Si ahora no tienes tiempo, déjalo para otro rato. Esto es sólo para los momentos de entrevida.
SOLEDAD
A
esa hora la ciudad estaba tranquila. Las calles vacías y los
sonidos del silencio componían una sinfonía espectral. Era el
momento que deseaba para asomarse a la ventana de su duodécima
planta. Desde allí se apoderaba del inmenso espacio de apartamentos,
calles y plazas punteados por las luces del alumbrado. De tanto en
tanto se veían los ojos amarillos de los coches desplazándose a lo
largo de la calle, sorteando las luces rojas, verdes o anaranjadas
que colgaban en el aire ingrávidas.
A veces se quedaba allí
fascinada por el espectáculo de cine mudo donde apenas nada ocurría
y cada pequeño objeto que adquiría movimiento se convertía en
protagonista del escenario. Sumergida en sus pensamientos, pero a la
vez con la mente en blanco, se dejaba llevar por aquel silencio, por
la oscuridad rota, por las luces apagadas, por la vida oculta tras
los muros infranqueables de las paredes. Los apartamentos de enfrente
tenían sus cortinas corridas, pero en ocasiones se encendía la luz
en su interior y se adivinaban figuras moverse como fantasmas.
Sombras que atravesaban espacios cuadrados, desaparecían y volvían
a entrar en escena dejando imaginar lo que había ocurrido en la
habitación contigua. Uno o más personajes que se movían sin
parecer conocerse, pasaban sin apenas rozarse y en ocasiones
colisionaban para batallar o amarse.
Todo sucedía lejos como si fuera un decorado ajeno a su propia vida, ocurría en otros lugares, en otros mundos que no eran el suyo porque en aquel momento que tanto amaba, su mundo estaba a salvo, allí de pie junto a la ventana. Desnuda o con el albornoz si había disfrutado de la lluvia de agua caliente que saboreaba cada mañana al levantarse. En las manos el café con leche humeante que sorbía como la vida a pequeñas dosis, calentando las manos y el espíritu. La noche incluso vista desde la ventana le producía escalofríos, subían desde los pies atravesando su espalda hasta la nuca y allí erizaban el vello. Aquello era sentirse viva. Sentir como el mundo provocaba en su cuerpo sensaciones, despertaba territorios, abría senderos en la mente apagada por el sueño y la devolvía al estado de consciencia que perdería luego en la vorágine de la vida cotidiana.
Todo sucedía lejos como si fuera un decorado ajeno a su propia vida, ocurría en otros lugares, en otros mundos que no eran el suyo porque en aquel momento que tanto amaba, su mundo estaba a salvo, allí de pie junto a la ventana. Desnuda o con el albornoz si había disfrutado de la lluvia de agua caliente que saboreaba cada mañana al levantarse. En las manos el café con leche humeante que sorbía como la vida a pequeñas dosis, calentando las manos y el espíritu. La noche incluso vista desde la ventana le producía escalofríos, subían desde los pies atravesando su espalda hasta la nuca y allí erizaban el vello. Aquello era sentirse viva. Sentir como el mundo provocaba en su cuerpo sensaciones, despertaba territorios, abría senderos en la mente apagada por el sueño y la devolvía al estado de consciencia que perdería luego en la vorágine de la vida cotidiana.
Cada
detalle de aquellas madrugadas, era lo que quedaba en el recuerdo que
le permitía mantenerse a flote; eran los momentos que le daban
impulso para el salto; que servían de amortiguador para los golpes,
de refugio para el resto del día.
Desde
aquel palco presidia el teatro del mundo.
Cuando
descendía por el ascensor, ya amanecido, bajaba a escena y era sólo
uno más de los títeres que poblaba la vida de otros. En la mayoría
de los casos era un personaje secundario y en otros pocos el director
de la obra. En muy pocas ocasiones se veía como actriz, como
protagonista del acto. No sentía el calor del público cuando bajaba
al escenario, sólo el frío de representar un papel ajeno. Incluso
cuando el aplauso estallaba en mitad del espectáculo lo vivía como
extraño a sí misma, impuesto, artificial.
Cada
mañana a las seis y cuarto sonaba el despertador, ponía en marcha
el disco de música que la hacía retornar del seguro mundo de los
sueños. Música suave, nunca las estridencias le habían gustado.
Tonos delicados, armoniosos, de clásicos o modernos, pero siempre
suaves melodías que le dieran el primer impulso para montarse en el
carrusel de la vida. Se quedaba un rato en la cama, dejándose
acariciar por la suavidad de las plumas encerradas en la funda
nórdica, tapándose hasta el cuello y arrebujándose, tratando de
huir del mundo que la esperaba. Deseaba seguir durmiendo, a pesar de
que a esas horas ya estaba saciada de sueño. Tampoco era pereza, esa
resistencia a incorporarse era un ritual más de disfrute de esa
soledad que amaba. No se encontraba aislada en el mundo, pero sólo
ella misma se hacía verdadera compañía. Su cuerpo necesitaba sus
propias caricias, sus ritos solitarios. Su soliloquio interior le
llenaba el depósito de gasolina, suficiente combustible para viajar
después a los lugares comunes dónde se relacionaba con los demás.
Existía ella y el resto del mundo, en ese orden y con una distancia
tan grande entre ambos que requería un esfuerzo llegar hasta el otro
lado del abismo.
La
música primero, las caricias del edredón, el café con leche, la
ventana eran como la oración que cada mañana repetía, el mantra
que movía los engranajes de la voluntad para superar los miedos. Se
vestía despacio alargando los tiempos, lo hacía siempre ante el
espejo del armario en su habitación. Mirándose, acompañándose en
aquel tránsito, admirando aquel cuerpo aún lleno de vida y a la vez
huero de deseos. Se acariciaba un instante al ponerse las bragas y el
sujetador como si fuera un amante saciado, elegía cuidadosamente las
prendas que vestiría. Colores sobrios, pastel, prendas rectas,
elegantes, con clase, sin estridencias (como sus músicas). Se
miraba, comprobaba el efecto, le hablaba al espejo como si conversara
con una amiga a la que pidiera consejo, prolongaba aquellos tiempos
para tomar aire antes de la inmersión.
A
las siete y media salía por la puerta, no empezaba a trabajar hasta
las nueve pero acostumbraba a ir a pie hasta la oficina con una
parada en un café que hacía esquina entre la calle
del paraíso y la
calle del infierno,
el bar se llamaba el
purgatorio.
Allí tomaba su desayuno de tostadas con mantequilla y mermelada y un
café, observando el mundo desde la cristalera.
Era una voyeur profesional. Cada mañana la excusa del desayuno le permitía escrutar la vida de otros, desde primera línea, desde el palco proscenio del tablado en que nos movemos a diario. Su aire distraído, su actitud indiferente, su natural mimetismo la hacían transparente. Creía ocultarse envuelta en su capa de normalidad, pensaba que era invisible, que espiaba el mundo de incógnito desde aquella mesa del bar. Miraba como sin pretenderlo a la pareja que se sentaba enfrente, a la mujer que pasaba a buen paso por la acera, al viejo insomne que paseaba el perro desde hacía una hora y ya volvía a su casa. Entraba en la vida de todos ellos e imaginaba sus historias, las creaba como si fueran personajes de su propia vida. Les daba forma, los relacionaba, los movía por el escenario de su imaginación y los hacía sus compañeros mientras bebía el café.
Era una voyeur profesional. Cada mañana la excusa del desayuno le permitía escrutar la vida de otros, desde primera línea, desde el palco proscenio del tablado en que nos movemos a diario. Su aire distraído, su actitud indiferente, su natural mimetismo la hacían transparente. Creía ocultarse envuelta en su capa de normalidad, pensaba que era invisible, que espiaba el mundo de incógnito desde aquella mesa del bar. Miraba como sin pretenderlo a la pareja que se sentaba enfrente, a la mujer que pasaba a buen paso por la acera, al viejo insomne que paseaba el perro desde hacía una hora y ya volvía a su casa. Entraba en la vida de todos ellos e imaginaba sus historias, las creaba como si fueran personajes de su propia vida. Les daba forma, los relacionaba, los movía por el escenario de su imaginación y los hacía sus compañeros mientras bebía el café.
Aquellos dos jóvenes que veía
a menudo siempre sentados en la mesa del fondo, donde la ventana se
trasformaba en muro. Allí los veía casi a diario sonriéndose,
diciéndose cosas al oído, murmurando palabras de amor que aunque no
le llegaban, podría repetir casi con la certeza de no equivocarse. “
Cariño te esperaré en el parque cuando acabe la clase de inglés,
tengo una sorpresa para ti – venga dime que es – imposible, no
sería una sorpresa, pero se que te va a gustar- porfa – no
insistas- venga... porfi” y se besaban suavemente en los labios y
él la besaba en la mejilla, llegando hasta el lóbulo de su oreja,
dejando allí una mezcla de beso y mordisco. Un escalofrío, un
erizarse el vello, una sonrisa cómplice y un reproche en los labios
y en la mirada de ella. Aquellos estudiantes que gastaban su pequeño
presupuesto en aquel desayuno y compartían no sólo el café con
leche, si no la ilusión de lo que está por construir. Esos dos
jóvenes que dejaban testimonio de su amor o su ternura o quizá del
deseo aún no realizado de yacer en una cama, de arrancarse la ropa,
de comerse a besos, de saciarse de placer. Y en preciso instante en
que se besaban pasaba la mujer cargada de bolsas, captaba ese gesto,
detenía apenas el paso y pensaba para sí donde quedaron sus besos. Los que su marido le daba en el parque, el mismo parque donde se
habían citado los amantes. Por un momento aparecía en su rostro la
sonrisa del deseo, del recuerdo cálido de una boca sobre sus labios.
Apretaba después de nuevo el paso pensando en que tenía que
entregar aquellos paquetes y volver a casa para llevar a los niños
al colegio. Ojalá su marido los tuviera ya vestidos y desayunados. Y
el viejo con su perro que tironeaba de la cinta para poder oler el
tronco de un árbol y depositar después su señal, volvía la cabeza
justo en el momento en que veía sonreír a la mujer. Ya era madura
pero que cintura, que garbo al andar, quien tuviera treinta años
menos para decirla un requiebro, con educación pero con intención.
Porque se veía claramente como esa mujer era de las que hacen feliz
a un hombre, con sus caricias, con sus susurros. Ahora él se
conformaba con las carantoñas y los ladridos de Linda, pero la vista
no envejece y él sabía distinguir una buena hembra.
Todo transcurría delante de
ella, para que pudiera verlo con la claridad con que se pueden ver
los sueños, en la intimidad de sus tostadas y su café. Dejando que
los ojos pudieran llenarse de imágenes, pero permaneciendo al
margen, en el anonimato de la soledad. Pagaba su desayuno y salía de
nuevo a la calle para acabar su trayecto hasta la oficina. En este
segundo tramo el paso era más lento, como si no hubiera repuesto
energía sino que la hubiera perdido en algún esfuerzo titánico.
Atravesaba el parque en que más tarde los amantes se verían, los
árboles de siempre, testigos mudos de tantas historias. Caminaba por
la acera observando a su alrededor, a veces se encontraba con alguna
mirada furtiva de otro andante solitario de la vida. Había sido sólo
una impresión o puede que aquella pareja de jóvenes estaban
hablando de ella. Imposible. Ella era de cristal, su persona una
entelequia, su figura un sueño. Su cuerpo era lo único que podía
despertar alguna atención a su alrededor, quizá el viejo también
la había visto mover su cintura y amagaba su piropo de hombre.
Retrasaba su llegada al
trabajo, aunque nunca había llegado tarde. Era metódicamente
puntual, se podría decir que siempre entraba en escena en el momento
que le correspondía. Cuando atravesaba el vestíbulo de aquel
edificio nuevo, de pulidas paredes de mármol, comenzaba su
representación diaria. Se levantaba el telón de su espectáculo. El
portero la saludaba.
-Buenos días señora directora
-Buenos días.
Y atravesaba aquel espacio
vacío, resonando sus pasos en el aire, hasta llegar al ascensor. Se
abría la puerta metálica con el sonido del timbre y la luz que
iluminaba el número cero. Aquella escena que repetía cada mañana
no dejaba de producirle cierta angustia. Entrar en aquella caja
vertical que ascendería hasta la última planta, le producía la
sensación de haber penetrado en un ataúd que se elevara hasta el
nicho que tenía asignado. La voz femenina que anunciaba la planta no
mitigaba su angustia, con un tono monocorde y un acento extranjero,
la hacía sentirse incomoda. Cerraba los ojos, respiraba una vez más
y se cargaba de fuerza antes de que la voz grabada anunciara su
planta y se abriesen las puertas dejándola en medio del verdadero
escenario, donde debía interpretar su papel.
