillos. Me di cuenta entonces de
la gran distancia que nos separaba a pesar de haber compartido una gran parte
de nuestra vida. Yo había aprendido a mirar el mundo de los hombres con la
mirada de quien quiere aprender, de alguien que desea entrar en aquel mundo
nuevo. A Quico le era indiferente, los hombres seguían siendo para él, extraños
fuera de su interés. Tras mi larga perorata acerca de las fortificaciones
humanas, me preguntó:
-¿Falta
mucho para llegar?
Y
eso me hizo entender que ese no iba a ser un tema de conversación posible entre
los dos. Hablamos eso sí, de cómo buscaríamos a Quica al llegar a Valencia. Mi
amigo me preguntaba como si yo fuera un sabio que conociera todas las
respuestas.
No
tardó mucho en llegar nuestro conductor, que vino a rescatarme de una
conversación que me cansaba. Era un mañana que empezaba a ser calurosa y como
había dejado el coche al sol y con las ventanillas cerradas, empezaba a
sentirse el sofoco dentro de aquel invento rodante de lata. Nos sacó del coche
para ponernos un rato a la sombra y dejó la jaula en el suelo. Desde allí se
podía ver la antigualla en la que estábamos viajando. Su aspecto se parecía
mucho al dueño. Las abolladuras y desconchados no eran los detalles que mejor
mostraban su antigüedad. Era sobre todo ese diseño de caparazón de tortuga.
Como media nuez sobre ruedas cuyos únicos adornos eran las molduras de los
faros. Unos ojos redondos que sobresalían de su frente, en cuyo fondo se
adivinaba una bombilla. Se parecía a los ojos de algunos hombres que llevan
lentes de aumento y que se ven empequeñecidos en el fondo del vidrio.
Estuvimos
poco tiempo allí hasta que iniciamos de nuevo el viaje. Aristóteles sí miraba
las murallas, yo intuía lo que ahora pasaba por su mente. Me veía extrañamente
más cercano a él que a mi congénere. Los tres guardábamos silencio, cuando el
coche reemprendió la marcha. De nuevo veía como tres mundos distintos convivían
en un mismo espacio. Tres destinos unidos por el albur de los dioses. Tres
realidades que contraponían sus similitudes y su diferencias. Aristóteles y yo
compartiendo un mundo más cercano al humano que al de mi propia especie, sin
embargo con naturalezas tan distintas que parecía un quimera su comparación.
Quico y yo que pertenecíamos al mismo género animal, pero distantes como los
polos de la Tierra. Yo en medio de aquel trío, como elemento de unión de una mezcla no miscible. Una solución
inestable cuyo precipitado era la pura necesidad. Cada cual la suya propia. Los
tres embarcados en una empresa con intereses divergentes, reunidos en el
interior de aquel seiscientos, como lo llamaba nuestro conductor.
Volvimos
a la carretera, iniciamos el tránsito por caminos de asfalto, rodeados de
coches que nos sobrepasaban. Algún claxon de tanto en tanto. Las cunetas que
corrían en dirección contraria a la nuestra nos mostraban tierras yermas,
casas, fábricas, ganado. Pero ninguno miraba nada. Teníamos los ojos mirando al
interior. Nuestras mentes enfocaban otros objetivos que no eran el paisaje, ni
el entorno. Aristóteles y Quico viajaban por caminos diferentes. Yo trataba de
meterme en sus paisajes, hubiera dado parte de mi vida por saber que pensaban
en aquel momento.
Recorrimos
aquellos caminos, Aristóteles salía a veces de su encantamiento para pronunciar el nombre de algunas ciudades por
las que pasábamos, nombres que me sugerían lugares magníficos, añadía en
ocasiones algunos datos de aquel pueblos que parecían atributos de la propia
ciudad. Hablaba de sus vinos, de sus jamones, del arte mudéjar como si dos
pericos pudieran valorar todo aquello que relataba. Cariñena, Calamocha,
Teruel.. Dejábamos su tierra Aragón para entrar en la Comunidad Valenciana.
