NO ES FACIL SABER LO QUE PIENSAN

domingo, 9 de diciembre de 2012

No es fácil conocer el pensamiento de mujeres y hombres que viven casi en planetas diferentes. Africa no es el tercer mundo o el cuarto, es una concepción distinta de la vida. no es posible interpretarlo y estas dos mujeres no son una interpretación del pensamiento africano. Sería como mucho una ficción de como podrían pensar dos africanas que conocen nuestra sociedad. Una disertación sobre el sentido de la vida desde la óptica de un europeo que pretende pasarse por africano. Bueno una historia, sin más.


HAJO Y MAMITE. LA SOMBRA DE UNA ACACIA ABISINIA



África es una tierra extraña donde lo increíble puede ser real, lo posible inalcanzable, la verdad ficción.
 Lo que voy a contar no sé si lo soñé o sucedió en realidad. Pudo ser un sueño o estaba despierto y aquellas imágenes me parecieron un onírico mensaje. 

La magia de lo extraordinario es en esta tierra el cotidiano regalo a sus criaturas, quizá el único regalo.

Todos los pueblos parecían iguales, caminos llenos de barro flanqueados por casas y pequeños huertos, distribuidas sin orden, sin el propósito de formar un verdadero pueblo, adaptándose a los espacios que la naturaleza les imponía. En aquel pueblo tan alejado de la ciudad que muchos no la habían visitado nunca, había un río que bajaba desde el bosque. El bosque que enmarcaba todo el paisaje, un bosque espeso, de eucaliptos y árboles cuyo nombre sólo conocí en Orómico y no sé reproducir. El río era poderoso, como lo son los que provienen de la montaña, más arriba en medio de aquella selva formaba una cascada, caía como una sonora cabellera que al romper contra el agua se espumaba, formaba blancos rizos y emergía del fondo en vaporoso triunfo perfumando el aire. El río atravesaba el pueblo por su parte norte, sobre él un puente de piedra con barandillas metálicas que rompían lo natural del paisaje. Grandes campos de trigo y de maíz podían verse desde aquel lugar. El camino que discurría a lo largo del pueblo estaba permanentemente embarrado, las lluvias diarias en aquella época del año lo llenaban de charcos que cuando el sol salía de entre los negros nubarrones, brillaban. Una tierra marrón, de chocolate con leche, parecida a la piel de sus hombres y mujeres. El cielo en cambio pasaba del más oscuro de los presagios a un azul limpio que daba la impresión de que nunca más volvería a oscurecerse. En aquel pueblo no existía una plaza, la gran explanada que se hallaba en su centro hacía las veces de campo de fútbol, de espacio público multiuso, de ágora, de merkato los domingos. En ese día se llenaba de puestos hechos con palos de eucaliptos y alguna lona de color indefinido, sucio como la barriga de un borrico. El suelo siempre lleno de barro, un lodazal que no distinguía los días de fiesta de los de diario. Al mercado acudían desde todas direcciones carros tirados por borricos, cargados de sacos de patatas, paja, maíz, kat. Les seguían vacas, cabras, más borricos, niños con varas y machetes conduciendo los animales, hombres, mujeres cargadas con haces de leña, de cañas, niñas acarreando bidones amarillos para el agua, más niños y niñas. Muchos niños y niñas, corriendo descalzos, sucios, chapoteando en el barro sin que ello les importase. Corriendo tras los forangi, pidiéndoles caramela, escriba, birr , fotos. Imposible estar sólo en aquel caos donde todo parecía tener su sentido, donde encajaba como uno más de los objetos, animales y hombres. Pese al blanco de la piel y las ropas de extranjero todo transcurría a mi alrededor con la naturalidad de ser un accidente necesario en aquella cotidianidad. Con los ojos de quien no es capaz de asimilar tanta imagen, tanto movimiento, caminaba dejándome coger de la mano por los niños, tomando fotografías que luego pasaría a sepia como recuerdos borrosos de una realidad extraña.

En la plaza, merkato, se distinguían tres árboles que cerraban el espacio en sus tres esquinas, un trípode que parecía sostener el recinto sagrado dónde se oficiaba la ceremonia de la vida.

El árbol más pequeño era un hermoso flame tree. Su tronco esbelto llegaba hasta la tupida copa, un arbusto crecido por la generosidad del clima y convertido en árbol. De copa redonda, exuberante en el verde pero cuyo misterio venía de aquellas flores rojas que brotaban como llamas entre su follaje. Cálices abiertos al sol, a la lluvia que bendice por igual a hombres, animales y plantas. Si yo fuera pájaro sin duda lo elegiría como hogar, que dulzura cantar entre aquella frondosa espesura de verdes y rojos.