El
espacio al que accedía era su jurisdicción, su dominio. En él era
la dueña absoluta, ostentaba el título de reina, de directora
gerente. Todo aquel lugar que se llenaba de mesas y estantes, de
hombres y mujeres, de ordenadores, fotocopiadoras, faxes, todo estaba
bajo su égida. Aquel territorio compuesto por tabiques incompletos
que delimitaban cubículos abiertos, formaba un largo pasillo que
llevaba directamente a su despacho. El recinto último, el sancta
sanctorum
donde el sumo sacerdote impartía los preceptos de la fe. Allí se
decidía qué sería publicado en el semanario, qué temas de la
actualidad eran noticia y cuales pasarían al anonimato, al silencio
del olvido. Ella recorría el pasillo con una amplia sonrisa,
repartiendo saludos, respondiendo a los buenos deseos para el día.
No es que le molestara su presencia, pero su único deseo era
atravesar aquel lugar y resguardarse tras su muralla. En su despacho,
cerrado al espacio interior de la planta, se abría un ventanal hacia
el mundo. Un nuevo cristal por el que poder ver la vida, a salvo de
lo externo, en la intimidad de su única compañía. Allí se sentía
como en una isla. No una isla pequeña de naufrago en la que sentarse
a esperar señales del cielo o del agua. Su isla era grande y
salvaje, en medio de un inmenso océano en el que perder la mirada.
Con unos acantilados desde donde escuchar el bramido del mar
rompiendo contra la roca, se imaginaba paseando desde lo alto cerca
del precipicio, sintiendo el viento sobre la cara, invitando a
dejarse llevar hacia el vacío. Esa era para ella la percepción de
estar viva, la sensación de estar sola, abandonada en la naturaleza,
defendiéndose de la vida y aferrándose a la vez a ella.
En su despacho, la mesa estaba
de espaldas a la ventana. Cuando trabajaba necesitaba ausentarse del
mundo real e introducirse en otra ventana al mundo inmaterial que
aparecía en la pantalla de su ordenador. Donde se sumergía y
buceaba, donde convertía las noticias en historias. Desde donde la
realidad toma forma en escritos y fotografías, en pruebas de vida.
Nada existía si no era noticia, al menos nada importante para el
mundo. Ella pensaba que sólo aquello que era protagonista de la
actualidad era una realidad palpable. Sólo lo que se podía ver
impreso en los rotativos, lo que era filmado en los documentales o
grabado en los estudios era real. Esa realidad era regurgitada
después de ser digerida y remodelada por la maquinaria de la prensa
para ser entendida y asimilada. Ella formaba parte de ese proceso
trasformador, parte del engranaje, del inframundo necesario para dar
cuerpo a la realidad. Los protagonistas eran siempre otros. Vivían
en un mundo ajeno al suyo.
El ordenador era la ventana al
mundo sustancial, al presente verdadero. El gran ventanal de cristal
un mirador en el que perderse y crear una ilusión, una fantasía, un
ensueño. Era la ventana de un futuro incierto e irreal. Pero en
aquel despacho de directora gerente existía una tercera pequeña
ventana en la que podía asomarse, y pese a su reducido tamaño era
donde con más facilidad acababa perdiéndose. La ventana del pasado.
La fotografía de Carlos
enmarcada en plata, labrada con motivos florales, rompía la estética
funcional y minimalista de aquel recinto. Se veían dos jóvenes
abrazados, sonriendo y mirando a la cámara, esperando el disparo del
flash, desafiando el tiempo, ajenos a todo lo que estaba fuera de
ellos. Podía recordar perfectamente los detalles de aquella imagen.
Su viaje a Praga en pleno invierno, decidido en el último minuto con
la excusa increíble de tomar las fotografías y cubrir la noticia de
la Revolución de Terciopelo y una entrevista con el mismo Václav
Havel. En su viaje no se plantearon ni por un momento la dificultad
de acceder al escritor ya convertido en líder de aquel Foro Cívico.
Nada
más llegar se vieron inmersos en el movimiento reformador de un
sistema caduco, fracasado. Un elefante que se movía ya a
trompicones, y se sintieron partícipes del momento. Aquella era la
realidad, el presente que ocupaba las portadas de los diarios, los
titulares. Y lo mejor es que compartían ese protagonismo con su
amor, su inagotable amor, su indestructible amor. En el frío de las
calles, pisando la nieve, sentían el calor de sus cuerpos jóvenes
capaces de derretir el acero del muro que dividía Europa. Su
ideología intacta, beligerante. El heroísmo de los ilusos, la
fuerza de los que creen en la razón, el sueño de los que ven un
futuro nuevo. Todo les indicaba que aquel viaje sería el punto sin
retorno de un cambio que afectaría también a sus vidas. Les daría
el impulso para meterse de lleno en el mundo del periodismo en que
andaban bregando como becarios, como periodistas de ocasión y como
freelancer
de escaso éxito. Vivieron en la segunda Primavera de Praga como su
propia primavera. Carlos disparaba carretes de instantáneas en
blanco y negro que llenaron después los cajones, pero que en aquel
momento parecían estar destinadas a ser como el disparo que acabaría
con la tristeza de una sociedad con deseos de abrirse. Aquellas
fotografía que revelaban juntos y miraban en la cama después de
amarse. Fotografías que pasaron a ser imágenes de su propia vida,
porque en aquel cuarto de pensión que alquilaron cerca de la plaza
Wenceslao tomaban cuerpo, se hacían reales. El frío de la
habitación, no congelaba sus ansias, no era suficiente para
mantenerlos vestidos. Entraban en su habitación tras haber asistido
a una asamblea o una manifestación, tan entregados a la lucha que
iniciaban un combate que siempre finalizaba en tregua o en victoria y
cuyos únicos vencidos eran los cuerpos yacientes, agotados. Fueron
tiempos de pasión y fueron tiempos de acción. Cada mañana se
encontraban con otros periodistas, con corresponsales de medios de
comunicación de todas partes del mundo que como ellos se habían
congregado en aquel país para dar testimonio de la verdad. Buscaban
contactos en los círculos literarios, en los cafés, en las
redacciones, para encontrar la ocasión que les brindase la noticia,
la exclusiva. Durante el mes mas intenso, durante el más cálido
invierno que recordaban, habían trabajado incansablemente sin asomo
de agotamiento. Soledad escribía artículos, entrevistas callejeras
con los protagonistas del movimiento. Carlos fotografiaba aquella
realidad única y veía a través de su objetivo un mundo
esperanzador. Enviaban las crónicas y fotografías al periódico con
la misma pasión que los intelectuales escribían las cartas y los
discursos. Algunas veces veían parte de su reportaje publicado y eso
les daba renovada fuerza, una inagotable energía para seguir en la
búsqueda de la noticia definitiva. En aquel tiempo también creían
que sólo lo que aparecía en las primeras páginas podía decirse
que era real. Lo que las cámaras mostraban era lo auténtico. Nada
de lo que ocurría fuera de la noticia tenía interés, no era
relevante. Ellos se sentían en el vórtice del mundo, ahí donde
todo cobraba vida. Praga estaba cubierta de nieve, pero el frío no
helaba las sangres, hervían los estudiantes, cantaban y gritaban en
aquellas calles blancas. Podía olerse el perfume de la revolución,
un olor acre y dulzón que impregnaba todo, incluso las palabras.
Vivieron en el huracán de la emoción y las Navidades en aquel lugar
fueron el tiempo más fructífero de sus existencias.
A veces en la vida buscamos el
sentido de nuestra existencia en las calles que atravesamos, en las
avenidas y las plazas; y nos sale al encuentro cuando estamos
doblando la esquina de un callejón al que no habíamos prestado
atención. A veces lo que habíamos anhelado, el sueño que siempre
perseguimos, nos es ofrecido casi sin merecerlo, sin disputarlo.
Porque la vida no lleva la cuenta del esfuerzo, no esta pendiente de
cada uno de nosotros, transcurre a su ritmo y sin detenerse. A su
paso va dejando pedazos y algunos encajan en nosotros como la pieza
que nos faltaba, como si fuéramos un puzzle incompleto.
En aquella cervecería donde la
cerveza negra hizo que las lenguas y las almas se unieran. Aquel tipo
que llevaba su cámara, como tantos otros, cambió sus destinos de
repente. La fotografía lo aproximó a Carlos, ambos se mostraron las
instantáneas tomadas como reliquias, como trofeos y en aquel
cambalache de emociones regadas por la espuma de la cerveza,
endulzada por su sabor a regaliz, se fueron haciendo uno. En aquel
duo cabía perfectamente Soledad. Tres en uno, la divina trinidad que
conjuraba todos los dioses y los convertía en la unidad. Igual que
ocurría en la calle, una multitud que se resumía en una idea, mil
corazones que latían a un mismo ritmo, millones de individuos
convertidos en un sólo hombre, en una mujer; con el deseo profundo
de cambiar la maquinaria estropeada, monstruosa y pestilente que era
aquel régimen caduco.
Petr no era periodista, era un
filósofo o quizá intelectual o sólo un hombre, un político
comprometido, disidente, traidor, le habían llamado de tantas
maneras que ni él mismo sabía que era. Un idealista que desde
dentro había conocido la perversión del sistema y quería
cambiarlo. Amigo personal del líder y que les franqueo el paso hasta
la misma médula de la revolución. Les invitó a ser espectadores de
primera fila de aquellos hechos históricos. Le prometió a Soledad
una entrevista con Václav y a Carlos fotografiar el momento desde la
mejor perspectiva. Aquel final de año, el 31 de diciembre de 1989
iba a ser el comienzo de una nueva época, se abrían caminos nuevos
y fascinantes.
Tomaron las uvas en su cuarto
sintonizando radio nacional que retransmitía las campanadas. No
pudieron dormir, se amaron como si el día siguiente fuera el fin del
mundo. Quedaron embriagados, adormecidos bajo los efectos de la
emoción y el alcohol.
El uno de enero, estaban allí
formando parte de la historia, en medio de todo aquella multitud, en
el epicentro del mundo. No había un día de Año Nuevo en otro lugar
que tuviera el significado de aquel. Y ellos como destacados
corresponsales se encontraban en el lugar asignado a los elegidos
para trasmitir el mensaje revolucionario de un visionario, de un
hombre harto de oscuridad. Un líder ahíto de una Creación al
servicio del hombre y no del estado, convencido de la necesidad de
recuperar los valores de la Humanidad, nuestra relación con la
Eternidad y el Infinito. Una revolución en la esfera del espíritu
humano, universal, regeneradora. Oyendo como Václav Havel
pronunciaba quizá su mas importante discurso tuvieron la sensación
de que ellos tenían también un lugar en el conjunto de hombres y
mujeres, de jóvenes, de niños que se agolpaban en la plaza del
Castillo, frente a aquellas verjas de hierro fundido. Se sintieron
integrados en aquel Universo, como individuos pero a la vez como
parte de un todo. Una pieza de la máquina humana que ahora se
encargaría de romper las viejas y corruptas instituciones para hacer
surgir un proyecto renovador.
“Vivimos
en un entorno moral contaminado. Nuestra moral enfermó porque nos
habíamos acostumbrado a expresar algo diferente de lo que
pensábamos. Aprendimos a no creer en nada, a hacer caso omiso de los
demás, a preocuparnos sólo por nosotros mismos.
Conceptos
como amor, amistad, compasión, humildad o perdón perdieron su
profundidad y sus dimensiones, y para muchos de nosotros pasaron a
representar tan sólo singularidades psicológicas. Nos parecían
recuerdos extraviados de una época ancestral, algo ridículos en la
era de las computadoras y las naves espaciales.
Sólo
unos pocos fuimos capaces de alzar nuestras voces para gritar que los
poderes nunca deberían haber sido todopoderosos; que las granjas
especiales, que producen alimentos ecológicamente puros y de la
mejor calidad sólo para esos poderes, deberían haber enviado sus
productos a escuelas, hogares infantiles y hospitales, ya que nuestra
agricultura era incapaz de ofrecérselos a todo el mundo.
….......
No nos
equivoquemos: el mejor gobierno del mundo, el mejor Parlamento y el
mejor presidente no pueden lograr mucho por sí solos. Sería igual
de erróneo esperar un remedio general que tan solamente procediera
de ellos. La libertad y la democracia implican la participación y,
por tanto, la responsabilidad de todos nosotros. Si somos conscientes
de esto, todos los horrores que heredó la nueva democracia
checoslovaca dejarán de parecernos tan terribles.”