Como
en la ocasión anterior, se desvió de la carretera para buscar un nuevo
descanso. Pensaba yo que necesitaba tomar otro café, pero al entrar al pueblo
se dirigió a una gasolinera. Me dijo: “el coche necesita alimento y yo vaciar
mi vejiga y estirar las piernas” imaginaba a aquel viejo coche hambriento por
la carrera soportada, como un caballo que llevara la carreta y ahora recibía su
ración de pienso y agua. Aunque por la rapidez en que se dirigió al baño,
intuyo que tenía él más necesidad que el auto.
-Los
viejos tenemos que mear con frecuencia. La próstata no perdona. El café que me
tomé en Daroca, estaba reclamando salir. Además el motor del seiscientos se
calienta y hay que añadirle agua al radiador de tanto en tanto.
Aunque
no comprendí todos los matices, pude entender que los viejos tienen un defecto
llamado próstata que les obliga eliminar líquidos. Quizá por eso estaban
arrugados como pasas, sería por la deshidratación. Puede ver también como al
coche le abrían el capó delantero que parecía una boca de par en par y el
portón trasero donde estaba el motor, era como levantar la cola de un pájaro.
Por aquellos enigmáticos portales probablemente le alimentarían y le darían el
agua necesaria.
No
parecía aquella ciudad tan importante como las que había nombrado, pero cuando
subimos de nuevo al seiscientos, ya más aliviado de sus necesidades, me
describió una ciudad que maravillaba. Como Huesca poseía catedral, algo inusual
para una ciudad pequeña. Había tenido un castillo, un acueducto que había
llevado el agua hasta la alcazaba árabe y una historia de la que destacaba a
María de Luna. Aragonesa como él, casada con el rey de Aragón Martín el Humano.
Una mujer noble, elegante y austera, amante de la música y la lectura,
adelantada a su tiempo. Una mujer que pese a su alcurnia, casada con el rey y
de la misma familia que el Papa, era una mujer cercana al pueblo, que siempre
intento ayudar a los desfavorecidos, les eximió de impuestos y defendió tanto a
payeses cristianos como a moros y judíos de las aljamas de Calatayud y Daroca.
Por la forma en que a ella se refería parecía que veneraba su persona. No sé si
por su origen aragonés o por sus seguramente notables virtudes como mujer.
Pero
lo que más me sorprendió de aquella ciudad es la fiesta que nos contaba que
cada año reunía a los segorbinos. Una manada de toros bravos era conducida por
diez jinetes entre una multitud de personas que iban abriéndose al paso de los
caballos y los toros. No dudo que aquello debía de ser un espectáculo
emocionante, pero desde mi visión de pájaro esas no eran emociones para mi. Yo
sólo había visto en la televisión corridas de toros. Un hombre se enfrentaba a
un toro bravo en una plaza, alrededor de la cual las gradas se llenaban de
gente que aplaudía y silbaba los pases del torero. Nunca entendí aquella pasión
por un espectáculo en que el toro sufría y bramaba tras las puyas o banderillas
que le clavaban. Era cruel bajo mi visión animal, no dudo que la estética o el
arte no puedan llevar aparejada la sangre o la muerte, pero veía un sacrificio
inútil el de aquel toro. Aristóteles me decía que había estado en Segorbe en su
juventud y que vivir los toros desde la calle, sin barreras, dejando pasar los
caballos y los toros a escasos metros como en una avalancha que se viene sobre
la multitud, vaciaba los depósitos de la adrenalina y daba paz. Imaginé una
carrera de gatos pasando veloces ante una pajarera abierta de periquitos y la
emoción me descargaba los intestinos más que la adrenalina, que no sé si
existía también en las aves. Mundos distintos, ya lo dije. Pero ahora que
Aristóteles hablaba con emoción, volvía a sentir que nos habíamos recuperado de
la tristeza que el viaje había dejado en nuestros ánimos. Parece que el aire de
las tierras de Valencia, el verde que flanqueaba la carretera apretada de
campos de naranjos, el perfume de sus flores blancas, había empezado a penetrar
por las ventanillas de aquel seiscientos que iba ha transportarnos a nuestro
destino.
