Trini,
la empleada de la tienda, era el anverso de Javier y su padre. Era la que más
tiempo pasaba con nosotros. Una veinteañera jovial y simpática que nos trataba
con verdadero interés. Cada vez que alguno de los animales era vendido le
suponía un pequeño esfuerzo despedirse de él y le agasajaba y animaba para que
no emprendiera su nuevo destino con pena. Su cara era pecosa y se escondía bajo una melena
encendida por los rojos brillantes de su cabello, los ojos proyectaban
la belleza que residía en su espíritu y la nariz tímida apenas se insinuada en el
rostro. Fue mi amor humano, mi segunda dama. Quica se burlaba un poco de mí por
ese sentimiento extraño que cruzaba la barrera imposible del amor entre un
pájaro y una mujer, que yo atravesaba con la naturalidad de un necio. No entendía que aquello fuera sólo una
relación de amor hacia la mascota que está en una jaula, casi una relación de
piedad y compasión. Pensaba que podía
existir una especie de unión cósmica, que llegaba del reconocimiento de
nuestros espíritus en otra dimensión del espacio. Me enamoré de ella como lo
hice de Quica, aún sabiendo en el fondo de mi alma que nunca sería capaz de
materializar ese amor. Cada vez que su presencia estaba cerca de la jaula se me
alborotaba el corazón y cuando alguna vez me cogió en su mano para darme los
mimos que repartía entre los animales de la tienda, estuve a punto de sufrir un
colapso. Era como la sensación de vértigo que precedía a mis ataques.
Pese
a las burlas de mi compañera a la que no le ocultaba mis sentimientos, no podía
ni quería evitar esta unión mística con mi cuidadora. Los humanos
le llamarían síndrome de Estocolmo, quizás en los hombres no sea posible el
amor entre el carcelero y su preso, entre el dominador y el sometido, pero que
saben del amor de un periquito.
Con
ella entendí parte de ese complejo mundo del amor humano, los novios que
sucesivamente nos visitaron y que arrastraban a Trini a la trastienda o que
tras el mostrador dejaban volar las manos, nos hicieron pensar que el amor era
una sucesión de arrebatos y luchas, de batallas y acuerdos de paz que se
sucedían en el tiempo y que copiaban la historia de la humanidad. Los tiempos
de paz nos trajeron escenas de calor casi tórrido. El invierno llegaba con las
trifulcas más disparatadas, por los motivos más insospechados, dejándonos
heridos a todos nosotros, espectadores de aquellos finales llenos de llanto
desesperado de nuestra Trini que parecería acabaría en el suicidio. Pero a base
de guerras incruentas, de batallas perdidas, nos fuimos endureciendo y dejamos
de preocuparnos tras cada fracaso, esperando que saliese el sol de nuevo. No
podíamos consolarla, pero cuando caía en esos arrebatos de pena nos
comportábamos con un silencio solidario hasta que se recuperaba.
Trini
era el alma más pura. Veía la vida a través de unos ojos trasparentes, sin el
velo que la vida nos coloca en la cara. Sólo la ingenuidad de los jóvenes los
acerca a los dioses. Les permite ser libres, libres de convencionalismos,
libres de ataduras. Miran la vida de frente,
con la determinación de los valientes, de los convencidos, los que creen
en sí mismos. Actúan con atrevimiento, con osadía, sin premeditación, con
inconsciencia, pero a pecho descubierto. Con el espíritu desnudo, con la franqueza del que está haciendo lo que
cree adecuado. Esto los hace merecedores del respeto, necesitan una oportunidad
para equivocarse. Porque se necesita tiempo para forjar un alma y sólo los
errores propios moldean el espíritu, con
los golpes de la vida sobre la carne al rojo vivo, vamos tomando forma.
Esto
es lo que veía en Trini, el fuego, la pasión en lo que hacía, la rabia de
vivir, la energía propia de los héroes, la fuerza de existir, la juventud. Oigo
en la tienda a veces comentarios de clientes que conversan con Javier sobre los
jóvenes. Aparecen siempre como alocados irreverentes, malgastadores de la vida
sin previsión para el futuro, sin atender los consejos de los viejos sabios.
Sólo los jóvenes pueden gastar a manos llenas el tiempo, para ellos existe un
ingente capital, ¿Acaso de viejo se puede dilapidar el escaso tiempo que queda?