Luego
vino su entrevista con Vlácav Havel en quien el mundo tenía fija su
mirada. Se vio frente a un semidios que fascinaba con sus palabras,
que embriagaba con sus ideas. El presidente era ahora, merced a la
casualidad, a Carlos, a Petr, a la paradoja del destino, su medio
para ser escuchada por todos. Su exclusiva la proyectó por encima de
sus propios sueños. Inicio un viaje cuyas consecuencias no podía
prever. Soledad se convirtió en una periodista de nivel. Carlos
consiguió vender también sus fotografías.
Pero en
marzo cuando la primavera daba su comienzo, la noticia de la nueva
Primavera de Praga ya no ocupaba las portadas. El sueño de una
realidad dormida para la prensa, aunque en la calle siguiera tan viva
como lo estuvo en enero, hizo a Soledad innecesaria en aquel lugar.
Le habían ofrecido un puesto en un prestigioso periódico español.
Carlos
tenía que quedarse, aún veía muchas imágenes que retratar de
aquella realidad, que pese al silencio de la prensa internacional,
palpitaba con furia. No era una separación, sólo era una pausa en
el tiempo. Nada podría robarles ese amor desbocado que se tenían y
que en Praga se había convertido en roca.
La niebla
que ya sólo en las mañanas inundaba la ciudad, vino esa tarde a
despedirlos en el aeropuerto. Una niebla oscura, mojada, fría como
un mal presagio. Una niebla que dejaba tras de sí el silencio porque
lo absorbía todo. Un manto de llanto gris que les encogía el alma.
Se encontraron por primera vez solos, abandonados en aquel lugar
ajeno. Se descubrieron mirándose y una sombra de duda atravesó el
espacio. No supieron si era un rayo de luz o un parpadeo, pero se les
erizó el vello y sintieron el escalofrío del miedo. Aquella tarde
sufrieron la primera puñalada del desamor sin poder darse cuenta de
ello.
En aquel
aeropuerto de pasillos sucios, papeleras llenas y oscuras manchas en
las paredes y hasta en los cristales, pasó el fantasma de la
desolación. Soledad llevaba un traje pantalón con un abrigo hasta
las rodillas, de corte clásico. Él siempre informal, con su
vaquero, camiseta, cazadora militar y su palestina al cuello.
Parecían tan diferentes que no costaba pensar que la vida les
llevaba por caminos paralelos, que sólo convergían en los cruces.
Sin embargo su beso de despedida, interminable, agónico, contradecía
aquella apreciación. No deseaban separarse, temían que ese amor
sagrado que compartían pudiera desvanecerse cuando sus labios se
alejaran. Su abrazo era un grito de rabia frente al destino que les
impedía seguir unidos. Permanecieron pegados sin hablarse, sintiendo
el calor, el aliento de ambos sobre el rostro, un tiempo indefinido
que se prolongaría en sus mentes hasta el último de sus días.
Hay
momentos en la vida donde el tiempo se detiene, tomamos una imagen,
una fotografía del instante y la añadimos al álbum de recuerdos
imborrables que nos acompañan siempre. Esos olores, esas
sensaciones, esas imágenes son el equipaje con el que llegamos hasta
las puertas de la muerte. Son las verdaderas riquezas que acumulamos
a lo largo de la vida. Estas instantáneas que algún día parecieron
intrascendentes, como puntos de luz en un día claro, se hacen
imprescindibles. Es el azar, el capricho de un dios perverso o una
conexión eléctrica neuronal reverberante lo que las hace
imperecederas, lo que las consagra a la eternidad. La inmaterialidad
de lo eterno, aquello que nos es insustituible, lo que para cada cual
es la esencia misma de la vida, es sin embargo insignificante en el
cosmos. Somos tan pequeños, tan poco relevantes en el Todo, que nos
debería bastar vivir para sentirnos satisfechos. Sin pretender dejar
huella de nuestro paso. Pero qué sentido tendría el Universo si
cada una de sus criaturas no fuera única, un universo en sí misma.
El tiempo que vivimos es para cada uno el único tiempo, nuestro
mundo es el único mundo real y por ello no podemos dejar de vernos
como dioses o quizá verdaderamente lo somos. Todo gira en torno a
nosotros porque ese momento nos pertenece.
Ninguno
de los dos podía renunciar a la oportunidad que la vida les
brindaba, pero maldecían que fuera necesario alejarse, caminar en
direcciones opuestas.
-Piensa
en mí
-A cada
momento, mi amor.
-De
verdad no crees que debería quedarme.
-En
absoluto, tu sitio está allí, tienes que ir y demostrarles cuanto
vales, yo iré en cuanto pueda.
-Por
favor no tardes, te necesito. Somos un equipo, somos los ojos y la
palabra.
-Tu eres
la voz y yo sólo tus ojos. Quieren escuchar lo que tienes que
contar.
-Pero lo
que yo cuento no tiene sentido sin tus imágenes. Van juntas,
ensambladas son la verdad, por separado sólo una opinión.
-Cuando
llegue tu estarás ya situada y podrás ayudarme a hacerme un lugar.
Te necesito allí, no puedo irme ahora, hay demasiadas fotografías
que aún no he tomado.
Las
palabras fluyen como el agua de un torrente cuando existe el amor. El
desamor, el olvido, levanta un muro de silencio. No se encuentran las
sílabas que deben ser pronunciadas, se pierde el impulso para
decirlas. Por eso ni un momento dejaron de hablarse mientras Soledad
se alejaba y entraba en el control policial. Cuando atravesó la
puerta que daba acceso a las salas de embarque se desmoronó como un
castillo de naipes. Cayeron de sus ojos las lagrimas de la soledad.
Allí acudió el desconsuelo a hacerle compañía. Habían emprendido
aquella aventura juntos, la habían vivido como una luna de miel
inolvidable. Ahora sin embargo debían separarse porque el sueño que
perseguían parecía indicar que aquel era el camino. Pero acaso el
sueño podía obrar contra natura y romper aquella unión que era la
esencia misma del proyecto. En cualquier caso había dejado que
Carlos la convenciera de la necesidad de responder a la propuesta de
trabajo más que generosa y en la que de momento sólo cabía ella.
Carlos tenía razón, ella sería el agua que abriría el camino de
ambos. Su trabajo consistía en crear un espacio suficiente para los
dos y en aquel espacio construir luego la habitación común en la
que serían de nuevo felices.
Nada es
lo que parece, o no sabemos verlo. Quizás miramos y nos engañamos
porque nos interesa, puede que la vida se disfrace a veces de hada
cuando no es más que la bruja mala. La verdad está oculta y vive en
los subterráneos de la mente pero no siempre encontramos las
antorchas que iluminen los pasadizos y las oscuras celdas. El
trabajo, la cotidianidad, la mecánica existencia adormece los
sentidos y permite el paso monótono de la vida. Sólo las piedras
del camino son a veces capaces de despertarnos. El dolor de la caída
es un estímulo mayor que el goce del beso, que si acaso, anestesia
los reflejos. En aquel nuevo trabajo no tenía tiempo para mirar
atrás porque había un futuro prometedor. Había surgido una
oportunidad imposible de rechazar. Ella escribía y pensaba en esa
realidad que se cruzaba por delante, describiéndola, llenándola de
adjetivos, de frases brillantes que la hacían más creíble y real.
El periodismo es como la novela de la vida cotidiana, consiste en
contar aquello que ocurre, recreando los detalles, dándole a los
personajes un papel que interese, que atraiga al lector y lo someta a
la acción. La noticia debe ser un obra literaria de consumo rápido,
porque se diluye rápidamente en el tiempo. Su presencia es casi
siempre efímera, pasa con rapidez su frescura, por ello debe
ofrecerse ya digerida para que al público no le empache. Así cada
día necesitaba reinventarse construyendo verdades vendibles. Soledad
miraba el mundo con ojos rapaces, atrapando todo lo que ocurría.
Enfrascada en la misión de ser testigo, no podía abstraerse de su
propio mundo.
Se perdía
en el tiempo y se alejaba de sí misma. Praga quedaba cada vez más
lejos y con ella Carlos, que se había convertido en una voz al otro
lado del teléfono. Al principio no podían cortar la conferencia,
era demasiado doloroso dejar de oír el sonido del amor, las palabras
de la esperanza.
-Cuando
vienes mi amor
-Yo
quisiera estar ahí a tu lado acariciando tu cuerpo, pero debo acabar
mi trabajo
-Necesito
tenerte pronto o me moriré
-Aguanta
un poco y estaremos de nuevo juntos.
Pero con
las semanas, con los meses las palabras se convertían en dardos, en
reproches.
-No me
quieres, sino volverías
-Porqué
dices eso, acaso tu podrías renunciar a tus crónicas, esas que leo
ahora desde el otro lado de Europa
-Estoy
intentando buscar un lugar para ti, aquí podríamos estar juntos y
vivir de momento con mi sueldo. La separación hace más daño del
que podía imaginar.
-Yo
siento ese mismo dolor, pero espero que dure ya poco.
-No sé
si podré resistirlo.
El tiempo
que trascurre parsimonioso o veloz, cansado o apresurado, fue
abriendo el espacio que los separaba y casi sin darse cuenta se
encontraron en las orillas distantes de dos océanos, en dos
precipicios enfrentados, separados por un abismo. Se gritaban sin
oírse, sólo sus propias palabras eran devueltas por el eco. Cada
semana afrontaban el castigo de hablarse, casi como el fastidio de un
rito que cumplir y que a ninguno de los dos les era ahora propicio.
No porque pensaran que no se amaban, sino porque las palabras ya no
eran capaces de establecer la conexión, el nexo que otrora apenas
con un murmullo obtenían. Quizás una mirada, un abrazo podría
devolver la llama a aquel fuego que se apagaba, pero las voces en el
teléfono no daban ningún consuelo y les sumían en la confusa
sensación de no poder saber que sentían. La desesperanza de no
poder apartar el miedo que intuían de que aquellos seis meses
hubieran hecho mella en el amor incorruptible que tuvieron, teñía
los días de septiembre de un gris más profundo que el del otoño.
De pronto como una tormenta que descargara su fuerza en un aguacero,
se hallaron en el definitivo momento de la verdad.
-Cariño,
voy a volver la semana que viene, el miércoles a las siete
Un
silencio de sorpresa, la conmoción de lo esperado y lo temido, la
fuerza de la duda que apaga la voz.
-¿No te
alegras?
-Claro,
es que no me habías dicho nada y me he quedado muda. Te esperaré en
el aeropuerto y te prepare un cena. Tengo una reunión pero ya la
cancelaré.
-Si
tienes que ir puedo acudir directamente a tu casa y allí nos vemos.
-Vale,
pero lo de la cena sigue en pie.
Llegar a
un aeropuerto, a una estación y no encontrar a nadie, mientras ves
abrazarse a los demás, es una amarga sensación si llega después de
un tiempo de ausencia. Carlos sintió el frío del otoño como si la
estación hubiera ya cambiado al invierno. Pero era un hombre fuerte
que no dejaría que aquel aire húmedo enfriase su reencuentro.
Cuando pensaba en buscar un taxi para ir a casa la vio, Soledad había
llegado corriendo, viendo que el tiempo la traicionaba y no podría
encontrar a Carlos. Allí de pie, separados por la gente, pero
juntos, dejaron de percibir nada a su alrededor que no fuera al otro.
Se miraban, perdiéndose momentáneamente cuando se cruzaban los
viajeros, como si fuera un parpadeo, y se disiparon todas las dudas.
Él estaba allí, de nuevo su mitad le era devuelta por el destino.
Caminaban ya con los brazos abiertos, sin importarles el mundo, por
un momento se creyeron solos. No necesitaban más. Se abrazaron como
lo habían hecho en Praga al despedirse, sin poder separarse, ahora
sin hablar. Había demasiadas cosas que decirse y no cabían en una
frase, si acaso en una mirada, puede que en aquel beso. Ella lo llevó
directamente al apartamento, tenía preparada la cena, pero antes sus
cuerpos tenían cientos de caricias que darse, besos que habían
guardado en el cajón de la esperanza. Después ya llegarían las
palabras a rescatarlos de un silencio que ahora era necesario. La
cena, el vino, la charla, el verse allí de nuevo juntos los hacía
verse como aquel equipo ganador que fueron al llegar a Praga.
