fin del capítulo 2

sábado, 14 de marzo de 2015

   La cacatúa era el elemento más ajeno al grupo, su jaula era la mayor y más sofisticada, con columpios, barras, un bebedero y comedero de diseño y dos espejos en los que continuamente se miraba, como asegurándose de ser la más bella representación del mundo animal. “Espejo, espejito mágico, dime la verdad, no soy acaso la más bella de este vulgar recinto”. Esto imaginábamos que preguntaba cada vez que susurraba ante el espejo. Cuando nos dirigía la palabra, como para ilustrar a unos pobres paletos con quien, por un error del destino había tenido que compartir espacio, nos contaba su glorioso pasado y su sin duda maravilloso futuro. Se veía en una casa donde los señores pertenecieran poco menos que a a la nobleza y disfrutaría de las atenciones propias de su rango. Era motivo de burla por parte de todos nosotros porque su pretendida belleza, el embrujo que creía producir en quien la miraba se rompía cuando abría el pico y emitía aquella especie de graznido, de grito histérico que espantaba al más patán de los mortales.

            Conocí personas como ella, egocéntricas, que no veían más allá de su propio yo. Tan embelesadas consigo mismas, que acababan arrinconadas junto a su recuerdo en la mayor de las soledades. Presintiendo que el mundo las había traicionado por un error de los dioses  o pensando que la maledicencia de los demás los había colocado frente a un destino que no les correspondía. Son los seres más tristes, porque partiendo de virtudes naturales, acaban convirtiéndolas en sus defectos. Transforman la admiración ajena en compasión o rechazo por que son víctimas de sí mismos. Lo más doloroso es que la compasión es el peor de sus remedios. Pueden entender que otros sientan admiración, envidia, celos hacia su persona. No conciben ser objetos de lastima, su autoestima los sitúa en un plano superior, no por debajo, ni siquiera al mismo nivel que los demás. Por ello niegan la realidad y crean una ilusión, una vida paralela, hasta que el tiempo acaba sorprendiéndoles mirando en un espejo a alguien que no existe. Para entonces ya no hay retorno, sólo el refugio en el rincón del pasado donde creyeron ser importantes, donde construyeron la persona que ahora está definitivamente muerta. 

            Otros en cambio parece que nacieron ya muertos, con los astros conjurados para hacerlos infelices desde el primer momento que ponían los pies en la tierra. Los jilgueros eran de esa clase de pájaros que pasan su existencia lamentando existir. Se muestran siempre en contra de  cualquier  atisbo de felicidad. Reniegan de su estado, de su forma, de su color, de su suerte. Son incapaces de reconocerse ninguna virtud, aunque no permiten que nadie más se atreva a decirles que son unos pájaros de mal agüero. Se mostraban siempre malhumorados, disconformes con cualquier propuesta, contrarios a toda opción que les pudiera llevar a la alegría. Desdichados profesionales, cargados por el peso de las penas del mundo entero. Se disputaban entre ellos cual de los dos era mas desafortunado, cual arrastraba la desgracia con mayor entereza. Discutían por ser el más desgraciado de los seres que pueblan el universo y sólo conseguían alegrarse cuando el destino les favorecía con un aciago acontecimiento. El día que el mayor de ellos comenzó a notar como bajo su lengua comenzaba a crecer un pequeño tumor, que le dificultaba comer, manteniéndole la boca permanentemente abierta, pensó que tenía ganada la batalla del perdedor. Fueron los días en que la vida parecía darle la razón y  él se sentía agradecido por primera vez a un infausto futuro. Su compañero en cambio buscaba bajo su pico otro nuevo tumor que permitiera disputar la guerra de desgracias con ciertas posibilidades. Cuando el dueño de la tienda llegó una mañana con un hombre que parecía un cliente interesado. Ambos miraron con atención a nuestro amigo y tras intercambiar algunas frases en unos términos para mí desconocidos. El hombre metió la mano en la jaula, los cinco iniciaron una frenética huida hacia ninguna parte. Aquel hombre después descubrí que era el veterinario, cogió el jilguero, le sujetó la cabeza y tomando unas pinzas sujetó la lengua de nuestro amigo. Cerrábamos los ojos por no ver el martirio al que íbamos a asistir y gritamos cuando vimos como con un instrumento maléfico cortaba dentro de la boca el tumor. Limpiando luego con un bastoncillo el lecho de la herida. Le habían arrancado el tumor, pero había perdido el único motivo que lo hacía imbatible en su combate por ser el más desafortunado de los mortales. Fue perdiendo el poco ánimo que tenía, inane, lamentándose de su mala fortuna. No nos llamó la atención su enfoque de la cura del tumor, era lo habitual, pero cayó poco a poco en un círculo de tristeza vital que acabó postrándolo y una mañana nos dejó, para seguir sufriendo en el cielo de los pájaros toda la eternidad. 