Si
los campos de naranjos que se sucedían sin fin en el camino a Valencia me
impresionaron, que os puedo contar de el efecto que en mi causó el mar. Nunca
había visto mas que en imágenes aquella maravilla. Ese espacio inmenso que se
perdía en el horizonte. Azul, infinito, inabarcable ni siquiera para un pájaro
como yo. Quizá mis amigas las golondrinas podían ver en aquel manto azul un
territorio que únicamente había que atravesar, pero a mí me produjo la
sensación de ser pequeño, ínfimo. Viajar con la vista puesta en el mar que
aparecía y desaparecía por la ventanilla de nuestro coche, producía en mi ánimo
un estado de embriaguez. Quico que hasta ahora había permanecido al margen,
impasible a lo que pasaba junto a nosotros también quedó con su mirada atrapada
en los azules que se unían en el fondo del paisaje, cielo y mar. Azules en
movimiento. Un mar que movía sus olas como lenguas que llegan a la orilla y se
deshacen en espuma, un cielo que movía sus nubes como espuma disuelta en un
azul oscuro y brillante. Una luz casi cegadora los iluminaba ambos. No existía
otro lugar donde dirigir la mirada. El mar era el centro y todo lo demás una
orla que lo envolvía. Cada vez que la carretera cambiaba la dirección y por un
momento desaparecía, se rompía el encanto para recobrarlo agrandado en el instante
después al resurgir de nuevo. No supe cuanto tiempo pasé mirando por la
ventanilla, hasta que en una de aquellas momentáneas desapariciones el mar ya
no volvió y aparecieron las casas, la entrada a la ciudad que esperábamos nos
devolviera a Quica, nos recompusiera de nuevo.
Los
semáforos, el tráfico, las avenidas nos daban una extraña bienvenida. Un cálido
abrazo que exhalaba un aliento cargado de humos, un aire caliente salía de los
pulmones de aquella ciudad y nos sofocaba dentro del seiscientos. La brisa del
mar que nos había refrescado momentos antes, se volvía humedad, nos mojaba como
si hubiéramos soportado el agua de un chaparrón de verano. Pero nos sentíamos
bien. La emoción que despiertan las novedades junto con el miedo que producen
esas nuevas experiencias, nos mantenían alegres. Aristóteles hablaba, nos había
estado contando los planes, que no había podido escuchar por estar atendiendo
al soliloquio de mi pensamiento. Ahora de vuelta al mundo de los mortales
escuchaba como me reprendía.
-Lo
mismo me da viajar contigo que con un pájaro bobo. Estás en la inopia, espero
que espabiles.
-Lo
siento, estaba pensando en el mar.
-¡Vaya,
que romántico! El enamorado nos va salir poeta. Valencia, la ciudad de las
flores, su amada, el mar... Te estaba diciendo que tengo una pensión cerca del
estadio de fútbol. No quería cogerla en el centro porque no sé llegar. Desde
aquí en autobús podremos movernos al centro. Primero inspeccionaremos el área y
luego ya pensaremos la forma de atacar el problema.
-Bueno
en realidad, no parece que haya problema. Decías que tienes una carta de sus
padres, contándole la historia.
-No
sé si el hijo va a ser tan panoli como los padres. Tenemos que estar preparados
para todo.
No
sabía que quería decir con “para todo”, ¿Pensaba en un asalto al piso para
rescatar a Quica? Yo creía que aquello sería un paseo.
