“Cuando
te sientes, aprovecha para pensar dónde quieres ir al levantarte”
En
los largos meses que pasamos en la tienda después de estos acontecimientos la
vida pasaba como un río tranquilo desfilando mansamente por nuestros ojos. El
verano fue fatigoso por el calor, llegado el otoño el día se iba acortando, la
luz desaparecía y llegaba el tiempo de las confidencias, de los susurros.
Cuando los tonos rojos de la tarde se iban convirtiendo en sombras, el frío
hacia que nuestros cuerpos se buscaran, que sin pretenderlo nuestros picos
chocaran. En el silencio de la tienda tras cerrar su persiana y sus ventanas,
comenzaba para nosotros el paraíso. Comíamos de la fruta prohibida, rogábamos al
firmamento que no trajera de nuevo al sol. Nos amábamos y conversábamos en voz
baja. Volvimos a tener largas charlas sobre la libertad, sobre el mundo
exterior que ahora materializábamos a través de las imágenes que nos ofrecía el
pequeño televisor de la tienda. A pesar de ver como nuestros sueños eran sólo
burdos bocetos de este mundo maravilloso, ahora no sentíamos la necesidad de
volar fuera de aquel recinto. Allí parecía estar todo lo que necesitábamos. Nos
teníamos uno al otro. Habíamos forjado unas cadenas con nuestro amor y nos
aferrábamos a ellas como si pudieran soltarse y dejarnos libres. Ahora esta
cárcel de conveniencia era un refugio seguro.
Habíamos
renunciado a todos aquellos sueños que predicamos en la pajarera. Nos dábamos
cuenta que aquel discurso ardiente que nos emocionaba y nos daba sentido,
estaba huero. Las palabras, los mensajes, las ideas son inmortales, perduran en el
tiempo, persisten sus resonancias a
través de los recuerdos, pero son capaces como los camaleones de adaptarse,
cambiar de forma y acomodarse a nuestras circunstancias. Pronunciamos
sentencias que parecen definitivas, inamovibles, decimos que son los cimientos
de nuestra conciencia. Luego el viento de la vida les lima las aristas, les
cambia la forma hasta casi no poder reconocerlas y sin embargo pensamos que no
hemos modificado nuestro discurso, que sólo introdujimos matices que son
propios a la experiencia, a la madurez. Las palabras son como obras inacabadas
de un artista, las vamos creando día a día, cada segundo les añadimos una
pincelada para que encajen en nuestra vida, como un traje a medida que
vamos remendando, sacando dobladillos y sisas, para que nos acomode aunque crezcamos o
engordemos.
La
palabra, siempre vuelvo a ella como a mi dios. La venero como el bien más
preciado. Contiene nuestra esencia y va madurando con nosotros. Cada palabra
pertenece a su dueño, al que la pronunció, porque además de su significado,
lleva impreso los detalles que le imprime su señor, su amo. Van creciendo con
nosotros, nos acompañan en el viaje de la vida cambiando a nuestro antojo.
Madre,
amor, libertad, cobran significados diferentes en un niño que en un anciano. La
pronuncian igual, pero cada una de ellas encierra una infinidad de matices
propios. El niño abre los ojos mientras llama a su madre, la busca como un
refugio en la montaña, como al calor del hogar en una noche de invierno. El
viejo cerrando los ojos, pronuncia la palabra madre con un lamento, buscando en
el recuerdo su imagen para que lo acompañe en ese tránsito solitario hacia la
muerte. Hay palabras que tienen tanto poder que invocan por sí mismas los
demonios del mundo o abren las puertas del paraíso.
Todas
las palabras aprendidas en la televisión, todo el conocimiento adquirido en esa
puerta abierta al mundo, no era la única fuente de la que bebí. Aprendí a
conocer a los hombres a través de nuestros cuidadores.
Me
identificaba más con Javier, un ser solitario que no acababa de encontrar su
sitio en el mundo. Un soñador que vivía una existencia ajena al conflicto. En
paz con el mundo y con sus ocupantes, preocupado en vivir su soledad repleta de
seres de ficción, porque ellos no le exigían una posición, un compromiso. No
estaba casado, tenía pocas amistades, o por lo menos no se les veía por la
tienda. No recibía llamadas, no quedaba para cenar o para fiestas. No era un
hombre triste, no se le veía amargado por su condición de excluido, no anhelaba
que cambiase su suerte. Había elegido su forma de vivir, no quería ser salvado
para la causa de los individuos bien adaptados. Los animales y los libros eran
su compañía y las pocas personas que poblaban su universo casero le sobraban
para sentirse acompañado. Con los vecinos mantenía relaciones cordiales, con
los clientes tenía una afabilidad que lo convertía en un hombre educado, con
Trini el trato era el de un jefe compresivo, con su padre había poco trato. Era
un individuo corriente que ocultaba una personalidad nada convencional. Su vida
social se reducía a la tienda pero su vida íntima se extendía hasta los
confines de su espacio imaginario. La felicidad puede estar dentro de uno mismo
y no se necesita ir a buscarla en los demás. La filosofía de Javier se basaba
en la simplicidad, la belleza estaba en la luz, la armonía en el silencio. Le
gustaba admirar los paisajes y las ciudades de los documentales, pero no se
planteaba ni por un instante viajar hasta ellos, le vencía la pereza de romper
el curso calmado de su vida, la confortable cotidianidad, el monótono tic-tac
del segundero que adormece los sentidos. No le conocimos ninguna pareja, hombre
o mujer que acompañase sus días. A sus cuarenta y nueve años había establecido
un modus vivendi que no era ya fácil de cambiar. No es que lo hubiera
planificado, había surgido así, la vida había tomado sus propias decisiones sin
consultarle y él las había aceptado con naturalidad. No existía imposición en
su soledad. En parte su actitud de ermitaño, esa profesión de fe hacia la vida
solitaria lo dejaba en el lugar que eligió del mundo. Su familia éramos
nosotros, su padre, Trini y los animales de la tienda. Cuando traspasaba las
fronteras de la realidad para adentrarse en su reserva natural, los libros, le
esperaban el resto de los seres que constituían su universo.