            Su compañero vio en esta muerte una señal, una bengala de luz en el cielo oscuro que le permitió encontrar un nuevo camino. Pensamos equivocadamente que la muerte le serviría como argumento para su consabida mala estrella. No fue así, en los primeros días mantuvo un estado de trance de donde temimos nunca saldría, pero pasado un tiempo de reflexión, quizás de recapitulación sobre su anterior condición, lo vimos aparecer renaciendo del dolor a la vida. La muerte como maestra nos imparte lecciones magistrales a las que no querríamos asistir pero que son de obligada presencia. La mortalidad es posible que sea una de las experiencias más terribles y más generosas de las que la vida nos impone. En la muerte podemos ver la verdad, la certeza absoluta de la vida. Su tiempo limitado, pero también su tiempo infinito. El valor del tiempo, su fragilidad y su terrible fuerza. Aprendemos que cada segundo es una oportunidad para hacer aquello que no debemos guardar para el futuro, porque el futuro llega el instante después. Adquirimos la conciencia de lo inmediato, de vivir el preciso momento que trascurre, con el dulce o el amargo que lo acompaña. Disfrutar del ahora. El reloj no se detiene, pero cuando llega tu hora cesa para siempre de marcar el tiempo.  El antes está cada vez más lejos y el después quizá no llegará. Es bello sufrir por lo que se tiene, sintiéndolo perecedero, así adquiere más valor si cabe. Saber que llegara un día en que no debas preocuparte por la comida, por acicalarte las plumas, por soñar con la libertad. ¡Vive con hambre cada momento, devora con ansiedad el segundo que te corresponde porque nació sólo para ti y sólo tu puedes disfrutarlo! Así es como nuestro amigo volvió a la realidad, un instante le enseñó más que su vida pasada. Empezó a querer ver el sol por las ventanas, decidió vivir su vida por él y por su amigo. Le llamamos Fénix. 
          
 Los hámsteres hiperactivos, continuamente en movimiento, recorriendo los artilugios que poseían en el pequeño circo montado para mostrar su “increíble” destreza. Hasta cuando paraban a hablar seguían moviendo los bigotes, emitían una verborrea, un torrente de palabras que parecía habían estado pensando mientras corrían de un lado a otro. Las conversaciones con ellos eran pequeñas charlas con paradas intermitentes, donde descargaban su comentario con prisas sin casi necesitar esperar a la réplica y respondían de nuevo en la siguiente parada. Era esperpéntico hablar con ellos, hablaban secuencialmente, se pisaban las respuestas, como si la conversación fuera común para los dos. A mí me ponían nervioso, sin embargo a Quica le divertía esa hiperactividad, ese desenfreno, dónde uno parecía ser la estela del otro. Esa ansiedad por correr como para ser capaces de adelantar al tiempo, de hacer más largo el instante por haberlo llenado de movimiento, la divertía; sus conversaciones a dos, entrecortadas y carentes a veces de sentido le parecían de lo más estimulante. Entre ellos nunca discutían, no se peleaban, si acaso competían por realizar sus acrobáticas piruetas con mayor destreza, con el menor tiempo. Este ese su objetivo. Alguna vez quisimos hacerles ver la inutilidad de aquellas demostraciones circenses. Estaba en su condición respondían. Es posible que sea así, que cada cual sea un poco esclavo de su condición, de sus genes, estamos programados. Yo siempre pensé que pese a esas limitaciones que nos impone nuestra naturaleza somos capaces de modificar los planes del Creador.
         
