capítulo 4 "El amargo don de la palabra"

domingo, 26 de abril de 2015

            Seguí cayendo en un abismo oscuro y profundo que no parecía tener fin. Mi cuerpo caía con un movimiento helicoidal como el agua cuando se vacía en un desagüe, imparable. No hubo colisión en el fondo, sólo silencio y calma. La mente extraviada y perdida. Todo resultaba aparentemente tranquilo, como si en el impacto hubiera muerto de forma instantánea y no pudiera sentir. Notaba un frío que emanaba desde mis entrañas congelando el espacio y el tiempo. Todo estaba perdido, apenas tenía fuerza para abrir los ojos, ni lo deseaba. Pensé que quizá estaba en el cielo y podría ver a mi madre al despertar. Cuando los abrí frente a mí había dos ojos grandes mirándome, mientras unas manos se afanaban en mover mi cuerpo para evitar que me perdiera en las tinieblas y volviese a este mundo que ya nada tenía para mí. No era mi madre. Trini estaba allí, llorando. Yo no entendía por qué. No podía imaginar que dolor había traspasado su tierno corazón y qué desafortunado amor era el responsable de su pena. Trini hablaba, empecé a oír sus palabras de ánimo que estaban dirigidas a mí.

            - “Vamos amor, despierta, sé que la querías, pero nosotros te vamos a cuidar” 

            Nunca volví de aquella crisis, aunque desperté y mi cuerpo reinició su actividad parecía un autómata al que se había agotado la batería y de nuevo pusiera en marcha sus mecanismos, sus engranajes. Tras la crisis no volví yo mismo, había atravesado un agujero del espacio y había salido a una realidad diferente, que ya no era la mía. El mundo había perdido el color, ni siquiera aquella cara de ángel con sus lágrimas en los ojos consiguieron rescatar al pájaro que había sido abatido en pleno vuelo. Era un despojo de mi propia existencia, un recuerdo, una sombra.

            Me incorporé sobre las patas, tambaleándome, mi cuerpo había entrado en un estado de parálisis. Traté de recordar, buscando las posibilidades que quedaban de que aquello no hubiera ocurrido. Ahora entiendo a las personas que tratan de negar la evidencia y viven encerrados en una falsedad que les protege ante la verdad, ante la dolorosa realidad que les hirió en lo más profundo. 

            Yo era un zombi, un muerto viviente, un alma rota en tantos pedazos a la que no era posible arreglar. Todos se esforzaron en ayudarme a salir del agujero, pero era inútil, yo no deseaba salir. No deseaba nada. Estaba acabado. 

            Los perros, el hámster, los conejos, los pájaros y hasta la cacatúa me dirigían palabras de consuelo, de ánimo. Trini me dedicaba las más dulces de sus sonrisas, las que yo conocía de sus momentos de amor. Nada era suficiente, cada día me consumía  la angustia  vital. No comía, no encontraba el aire cuando mis pulmones aspiraban, no percibía dolor ni miedo a un final hacia el que corría desesperado. Buscaba la muerte como único remedio a mi futuro huero.

            No fueron las mascotas de la tienda, ni Trini, los que cambiaron el curso de estos oscuros presagios. Aristóteles que parecía ausente de la realidad, ajeno al mundo, transitando como un fantasma por la tienda, tomo un día la jaula y me llevó a su casa. Sólo dijo: 

            - “Me llevo a Pericles, yo cuidaré de él. Díselo a Javier”

            Durante el trayecto hasta su casa, fui dando tumbos en la jaula, agarrado al barrote trasversal. Se movía como un gigante incapaz de manejar su altura, como un barco en medio de la tormenta, en cada momento a punto de perder el equilibrio.

            Nadie me había llamado Pericles hasta ahora, pero en ese momento absorto en mi dolor, no me reconocí como el sujeto de aquel nombre. Aquel paseo por las calles de la ciudad que otrora hubieran sido un regalo para mi inquietud en conocer el mundo, era ahora un molesto transito desde el vacío a la nada. Me era indiferente, no me interesaba el destino, sólo hubiera deseado volver a mi celda y vivir el resto de mis días ajeno a la vida. 

