Capítulo 7
“La vida no enseña, es uno mismo quien
aprende si abre los ojos”
¡¡Despierta!!
¡¡Levanta viejo!! No me dejes aquí sólo.
No
sé si por el grito, por mis plumas que se le metieron por la boca entreabierta
de la que manaba un pequeño río de baba ahora adornado de plumón, o porque el
dios de los pájaros tuvo a bien auxiliarme, Aristóteles despertó. Entreabrió
los ojos y me miró extrañado, aturdido, noqueado, como si no fuera lógico que
yo estuviera allí. Sonrió y se limpió la boca, incorporándose con dificultad en
el sillón.
-Desde
luego no se puede descansar en esta casa. Es como si hubiera vuelto a tener
niños pequeños. Me has dejado la casa que parece un gallinero.
Nunca
me habían sonado tan bien esas palabras de cascarrabias enfadado. Me puse a
revolotear por la habitación como si hubiese perdido el juicio, hasta que me
detuve frente a él.
-Me
has dado un susto de muerte. Nunca mejor dicho.
-Serías
el único que sentiría mi muerte y además por puro interés.
-No
creo que fuera el único, pero seriamos pocos en el entierro. Espabila porque
necesito que me ayudes, tengo información, que no sé si es muy útil. Una
golondrina me dijo esta mañana que ha visto una periquita azul al noroeste de
la catedral, en una finca alta cerca de un edificio grande, con un patio en el
que hay muchos niños y una señal roja en otra casa cercana.
-Desde
luego no se puede pedir más de un pájaro.
-Y
menos de una golondrina. Si al menos hubiera sido una paloma.
-¿Te
consideras mejor acaso? ¿Los periquitos son superiores? Debes saber que las
golondrinas tienen una gran reputación. Y las palomas no son precisamente el
pájaro que más ha contribuido a la luz del mundo. Mira el Espíritu Santo.
-No
pienso discutir ahora esto. ¿Cómo podemos saber dónde está ese edificio que
dice la golondrina?
-El
que piensa como un pájaro eres tú. Has volado hacia allí.
-Si
pero no estoy seguro de que la dirección en que fui era la correcta. Hay varios
edificios grandes y la marca roja de que habla es para mí un misterio.
Entonces
Aristóteles sacó un plano de la ciudad. Yo no podía ver nada allí porque ya os
dije que los signos gráficos no son mi fuerte. Pero él con la paciencia de un
maestro de escuela me señaló donde estábamos, identificó la catedral que venía
dibujada y siguió su dedo hacia el norte-noroeste.
-Hay
tres o cuatro edificios grandes en esa dirección. El museo, el colegio
seminario Santa Cruz, el convento de San Miguel o el Colegio de Salesianos. En
dirección este está la plaza de toros pero tratándose de una golondrina, no
confundiría el oeste con el este, y en la plaza de toros no hay muchos niños
que digamos.
Se
quedó un rato mirando aquel papel lleno de cuadraditos, salpicados de espacios
verdes que yo entendía que podían ser parques o jardines. Aunque él me había
señalado los cuatro edificios diana, yo estaba absolutamente bloqueado, incapaz
de situarme. He oído decir que las mujeres son incapaces de leer bien los
mapas. Quizá el cerebro de los periquitos tenga el mismo problema, aunque ese
razonamiento parecía harto inverosímil y estúpido.
-Ya
creo que sé a dónde se refería tu golondrina.
-¿Cómo
puedes estar tan seguro? Yo no veo nada.
-Tú
eres un perico y yo no.
-Dime
porque lo sabes.
-He
dicho que creo saberlo, aunque a decir verdad estoy bastante seguro. Tengo que
decir por otra parte que a pesar de tus recelos la golondrina es muy
observadora.
-Déjate
de rodeos y dime lo que sabes.
-En
estos cuatro edificios hay patios o jardines que podrían corresponder a lo que
llama patio la golondrina, dos están juntos y aunque haya niños en el museo, el
lugar más probable es el colegio de Salesianos. Y además ya imagino que es la
señal roja que vio tu amiga.
-No
es mi amiga, aunque empiezo a quererla ahora. Sigue.
-Junto
al colegio de Salesianos, está la Cruz Roja y en el edificio habrá con
seguridad una cruz de este color. Como me dijiste que la finca estaba cercana a
ambas, lo más probable es que esté en la calle de María Auxiliadora.
-En
esta ciudad los nombres de las calles están de acuerdo con nuestra búsqueda.
-No
creo. Si no la casa estaría en la Costa Suspiro.