Soledad
había conseguido que en la redacción accedieran a ver las
fotografía que traía Carlos y a valorar la posibilidad de escribir
un artículo retrospectivo sobre aquello que sucedía en otro lugar y
que por un momento parecía olvidado por el restos del mundo. Después
de aquello, Carlos peregrinó por los templos de la información,
buscando su lugar, ofreciendo sus ojos, su mirada detrás del
objetivo. No es el rechazo lo que duele. A veces un golpe que te
derriba hace que te levantes más fuerte, desafiante, pero la
indiferencia carcome las entrañas y te destruye. - Ahora no tenemos
nada para ti, pero quizás más adelante. - Ese tema no es ahora
noticia, quizás si nos trajeras otro tipo de trabajo. - De momento
tenemos bastantes fotógrafos en nómina, pero déjanos tus
referencias y no dudes en enviarnos tus fotos, si nos interesara algo
te llamamos.
No es
fácil vivir sólo en el amor. Vivir al lado del éxito, a su sombra
duele tanto como sentirse despreciado. Es posible que sea incluso
peor, porque el desprecio no viene ya de los demás si no de uno
mismo. Carlos se veía cada vez más como una carga. Al lado de
Soledad que ya contaba como un activo fijo, reconocido,
imprescindible para su redacción, que gozaba del prestigio en el
oficio, estaba él, un don nadie.
Como
convencer a alguien que se ve hundido en el lodo que debe caminar
firme, que existe un camino más allá.
Empezó
retratando hombres solos, aquellos que transitan por la vida como
muertos vivientes, los que pueblan los bares de los barrios
periféricos, los desheredados del nuevo siglo a punto de comenzar.
En sus rostros, en sus arrugas, en las barbas por afeitar y las
cicatrices encontraba algo parecido a un bálsamo para su vacío.
Empezó a beber con ellos para conocerlos, poco a poco dejó de
verlos como personajes singulares y le parecían más sus iguales.
Soledad se empeñaba en que dejase aquel mundo, que buscase otros
objetivos, porque aquellos hombres iban apoderándose de su propio
yo, transformándolo en un extraño. Fue quedando atrapado en las
redes de la soledad, la del hombre que no ve remedio a su situación,
la soledad del vencido que rumia su derrota consigo mismo, porque a
nadie le interesa. El alcohol le permitía encontrar en aquellos
desechos de la vida aliados, le devolvía la dignidad del caído y le
infundía el valor de insultar al mundo que lo había traicionado. Se
fue perdiendo en el engaño de la compasión que siempre se vuelve en
contra, convertida en humillación. Cayó en aquello que llamamos
depresión y que en realidad es la abdicación ante la vida, el
sometimiento a un fin irremediable, la renuncia a seguir luchando, a
plantarle cara al destino.
Soledad
no se dio cuenta de ese descenso a los infiernos, porque estaba
demasiado ocupada trabajando, buscando también una salida para él,
que cada vez era más difícil porque Carlos se había trasmutado en
otro. Su cámara ya no buscaba retratar la realidad, describía el
mundo oscuro en el que caminaba. Soledad se preocupaba por él, le
animaba, le protegía. Pero sólo podía protegerlo de los demás, no
podía hacerlo de sí mismo.
-Venga
cariño algo saldrá, me han prometido que verán tus fotos.
-Nada me
importa, ni mis fotos, ni siquiera tú.
-Tienes
que poner de tu parte para salir adelante, tienes que dejarte ayudar.
Nadie
sabe como llegará el día de su muerte, no se escuchan las trompetas
del juicio final, no se percibe un olor especial en el aire. La parca
que nos corta el hilo de la vida, que nos arrebata nuestro mayor
bien, es a veces liberadora. O eso piensan los suicidas, los que
cogen de la mano a la vieja hilandera y manejan su cuchillo. Pero la
muerte siempre guarda su sarcasmo, su ironía mordaz para firmar
aquel acto de renuncia como propio. Así lo vio Soledad cuando en su
apartamento encontró a Carlos colgado de la correa de su propia
cámara. Aquella bandolera de la que hasta entonces pendía su
máquina, su compañera, se había convertido por una sangrienta
burla del destino en el arma. Y la cámara sobre el aparador
dispuesta con el disparador automático había tomado la última
fotografía, convirtiéndose en testigo. Aquella escena macabra era
el testamento, el legado que ella heredaba. No había cartas de
despedida, no había súplicas de perdón, ni siquiera palabras de
reproche. El silencio. El mudo testimonio de una fotografía, que
parecía una acusación directa.
Nunca
hubiera permitido que aquella escena degradante saliera a la luz,
pero no se sabe muy bien cómo, llegó a la prensa. Carlos que
llevaba un año sin poder publicar ninguna de sus fotografías era el
autor de la imagen más publicada. Se convirtió en autor, en
artista. Las fotografías que había enviado a los periódicos y
habían sido olvidadas, eran ahora obras póstumas de un
incomprendido genio. Su último acto le convirtió en un autor de
culto. Las imágenes en blanco y negro de Praga eran iconos de la
libertad, gritos de rabia contenida que nadie había escuchado. El
mundo lamentaba ahora su sordera, el haber ignorado a ese hombre
magnífico que vivía bajo la piel de un perdedor. El mundo redimía
con ello su muerte y rendía culto a su memoria.
Y Soledad
para poder seguir adelante, tuvo que llenar el tiempo de actos
mecánicos, de gestos vacíos que la mantuvieran en pie.
Cuando se
pierde la ilusión por la vida, cuando ya nada importa, necesitamos
seguir aparentando estar vivos. Reproduciendo los actos de los demás,
con la inercia que proporciona lo cotidiano, repitiendo los mismos
gestos. En este ritual de la vida, de la ficción de la vida,
encontramos el consuelo a la tristeza existencial, hacemos tiempo
hasta que vuelva la primavera. Cada día debía levantarse, tomar su
desayuno, ir al trabajo, dar los buenos días, sonreír, hacer como
que se interesaba por los artículos de los demás, aceptar los
pésames con fingida tristeza. Porque ya no se sentía triste, no
estaba deprimida, no le dolía la muerte o el abandono. Se sentía
únicamente sola. Era la soledad lo que anegaba su alma.
Esa
soledad que había perseguido a todas las generaciones de mujeres de
su familia, a las tres Soledades. Su abuela Sole que había perdido a
su hombre cuando aún apenas había disfrutado de su compañía. La
guerra se lo llevó pronto, poco después de su boda. Lo llevaron a
Marruecos para salvar a la patria, defenderla, honrarla. dejándole
como único recuerdo el vientre que creció y le dio a su hija
Soledad. La llamó así, no porque tuviera el nombre de su madre si
no porque con ella vino la soledad de quien tiene que plantarle cara
a la vida, sin pistola, sin coraza, sin escapatoria. Ella si había
sido una combatiente, una miliciana. Su abuela que recordaba lo
efímero del amor, que casi no le dio tiempo a conocer. Se había
casado enamorada, o eso creía, aunque no podía estar segura. No le
hubiera importado descubrir que había sido sólo necesidad y un
cierto grado de atracción, si al menos la vida le hubiera dado la
oportunidad. Su desapego por esa vida que la había traicionado, no
era por haber tenido que luchar sola en un tiempo difícil para sacar
adelante a una hija siendo la viuda de un soldado caído en acto de
guerra. La abuela Sole se sentía abandonada. Su soledad venía de la
ausencia, de la rabia de haberle arrebatado su tiempo por un juego
absurdo de hombres. Era la soledad del desposeído, del que contra su
voluntad es expulsado del mundo, sin haberlo merecido. Un castigo sin
crimen, una penitencia sin pecado. Esa es una soledad rancia, que
sabe a sal y huele a orina en un callejón. Es la soledad de los
pobres, la que tienen los desahuciados, la que sufren los enfermos,
los nacidos en los barrios miserables, los hijos de padres
alcoholizados, de madres ausentes. Una soledad en gris azulado.
Su madre
Soledad, decidió vivir todo aquello de lo que había carecido la
abuela. Se casó enamorada, tampoco llego a saber si era necesidad,
pero acabaron necesitándose como la sed al agua. El marido y su
única hija, a la que puso el nombre en recuerdo de su madre, fueron
los ejes, los objetivos. Su vida la dedicó al cuidado de ambos, como
si hubiera sido un mandato divino que debía ser cumplido. Pero no lo
hizo con pena, no era una renuncia a sí misma. Ella sólo podía
reconocerse en su familia, en sus dos referentes y no podría haberlo
hecho de otra manera. A su hija pronto tuvo que dejarla volar, porque
no era como ellas, era una mujer libre cuyo vuelo era irrefrenable. Y
a pesar de la renuncia a su cuidado cuando se fue a estudiar
periodismo, entendió que nada podría separarlas, que el vínculo ya
se había creado, además le quedaba su marido. Antonio que siempre
se conformaba con todo, que era un hombre feliz al que la vida le
había regalado lo que podía esperar de ella. Trabajaba en la
compañía eléctrica y a la vuelta del trabajo su familia lo era
todo. La hija había sido su debilidad, cualquier momento que podía
lo pasaba con ella, como decía su mujer acabaría desgastándola de
tanto tocarla y besarla. Fue feliz hasta su muerte, porque murió en
la inocencia del enajenado. Aquel extraño que fue penetrando en su
cabeza y que fue creando lagunas en su cerebro. Primero olvidos
triviales, luego algunas acciones inexplicables que parecían fruto
del despiste.
-Tienes
la cabeza no se donde.
Le decía
Soledad sin reproche, mientras arreglaba aquello que había roto o
corregía el equívoco. Hasta que el huésped que habitaba en su
cabeza fue más poderoso que el amor, más fuerte que la voluntad.
Hasta que dejó de ser él y se convirtió en nadie, porque el
extraño que lo habitaba destruía, no creaba una identidad. Su mujer
y su hija cuando empezaron a comprender que esos cambios no eran por
descuidos sino que algo se había estropeado en su mente lo llevaron
a los mejores médicos. El diagnóstico siempre fue el mismo,
Alzheimer, la tan temida enfermedad que llevaba inexorablemente al
silencio, a la ausencia. No sabían combatirla, pero Soledad pensó
que el mejor remedio era el amor y de ese elixir ella estaba llena.
Antonio fue entrando en una postrera infancia, poco a poco lo
convirtió en un muñeco roto que había que vestir, lavar, dar la
comida y acompañar para los paseos con cada vez menos percepción de
lo que le envolvía. A Soledad le llamaba mama y a su hija, el ser
más metido en el alma de aquel hombre, la miraba mientras buscaba en
sus recuerdos un nombre, a sabiendas de que aquellos ojos los había
visto antes. Nunca lo encontraba, se quedaba mirando con aire
bobalicón, ensimismado, y ese gesto hacía brotar a Soledad las
lágrimas del dolor, de la pérdida. Su madre sin embargo le hablaba
con tanta normalidad que parecía que olvidaba que no la entendía,
que las palabras volaban por el aire como pavesas y caían
convertidas en ceniza. Nunca ni en los peores momentos de la
enfermedad se quejó. Dedicó todo el tiempo a su cuidado, lo aseaba,
lo alimentaba, le daba conversación en largos soliloquios que la
hacían parecer a ella la enferma. Incluso cuando estuvo postrado y
el fin corría en su busca, aceptó de la vida sus decisiones. Sólo
cuando Antonio murió lloró de rabia, sin duda se hubiera cambiado
por él.
Cuando
Soledad visitaba a su madre la encontraba siempre sentada en la
mesilla camilla, con la televisión encendida a la que no prestaba
atención. La veía con las manos cruzadas, los dedos alargados y
nudosos por la artrosis, lamentando no haber prestado más atenciones
a su marido. Fuera ya del mundo, al que no parecía pertenecer, sólo
aguardaba su hora. Al faltarle su marido se derrumbó en el abismo de
la soledad, pera la suya venía de la pérdida. La soledad del
abandonado, del que queda en la cuneta sin entenderlo. El huérfano,
el exiliado que no puede volver, el que pierde al amigo. Todos ellos
saborean aquella soledad de agrio sabor que deja un regusto ácido en
el fondo del paladar, que huele a humo. Una soledad de colores lilas
tornasolados.