Si no son osados, libertinos, derrochadores cuando poseen la riqueza, que
podemos esperar cuando les apremien las parcas, cuando el hilo de la vida se ha
ido devanando sobre el huso y la tijera esta presta a cortarlo. Creo en los
jóvenes, dejaría sin dudarlo mi futuro en sus manos, porque son manos
poderosas, no tiemblan, no dudan y aunque yerren son capaces de enmendar la
falta. No puedo entender a aquellos que reclaman para los viejos el poder, la
exclusiva dirección del mundo sin escuchar el clamor de la vida en la boca de
los jóvenes.
En
Trini veía esa fuerza, la entrega absoluta en su verdad. En cada amor, en cada
desengaño, en cada sueño, en cada proyecto ponía toda su alma, se vaciaba.
Todo
se sucedía en plena armonía, el mundo giraba sin sobresaltos, al menos para
nosotros.
Hubo
cambios en la tienda, ya conocéis la pérdida del ruiseñor, el jilguero y los
gatos. Llegaron nuevos animales, un pequeño gatito solitario ocupó la jaula de
sus anteriores congéneres y el amor de los perros, que a su vez perdieron uno
de los compañeros, el dálmata fue comprado por una pareja joven. Uno de los
hámsteres también había sido adquirido por otra pareja con un niño pequeño que
lo deseaba como regalo. Su compañero había sentido la pérdida, pero era tal la
actividad que tenía que la pena se fue amortiguando poco a poco. Dejamos de oír
aquella conversación con ecos de resonancia donde alternaban los dos acróbatas
de la tienda, para escuchar unos monólogos entrecortados que dejaban casi sin
aliento a su autor. Sentimos pena por él, pensábamos que aunque no lo
manifestaba el dolor estaba en su corazón. Los conejos también perdieron uno de
los miembros, pero fue sustituido por un conejo gris al que miraban con ojos
rojos. El extraño supo ganarse su afecto y les infundió el valor que nunca
tuvieron. No se volvieron feroces ni atrevidos, pero eran capaces de alzar la
mirada, de vernos, de mirar el mundo que existía más allá de su caja. Dejaron
de esconderse en los rincones al menor ruido, con el sonido de las voces
humanas que entraban en la tienda.
Nosotros
seguíamos viviendo una apacible existencia de día y la noche nos regalaba la
intimidad necesaria para compartir el amor. Un amor que había ido pasando del
fuego, a la mansedumbre de un animal domado y que nos ofrecía mayores placeres.
Uníamos la pasión del sexo siempre fugaz, con un prolongado estado de
equilibrio. Un equilibrio que consistía en la percepción del otro como parte
indispensable del todo. La necesidad de la existencia compartida para ser
completa. La seguridad de que el orden natural requería de la unión de las dos
almas para seguir siendo orden y no caos. La inexplicable certeza de la
indivisibilidad de ambos en dos mitades que pudieran coexistir por separado. La
fusión de nuestras conciencias en un único hálito vital. Este era el estado de
nuestro amor, elevado a la categoría de un sentimiento sagrado, divino,
inalienable.
Pero
la vida tan dura y tan frágil, tan fuerte y a la vez tan voluble me tenía
preparada aquella mañana soleada de una primavera fatídica, la peor de las
pruebas.
La
puerta de entrada a la tienda tenía unas campanillas que hacían sonar su dulce
melodía al abrirse, aunque para todos nosotros aquel sonido siempre producía el
aleteo de unas mariposas en el estómago.
Los
clientes, dos personas mayores entraron charlando entre ellos, fue Trini la que
los atendió y nos mostró. Nosotros callamos de inmediato nuestra conversación
que en ese momento versaba sobre la agradable sensación del calor del sol en
primavera, su luz, sus colores que hacían destacar más nuestras plumas. Oí como
Trini trataba de ofrecerles que nos acogieran a los dos porque éramos una
pareja estable. Ellos ya tenían más pájaros y deseaban sólo una hembra. No
podía creer aquello, empecé a agitarme en la jaula a tratar de decirles que
aquello no era posible, no podían
llevarse sólo a Quica. Queríamos permanecer allí pero al menos si nos íbamos
debía de ser juntos. Trini insistía y yo apoyaba sus argumentos, pero
finalmente al introducir la mano en la pajarera, Trini , mi amor humano, tomo a
Quica con cuidado y la extrajo de la jaula. Yo seguía mi alocada carrera
tropezando con los barrotes, con el columpio, con los palos, dejando un reguero
de plumones en el aire, mis gritos eran cada vez más desesperados. Empecé a
notar como la negrura se apoderaba de mi mente, como se paralizaban mis alas,
se agarrotaban mis patas y antes de caer en el pozo de la desesperación, en el
tormento de la convulsión, grité: “¡No os la podéis llevar!”