Es
verdad que el humor socarrón y la mala baba que Aristóteles esgrimía con
frecuencia, apenas me molestaban. Yo había adoptado también ese espíritu y
además ahora con la nueva noticia me sentía el más feliz de los pájaros.
Aquellas deducciones sobre el plano me habían situado claramente como un
indocumentado frente a un brillante Sherlock Holmes. Le había faltado decirme:
“elemental querido Watson” Pero ni siquiera ese sentimiento de inferioridad
pudo conmigo.
-¡Vayámonos
ya!
-A
estas horas los viejos estamos en casa a punto para ir a la cama y las ventanas
suelen estar cerradas. Mañana empezaremos la búsqueda por la zona. Tú irás
primero así intentas situar donde se encuentra Quica, yo ya me ocupare de
hablar con los viejos.
Pese
a que no podía discutir la lógica de sus argumentos, el cuerpo me pedía ir al
menos a situarme. Intentaría situar los edificios que habíamos estado viendo e
inspeccionar la zona de nuestro objetivo principal. Salí precipitadamente de la
casa, sin apenar haberle dicho lo que pretendía.
Yo
que ya no era un joven, al que no se le suponían aquellas conductas que
llamamos “impulsos de juventud” me precipité hacia algún lugar situado al norte
-noroeste de la catedral. La calle desengaño ya me era familiar, hasta me había
familiarizado con el cartel taurino de la peña. La plaza de la catedral era
como mi segunda casa. Reconocía perfectamente hasta las farolas en las que de
cuando en cuando me había posado para descansar o aliviar el cuerpo. Incluso
con aquella luz crepuscular percibía todos los detalles conocidos. Desde allí
tenía cerca el museo, yo sabía donde estaba, porque había visitado su patio
intentando ver desde sus cristales los cuadros de Ramón Acín. Un hombre que
parecía un héroe para los oscenses, pero que lo era también para mí porque
había dejado como legado su escultura de las pajaritas en el parque. Las había
visitado con frecuencia porque esas figuras blancas, tan sencillas, tan elementales,
representaban para mí la infancia. La esencia de la inocencia. No sé para los
niños humanos que podía significar, pero yo las adoraba.
Tampoco
me parecía probable que aquel fuera el lugar señalado, así que me dirigí al
oeste, buscando el sol que caía en picado hacia el horizonte. Entonces vi el
edificio que podía corresponder al colegio. Pero a estas horas por supuesto, no
había nadie. Intenté localizar la cruz roja, pero por más que daba vueltas
alrededor no veía ninguna señal roja. ¿Qué esperaba que fuese un luminoso con
una flecha señalándolo? Con la iluminación eléctrica de las farolas, los
colores habían perdido su original, y yo
un pobre perico, no dotado de las artes de otras aves, me encontraba perdido en
una parte de la ciudad que ya no reconocía.
El
norte y el sur, el este y el oeste son para mí conceptos que se relacionan con
el sol. Yo no poseo detectores electromagnéticos, ni conozco el brillo de las
estrellas. Era un navegante patético en la noche. Allí estaba como un mochuelo
abriendo lo ojos para poder distinguir las calles, los espacios. Inútil intento
de quien fue creado para el día. Mis ojos no veían más por más que los abriese,
sin embargo mis oídos oían ahora que lo que antes no habían escuchado. Los
sonidos de la noche, los silencios de la oscuridad son seguramente conciertos
conocidos para sus habitantes, pero para mí eran como la música que precede al
crimen en las películas de terror. En la tienda vi alguna de ellas, a Trini le parecían interesantísimas, aunque
se escondía y gritaba tanto, que al principio logró asustarnos ella lo que la
película no conseguía. Estaba asustado.
Los
periquitos tenemos también miedos, como los hombres. Esa sí es una categoría
impresa en nuestro arcaico cerebro. El miedo protector, el miedo maestro de
conductas. No existen en nosotros miedos inducidos por la cultura, por la
sociedad o por la religión, miedos que sólo el hombre ha creado. Con el mismo
fin, crear conductas propicias, aunque en este caso beneficiosas sólo para
quien las propaga. En el mundo de los pájaros no se teme a la cárcel o al
infierno.