  Los dos conejos permanecían siempre acurrucados uno contra otro, pocas veces se movían por la caja, como por miedo a ser devorados por un predador que permaneciera al acecho. Su personalidad era tímida, retraída y cuando hablaban lo hacían con el mismo temor a equivocarse. Su voz era chillona, pero procuraban no molestar con ella y emitían opiniones que no supusieran un compromiso, que no requiriera defensa ante los demás. Eran jóvenes y esta circunstancia los hacía inseguros. Deseaban hablar pero no por el placer de la conversación, sólo por hacerse presentes y que no se olvidase que ellos también estaban allí. Eran frágiles, dulces. Hubiera sido imposible enfadarse con ellos, no quererlos.
           
 Los perros eran tres cachorros de muy corta edad,  se lamentaban continuamente de su pérdida. Añoraban a sus madres, las caricias, el calor de su cuerpo, la dulzura de sus pezones cuando mamaban recostados sobre la paja. No había consuelo para ellos porque sabíamos que aquello que habían perdido tan tempranamente, no iban a recuperarlo. Tratábamos de darles palabras de ánimo, hablarles con cariño. En la noche, cuando su quejido era constante y lo repetían como un mantra para ahuyentar los fantasmas de la noche, les susurrábamos canciones de cuna para que pudieran dormir. Quica y los canarios entonaban sus mejores cantos, los más sutiles para que se sintieran queridos, arropados por los sonidos y acababan dormidos los tres en un ovillo que enternecía. No debería haber animales tan pequeños alejados de sus madres, privar de una infancia a un animal es como arrancar un brote verde de un rosal y ponerlo en agua, nunca dará rosas.
         
   Los gatos sin embargo, pese a ser jóvenes eran más independientes, la siamesa era bella y perversa, rabiosamente inteligente. Su lengua hiriente no conocía la compasión. Les contaba a los perros historias de terror sobre sus próximos dueños que nosotros tratábamos de desmentir para mitigar el temor de los cachorros y quizá también el nuestro. Era arisca con su compañero al que desdeñaba, no le gustaba que éste pasara junto a ella rozándola, le gruñía y sacaba sus zarpas haciendo el gesto de arañarlo, aunque no llegaba a hacerlo, únicamente cuando mediaba la comida que debían de compartir. Él pese a su aspecto de gato negro pendenciero, era bonachón, le consentía sus desprecios, disculpaba su agrio carácter. Trataba de acariciarla con el lomo y con la cola, quería a través de la dulzura de su pelo suavizar su rencor  con el mundo.
      
      Ella se sentía superior porque decía que podía entender a los humanos, que conocía su lenguaje, incluso presumía de haber entablado conversación con uno de ellos. Yo nunca le dije que podía entender también lo que hablaban, me parecía una amiga peligrosa aquella gata que escondía tras sus ojos azules un velo de maldad. No acababa de creerla porque no concebía la conversación entre un humano y un gato como algo posible.
            
 Pienso que ese desprecio a los demás era posiblemente un mecanismo de defensa, un escudo frente a los golpes que la vida le había dado. Es posible que el humano con el que mantenía conversaciones hubiera sido el motivo de su comportamiento perverso. Ahora que conozco a los humanos, los creo capaces de convertir al más dócil de los animales en un ser malvado, en un asesino.
            
 En cualquier caso fue una relación breve, porque la compraron en los primeros meses y no lamentamos su pérdida. El gato negro se quedó sólo en aquella vitrina, junto con los perros separados por un cristal. Que la hubieran elegido a ella no había sido solamente un signo de desprecio a su persona, prefiriendo la belleza a la calidez de su tacto, a su ronroneo dulzón y complaciente. Echaba de menos a aquella hermosa gata a la que pese a sus desprecios amaba. Nunca lo dijo, no quiso reconocerlo, pero tras su partida se volvió melancólico, huraño. Los maullidos eran de dolor y de llamada. No tenía ya compañera y su amor se fue transformando en amargura. Ya no encrespaba el lomo para dejarse acariciar sino amenazante. Sus ojos mostraban el rencor y daba realmente miedo. Si no hubiéramos visto como había sido, compartiríamos el temor a los gatos negros. Pero su alma seguía siendo pura a su pesar y no podía dejar de ronronear a los perros para mitigar su temor, se restregaba sobre el cristal que servía de separación. Creo que si los hombres nos entendieran, habrían colocado a nuestro gato junto con los perros para que los cuidara y ello hubiera sido un bálsamo para su dolor y un consuelo para los desamparados cachorros. Pero esa pretendida enemistad entre perros y gatos mantuvo a nuestro amigo en la más triste de las soledades, incubando la pena hasta que esta se convirtió en un cáncer que no podía ser amputado como lo fue el tumor del jilguero. Su obsesión era escapar de la tienda para buscar a su gata, amarla, entregarse a ella. Incluso para que ella lo humillase. Su único objetivo era el amor y pese a ello la negrura de la maldad iba apoderándose poco a poco de su alma. El amor como veneno se había introducido en su sangre y ocupaba todo su ser. El sentimiento más puro, el más desinteresado, el que era capaz de hacer que renunciase a su propia identidad. El amor en estado puro, salvaje, lo iba hundiendo en un pozo de ofuscación del que sólo veía una salida. La huida. Lo fuimos perdiendo en esa carrera hacia la nada, en su locura de amor.