Pronto
llegamos a la pensión en la calle Aragón. No podía esperar otra con mi
compañero, mañico hasta los cimientos, como el decía. No fue difícil
aparcar muestro coche, en una calle lateral. No había peligro de que lo
robasen, desde luego. Bajó primero las bolsas, después la jaula con nosotros
dentro y cerró el seiscientos. No describiré la pensión, ni su habitación, ni
al conserje, ni las escaleras, ni la suciedad, ni el nulo paisaje que se
dominaba desde la ventana. Pasaré de puntillas (de patitas en mi caso) por la
atención, las miradas y las preguntas, pero no obviaré el comentario sobre
nosotros que el propietario nos dispensó, con ello se puede intuir el resto.
-No
se permiten el acceso de animales salvajes a la pensión -dijo.
-No
son salvajes, son dos periquitos domésticos.
-Los
loros son animales salvajes. Los perros también son domésticos y tampoco se
admiten.
-No
pueden salir de la jaula y no pueden ensuciar nada. No pueden molestar a nadie
y son un regalo que traigo para un amigo.
-No
quiero ver plumas por la habitación y cuanto antes de deshaga de esos bichos
mejor.
-Descuide,
los dejaré en el baño, dentro de la jaula. Pronto los entregaré.
Si
en ese momento la puerta de la jaula hubiese estado abierta, es posible que la
rabia me hubiera sacado afuera y hubiera picado a aquel energúmeno en la
frente. Miré a Aristóteles y vi como me cucaba el ojo. Yo había aprendido que
aquella era una señal común de complicidad entre los hombres. El gesto además
de relajarme, me agradó porque significaba un trato casi de igual a igual.
Estuve callado y sólo hablé para decirle a Quico que no alborotase que si no
nos echarían a los gatos. Me estaba volviendo como el viejo, un mentiroso
inclemente. Quico puso los ojos en blanco y cerró el pico, como si los gatos
estuvieran a punto de entrar en la habitación.
Al
llegar a la suite que nos tenían preparada, Aristóteles sacó la comida
de su bolsa y comió. Estaba cansado y se sentó en la cama que se hundió con su
peso y dejó escapar un sordo quejido que parecía anunciar la muerte de sus
muelles .
-Hace
mucho calor, descansaremos un poco y después iremos a ver Valencia. Buscaremos
la calle Perdiz. Tenemos que hacer un primer sondeo de la zona.
Tras
acabar de comer y sacudirse las migas, esparciéndolas por la colcha que cubría
la cama, se dejo caer en ella. Estaba cansado. Lo veía cada día más agotado,
pero no podía hacer nada. Lo necesitaba más que nunca y aunque fuera un pensamiento
egoísta deseada que aguantara, al menos hasta que concluyésemos nuestra
aventura, por llamarla de alguna manera. El egoísmo es una cualidad intrínseca
a la propia vida. Todo ser vivo consciente de su existencia se comporta como
individuo, es decir alguien diferente a los demás y por ende un bien a ser
protegido, aunque sea a costa de los otros. En mi especie son raros los
comportamientos malvados. El mal gratuito que sólo he visto en los hombres, la
envidia insana, el deseo del mal ajeno, la venganza, todos ellos son
sentimientos extraños a mis congéneres. Pero la necesidad de vivir, de existir,
de triunfar frente a otros, forma parte de la competencia entre individuos. Ese
pensamiento tan propio de los humanos: “pienso, luego existo” es real pero no
sólo aplicable a los hombres como parece que la frase trae implícito. Todo
animal piensa (menos los gusanos que comemos a veces). Cuando digo piensa, no
me refiero a que elabore teorías metafísicas, profundas elucubraciones
filosóficas de las que disfrutan los humanos. Pensar es un proceso mental en
que integramos la información del medio y respondemos a ella. A veces con actos
mecánicos y otras con procesos más complejos. Si sólo se considerase la
existencia de aquellos que cobran conciencia de su propio yo a través de su
interacción con los demás. Si la conducta de los humanos fuera regida por un
código moral dónde la percepción del ser que es otro, equivaliera a la propia
conciencia de individuos, no se entendería algunos de sus actos. Si pensar
fuera la capacidad que va mas allá de ser, de vivir, si requiriese más
atributos, entonces muchos de los hombres no serían más que muertos. Ser
egoísta está inscrito en la naturaleza del ser. Yo quería que Aristóteles
estuviera bien porque lo necesitaba, pero ello no se contradecía en que quería
que estuviera bien porque lo quería.