            La muerte es un concepto biológico. En la enfermedad, en el dolor, la mente puede reclamarla. Pero la muerte es un fenómeno sobrevenido, que llega como final de unas funciones vitales, de un agotamiento de los órganos que mantienen esas constantes. El cuerpo se apega a la vida y mantiene su pulso siguiendo los automatismos creados a lo largo de los tiempos por la biología. La muerte es un acontecimiento no esperado  que el cuerpo intenta esquivar. Sólo en la mente, en el pensamiento, la muerte puede hacerse realidad aun con una frecuencia cardiaca presente, incluso con un electroencefalograma normal. La muerte como desaparición del hálito vital, como ausencia de la fuerza del espíritu para tirar del cuerpo. Ese es el misterio que esconde el alma, el arcano oculto en el reverso de la vida. Yo sentía aquella realidad, aquella paradoja, sin tristeza, con la certeza de que mis días ya habían acabado, sólo quedaba por concretar el momento en que mi cuerpo se apercibiese de la inutilidad de sus esfuerzos, de la banalidad en seguir oponiéndose a la verdad. 

            El suicidio nunca fue una opción. No podía forzar al cuerpo a matarse a sí mismo. Es antinatural y absurdo. Yo ya sabía de mi defunción, no podía exigir a mi organismo que se rebelase contra su propia naturaleza a seguir vivo. Veía ridículo las opciones que podía adoptar para llevar a cabo aquella postrera acción. ¿Qué iba a hacer? ¿Arrojarme desde el palo hasta el suelo de la jaula? ¿Negarme a respirar, a alimentarme o a beber? ¿Meter la cabeza en el agua del bebedero? Todo ello me parecía tan pueril que dejé que la inercia me arrastrase sin oponerme, sin pensar en ello.

            Este letargo, mi estado de hibernación, duró hasta la llegada a la casa de Aristóteles y a que éste recuperase el aliento. Desde el otro mundo me llegó una voz ronca y profunda como las que un día imaginé era la voz de las encinas que rodeaban mi pajarera. 

            -Sé que puedes entenderme, sé que puedes hablar. Te oí gritar:
             “¡No os la podéis llevar!” cuando se llevaron a tu compañera.

            Yo os veía todos los días llenaros de arrumacos, confesaros secretos, unir vuestros picos. Cada momento, desde el principio vi como vuestros corazones eran uno sólo. Vi también como te rompiste por la impotencia de no poder evitar aquel final. Siento ahora la fragilidad de tu cuerpo abandonado a la desesperación, al vacío. Puede que tú aun no seas consciente de esa capacidad, pero sé que me hablarás, voy a recomponer tu alma y tú llenarás de sentido mi tiempo de descuento. Cada vida tiene un tiempo asignado en el que caminamos por caminos de rosas o sobre espinos. Existe un tiempo de descuento en que el camino acabó y no sabemos adónde dirigir los pasos, no sabemos siquiera si debemos caminar, porque ninguna senda nos conduce a ningún lugar. Es el tiempo en que la vida terminó y el cuerpo sigue vivo. Sólo existe una salida a este tiempo, encontrar un motivo para vivir, una razón que nos apegue a la inevitable realidad de nuestra existencia. Tú eres mi salida, mi última meta, mi regalo final.

            Cómo era posible que existiera esa sintonía en los pensamientos, cómo se había introducido en mi mente y había visto el abismo que se abría ante mí. Acaso estaba ante la presencia de un mago, ante un ser supremo que me hablaba desde el Olimpo. Cómo se podía entender que un hombre buscara la salvación rescatando a un perico naufragado en otros mares, en otros mundos. No sabía si aquello que estaba diciendo era verdad. ¿Yo podía hablar? O acaso este viejo ajado por el tiempo, desposeído de sus capacidades por la edad lo había imaginado. Intenté articular una palabra, pero no se me ocurría ninguna, no sabía que decir.

            Me sorprendió de nuevo el viejo, al que en otro tiempo vi como un mueble más de la tienda, dirigiéndose a mí con el propósito de sacarme del ostracismo en el que él había permanecido hasta ahora. El mudo recriminando a otro mudo por su silencio.