            Una  tarde llegó una cliente interesada por él, se dejó querer, recobró su antigua dulzura para que lo tomaran en brazos y cuando se sintió seguro, sacó sus garras, arañó a la mujer y escapó por la puerta, salió de nuestras vidas sin mirar atrás. Estoy seguro que hubiera querido despedirse de los cachorros, decirles que estuvieran tranquilos que él se cuidaría y algún día se encontrarían en un parque y podría correr y revolcarse por la hierba. Pero salió como una exhalación, con la elegancia y la velocidad de un felino. Oímos el grito de dolor de la mujer, el del hijo del dueño de la tienda, el grito de sorpresa del hombre que en ese momento entraba por la puerta y que permitió a nuestro amigo elegir ese preciso instante para cambiar su destino. Oímos después un claxon, varios frenazos y el ruido seco que ocasiono la colisión de dos coches. Se sucedieron como una cascada de sonidos que hacían presagiar el peor de los augurios, todos los pájaros callamos con las plumas erizadas, los conejos se quedaron inmóviles, los perros aturdidos se miraban entre ellos sin entender lo que pasaba y se pusieron a ladrar. A continuación el movimiento se recuperó en la tienda. Javier el hijo del dueño se asomó, un murmullo creciente iba convirtiéndose en el único sonido que podíamos oír. Lo único que nos preocupaba era nuestro amigo. Oí como comentaban que el gato había cruzado la calzada y había escapado hacia los callejones. Tuve que mentir a mis compañeros diciéndoles que vi a través de la ventana como nuestro amigo había salido indemne del accidente, no podía reconocer que lo había oído de las conversaciones de los clientes. La prueba definitiva  era que si hubiera muerto traerían el cadáver a la tienda. Todos tuvimos en ese momento la certeza de que encontraría a la gata siamesa y que la haría comprender la grandeza de su amor, lo imaginamos ya para siempre unido a ella.

            Javier se ocupó de la mujer que había arañado en su huida nuestro compañero. Eran pequeñas lesiones superficiales. Se disculpó, las limpió con un antiséptico del botiquín. Todo volvió a la normalidad. La tienda quedó de nuevo vacía y en silencio, todos teníamos nuestro pensamiento en los gatos que ya añorábamos, apenas darnos cuenta de que nuestra separación era definitiva.

            ¡Ostias! ¡Joder! 

            Esas fueron las palabras que me sacaron de mi soliloquio. Era Javier que tras despedir amablemente a la señora arañada había cerrado la puerta dispuesto a ajustar las cuentas de aquellos que mordíamos la mano del amo que nos daba de comer. Estaba furioso e impotente, sin saber contra quien dirigir aquella ira. Se le había escapado un gato, había quedado como un imbécil ante la cliente que también había huido y quién sabe si volvería. Caminaba  por la tienda, resoplando y mirándonos como para buscar un culpable que pudiera asumir el papel de víctima propiciatoria. Pero todo se esfumó como un suspiro, cerró los ojos y cuando los abrió ya era de nuevo él.