Y ahora
cuando Carlos se había ido, cuando el tiempo se había detenido con
el fogonazo de un disparo ensordecedor, ya no podía sentir lástima
más que por sí misma. Navegaba en un mar de dudas, habitaba en el
dolor de sentirse culpable de su destino. ¿Era verdadero el amor que
había sentido por Carlos? ¿Le dolía su recuerdo sólo porque su
muerte la señalaba con el dedo? Estaba segura de haberlo amado. El
amor es la emoción que nos aparta de la soledad, es sentir en
nosotros a otra persona que habita nuestra vida. Él había estado en
su interior, tan adentro que no hubiera podido desprenderse de su
presencia. Pero de repente decidió irse, abandonarla. Por eso su
soledad era insoportable, la soledad del repudiado, del reo que
merece su condena. Era una soledad de color negro y un olor
pestilente, de un sabor tan amargo como la bilis. Sentía que la suya
era la peor de las soledades, más cruel que la de su abuela, más
atroz que la de su madre. Caminaba en un mundo del que se creía el
único habitante y lo que la rodeaba no era más que un sueño, un
escenario. Se sentía tan cansada como un condenado obligado a
contestar a la demanda de sus últimas voluntades, cuando el acto
final era ya su único anhelo, encontrar la soledad de la muerte.
Desde
aquella mesita del bar se veía reflejada en el cristal y percibía
la tristeza de su rostro. Al levantar la mirada que había posado en
el fondo de la taza de café, vio aquellos ojos que había creído
que eran los suyos. Ese hombre desconocido hasta entonces. se
encontraba en otra mesa del bar. Ahora le resultaba familiar, como si
lo hubiera conocido en otro lugar, como si formara parte de su
paisaje cotidiano. No apartó la mirada. Ella bajó los ojos. ¿Acaso
no era invisible como creía? Es posible que no seamos dueños de
nuestra propia soledad, ni nos pertenezca nuestro tiempo.
Estamos
inevitablemente unidos a los demás, la vida nos reúne en un
momento, en un espacio. Siempre existirá alguien que nos mira desde
su isla como a extraños, sin saber que formamos parte de su propio
mundo.
La
soledad puede que sea sólo una ilusión, la hermosa fantasía de los
hombres.
LOLITA
sábado, 21 de septiembre de 2013
¿Te vas
ya? ¿Porqué no te quedas esta noche? Salir ahora con el frío que se mete en el
cuerpo, deberías quedarte conmigo.
Sabes
que no me voy a quedar. En casa me esperan y además ya llevo el cuerpo
caliente.
¿Quien
te espera en casa?
A ti
que te importa. Mi tiempo contigo se limita a estas horas, acéptalo o vete de
mi vida.
Lolita dejaba aquella habitación como quien
se levanta de la mesa tras una pantagruélica comida. Se prometía a sí misma no
repetir aquel banquete porqué sin duda no podía ser bueno para la salud. Sin
embargo repetía los mismos ritos en cada encuentro con Luis. La llamada
telefónica, la negativa inicial a la que ambos sabían que iban a ceder y el
encuentro, siempre en su casa, con una escueta cena y un buen vino que iniciara
los trámites de aquel desenlace conocido. La tormenta estallaba siempre
mientras en el sofá se tomaban la copa.
¿Qué trayectos recorrería el huracán, qué
estragos podría causar y dónde finalmente acabarían rodando?, lo decidía sólo
el destino y los obstáculos que encontraran en su camino. Ya había habido
muchas víctimas de estos arrebatos de pasión, de lujuria o de aquel sexo
brutal, sea cual sea su verdadero nombre; figuritas, ceniceros, copas, hasta la
televisión encontró el suelo y lo compartió con los amantes.
Después sucedía un tiempo de relajación en
el dormitorio. Desnudos, agitados, exhaustos, encerrados cada uno en sus
pensamientos, hasta que un roce o un nuevo deseo despertase al demonio que los
habitaba y de nuevo se lanzaban a nuevas acometidas de aquel furor. Siempre las
segundas partes resultaban menos agitadas, con un espacio más neutral que era
la propia cama. Si bien este espacio disminuía el desplazamiento y el ruido que
provocaban los objetos que caían en su alocada carrera hacia el placer; de sus
gargantas seguían emergiendo voces unas veces agudas y otras ahogadas que
convertían el escenario en un concierto de ayes y aes.
La casa formaba parte de un adosado, los
vecinos algunas veces dudaron sobre el tipo de batalla que sucedía en aquel
lugar. Ahora con el tiempo ya sabían que no debían de preocuparse por los resultados.
Si se encontraban con Luis lo miraban con despecho, envidia, curiosidad o el
oculto deseo de probar aquellos placeres salvajes.
Cuando Lolita se levantaba de la cama para
marcharse, se repetían también los clichés, las frases hechas, las maneras.
Emergía del lecho desnuda como la Venus de Boticcelli, podría decirse que
incluso rodeada de ninfas que veneraran su belleza. Desaparecía dando la
espalda a su amante que sentía de nuevo el aguijón de ver marchar aquel cuerpo
que deseaba poseer, dominar y que siempre abandonaba el campo de batalla
vencedor. Lolita buscaba la ropa dispersa, se vestía sin prisa, sin mirar a la
habitación dónde había abandonado a otro cuerpo y salía con el pensamiento
extraviado, lejos ya de aquel lugar. No había amor en su mirada, no había
remordimiento, ni pena, ni dolor, sólo indiferencia, saciedad y un cierto
abotargamiento de los sentidos.
Abandonaba a Luis como abandonaba a otros amantes como un despojo útil
que en otro momento podría ser usado para una emergencia.
Cada día despertaba temprano, con la luz de
la ventana. No necesitaba el despertador, no había ningún reloj en su
dormitorio, sólo en la cocina una esfera de fondo azul y adornos marineros
marcaba el paso del tiempo. Debía preparar el desayuno y el almuerzo de su
hija. Ella era el motor, el mecanismo que movía su vida, que marcaba sus horas.
Se duchaba y vestía sin dedicar mucho tiempo a su armario ni a su maquillaje.
Cuando todo estaba listo acudía a la habitación de Ángela , entraba con el
sigilo de una sombra para despertarla con un beso en la mejilla, para que
aquella criatura abriera los ojos al mundo y pudiese percibir el regalo de un
nuevo día con los ojos de su madre mirándola. Para la niña los aromas de su
madre recién bañada oliendo a jabón y a un sutil perfume de rosas, que a
continuación se mezclaban con los olores del café y el pan tostado eran la
bienvenida al mundo. Pensaba que nunca podría despertar sin aquellas
sensaciones. El tacto de las manos y la voz dulce que le preguntaba por los
sueños y escuchaba con ternura las imágenes que recordaba y que se traía aquel
otro paraíso nebuloso. Su madre sentada en su cama y reclinada le parecía un
ángel que tanto podía habitar en este como en el mundo que acababa de
abandonar. La ayudaba a levantarse la besaba, le acariciaba el rostro y tras
lavarse Ángela la cara acudía a la cocina donde desayunaban juntas. Nunca había
su madre faltado a esa cita y en su mente de niña, aún ahora ya adolescente
casi ya una mujer, pensaba que sería así para siempre. Su madre trabajaba
mucho, incluso algunas veces sabía que podía llegar tarde, por ello no se
preocupaba, se acostaba tranquila sabiendo que al abrir de nuevo los ojos ella
estaría allí.
A ver,
cuéntame que has soñado.
No sé
mamá. Me tratas igual que cuando era una niña.
Para mí
siempre serás mi niña.
Su hija intentaba huir de aquellos
interrogatorios que antes le parecían casi como confesiones. Siempre le contó
sus sueños, los que recordaba. Le hablaba de árboles parlantes, de animales o
ciudades. Ahora en sus sueños existían parcelas prohibidas para una madre,
aunque fuera como la suya. Había chicos, manos, miradas que no se podían contar
porque a ella misma la ruborizaban y porque eran ya su patrimonio personal.
¿Qué ha
pasado con aquel árbol enorme, como las encinas que vimos en Cáceres, que te
decía algo de una ciudad que quedaba muy lejos?
No me
acuerdo. No eran palabras claras como las que tu y yo hablamos, era como si
susurrase, como el sonido que el viento hace al pasar por los pinos, pero con palabras.
De eso ya hace mucho tiempo.
Ahora los susurros venían de bocas como la
suya, las palabras que escuchaba eran dulces pero impronunciables, porque
escondían el misterio que se descubre sólo una vez. Como la verdad de los Reyes
Magos, primero a través de frases, de gestos que las compañeras, de los amigos
que las pronuncian para ganarse la atención, después los hechos las van
haciendo verdad. Para cuando los padres quieren contarlo, es ya una certeza
conocida. Ángela había dejado de ser
una niña. Los resortes internos que movían las hormonas, las sensaciones, los
impulsos, ya hacía tiempo que se habían puesto en marcha y aceleraban la
cascada de acontecimientos de la vida de forma imparable. De la vida en
mayúsculas, porque no existe ningún momento en que se esté más vivo. A pesar de
lo ignorado, a pesar de lo desconocido, en ese tránsito se perciben a la vez
tal cantidad de emociones que en cada instante suceden una tras otra. Por eso
la vida pasa tan deprisa, ocurren tantas cosas que parece que el tiempo se
acorta, menguan los minutos como si fueran segundos, las horas a minutos. En el
ocaso de la vida, viendo su final, no existe lo nuevo, miramos hacia atrás para
poder vivir, lo pasado llena parte del futuro y el tiempo camina despacio, sin ganas.
Acábate
el desayuno que tienes que arreglarte y nos vamos.
Sólo somos conscientes de nuestra vida, el
tiempo de los demás nos es ajeno, lo percibimos de forma irreal. No vemos
crecer a nuestros hijos, los vemos grandes y nos sorprendemos. Vemos como se
han convertido en hombres y nos llama la atención, como si existiese todavía la
posibilidad de ser un espejismo. Lolita no veía a su hija como podía verse a sí
misma. A su edad ya era madre y su vida había pasado por el infierno. Sin
embargo en Ángela aquella realidad no era visible. La veía como una niña
grande.
La llevaba cada mañana al instituto,
mientras ella se dirigía al trabajo. La empresa de software veía en Lolita una
mujer extraña. Nadie la llamaba Dolores o Lola, nadie se atrevió nunca a
cambiarle el diminutivo con el que ella se presentó, pese a resultarles difícil
al principio. Ella no era una mujer baja, ni su figura se empequeñecía por su
timidez o una cándida apariencia. Llamaba poderosamente la atención y no sólo a
los hombres. Su figura se imponía en cualquier reunión, aunque nunca pretendía
ser el centro de las miradas. Hablaba cuando deseaba exponer una idea, directa,
sin ambigüedades, incluso aunque contradijese a su superior. Callaba y sabía
escuchar. Era franca, educada pero sin faltar a la verdad, podía endulzar una
respuesta para no ser hiriente, pero nunca mentía para complacer. Todos lo
sabían y les gustaba aquel carácter rebelde pero trasparente. Nadie le preguntó
nunca sobre su situación personal, y si lo hizo no repitió y sirvió como aviso
a los demás.
Su vida privada era suya. El trabajo era su
medio, podía decirse que le gustaba, pero no era su vida y no deseaba que lo
fuera en el futuro. Con su trabajo incluía al personal del mismo. Había estado
con ellos muchas veces en reuniones, cenas, despedidas y demás eventos propios
de la empresa. Se divertía con ellos y se mostraba habladora, divertida, pero
nunca dejó que aquellas reuniones la llevaran a un terreno personal. Quizá con
quien más relación tuvo, fue con Javier, su compañero de despacho, compartían
proyectos y lugar.
Ella sabía que Javier no tuvo la culpa, pero
tenía unas reglas y no iban a ser cambiadas. Su espacio no iba a ser invadido
por nadie que ella no hubiera invitado. Comprendía que ejercía sobre los
hombres una atracción especial, su aura de misterio era posiblemente un reclamo
para ellos, todos creían que podrían franquear la muralla de su mundo y acceder
a los jardines que escondía e imaginaban suntuosos.
Podríamos
quedar esta tarde a tomar algo. Nunca nos vemos fuera de este cubículo. Creo
que podríamos hablar de otras cosas que no fuera del trabajo.
Tengo
cosas que hacer esta tarde.
No me
refiero a esta tarde en concreto, podríamos quedar mañana si te viene mejor.
Mañana
también estaré ocupada.
¿Porqué
eres tan esquiva conmigo Lolita?
No lo
soy. Solo que no quiero quedar contigo fuera de aquí. Mi vida personal es mía.
¿Estás
casada?
No.
Entonces
porqué motivo no podemos vernos y conocernos mejor.
Mira
Javier, seré clara y lo voy a decir sólo una vez. No quiero salir contigo ni
con nadie de aquí. Te aprecio como compañero, trabajo a gusto contigo, pero no
vamos a conocernos ni a formar una feliz pareja, ni ninguna historia que te
hayas montado.