Dejé el árbol encendido para dirigirme al margen derecho de la explanada. Presidía aquel lugar el mayor de los árboles que nunca hubiera visto, como el pilar de una catedral dirigiéndose hacia el infinito en una recta vertiginosa que explota en el cielo abriendo los brazos para abarcarlo. No era posible entrar en aquel recinto y no mirar su imponente figura levantarse, poderosa, honorable, surgiendo del barro para estrellarse en el azul del cielo. A su lado empequeñecían hombres y bestias, parecían pequeñas motas de realidad caídas de su copa, frutos maduros que se desprendían del árbol. Debajo se notaba el frío de aquella sombra penetrando la piel. Ante la lluvia podía ser un buen lugar para resguardarse pero la tibieza del sol se perdía entre sus ramas y no dejaba llegar el calor de la tarde. Como los dioses y los templos gozaba de la grandeza y el valor de lo trascendente, obligaba a rendirle homenaje, pero no invitaba a sentirse cómodo, no era hogar, si acaso refugio. Me alejé mientras miraba a lo alto donde se perdía su copa, el sol ya había llegado a la mitad del camino entre su cenit y el horizonte.

Caminé hasta la tercera esquina donde se levantaba la acacia que reposaba en la parte más alejada del pueblo dando inicio a un campo verde donde pastaban vacas y ovejas en perfecto desorden. Allí ya no llegaba tan fuerte el ruido de la vida, de los niños, de las bestias, de todo aquello que por estar vivo se hace patente a través del sonido. La acacia y su gran copa achatada se recortaba como un gran hongo y dejaba una sombra en que hubieran cabido cien bueyes. Una sombra quebrada por espacios donde los rayos del sol se colaban y dejaban la tierra moteada como la piel del leopardo. Su tronco retorcido, arrugado y lleno de cicatrices que la vida le había ido dejando, ascendía tranquilo. ¿Qué misterio encerraba aquel árbol, que extrañas circunstancias habían moldeado su figura? como una bailarina contoneaba su tronco en curvas inverosímiles para finalmente levantarse y abrir sus brazos al espacio. La caída de la tarde con su sol tibio invitaba a sentarse bajo sus últimos rayos y recibir el regalo del calor. Cerre los ojos, podía oír el murmullo de la vida que transcurría en torno a mí y poco a poco percibí la conversación de dos voces que se hablaban dándose mutua compañía. Creí que escuchaba a dos filósofos, a dos sabios desgranar el sentido de la vida, dar respuestas a las preguntas de los hombres. Al volverme pude ver la figura de aquellas mujeres sentadas junto a los bidones amarillos del agua, con sus coloridos shama, cubierta la cabeza, sus rostros luminosos dónde los ojos presidían el óvalo de la cara. ¿Acaso eran diosas que mi mente había creado? no podían ser un sueño porque oía su voz, percibía su olor, podía ver la escena con total claridad bajo la sombra de aquella acogedora acacia. Cerré de nuevo lo ojos y me dejé llevar por el ritmo de sus palabras a un mundo de imágenes escritas en el aire.
    • No me siento esclava, pero admito que no puede decirse que seamos libres. ¿Acaso alguien lo es? ¿Es la libertad un concepto absoluto? Nadie es totalmente libre, ni totalmente feliz, ni completamente desgraciado. Me siento afortunada en mi vida. Tuve una infancia que recuerdo con cariño. Mis padres, sobre todo mi madre me dio amor, tanto como podía necesitar. Mis hermanos y hermanas fueron compañeros de aquel tiempo y tuvimos grandes y también dolorosos momentos. La vida es como el camino con llanos y cuestas, con piedras y tierra, pero doy por bueno lo vivido. Creo en la suerte de nacer en un lugar como este, dónde la vista se embriaga de verde, poder ver los campos de maíz y tef, los árboles que rompen el horizonte magníficos, el agua que corre alegre por nuestros ríos, el bosque. Todo ello vale suficiente para pagar la escasez. Comemos al menos una vez al día, podemos reunirnos con nuestros amigos para la ceremonia del café. Reunimos a nuestra familia y es una fiesta de voces de niños, de alegría. Nunca salí de aquí y es probable que nunca visite lugares lejanos, no más allá de Naguele o con suerte Arbaminch y sus lagos, pero ¿necesito conocer aquello que no se me dará?¿No es acaso peor desear alcanzar un sueño que nunca estará a nuestro alcance? Yo deseo vivir aquí, con mi marido que no me pega, con mis siete hijos, regalos de Dios, contigo que eres mi amiga. Me conformo con lo que la vida me ha dado, carezco de muchas cosas, pero temo más lo que puede quitarme, que ansío lo que podría haberme dado.
    • Siempre fuiste una ingenua y a veces te envidio por ello. Pero yo me siento atrapada por esta vida diseñada por otros o por un destino malvado. Nacimos en un lugar maravilloso, es cierto, pero sólo en la superficie. Bajo los árboles magníficos viven gentes humilladas, sometidas por la pobreza. No pretendo una libertad total, ni una felicidad absoluta. Admito que he sido feliz a veces, que no me faltó amor cuando era niña, pero ese amor de madre se desvaneció en el recuerdo. Comemos todos los días pero oigo mi estómago pedir alimento y oigo el de mis hijos que comen caña de azúcar para engañar su hambre. Sólo comemos carne los días de fiesta. No deseo paraísos inalcanzables pero veo a las mujeres blancas, doctoras, maestras, que llegan de países lejanos y en sus ropas, en su seguridad veo la libertad. La libertad de haber elegido su destino. Pudieron cambiar el rumbo de sus vidas. Nadie las obligó a casarse, no cargaron de hijos que les atan las manos y las sujetan a la casa, pueden valerse por sí mismas sin necesitar a un hombre que las dirija. Es posible que no sean más felices, pero si más libres. Pueden tomar decisiones sobre su futuro.