Y
en ese pensamiento viajaba mi mente, cuando se incorporó de repente como un
vampiro desde su ataúd al llegar la oscuridad.
-Vosotros
dos si que vivís como marqueses. Sin preocupaciones ni obligaciones. En la
próxima vida quiero ser pájaro.
Se
refería a nosotros dos, aunque sólo yo podía entenderle, parecía a veces
que ignoraba a propósito el detalle. El
pobre Quico no había abierto el pico en todo el tiempo porque aún pesaba sobre
él la falsa amenaza de los gatos. Me veía en la obligación de responder por
ambos.
-Espero
que así sea y podrás entonces apreciar más mi recuerdo. ¿Qué es lo que más
deseas de mi condición, carecer de manos, depender de un viejo chocho o tu eres
de los que quiere tener alas para volar en libertad?
-Menos
rollo que era una frase hecha y además tú no te puedes quejar. Explícale a tu
amigo que nos vamos a ir de paseo. Si lo dejamos aquí el portero es capaz de
comérselo frito. Me voy a llevar una chaqueta de algodón con dos bolsillos para
llevaros allí, aunque tenga que aguantar el calor y las miradas. No tengo ganas
de llevarme la jaula a todos lados. Iréis en los bolsillos, así que nada de
asomarse y llamar la atención, no tengo ganas de dar explicaciones a nadie.
Quiero que estéis los dos quietecitos y nada de cagadas en el forro de los
bolsillos o el que os freirá seré yo.
Pasé
a explicarle a mi compañero que íbamos a salir metidos en sus bolsillos, que no
tuviera ningún temor, pero que se abstuviera de ensuciarlos si no quería que le
metieran otro palito por el trasero.
Salimos
a la calle de esta guisa. Yo la verdad estaba emocionado, de Quico no podía
decir lo mismo, se refugió en el bolsillo y se negaba si quiera a asomar la
cabecita por el. Aristóteles preguntó a un abuelo que paseaba por allí, la
forma de llegar a la calle Serranos, era más fácil de lo hubiera parecido.
Teníamos que tomar el autobús 79 desde la Avenida de Aragón hasta San Pio V y
desde allí cruzar por el puente de Serranos donde estaban las torres del mismo
nombre, eso nos dijo el hombre que tenía un extraño acento al hablar.
-Xe!
Aiço es molt fàcil! - Había dicho antes de iniciar la explicación. Y al acabar
dirigiéndose a mi compañero le preguntó con curiosidad pero sin sorpresa:
-
Xe redeu! això que portes en la buxaca és un perico? Xe quina gràcia!
Luego
me explico Aristóteles que allí, en aquella tierra los hombres hablaban una
lengua un poco diferente, el valenciano. Que decían con frecuencia aquello de
“che” como una especie de muletilla para todo. Entre los pájaros también había
formas diferentes de comunicarnos, las palomas, golondrinas, gorriones,
periquitos, aunque podíamos entendernos emitíamos sonidos diferentes. No me
parecía tan extraño que lo mismo ocurriera entre los hombre. Pero lo que más me
llamó la atención era la naturalidad con la que aquel hombre se había referido
a nosotros. Apenas si asomábamos la cabecita en la luz del bolsillo, al menos
yo, para escuchar lo que decían.
-Haced
el favor de esconderos. Ya has visto que la curiosidad mató al gato. No hemos
tardado ni un minuto en que te descubran. Ya te diré yo cuando puedes asomarte.
Cuando
le dije a Quico, que uno de los hombres me había descubierto, se metió más
abajo si cabía del forro de aquella chaqueta.
.........Continuará