El
miedo es un sentimiento complicado. No existe un miedo. Podría decirse que
existen los miedos, cada cual los suyos propios. Aunque puede que la base común
sea el temor que provoca con respecto a la propia vida, una especie de sistema
de alerta ante una situación de riesgo real o aparente, presente, futuro o
incluso de experiencias anteriores. Como el dolor. Se piensa en la muerte como
el elemento común a todos los miedos, pero en realidad la muerte puede no
provocar miedo, siempre que nos sea ajena. Las escenas de cementerios, de
muertos que se levantan o de crímenes salvajes pueden no afectar a quien toma
la distancia de aquello con la realidad, con el riesgo hacia sí mismo. He visto
funerales donde se habla amigablemente del muerto, alabando sus cualidades,
incluso con alguna maldad bienintencionada respecto a sus veleidades. He visto
como esas conversaciones acaban en sonrisas o en abiertas carcajadas, acalladas
por lo inapropiado del momento. La muerte no asusta, si no es la propia.
Pero
allí sólo ante la ciudad, desorientado y pensando en la necesidad de encontrar
a Quica, sentía miedo, terror a que me ocurriera algo y no pudiera ver por
última vez a mi Salomé. En aquel oscuro paisaje de desconocidas calles y casas,
sin capacidad para encontrar el camino de vuelta. Habiendo perdido mi refugio
personal, sentía miedo. Me movía de ventana a ventana. Pensaba que los tejados
no serían seguros por los gatos. Quizá podía encontrarme con nuestro amigo el
gato negro que huyó de la tienda. Podía no reconocerme o quizá su tiempo en la
calle habría empeorado su carácter y acabar en sus zarpas y en su estómago. No
encontraba un abrigo apropiado, hasta que me refugié en una ventana cuya luz
interior me permitía ver en su interior una pareja de jóvenes amantes, desnudos
sobre la cama, hablando el lenguaje que sólo el amor entiende. Rompiendo con
los cuerpos la física de lo miscible, abriendo con sus bocas las puertas y
ventanas del alma. Allí en la contemplación de algo tan íntimo de aquellos dos
extraños me acomodé sintiéndome acompañado y me dormí. Cerré los ojos
permitiendo que el sol volviera a alcanzar el horizonte y abrirse camino para
despertar el día y sus criaturas diurnas.
Los
pájaros no soñamos, es otra de mis carencias. He oído hablar de los sueños,
donde los hombres más mediocres se convierten en héroes. Donde los cobardes son
aguerridos y los valientes pueden llorar en el pecho de una mujer. Donde la
realidad toma una dimensión nueva de posibilidades infinitas que rompe el
rígido obrar de la Física. El sueño como una simulación de vida, donde actuamos
ante hipótesis de situaciones que nos preocupan, que no son reales pero que
podrían serlo. Nos da por tanto experiencia en aquello que aun no conocemos
pero que podemos conocer en el futuro. El sueño está vetado para los pájaros.
Dormimos pero no vivimos en el mundo de los sueños, navegamos por un río negro
y oscuro, sin ver nada, esperando de nuevo el día. Abrir los ojos para renacer,
para encontrarnos de nuevo en la ficción de nuestra propia vida.
Cuando
desperté y reanude la búsqueda de mi hogar, me paré para ver el lugar donde
había pasado la noche. Pude ver la
coqueta fachada de piedra y las románticas rejas en los balcones. Junto a la
puerta de la casa una luna menguante con un rostro risueño. Me había alojado,
luego lo supe, en La Posada de la Luna, al abrigo de dos amantes desconocidos,
que quizá como yo, estaban perdidos en la noche y se refugiaron en ese lugar encantado
para amarse.
Tuve
que regresar primero a casa para avisar a Aristóteles, él seguía como lo había
dejado en el sillón. Pero ahora en vez de tener cara de satisfacción por el
éxito de sus pesquisas, mostraba abiertamente el rostro de la severidad. Me
había comportado como un muchacho inconsciente y para colmo no había vuelto en
toda la noche. Él había estado en vela (aunque no quería reconocerlo)
esperándome. Se alegró de verme, pero no podía expresarlo. Estaba enfadado por
mi precipitación, por mi salida urgente de adolescente. Se sentía como un padre
que entiende los hechos, pero está obligado por su condición de tutor a
reprenderlos. Me miró y finalmente dijo:
-Creía
que habías encontrado a tu chica y me habíais dejado tirado.
-Me
he perdido. Me desorienté y no supe volver anoche.
Le
conté lo sucedido como si en realidad tuviera que dar explicaciones a quien no
tenía por qué tener ningún ascendente sobre mí. Pero no me costó demasiado
reconocer que mi comportamiento había sido un poco alocado.
-Esta
vez saldremos juntos. Tú me seguirás a distancia por los tejados. No puedo
permitir que me vean con un pájaro en el hombro. Bastante reputación tengo ya
de raro para andar con esas. Y no puedo arrastrar el peso de la jaula todo el
tiempo.