            -Te llamé Pericles porque siempre sospeché que en tu interior se alojaba el alma de un orador, de un líder. Veía como dirigías las conversaciones con los otros animales que te escuchaban, imaginaba en esos trinos, discursos, palabras de ánimo, explicaciones. Veía también como mientras los demás se divertían con juegos, tú permanecías atento al televisor o a los clientes, podía ver como escuchabas cada palabra, imaginaba que entendías todo aquello y ansiabas aprenderlo. Podía ver como contemplabas a Trini, pendiente de sus palabras, de sus gestos. No eras como los demás. Incluso tu compañera era diferente. Ella estaba pendiente de ti, esperando que le contases aquello que veías y oías. Háblame de ella, dime como la conociste, como te enamoraste, que os unía, cuales fueron vuestros sueños, dime su nombre.

            - Quica -dije-
            ¿Había hablado, o quizá sólo había sido un canto?

            No podía  creerlo, despertaba de un sueño con la resaca de un borracho, con el embotamiento de una noche de insomnio y de pronto descubría que alguien había estado viviendo pendiente de mí en la sombra, de incógnito. Yo que creía a salvo mi secreto, oculto tras la inocente figura de un pájaro anónimo y de pronto me veía descubierto por un personaje salido de las novelas negras, el más sigiloso de los detectives, el más perspicaz de los espías, que había descubierto el doble juego de un intruso como yo.  A mí que estaba resuelto a pasar el resto de mi vida oculto en las sombras del mundo. Hablarme de Quica, recordar su existencia, su ausencia, era poner el dedo sobre la llaga que seguía sangrando. Pero repetí:

            -Ella se llama Quica.
            -Te dije que podíamos salvarnos juntos, ahora estoy seguro. 

            No podía haber imaginado una situación más absurda, un hombre al que sólo le quedaban inviernos en su vida, un pájaro que despertaba de una pesadilla, iniciaban una conversación. La naturaleza abría una puerta nueva a las relaciones que hasta ahora parecían imposibles y convertían lo extraño en normal. De la misma forma que se iniciaron mis recuerdos cuando me precipitaba desde el nido en los primeros vuelos, el terror a perder a Quica había despertado el lenguaje. 

            En nosotros duermen capacidades que ignoramos. Están allí escondidas, en los rincones de nuestra alma, esperando un disparo, un golpe que las despierte. 

            El miedo y el amor, el dolor y la pasión, el fuego del espíritu y el frío de la duda son los verdaderos motores de nuestra vida. La ignorancia es el mayor estímulo para el saber, como la muerte es el mayor aguijón para vivir. La certeza de que existe un final permite señalar el camino, darle sentido. Cada muerto proporciona un hálito vital a quienes le rodean. Puede que esa pérdida sea dolorosa, pero el dolor es una prueba de vida. Los que quedan hacen conscientes  su existencia  por comparación con el muerto. El marchito cuerpo que se perderá en el espacio, se introduce en los vivos que lo conocían, perpetuando su tiempo. Los mártires engendran millares de almas nuevas imbuidas de su espíritu. Sólo los muertos anónimos son almas en pena que esperan un recuerdo que los resucite, un gesto de las generaciones que le sucedieron, que los rescate del olvido, que les dé sentido. Debemos honrar a los muertos porque en ellos reside la esencia de nosotros mismos. Somos pequeños fragmentos de los que nos precedieron, tenemos sus átomos, sus genes pero también sus ideas. Hombres y mujeres, civilizaciones y culturas, pájaros y árboles forman el caldo donde hirvieron con el fuego sagrado, subieron por los serpentines del alambique de la creación, destilando gota a gota cada nuevo individuo.

            
         Mi lenguaje era el resultado de millones de hombres y de pájaros que habían estado antes juntos sin dirigirse la palabra, de mis recuerdos de la pajarera, de mis ansias por aprender del mundo, pero sobre todo era el doloroso tributo a la pérdida de mi amor, a haberme vaciado en aquel momento en que Quica desapareció de mi vida. Por ello no resultaba un regalo sino una carga. Era el pago a mi sufrimiento. No lo quería, no lo había pedido. Puede que alguna vez lo hubiera imaginado como un sueño inalcanzable, pero no deseaba su posesión a costa de la pérdida de mi mayor bien. No tenía nada que decir.