            Javier es el hijo del dueño de la tienda, en realidad el verdadero responsable del negocio. Cuando surgía un contratiempo que rompía el equilibrio perfecto de su mundo tranquilo, se transformaba. Se trasmutaba a un ser distinto, más atractivo, perdía de pronto la linealidad de su carácter comedido y bisoño, para tomar por breves momentos la severidad de un general en campaña. Tras la batalla con el mundo aparcaba sus armas y se prometía a sí mismo no retomar el combate, firmaba humillantes tratados de paz asumiendo la derrota que sólo existía en su ánimo. Era un hombre bueno, pero no apto para medirse en  la pelea por ocupar un lugar destacado en la sociedad. Prefería vivir en la retaguardia sin tomar parte en la justa, no pretendía trofeos de guerra, ni medallas al valor. Quería pasar por la vida siendo el escudero y no el señor que desafiaba sobre brioso corcel a su oponente para ganar el favor de la dama. Para esa ficción de héroe ya tenía los incruentos episodios de su mundo imaginario.

             Era una persona afable, que sentía verdadera pasión por los animales. No tenía estudios superiores, no había querido estudiar pese a la insistencia de su padre. Ello había constituido el mayor escollo en sus  relaciones. El padre, un hombre viejo que se había hecho a sí mismo, que había conseguido forjarse un futuro en unas circunstancias difíciles, siempre deseó que su hijo tuviera una formación sólida que le ayudase a salir adelante. Javier nunca tuvo vocación por estudiar. No es que fuera un calavera de los que sólo piensa en divertirse con los amigos. Estudió  bachiller sin pretensión de continuar los estudios ni destacar. Sin embargo era un amante de los libros, leía apasionadamente, lo veíamos devorar los libros durante los tiempos muertos en la tienda, cuando no había clientes y no tenía que reponer estanterías o arreglar el almacén. Se sentaba apoyado sobre el mostrador y se le veía perderse en los mundos fantásticos de aquellas ventanas de papel que se abrían al mundo. Aquellos tesoros que descubría en la mayor de las soledades, pasando las hojas como para encontrar un nuevo cofre cargado de monedas en la siguiente página. Cómo envidiaba yo esa posibilidad de adentrarme en mundos ajenos, en vidas de otros a través de la lectura. Porqué injusto reparto de dones se me excluía del placer de viajar al infinito a través de las palabras escritas que no podía descifrar. 

            Podía ver la televisión de la tienda, era como mi libro parlante, me permitían como a Javier salir al mundo sin moverme de la jaula, pero en mi caso me resultaba un mundo de extraños. Casi siempre veíamos reportajes de Naturaleza. Cuando estábamos con Trini, la dependienta que ayudaba a Javier, veíamos los seriales, algunas películas y los anuncios de infinidad de artículos que parecían imprescindibles para los humanos. Sus personajes parecían la invención de un perturbado, con sentimientos tan extraños a un periquito como para ellos pudiera resultar la imagen de un pájaro haciendo una crítica televisiva. Las complicadas relaciones entre hombres y mujeres que se hilvanaban en aquellas series me ayudaron a conocer a los hombres o quizás a formarme una imagen desenfocada de ellos. Fui aprendiendo como un colegial aplicado ante el televisor.

            Mis compañeros me veían tan atento a aquella caja que emitía imágenes y sonido que me creían hipnotizado ante aquel infernal aparato, como los mosquitos que giran alrededor de las bombillas. Sólo Quica me dejaba escapar de nuestro recinto acompañando aquellos personajes de ficción que cabían en un pequeño cuadrado. A veces me preguntaba qué es lo que ocurría en aquellas interminables peleas de hombres y mujeres que discutían a gritos y se amaban como posesos casi al mismo tiempo.      Cuando le contaba al oído las perfidias y los romanes de aquellos héroes de pacotilla, siempre exclamaba asombrada: ¡humanos!    
            Nadie es capaz de reconocer al diferente como diferente sin que tenga que mediar un sentimiento. A veces la solidaridad, el amor, la bondad, la generosidad permiten que lo anómalo de otros, sea aceptable si no entendible. Otras veces la indiferencia, el egoísmo, incluso la cerrazón en los argumentos hacen del diferente, distinto e irreconciliable con uno mismo, pero permiten su existencia. Quizá la verdadera integración del diferente sería dejar de verlo como tal. Entender que existen otros modos de ver la realidad, otros principios, otras actitudes frente al mundo. Una especie de Ley Moral universal cuyo principio único sería la ausencia de maldad. Todo aquello que no esté dirigido a dañar a otro es admisible. El mismo principio que aceptaríamos para nosotros debería tener una aplicación general. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Esa máxima que sostienen todas las religiones humanas, que en su simpleza encierra todo el código moral necesario para vivir.

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