    • Hablas como si conocieras a esas mujeres. Ellas son distintas, es verdad. Hablan y se las escucha, mandan y hasta los hombres las obedecen. Tienen el poder que les da su posición y su piel, pero acaso sabes como viven allí en sus tierras. Allí no habrá hombres negros que se vuelven sumisos, seguramente también sus hombres las ignoren. Aquí se sienten seguras, pero carecen de lo esencial en la vida. No tienen hijos, tú dices que eso las hace libres, pero yo te digo que eso las hace esclavas de ellas mismas. Los hijos son una bendición de la naturaleza, te prolongan, ves en sus risas tu niñez, recobras los pretéritos sueños de infancia, ríes porque ríen, lloras cuando les duele. Te dan vida. Sientes la vida en su esencia. Todas esas ropas nuevas que cambian cada día no pueden hacerlas felices, ni sentirse más vestidas que yo con mis descoloridas ropas. Lo único que envidio es su saber. Desearía conocer como ellas conocen, el mundo, los misterios de la vida, la ciencia del cuerpo, eso es lo que me quedaría de ellas.

    • Quieras o no ellas son distintas, en sus cuerpos y en su seguridad se puede ver como estamos lejos de su posición. Son dueñas de su cuerpo, de su placer ¿Cuando es la última vez que sentiste el placer? Aquel que nos prometían antes de casarnos y que probamos ansiosas hace tanto que cuesta recordarlo. Aquel vértigo cabalgando a lomos de un caballo desbocado, aquella explosión que anegó todas nuestras ansias. Fue tan intenso como el dolor del hierro que marca al ganado y casi con su mismo significado. ¿Cuánto duró? Un hijo, dos si acaso. Llegó a su fin tras haber sido poseídas, o mejor, tras haber sido desposeídas del único valor que teníamos, nuestra virginidad. Los amantes se convirtieron en maridos, en amos, perdimos la condición de hijas para ser esposas, nuestro papel de mujer para ser madres. Todo lo que éramos se desvaneció en el tiempo y se diluyó en la realidad que es ahora nuestro hogar. No lo desprecio, pero cuando me miro en el río ya no me veo. Veo sólo una extraña que habita en mi cuerpo. No me encuentro a mi misma, veo a la madre y a la esposa, cargada de todas las tareas de esos atributos e ignorada por el resto del mundo. Apartada a mi lugar. Al que eligieron por mí.