final del capítulo 3

miércoles, 8 de abril de 2015

     
            Trini, la empleada de la tienda, era el anverso de Javier y su padre. Era la que más tiempo pasaba con nosotros. Una veinteañera jovial y simpática que nos trataba con verdadero interés. Cada vez que alguno de los animales era vendido le suponía un pequeño esfuerzo despedirse de él y le agasajaba y animaba para que no emprendiera su nuevo destino con pena. Su cara era pecosa y se escondía bajo una melena encendida por los rojos brillantes de su cabello, los ojos proyectaban la belleza que residía en su espíritu y la nariz tímida apenas se insinuada en el rostro. Fue mi amor humano, mi segunda dama. Quica se burlaba un poco de mí por ese sentimiento extraño que cruzaba la barrera imposible del amor entre un pájaro y una mujer, que yo atravesaba con la naturalidad de un necio.  No entendía que aquello fuera sólo una relación de amor hacia la mascota que está en una jaula, casi una relación de piedad y compasión. Pensaba que podía existir una especie de unión cósmica, que llegaba del reconocimiento de nuestros espíritus en otra dimensión del espacio. Me enamoré de ella como lo hice de Quica, aún sabiendo en el fondo de mi alma que nunca sería capaz de materializar ese amor. Cada vez que su presencia estaba cerca de la jaula se me alborotaba el corazón y cuando alguna vez me cogió en su mano para darme los mimos que repartía entre los animales de la tienda, estuve a punto de sufrir un colapso. Era como la sensación de vértigo que precedía a mis ataques. 

            Pese a las burlas de mi compañera a la que no le ocultaba mis sentimientos, no podía ni quería evitar esta unión mística con mi cuidadora. Los humanos le llamarían síndrome de Estocolmo, quizás en los hombres no sea posible el amor entre el carcelero y su preso, entre el dominador y el sometido, pero que saben del amor de un periquito.

         Con ella entendí parte de ese complejo mundo del amor humano, los novios que sucesivamente nos visitaron y que arrastraban a Trini a la trastienda o que tras el mostrador dejaban volar las manos, nos hicieron pensar que el amor era una sucesión de arrebatos y luchas, de batallas y acuerdos de paz que se sucedían en el tiempo y que copiaban la historia de la humanidad. Los tiempos de paz nos trajeron escenas de calor casi tórrido. El invierno llegaba con las trifulcas más disparatadas, por los motivos más insospechados, dejándonos heridos a todos nosotros, espectadores de aquellos finales llenos de llanto desesperado de nuestra Trini que parecería acabaría en el suicidio. Pero a base de guerras incruentas, de batallas perdidas, nos fuimos endureciendo y dejamos de preocuparnos tras cada fracaso, esperando que saliese el sol de nuevo. No podíamos consolarla, pero cuando caía en esos arrebatos de pena nos comportábamos con un silencio solidario hasta que se recuperaba.

            Trini era el alma más pura. Veía la vida a través de unos ojos trasparentes, sin el velo que la vida nos coloca en la cara. Sólo la ingenuidad de los jóvenes los acerca a los dioses. Les permite ser libres, libres de convencionalismos, libres de ataduras. Miran la vida de frente,  con la determinación de los valientes, de los convencidos, los que creen en sí mismos. Actúan con atrevimiento, con osadía, sin premeditación, con inconsciencia, pero a pecho descubierto. Con el espíritu desnudo, con  la franqueza del que está haciendo lo que cree adecuado. Esto los hace merecedores del respeto, necesitan una oportunidad para equivocarse. Porque se necesita tiempo para forjar un alma y sólo los errores propios  moldean el espíritu, con los golpes de la vida sobre la carne al rojo vivo, vamos tomando forma. 

            Esto es lo que veía en Trini, el fuego, la pasión en lo que hacía, la rabia de vivir, la energía propia de los héroes, la fuerza de existir, la juventud. Oigo en la tienda a veces comentarios de clientes que conversan con Javier sobre los jóvenes. Aparecen siempre como alocados irreverentes, malgastadores de la vida sin previsión para el futuro, sin atender los consejos de los viejos sabios. Sólo los jóvenes pueden gastar a manos llenas el tiempo, para ellos existe un ingente capital, ¿Acaso de viejo se puede dilapidar el escaso tiempo que queda? Si no son osados, libertinos, derrochadores cuando poseen la riqueza, que podemos esperar cuando les apremien las parcas, cuando el hilo de la vida se ha ido devanando sobre el huso y la tijera esta presta a cortarlo. Creo en los jóvenes, dejaría sin dudarlo mi futuro en sus manos, porque son manos poderosas, no tiemblan, no dudan y aunque yerren son capaces de enmendar la falta. No puedo entender a aquellos que reclaman para los viejos el poder, la exclusiva dirección del mundo sin escuchar el clamor de la vida en la boca de los jóvenes. 