Necesitas
compañía o te volverás una huraña. Te lo digo con cariño.
Si lo
que quieres es follar conmigo ve haciéndote a la idea de que no va a ser. Si
tengo necesidad de follar para no volverme huraña ya me buscaré yo la vida. En
cuanto a lo del cariño, ahórratelo y procura hacer feliz a otra.
No quería hablar de esta manera, ni era su
deseo hacerlo con Javier, al que realmente apreciaba, pero mantener su reino a
salvo, su bastión inexpugnable eran más que un deseo, una necesidad.
Las necesidades como mujer sabía como
solucionarlas. No deseaba hombres para compartir su vida. El amor, la pareja
eran conceptos que no estaban en su punto de mira. No creía en esa unión que
hacía de dos uno, pensaba que aquello era una estupidez. Los individuos son
uno, las sumas y reducciones al absurdo que planteaban los defensores del amor
platónico y el matrimonio eran paparruchadas propias de procesos mentales no
racionales. Los seres vivos y en especial los animales pueden tener un sentido
de grupo que les sea útil, beneficioso, pero son sobre todo egoístas. El
egoísmo ha permitido el progreso de los humanos, la lucha contra el hábitat, la
adaptación al medio, la superación de los obstáculos. Cada uno debe afrontar
sus retos por sí mismo, sin esperar que los demás sean de ayuda, incluso
pensando que el otro buscando su propio beneficio puede ser tu oponente. El
instinto de supervivencia, el placer del triunfo, el disfrute en el fracaso de
la competencia, son sentimientos humanos positivos. Cuando desde el
adoctrinamiento moral de las religiones o las políticas se han estigmatizado
como conductas malvadas, no se ha querido otra cosa que someter al individuo
frente al grupo. Precisamente aquel era el discurso de las personas que
lideraban ese colectivo, para de esta manera aumentar su poder, aumentar su
propia ventaja de individuo. Uno mismo es el único valor que cabe defender, los
demás son la comparsa que nos acompaña en el mundo como relleno, el atrezzo del
teatro de la vida.
Ella ya había aprendido aquello desde muy
pequeña cuando la educaban en la obediencia, en la estricta norma impuesta por
un padre amoral y malvado. Su madre era una criatura inocente, dedicada a sus
hijos, sometida a aquel tirano, déspota y cruel, cuyo único propósito era su
placer. Un sádico cuyas caricias dolían más que las palizas. Consiguió tenernos
engañados un tiempo con el argumento de que su estricta norma era una garantía
de nuestra formación. Mi madre le creía porque cayó en las redes de ese
artículo vendido como amor que predicaban en las revistas y en las iglesias.
Ella se perdió a sí misma para entregarse a un manipulador perverso, y cuando
llegamos nosotras fue demasiado tarde para huir. Había caído en la celada que
la tendría siempre sujeta a su marido, a su verdugo. Y aunque nunca supo o
quiso verlo, al maldito que consiguió poner a sus hijas, sus tesoros, en su
propia contra.
Su padre había encarnado para ella todas las
cualidades que el mal podía tener. La casa no era el refugio, no era la paz si
no la trampa en donde el diablo las tenía encerradas para su personal disfrute.
En ella podía perpetrar con impunidad sus veleidades, sus caprichos. Lo fue
hasta que ella, la más rebelde o quizás la más sensata, valiente, temeraria, la
más dañada, dejó todo atrás cerrando los ojos y corriendo lejos acompañada de
su hija en el vientre.
Los hijos son el único defecto de la
naturaleza del hombre como individuo. La pulsión de hombres y mujeres a
perpetuarse, a prolongar su especie, su estirpe, su ego, los hace vulnerables.
Esa transmisión genética que garantiza la única inmortalidad real, encierra una
trampa, un peaje al transito solitario de cada individuo. Obliga por un lado a
la unión a otro, dejando una parte de sí mismo en depósito y constituye la
mayor cesión de libertad que una mente racional sería capaz de aceptar. Es
cierto que todos los animales tienen ese instinto reproductor, la necesidad de
mantener una herencia genética, unos caracteres. En el mundo animal ese
instinto actúa en los machos mediado por el placer. El acto reproductivo, la
cesión del esperma, es a cambio de un orgasmo. ¿Es el deseo de experimentar
aquel intenso colapso de los sentidos o es el fin impreso en los orígenes de la
especie lo que mueve al sexo? Quizá sean ambos. ¿Y en la hembra? ¿Cuál es el
mecanismo escondido en la mente que la somete a un macho permitiendo que
deposite en ella una semilla que la ha de condicionar para siempre? Si el
placer no es el motor, quizás existe un implante de algo que sea parecido al
amor, a la entrega total a su descendencia, lo que la hace acceder al coito. El
origen de la vida como continuidad responde a esos escondidos resortes en el
arcaico cerebro. Seguramente no existe en los animales voluntad en el acto. Es
un proceso instintivo no mediado por la conciencia. Sin que ello desmerezca en
el resultado del proceso y en la entrega a su fin. La ternura es manifiesta en
los animales en tan alto grado como en las personas.
En los orígenes de la especie los mecanismos
fueron idénticos. ¿Y en nuestro propio mundo cuantos animales pueblan aún
nuestra ciudad? En el proceso evolutivo fuimos capaces de modificar nuestro
cerebro, de crear nuevos caminos sinápticos que dieron lugar a la conciencia de
nosotros mismos y de los otros. Pero en esa modificación evolutiva hacia la
propia percepción han existido errores del sistema, vías aberrantes,
cortocircuitos que han permitido sentimientos nuevos. El amor incondicional, el
odio, la pasión, la indiferencia al dolor ajeno... La maldad como capacidad de
dañar por placer es una condición específica de la especie, el exponente máximo
de la individualidad, acaso el mayor de esos errores de programación. Pero puede
que algunos errores hayan conducido a ventajas evolutivas. Los malvados han
sido en ocasiones quienes mejores condiciones tenían para reproducirse. Su
desprecio a los demás, su conciencia autoreferencial, su egolatría les permitía
verse como único bien a salvar y por tanto no arriesgaban su persona. En ellos
el motor no es el instinto procreador si no el placer. El goce propio como
camino, como meta, como objetivo, esta es su divisa. En su universo son el
centro y único valor, el resto sus víctimas. ¿Pero y aquellos no afectos de
esta aberración, que les mueve a sacrificar su individualidad por sus hijos?
¿Es el amor el motor reproductivo inherente a lo humano o queda el instinto de
la especie impreso en el paleocortex?
A los hijos se llega de distintas maneras.
Las mujeres se quedan embarazadas en el marasmo del sexo donde el animal que
somos pierde su capacidad de control o en el acto sumiso de aceptar el deseo
genésico del varón. Otras mujeres son madres por el deseo de completar la
propia existencia con el concepto de la maternidad o en la voluntad de concebir
los hijos como elementos integradores de una relación de pareja. Incluso la
violación, el alquiler, la ignorancia...muchos son los caminos que llevan al
embarazo. Otros tantos son los caminos que se recorren en esa maternidad y
paternidad. Aceptar o no esa condición como voluntad de entregar parte de la
libertad a un individuo depende de cada hombre y mujer y sus propias
circunstancias.
Lolita había llegado a la maternidad
involuntariamente. Aquella hija no se concibió por placer, ni por amor. Pero el
dolor causado en su cuerpo y en su mente no habían sido suficientes para
rechazar aquel nuevo ser. Aquella semilla plantada por el mal en su cuerpo y
que en un principio provocó un rechazo, le dio luego el valor necesario para
salvarse. Las nauseas que eran la prueba irrefutable de que el demonio estaba
dentro de ella y que a escondidas intentaba vomitar como si pudiera expulsar
por la boca aquel intruso, poco a poco fueron pasando y nuevas sensaciones la
invadían. A veces pensaba que estaba poseída y deseaba un exorcismo, otras
percibía señales de placer, un goce que relajaba su espíritu y la dejaba
confundida. Cuando a los cinco meses de ocultar su situación, incluso de
negarse a sí misma su presencia, empezó a notar la vida moverse en su interior,
nació una nueva Lolita. Se juró a sí misma salvar a aquella criatura de los que
la rodeaban y le dio valor para huir, para denunciar su estado, para pedir una
ayuda que nunca hubiera buscado de otra manera. Su hija la había salvado hasta
de sí misma. Por eso la llamó Ángela, había sido su ángel redentor, el ángel de
la guarda que la cogió de la mano en su caída. Porque ella habría acabado
asumiendo aquella situación como un inevitable error del destino, un miserable
infortunio. No hubiera salido de aquel encierro y se hubiera podrido en la
rabia contenida, en el odio cronificado, en una vida mezquina de sumisión como
la que había arrastrado a su madre. Sin embargo aquellos piececitos que
empujaban su tripa, aquellos movimientos rítmicos que asemejaban el hipo la
devolvieron a la vida. Ni siquiera en el momento del parto, sintió el deseo de
desprenderse de esa criatura. Le insistieron en que era bueno para ella
renunciar a su crianza, dejar en adopción el fruto manchado del desamor. Ya no
entendía aquellas palabras. Su hija era ahora lo más importante en su vida,
quizá lo único importante, no podía rechazar el sentido de su existencia. Aquel
ser pequeño que aún no conocía era su nuevo centro de gravedad. No renunciaría
a ella pasase lo que pasase. En aquel paritorio frío, desprovisto de imágenes
que pudieran aportar paz a su atormentado cuerpo, selló un pacto con su hija,
por grande que fuera el dolor lo resistirían, se tendrían una a la otra por
encima de las circunstancias. Cuando las contracciones se hicieron más
dolorosas empujó con la rabia de un animal herido. Su hija que venía sentada
empezó a mostrar la blanca nalga a través de su vulva dilatada. Le decían: “ya
falta poco” cuando había sobrepasado ya el límite de sus fuerzas. Pero
aferrándose a un valor que provenía de su propia hija empujó hasta que las
nalgas quedaron totalmente expuestas y en siguiente envite consiguió sacar el
cuerpecito hasta las rodillas. La imagen era como un cilindro, un proyectil que
surgiera de su vagina, las nalgas eran la punta, la espalda y las piernas
extendidas plegadas una contra otra, colgando en una situación grotesca. La
matrona rompió aquella armonía al doblar las rodillas de su hija y sacar los
pies, mientras traccionaba un poco del cordón umbilical para evitar que se
comprimiera. Sólo quedaba un empujón que dejo los hombros visibles y en aquel
momento Lolita pudo ver como aquel cuerpo lo empujaban hacia su vientre y como
por arte de magia, en una voltereta propia del circo salia la cabeza de Ángela
para acabar sobre la barriga de su madre. Desapareció el dolor, nada de lo
pasado le parecía suficiente como pago a tener aquella criatura. La blanca piel
manchada de sangre y grasa, aquellos brazos y piernas que como por resorte se
pusieron en marcha acompañando al llanto débil al principio e intenso después.
Las caras de todos los presentes que
parecían asistir a un funeral se relajaron de repente, esbozaron una sonrisa.
Ella se sintió en aquel paritorio frío, con su cuerpo roto, la mujer más feliz
del mundo. En esos momentos recién estrenados los dieciséis años tomó la
decisión. Había elegido ser madre antes que nada, antes que mujer y antes que
persona, pero sin renunciar a vivir. Quería vivir para hacerlo por y para su hija.
Cada instante tendría ahora sentido. El tiempo adquiría valor porque ellas dos
iban a ser ahora sus propietarias, su destinatarias.
Aquella decisión que había tomado siendo aún
casi una niña seguía manteniéndola a sus casi treinta años. No significaba eso
que renunciaba a su vida, ni a sus necesidades como mujer. Los procesos
fisiológicos que como persona necesitaba se los proporcionaba el trabajo, el
estudio y su relación con la única que podía llamarse amiga, Carmen. Juntas
iban en busca del sexo, como una droga que sustituía cualquier otra necesidad
biológica. Su amiga, una ex-todo (ex-toxicómana, ex-presidiaria, ex-esposa,
excluida del mundo y sus entornos) había conseguido agarrarse a Lolita en el
último momento, cuando descendía en vertical al abismo de la nada y desde
entonces como si hubiera sido su salvadora, la seguía como una sombra. Se
entendían, podían contarse sus penalidades, liberarse. Ahora Carmen había
conseguido un trabajo en una empresa de mensajería y había sido rescatada del inframundo
para vivir en este teatro que llamamos sociedad. Tragicomedia, serial,
telenovela o novelón, regado de mentiras y medias verdades, de personajes y
medias personas, con un final tan previsible que la pérdida de algunos
capítulos no supone perder el hilo de la historia. Siempre el mismo, tan manido
y vulgar, repitiéndose a través de los tiempos, con nuevos protagonistas pero
con viejas historias, anécdotas gastadas y chistes que incitan al llanto. Ellas
eran una idea nueva del guionista, al menos diferente en sus formas. Ni mucho
menos habían sido las primeras, ni tampoco lo pretendían. Sólo se limitaban a
vivir, a interpretar su papel.