Su
actitud de inquebrantable ecuanimidad ante los vaivenes de la vida me permitió
forjar una imagen de hombre que más tarde vi que poco tenía que ver con el
común de ellos. Ante la adversidad los hombres son más propensos a buscar
soluciones, culpables, razones que justifiquen sus primarias reacciones. Javier
dejaba que el problema se desvaneciera en el tiempo, se disipara como la
niebla. No necesitaba convencerse que el sol saldría de nuevo en su vida, se
limitaba a seguir su propia inercia, ninguneando el contratiempo, aceptando
estoicamente su sino. “No hay mal que dure cien años” este era su lema, su
égida. Los reveses de la vida quedaban al margen de su atención.
Si
los sinsabores le eran indiferentes, los regalos de la buena fortuna no
conseguían despertar emociones intensas, los aceptaba con idéntica frialdad.
Era inmune al bien y al mal. Podría pensarse que no era humano, pero había
aprendido a defenderse haciéndose el muerto. Había colocado las fronteras de su
territorio alrededor de su persona. Tenía una fértil vida interior y realizaba
escasas incursiones en territorios ajenos. Abría las puertas de su fortaleza a
pocos extraños porque le suponía un esfuerzo tener que compartir con ellos su
tiempo.
Conocí
otros hombres y mujeres que vivían siempre rodeados de una multitud, de
conocidos y extraños a los que deseaban conocer. Necesitaban estar junto a
otros para dar sentido a su existencia, eran ellos porque formaban parte del
grupo. Como si no fueran capaces de existir por sí mismos, como si su propio yo
requiriera de la presencia de otros que levantaran acta notarial de su
presencia en el mundo. A ellos les resultaba capital estar en sintonía con el
medio, cualquier adversidad era un desastre que había que remediar de inmediato
para retomar su vida compartida. De la misma manera los triunfos requerían el
aplauso , el reconocimiento general. No eran más sociables que Javier, porque
en esa interrelación con los demás tenían que existir víctimas y verdugos, deudos
y deudores. Esa intensa vida social provocaba que unas veces fuera el
depredador y otras la presa.
El
ser social compite, busca un lugar destacado en su nicho ecológico
desplazando a sus rivales, el sentido de su vida está en alcanzar la cima de su
pirámide. El ser individual se basta consigo mismo, no porque esté
satisfecho, orgulloso, o porque haya alcanzado la gloria por su capacidad, le
es suficiente sentirse vivo. Es posible que estemos predestinados a
comportarnos como depredadores de nuestros semejantes y el éxito biológico
consista en alcanzar esa supremacía frente a otros en el medio. Pero la
evolución fruto de errores que favorecen la adaptación, debería ver una ventaja
evolutiva en la individualidad. El individuo que piensa para sí mismo y cuyo
fin no es medrar sobre los demás, persiguiendo la propia felicidad puede servir
a otros. En el ser individual hay tanta sociabilidad como en el ser
social, liberándose del principio de la causalidad de la Naturaleza y elevando
a categoría de principio la razón. Esta era la cualidad que yo veía en Javier,
en su capacidad para vivir una vida plena, en paz con su entorno, sin batallas
espurias. Este fue el modelo que yo admiré en los hombres y que como pájaro
envidiaba y deseaba imitar. También aquí llegué a la conclusión de que aquellos
que aparecían como escalón evolutivo más alto estaban lejos todavía de la
perfección.
Aristóteles,
el padre de Javier, era viejo y venía a menudo a visitarnos, cuando lo vi por
primera vez inmóvil, mirándonos, creí que siempre había estado allí como parte
del mobiliario de la tienda, como una mascota más expuesta para su venta. No
podía imaginar que aquel hombre que arrastraba el cuerpo y el alma tirando de
ellos porque no querían seguirle, iba a ser el más importante de los maestros
en mi vida. Merece capítulo aparte la profunda relación que adquirí con aquel
viejo en apariencia inane y silencioso, que se movía entre las sombras de la
tienda y cuya presencia no alteraba el orden natural de las cosas, como si su
existencia no supusiera una mayor carga para el mundo, como si todo lo que
pudiera hacer o decir hubiera sido ya hecho y dicho, siendo innecesaria su
presencia. Aquel espectro me reveló las profundas
verdades de la vida, la esencia de la
existencia, convirtiéndose para mí en el mayor actor de mi vida después de
Quica. Cómo podría haber imaginado que un hombre, que los vestigios de un ser
decrépito, los restos de una vida ya apartada para el olvido, serían quien
abriera la luz de mi pequeña cabeza y me convirtieran en dios de mi propio
universo.
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