          En Trini veía esa fuerza, la entrega absoluta en su verdad. En cada amor, en cada desengaño, en cada sueño, en cada proyecto ponía toda su alma, se vaciaba. 

          Todo se sucedía en plena armonía, el mundo giraba sin sobresaltos, al menos para nosotros. 

          Hubo cambios en la tienda, ya conocéis la pérdida del ruiseñor, el jilguero y los gatos. Llegaron nuevos animales, un pequeño gatito solitario ocupó la jaula de sus anteriores congéneres y el amor de los perros, que a su vez perdieron uno de los compañeros, el dálmata fue comprado por una pareja joven. Uno de los hámsteres también había sido adquirido por otra pareja con un niño pequeño que lo deseaba como regalo. Su compañero había sentido la pérdida, pero era tal la actividad que tenía que la pena se fue amortiguando poco a poco. Dejamos de oír aquella conversación con ecos de resonancia donde alternaban los dos acróbatas de la tienda, para escuchar unos monólogos entrecortados que dejaban casi sin aliento a su autor. Sentimos pena por él, pensábamos que aunque no lo manifestaba el dolor estaba en su corazón. Los conejos también perdieron uno de los miembros, pero fue sustituido por un conejo gris al que miraban con ojos rojos. El extraño supo ganarse su afecto y les infundió el valor que nunca tuvieron. No se volvieron feroces ni atrevidos, pero eran capaces de alzar la mirada, de vernos, de mirar el mundo que existía más allá de su caja. Dejaron de esconderse en los rincones al menor ruido, con el sonido de las voces humanas que entraban en la tienda.

            Nosotros seguíamos viviendo una apacible existencia de día y la noche nos regalaba la intimidad necesaria para compartir el amor. Un amor que había ido pasando del fuego, a la mansedumbre de un animal domado y que nos ofrecía mayores placeres. Uníamos la pasión del sexo siempre fugaz, con un prolongado estado de equilibrio. Un equilibrio que consistía en la percepción del otro como parte indispensable del todo. La necesidad de la existencia compartida para ser completa. La seguridad de que el orden natural requería de la unión de las dos almas para seguir siendo orden y no caos. La inexplicable certeza de la indivisibilidad de ambos en dos mitades que pudieran coexistir por separado. La fusión de nuestras conciencias en un único hálito vital. Este era el estado de nuestro amor, elevado a la categoría de un sentimiento sagrado, divino, inalienable.

            Pero la vida tan dura y tan frágil, tan fuerte y a la vez tan voluble me tenía preparada aquella mañana soleada de una primavera fatídica, la peor de las pruebas. 

            La puerta de entrada a la tienda tenía unas campanillas que hacían sonar su dulce melodía al abrirse, aunque para todos nosotros aquel sonido siempre producía el aleteo de unas mariposas en el estómago. 


            Los clientes, dos personas mayores entraron charlando entre ellos, fue Trini la que los atendió y nos mostró. Nosotros callamos de inmediato nuestra conversación que en ese momento versaba sobre la agradable sensación del calor del sol en primavera, su luz, sus colores que hacían destacar más nuestras plumas. Oí como Trini trataba de ofrecerles que nos acogieran a los dos porque éramos una pareja estable. Ellos ya tenían más pájaros y deseaban sólo una hembra. No podía creer aquello, empecé a agitarme en la jaula a tratar de decirles que aquello no era  posible, no podían llevarse sólo a Quica. Queríamos permanecer allí pero al menos si nos íbamos debía de ser juntos. Trini insistía y yo apoyaba sus argumentos, pero finalmente al introducir la mano en la pajarera, Trini , mi amor humano, tomo a Quica con cuidado y la extrajo de la jaula. Yo seguía mi alocada carrera tropezando con los barrotes, con el columpio, con los palos, dejando un reguero de plumones en el aire, mis gritos eran cada vez más desesperados. Empecé a notar como la negrura se apoderaba de mi mente, como se paralizaban mis alas, se agarrotaban mis patas y antes de caer en el pozo de la desesperación, en el tormento de la convulsión, grité: “¡No os la podéis llevar!”