Aunque esa identidad de excluidas, esa
simbiosis en la vida hubiera podido llevarlas a conocer el amor de mujer a
mujer, nunca probaron de aquel placer. Habían coqueteado con esa posibilidad,
no veían en ella una perversión, no existían en el sexo reglas que no pudieran
ser traspasadas fuera de las del dolor. Habían sentido como las caricias mutuas
las reconfortaban, como los besos dados con tanta ternura como abrazos de amor,
eran cálidos, incluso las lenguas en un juego de provocación habían luchado por
vencerse. Las palabras que se pronunciaban podían ser las que un amante dijera
a otro, pero no encontraron en el cuerpo de su compañera el alimento que
saciara su sed. Pensaban que en el amor femenino existe verdadera entrega, una
dulzura que en el amor de los contrarios sólo se consigue cuando la fiebre del
enamoramiento confunde los sentidos y este instante siempre es fugaz en el
tiempo. Ellas se amaban por pura necesidad de compartir los sentimientos más
profundos, porque en el otro se vaciaban, desnudaban el alma y renacían como
mujeres. Era un amor interesado pero con el interés de que ambas resultaran
beneficiadas. Hubieran podido prescindir de esos amantes que rendían culto a su
propio cetro, aquel falo alrededor del que parecía girar su propia visión del
sexo. Pero aunque el espíritu surgía reforzado de ese amor mutuo, el cuerpo
quedaba huérfano de sensaciones. Ambas deseaban sentirse completadas en la
anatomía, penetradas, habitadas por aquel estandarte que sólo los hombres
podían darles. La pasión dulce o el arrebato carnal que requiere llenar los
espacios que se esconden tras los verticales labios. El hombre les servía para
ese propósito, no deseaban el amor del opuesto, no necesitaban su espíritu,
sólo su cuerpo. Aquel apéndice extraño que definía su anatomía.
Esa misma tarde al salir de la oficina había
quedado con Carmen para salir de caza. Ya tenían experiencia en este tipo de
excursiones carnales, podría decirse. Empezaron hace tiempo cazando en los
bares donde acudían trabajadores en pequeñas cuadrillas a tomar la cerveza
después del trabajo y antes de regresar a sus casas. Habitualmente hombres
casados que reparaban en ellas nada más aparecer en el umbral de la puerta. No
llevaban luminosos que indicasen su finalidad, pero aquellos cuerpos
entallados, sus caras maquilladas con un cierto exceso, buscando a propósito la
atención, no pasaban inadvertidos. Tenían mucho que enseñar y mostraban lo
justo para desear querer ver el resto. Habían perfeccionado la técnica, o quizá
era innata en ellas, pero los corrillos empezaban a puntuar a aquellas “gatas”.
Al principio se dejaron llevar por hombres
rudos, varoniles, un poco brutales en sus ademanes. Eran generalmente gañanes
que hacían presumir un sexo duro, que les parecía iba a dejarlas saciadas
durante días. Pero encontraron hombres cansados, aburridos en su vida, que
veían en ellas un punto brillante en la monótona oscuridad del día a día. Su
precipitación, su ímpetu se perdía en las primeras acometidas y finalizaba en
un orgasmo solitario que para nada les colmaba. Era un sexo de pensión barata o
almacén entre palés y herramientas. Aquellos no eran los hombres que deseaban,
se aburrieron a los pocos meses.
El siguiente objetivo fueron hombres de
traje, corbata y barriga incipiente cuyos blancos rostros reflejaban la luz de
las lámparas de oficina en las que se enterraban durante el día. Hombres que
antes de ir a la nueva sepultura del hogar, regaban sus penas en un garito
buscando quizá la emoción que en todo el día no habían ni tenido tiempo de
soñar. Resultaba igual de fácil el hacerlos caer en el engaño, su atuendo era
más elegante, un maquillaje más sutil, mimetizando el modelo de las secretarias
que pululan por los despachos sólo al alcance de los jefes.
Eran solícitos, atentos, invertían en ellas
el tiempo que les robaban a sus esposas tras la consabida llamada: “cariño me
ha surgido un trabajo y llegaré tarde de la oficina”. Eran menos egoístas, las
llevaban a cenar y a un hotel para hacerles el amor con un aire de ensoñación,
con la incredulidad en sus ojos: “No me puede estar pasando esto a mí”
Invertían su capital y su celo en hacerlas sentir bien. Sin duda eran amantes
complacientes que deseaban antes su goce que el propio, siempre las esperaban antes
de correrse. Intentaban con ello asegurarse que habría una segunda vez, que
luego nunca llegaba. Ellas nunca repetían, aunque les daba la impresión de que
aún cambiando de hombre, estaban siempre con el mismo. Estos hombres copiaban
los clichés que veían en los seriales televisivos o que oían contar a otros
compañeros. Eran tan previsibles como aburridos. Intentaban impresionarlas con
historias de éxito, con conocimientos profesionales que parecían reservados a
hombres con proyección, con un futuro prometedor aún por llegar quizá por la
mala fortuna y el esquivo destino. Cuando alguna vez las veían con otros no
podían entender qué habían hecho mal, cual había sido el error cometido para
que no volvieran. No sabían que el error estaba en su vida, en esa falsa
identidad que adquirían cuando las seducían, engañando a sus mujeres, faltando
a la imagen que pretendían hacer ver al mundo de su probidad. De alguna forma
ellos intuían ese reproche, porque veían como reflejado en sus ojos y en su
respuesta la mentira de sus vidas.
No mereces follar conmigo más de una vez. En
tu casa tienes cena y hay otros que están muertos de hambre.
No les guardaban rencor, no pretendían
ofenderles, no sentían repugnancia hacia ellos ni hacia sus insípidas
existencias. Unicamente que esos libros tenían un sólo capítulo. Habían sido
leídos y abandonados. No eran obras para ser veneradas, ni siquiera
necesariamente recordadas, dieron el placer de la lectura y tras el final,
buscaban otro.
Esta doble vida de Lolita parecía contener
una personalidad compleja, poliédrica, difícil de entender para personas con
una continuidad en sus existencias, apenas alterada por los avatares de la
vida. Ella en cambio reconocía su doble identidad, veía claramente el Hide
oculto que la habitaba. Pero no se percibía como una mujer compleja. En su
análisis existían dos componentes que trataba de encajar de la mejor manera
posible, así pensaba que eran muchos hombres y mujeres, como un cristal de dos
facetas. Algunos duermen al animal que llevaban dentro para vivir de acuerdo
con las reglas o lo convierten en un animal doméstico, convencional. Otros en
cambio lo liberan de sus cadenas para que corra. Los hay que son poseedores de
un animal cazador o carroñero, fuerte o débil, grande o diminuto, pero nadie
puede esconderse de la naturaleza oculta en nosotros y que a veces aparece a
nuestro pesar. El cuerpo y la mente, la carne y el espíritu, el fuego y el
aire, el bien y el mal, todo se reunía en un individuo y podía ser separado con
un fino cuchillo para que los antagónicos no se mezclasen, aunque cuando la
vida te agita, te sacude con fuerza, los dos pueden unirse, convertirse
transitoriamente en uno.
Esta era su filosofía, la simpleza o
profundidad de su razonamiento. Vivía cada capítulo de su vida vestida de ángel
o demonio, pero siempre con un objetivo, con un valor que emergía sobre todas
las cosas, su hija. Nada podía poner en riesgo la única criatura que de verdad
amaba. Todo era prescindible, todo podía ser relegado al olvido, abandonado, eliminado,
incluso ella misma podía renunciar a vivir como Lolita si fuera necesario para
salvaguardar a Ángela.
Ahora el coto de caza había cambiado, la
confianza que tenían en ellas mismas en sus sugerentes cuerpos y sus
capacidades de seducción, les había incitado a buscar presas jóvenes,
estudiantes de universidad. Llenarse de aquellos cuerpos jóvenes era recargarse
de vida. El placer de la seducción, para el que habían cambiado su look. Ahora
se mimetizaban transformándose en jovencitas universitarias, con sus pantalones
de pitillo ajustados o sus faldas cortas, camisetas con mensajes provocadores
(“no soy virgen ,pero puedo hacerte un milagro “ ) que nadie leía por estar más
pendientes de su escote que de su significado. No les resultaba difícil atrapar
aquellos hombrecillos que estaban llenos de futuro. En ellos podían encontrar
aún el brillo que pone la vida en los ojos de los que tienen esperanza, en los
que creen en sí mismos. Aquella energía sin límites, el entusiasmo, la prisa,
la vehemencia y el furor de sus actos. Con su rebeldía pretendían cambiar el
mundo, transformar antiguas costumbres en nuevos conceptos pero sometían sus
almas a las viejas artes del amor. Caían en las redes de aquellas dos mujeres
con la docilidad de los cachorros. Ellas creían haber encontrado ahora el
objetivo que habían estado buscando en todos los años de “cacería”. Les
satisfacía aquel calor vivo, su llama pura quemaba y las hacía arder en un
fuego reconfortante. Su conversación, su voz varonil, grave, en la que a veces
asomaban tonos agudos que trataban de disimular como si se les hubiera escapado
un eructo en lugar inapropiado. Eran entrañables, dulces. Acariciar sus
cabellos enmarañados o trenzados, despertaba sensaciones perdidas, el amor de
madres que escondían en la profundidad de sus almas. La piel de esos chicos no
tenía el tacto rugoso de los trabajadores, ni la fofa blancura de los
ejecutivos, estaba tersa como su sexo, suave como sus caricias, olorosa y
sensual. Una vez probada la ambrosía, cualquier comida parece vulgar, no se
desea comer de otro plato. De hecho
desde que iniciaron el contacto con los jóvenes, no había vuelto a telefonear a
Luis y no había contestado a ninguna de sus llamadas que quedaron sepultadas en
la memoria del móvil. Navegaron por aquel mar de sirenas durante mucho tiempo
cambiando de compañeros pero manteniendo relaciones más duraderas que nunca
antes. En estos contactos se entregaban más auténticas, más verdaderas, con la
necesidad de perderse en los cuerpos de sus amados, de encontrar en esos
momentos un instante de placer que las transportara. Porque esos cachorros de
hombre aún no tenían el alma manchada, eran proyectos que podían todavía ser
encauzados. Y sobre todo eran sabrosos manjares llenos de sabor, como el bocado
del limón salado que se toma con el tequila capaz de poner en marcha todos los
sentidos, de romper el equilibrio por unos instantes y ascender en voluptuosos
espasmos hasta el cerebro. No iban a permitir que otros sentimientos
sustituyeran el verdadero sentido de sus relaciones, sólo tenían que servir
para desahogar el ansia que las devoraba como esclavas de su condición de
hembras, pero alguno de aquellos chicos las atrapaban a ellas también en las
redes del placer.
Abel surgió como un reto, un chico extraño y
bello. Ausente de los demás, al margen del mundo, que no se prestaba al juego
erótico de Lolita, porque ni siquiera entraba en su órbita. Resultaba todavía
más excitante llegar al corazón de aquel ser perdido en su propio mundo. No
quería demostrarse nada, sólo que se sentía excitada por poseer un alma que
vivía en el limbo, esperando ser rescatada o redimida. Cuando se acercó a él lo
hizo con la sutileza de quien sólo desea un pequeño favor, sin pretender
molestar. Los apuntes de programación no se habían publicado pero ella
necesitaba preparar un trabajo sobre lenguajes de programación y las relaciones
entre Pascal, Delphi y Dylan.
¿Por
qué me los pides a mí?
Porque
veo que eres un chico que se relaciona muy poco y por eso debes tener tus
propios apuntes. Pero no quiero molestarte. Si prefieres no compartirlos
conmigo no me lo tomaré a mal. A cambio si necesitas algo que yo pueda ayudarte
lo haré encantada.
No
necesito nada de momento. Te dejaré los apuntes y un artículo que tengo sobre
ese tema.
No le resultaba difícil a Lolita aproximarse
a los estudiantes de informática porque por su trabajo dominaba la jerga y los
contenidos de las materias. Abel no se prestó tan fácilmente al juego de
escotes insinuantes y faldas cortas, se mostraba más interesado en la mujer
misteriosa, en el arcano escondido en aquella bella y extraña mujer que se le
acercaba.