Ni
repliqué, no estaba en condiciones de hacerlo.
Nunca
he sufrido tanto de impaciencia. Nunca un camino me ha parecido tan largo y
tedioso. Su paso era insufrible. Yo volaba un espacio y lo esperaba. A veces
desde algún lugar le hacía señas como para decirle que avivara el paso. Tampoco
podía gritar y que todo el mundo me oyese, pero era lento como las tortugas.
Menos mal que bajó hasta la plaza mayor y desde allí por el coso alto fuimos
acercándonos. Estaba ansioso por llegar, y como lo perros hacía pequeñas avanzadillas
y retrocedía luego para comprobar que me seguía. Allí lo encontraba haciendo
señas hacia el cielo como un poseso, diciéndome seguramente que no me
adelantase. Con esas cuitas llegamos a la avenida Monreal, desde donde pude ver
mi hospedaje de la noche anterior, aquella luna sonriente que parecía cucarme
el ojo. Entrados en la calle empezamos a apreciar la espalda de la iglesia de
María Auxiliadora, nos adentramos sin más en la calle del mismo nombre para
buscar la cruz roja y ya desde lejos vi a Aristóteles que me hacía señas para
que mirara adelante. Pude ver un bandera con la cruz, algunas ambulancias
aparcadas con su misma señal y una puerta de garaje que llevaba el mismo
distintivo. ¿Por qué le habría llamado tanto la atención a la golondrina esa
señal? Era una pregunta que no íbamos a saber responder, pero tampoco nos
importaba. Estábamos ahora en la zona, pero quedaba por aclarar cuál de las
fincas podía ser la de Quica. Vi que mi compañero se sentaba en un banco en el
lateral de la Cruz Roja. Acudí rápidamente para ver la estrategia.
-La
estrategia es primero coger aire. Estoy sin resuello. Además ahora te toca a
ti. Yo estaré aquí estratégicamente situado a la sombra, por si veo pasar a la
pareja de ancianos y tú buscaras por todos estos edificios.
Una
respuesta muy típica, a la altura de los grandes cínicos.
Sólo
esperaba que pudiéramos localizarla a través de alguna ventana. Si la
golondrina pudo hablar con ella es porque la sacaban a un balcón o a una
ventana, por tanto tenía que verla.
-Te
recomiendo que hagas una búsqueda ordenada y por tanto empieces por las calles
de alrededor, mirando primero en las fincas, te dijo unas casas altas. Empieza
por estas de aquí enfrente.
Pasé
la mañana de un balcón a otro, de ventana en ventana, primero en la calle donde
Aristóteles se había sentado, luego las calles de atrás. Acudía de cuando en
cuando a darle noticias, o mejor dicho a contarle que no tenía nada. Esperaba
que él pudiera alentarme, darme palabras de apoyo y esperanza, pero mi maestro me
daba pescozones, que le eran más propios.
-Espabila
que no tenemos todo el día. Tengo ya el culo cansado de estar sentado y todos
me miran como un bicho raro por estar aquí tanto tiempo parado. Hasta ha venido
un niñato a decirme si me había perdido y si podía ayudarme. Le enseñado el
dedo más largo de mi mano.
No
sabía bien lo que me estaba diciendo, pero sabía que no habría sido una
respuesta muy educada. Seguramente otra de las capacidades gráficas de los
humanos. Era una ofensa para él que le tomaran por un inválido.
Reanudé
de nuevo la búsqueda y decidí cruzar la Avenida de la Paz para visitar unas
fincas altas que se encontraban en el otro lado, entonces les vi. Salían del
Pasaje de las golondrinas. No podía ser tanta casualidad. Las golondrinas nos habían
orientado hacia nuestro objetivo y resultaba que vivían en una calle con su
nombre. Huesca era sin duda una ciudad extraña. Me entraron las dudas ¿acaso
estaba alucinando? Eran los dos ancianos que habían entrado en la tienda.
¿Estás seguro? Me dije a mí mismo. Absolutamente, o puede que el sol me esté ya
afectando. No serán las ganas de encontrarlos, me decía. Pero eran ellos, me
acerqué casi tanto que el viejo hizo un ademán con el bastón para apartarme
como si fuera un mosquito pesado. No sabía que hacer. Yo no podía decirles
nada. Seguramente se me hubieran muerto allí en el acto si un perico empieza a
darles conversación. Me aseguré de la dirección que llevaban. Iban a cruzar la
avenida e iban directamente hacia donde estaba Aristóteles. Menos mal porque
cualquiera hace correr a mi compañero en pos de los dos ancianos. (Continuará....)