¿No
tienes amigas?
Tú en
cambio tienes muchos amigos.
¿Te
molesta que tenga amigos o lo dices como algo que te parece inadecuado?
Yo no
juzgo cuantos amigos son necesarios para ser normal. Los amigos te eligen o te
aceptan si eres tú el que eliges, pero no forman parte de ti. Son si acaso una
prolongación de uno mismo. Aunque creo que no puedo dar lecciones en un tema
del que tengo poca experiencia y que sin duda tu que eres más mayor conocerás
mejor.
No sabía Lolita si aquella expresión de
“mayor” era un intento de ofenderla para que lo dejara tranquilo, o era la
expresión de la naturalidad y transparencia con que Abel se relacionaba con el
mundo, lo que seguramente no le había dejado muchos amigos. Ella no se ofendía
tan fácilmente y en cualquier caso aquello era un desafío que lejos de hacerle
perder el interés, resultaba un acicate en sus propósitos.
¿Tan
mayor te parezco?
Unos
treinta, aunque la verdad es que los llevas muy bien.
¿Eso
quiere decir que te gusto o que para ser una chica mayor no parezco muy vieja?
Tu no
eres una vieja y lo sabes. Tienes un cuerpo bonito, eres una mujer muy
interesante, incluso algo misteriosa, lo que te hace aún más interesante.
Vaya.
Es decir que puede que te guste por una combinación de mi cuerpo y los secretos
que parecen esconderse en mi vida. ¿y que crees que escondo?
No lo
sé. ¿Porqué estás estudiando informática?
Trabajo
de informática, pero carezco de títulos oficiales y con esto pensaba mejorar mi
curriculum ahora que los más “jóvenes” entrareis en el mercado de trabajo con
referencias académicas mejores que las mías. ¿Y tú porqué estudias informática?
Por que
entiendo mejor a los ordenadores que a las personas. No tengo muy buena
relación con el medio, eso ya lo vistes desde el principio. El lenguaje binario
es más simple que la comunicación con los demás.
Pues
conmigo te expresas muy bien. Además que sepas que tú también resultas
interesante por ese aura de chico “raro”. ¿Las chicas no se te acercan para ver
que se esconde detrás de esas gafas de empollón y esa mirada extraviada, que
oculta su miedo y a la vez su deseo de conectar para sentirse menos raro?
Porque a ti no te gusta ser raro.
¿Me has
dicho que eres informática o psicóloga? Aunque admito que eso que dices no es
incierto, sólo dejo entrar en mi campo de visión aquellos que realmente me
parecen interesantes.
Entonces
yo estoy en esa lista. ¿ Me dejarás ir a tu apartamento para seguir
psicoanalizando tu personalidad a través de los lugares que habitas?
No es que resultase fácil, es que los dos
tenían necesidad de conocerse. No era sólo la unión de dos cuerpos y dos almas.
Era la fusión del fuego de Lolita con el calor de Abel. El deseo con la
sensibilidad, el descubrimiento del sexo y el florecer al amor, el cambio, la
revolución, los motores que mueven nuestras tripas y los sentimientos que
alimentan el espíritu. Todo ello colisionó en aquel apartamento, donde apenas
si habían entrado sobraron ya el vestido de ella y los pantalones de él. No
hubo psicoanálisis, no hubo necesidad de hablar, sólo el sexo ocupó el espacio.
Entablaron la batalla tantas veces repetida en la historia, la lucha del cuerpo
a cuerpo, donde las manos, las bocas seguían caminos distintos, destinos
diferentes, cambiantes a cada momento. Donde el placer era viento y el vendaval
abría todas las ventanas entrando demoledor por los corredores y las
habitaciones, revolviendo muebles, rompiéndolo todo. Hasta los prejuicios eran
abatidos, los gritos liberados y los músculos tensos hasta entonces, quedaban
flácidos, satisfechos. Tras la tormenta llegó una calma tensa con las bocas
llenas de sabores, los ojos y los sexos húmedos, pero con las mentes buscando
una explicación a lo que no se puede explicar con la razón. Sólo el cuerpo y
sus instintos pueden dar sentido a los turbadores sentimientos despertados.
Ambos sentían el miedo de que aquello que había surgido fuera sólo un
relámpago, la fuerza de la naturaleza desatada y que tras el impacto los
separara. Pero también en ambos existía el convencimiento de que esa relación
no podía ni querían que acabase ahí. Quedaron tendidos en el suelo, en
silencio. No podían encontrar la palabra que venía a continuación. Quizá sólo
el silencio podía llenar ese espacio. Permanecieron así un tiempo indefinido,
el suficiente para ser conscientes de sus cuerpos y la necesidad de volver a
juntarlos. Con la calma de quien come tras estar saciado, por puro placer de
saborear la comida, fueron paladeando sus cuerpos, apreciando los matices que
el vértigo anterior había borrado, sirviéndose poco a poco el vino de la
verdad. Comenzaron como si fuera un paseo en el otoño cogidos de la mano con la
tarde señalando tormenta, fueron acelerando el paso y cuando las primeras gotas
comenzaron a caer ellos ya corrían en un galope de placer como el que les había
traído al apartamento.
¿Estás
seguro de que no conoces más que el lenguaje binario? Parece que este idioma no
se te da nada mal.
Será
porque tu eres una buena traductora y entiendes todo lo que digo.
Creo
que me has estado engañando y me tirabas los tejos tú a mí y no al contrario.
No.
Siempre estuve seguro de que no tenía ninguna posibilidad contigo. Te veía como
un objetivo inalcanzable y eso que memoricé todos los escritos de las camisetas
que venían sobre estos dos argumentos que ahora tengo en mis manos.
¿ Y
cual te parecía más interesante?
No sé,
pero no veía muy claro el significado de: “Soy vegetariana pero me lo como
todo”
Es que
soy vegetariana ovolactea. ¿Quieres una demostración?
Creo
que lo que quiero es seguir comiendo contigo hasta que necesite ponerme a
régimen.
Pues
para hoy tendrás que cenar sólo. Yo tengo que irme.
Este fue el primer encuentro de muchos otros
que se sucedieron, cambiando las clases de informática por las sesiones de
cuerpo a cuerpo. Los arrebatos se convirtieron en caricias, los mordiscos en
besos, los gritos en susurros, pero con la misma intensidad que antes sentían
la urgencia de saciarse, ahora deseaban prolongar aquel instante hasta el
infinito, sin prisas, siendo dueños del tiempo que parecía inabarcable. El
interés mudó en necesidad, el cariño se fue tiñendo de algo parecido al amor.
“ Es
hielo abrasador, es fuego helado,
es
herida que duele y no se siente,
es un
soñado bien, un mal presente,
es un
breve descanso muy cansado....”
Francisco
de Quevedo
Los cambios movidos por las fuerzas del
amor, como el fuego, van transformando el hielo en agua que se sublima a su vez
en vapor. Los principios sólidos en los que basamos nuestro modus vivendi ,
aquello que parecía inmutable, que era el principio vital, irrenunciable, van
perdiendo fuerza con esa enfermedad mal curada que se resiste a cualquier
remedio. La libertad se somete a la disciplina de un dulce encarcelamiento, se
muda la tranquilidad por el paroxismo, la clara visión del mundo por una
realidad tamizada por el velo de la pasión. Caemos en el agujero que vimos caer
a los demás y que siempre pensamos que no estaría nunca a nuestros pies.
Lolita de forma imperceptible, fue dejándose
atrapar por aquella seguridad que le trasmitía Abel. Se dejó envolver por la
ternura de esos nuevos sentimientos, abandonando su pretérita obsesión por no
dejar entrar a ningún hombre en su vida. La poderosa luz que la cegaba no le
permitía ver como Abel que se entregó totalmente a aquella relación, poco a
poco se encontraba prisionero en ella. No deseaba abandonarla porque en sus
encuentros estallaba su virilidad, sentía abrirse caminos nuevos en su deseo, pero
cuando la pasión se vuelve rutina, cuando el objetivo está ya al alcance de la
mano sin esfuerzo, entonces pierde emoción. Él sentía que aquella mujer lo
había transformado, pero ahora necesitaba y deseaba explorar más horizontes.
Ella había recorrido muchos caminos, la mayoría de ellos embarrados, tortuosos
y este valle le parecía el Edén. Él había vivido inmerso en un caparazón
protector que lo aislaba del mundo y había conseguido romperlo gracias a ella,
pero existía un futuro donde todo aquel mundo nuevo estaba por explorar. Ella
había transitado por el sexo de oportunidad, carnal, que sólo saciaba el
cuerpo, con hombres que nunca le interesaron, ahora disfrutaba el éxtasis de
los ascetas, con su cuerpo y su alma en armonía. Él con su yo siempre escondiéndose
del mundo, ahora a flor de piel, sentía el impulso de anidar en otras almas, en
otras mujeres, sin renunciar a la que le dio el bautismo. Lolita a sus treinta
y pocos años resultaba sorprendentemente atractiva, pero aquellas chicas de
instituto y de los primeros cursos de la facultad le parecían vestales nacidas
para amar y él podía enseñarles aquella disciplina, iniciarlas en ese
arte. Poco a poco los caminos que
recorrían tenían sendas divergentes, aunque luego acabaran encontrándose. Ella
entregada ahora a la misión de recuperar el tiempo perdido, cegada de amor , no
se veía más que a sí misma. Carmen trató de abrirle los ojos cerrados a la
realidad, pero no podía y no quería escuchar.
En ese encantamiento tampoco podía ver como
Ángela crecía, se trasmutaba en una mujer. Las dos evolucionaron a la vez,
inmersas en sus propios cambios, sin ver los que sucedían a su alrededor. Los
padres no ven crecer a los hijos, sólo los ven hacerse más grandes, perciben
los cambios físicos, pero no alcanzan a entender la profunda transformación que
el cuerpo y la mente experimenta en ese inevitable camino que todos recorremos.
Ángela había descubierto una nueva dimensión
del amor que iba mucho más allá del que su madre le daba. Un amor nuevo que se
vive en futuro, en proyecto, en la nebulosa de los sueños alimentados por
emociones que trascienden de lo físico, desconocidas, que anegan el espíritu.
El amor de los jóvenes, la búsqueda de la mitad complementaria, el sexo fresco
como de fruta recién cogida del árbol, la fiebre del deseo y de la contención,
el marasmo del encuentro. Todo ello era incapaz de contárselo a su madre, a la
que amaba, pero los hijos no son amigos, son hijos. Por ello lo contaba a su
diario, lo escribía en papeles que guardaba en los libros.
Cuando lo conoció a él todo el torbellino de
sensaciones que se agolpaban en su pecho vinieron a recibirlo y lo colmaron de
ternura, lo regaron de agua fresca y perfumada con el olor de la belleza y él a
cambio la llenó de proyectos, de nuevas ideas. En su apartamento conoció el
secreto de la vida, en su pelo enmarañado se ensortijaba los dedos, en sus ojos
miraba al infinito. Escribía poemas sobre su rostro, adornaba sus fotografías
con besos. Abel le abría un camino inexplorado que quería recorrer con él.
Fue casual, no hubo maldad en los hados, no
fue una traición del destino, ni quiso la vida castigarla, nadie era culpable
de buscar la felicidad, ninguno era responsable de que aquellas fotografías
estuvieran en la mesa cuando Lolita llegó de trabajar. Las miró, las estrechó
contra su pecho, abrazando aquellos a los que más amaba y lloró con un llanto
silencioso y amargo. Carmen fue el paño en que enjugó sus lágrimas. Aquellas
lágrimas le ayudaron a ver, a mirar, a entender que el mundo giraba sin el
propósito concreto de dañar, que la vida no la estaba juzgando y que había
batallas que no podía disputar.
Dejó de acudir a las clases de informática,
no odiaba a Abel, seguía queriéndolo y no podía culparlo de lo ocurrido. Se
entregó a su trabajo y a la mañana siguiente invitó a Javier a cenar. Sólo
quería hablar con aquel compañero siempre atento que nunca dejó entrar en su
vida y que el tiempo recondujese los sentimientos al lugar que corresponden,
sabiendo que ser feliz consiste en vivir aceptando los regalos de la vida y los
fracasos, disfrutando del viaje de vivir, exigiéndote sólo a ti mismo no a los
demás. Porque no podía dejar de amar a quienes eran motor de su vida, porque
sólo amando se puede alcanzar la felicidad y había pasado demasiado tiempo de
espaldas a esa verdad.
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