    • Ese placer de que hablas lo recuerdo con tanta viveza como tú, sé que está lejano en el tiempo y lo lamento. Anhelo aquellas batallas, aquellos incendios, su fulgor y su paz, su recuerdo es tan vivo ahora como lo fueron entonces las sensaciones que despertaron. En aquel momento cuando me llevaron a la casa, engalanada con un vestido nuevo, coronada de flores y me dejaron en el lecho me sentí como un cordero que va al sacrificio. Esa fue la entrega breve, la que esperaban todos para demostrar mi virginidad. Pero en las noches siguientes cuando mi marido se acercaba y se iniciaba la hoguera en mi cuerpo, sintiendo el calor de las primeras ramas que arden, notaba el calor del suyo que se acercaba suavemente y dejaba sus manos resbalar por mi cuerpo, levantaba el vestido y me envolvía atrapando mis pechos. Su aliento en mi cuello, su respiración agitada, notando crecer su sexo en mi espalda que encontraba las puertas abiertas para entrar y colmar mi ansia. Iniciábamos aquel viaje donde las llamas brincaban sobre la madera que arde, desbocadas lenguas de fuego en alocado galope que lleva a la cima y después contemplábamos las brasas acompañando al sueño. Es verdad, ahora sólo siento un intruso en mi cuerpo que se sacia, procuro dejarlo que acabe guardando silencio para no despertar a los niños. Yo también lo viví con tanta intensidad como dices, fue sublime y se desvaneció en el tiempo pero no en la memoria de donde lo recupero a veces. Cuando lo hago no me arrepiento de aquella entrega, puede que vendiera mi tesoro por un efímero pago, pero me ha dejado otros regalos a cambio. Otros placeres. El placer de despertar y ver los ojos grandes de mi hija pequeña, de mi nuevo tesoro. El placer de preparar el café y sentir su aroma cuando se tuesta, el olor del carbon mezclado con la humedad de fuera, la caricia del humo de asciende hacia el techo y perfuma la estancia. Siento el placer del agua fría del río, me miro y veo una mujer que se cambió por una madre, pero no perdiendo su valor si no multiplicándolo por cien. ¿Piensas acaso que esas mujeres blancas sienten el placer como nosotras lo sentimos? Puede que lo busquen y encuentran en su tierra un hombre que las ama intensamente un tiempo, pero ¿para siempre? Tampoco en el placer existe el absoluto. Y cuando entregaron su cuerpo por primera vez lo hicieron como nosotras entregándolo todo. Quizás el suyo sea un amor por entregas, a plazos. Es ese el amor y el placer que deseas. Si no tienen un cuerpo pequeño al que abrazar y calentar, si no pueden mirar los ojos de un hijo y verse en ellos es imposible que sientan lo que yo siento. No las envidio.

    • Nuestros hijos son la moneda por la que entregamos nuestro cuerpo. Es verdad que son ellos el motor, el aire que sigue haciendo que arda el fuego de la vida en nuestros corazones. Pero son ellos también los que nos desgarran el alma cundo enferman, cuando lloran de hambre o por la enfermedad. Tú has visto morir a tu hijo y sabes de que hablo. Yo estuve contigo en aquel parto que fue un mal sueño, aquel dolor penetrándo como el humo las paredes de la choza. Pude oír tus gemidos que ahogaban los gritos de tu garganta, aquellos dos días de tortura no fueron una bendición, fueron la maldición de las mujeres de África. Todos temimos entonces que te fueras con los espíritus, que nos dejaras en el río de sangre que salía entre tus piernas. Y te quedaste, pero tu hijo, aquel primero que iba a convertirte en una mujer bendecida, se fue donde los dioses querían tenerlo. En la tierra de los blancos, ese sufrimiento, esa pérdida se ve mitigada por los cuidados de los hombres y mujeres de blancos hábitos. Mujeres y hombres como los que aquí vienen que conocen el arte de curar, que tienen instrumentos y medicamentos para traer a los niños sin tanto dolor. Los envidio y los maldigo por disfrutar de eso que se nos niega. Yo quiero tener hijos a los que poder ver crecer, sanos y felices.

    • El dolor como el placer son efímeros, se sienten mientras nos poseen. Después somos sus dueños, podemos despreciarlos o venerarlos. Pasan a ser de nuestra propiedad y podemos enterrarlos en el oscuro rincón del olvido o traerlos a la memoria para tenerlos de nuevo. Recuerdo aquel invierno como el más frío de mi vida, cuando las contracciones empezaron me sentí la mujer más feliz del mundo. Podía devolver a mi marido el regalo que me entregaba cada noche, era mi ofrenda a la felicidad que como una semilla era plantada en el interior de mi cuerpo. Deseaba tanto aquel niño como la mañana al sol. Era para mí la culminación de mi existencia, lo que daba sentido a mi vida. Sé como se fue debilitando mi voluntad con el dolor, cuando las puñaladas que sentía en mi vientre seguían sin un fruto, sin progreso, me entraron dudas. No sabía si podía estar a la altura y para no defraudar a mi familia y a mi marido ahogué los gritos mordiéndome los labios. Noté como se rompían en mi cuerpo las aguas de la vida y como corrían por mis piernas que ya estaban insensibles. Más tarde cuando la sangre ocupó el lugar del agua sólo sentía un sopor dulce que se parecía a una tarde de sol, cerraba los ojos y veía aquella luz que entraba por mis párpados. Oía las palabras de aliento de la comadrona, los sollozos de mi madre y tuyos que se mezclaban con las voces de la gente afuera de la casa, pero en mi mente sólo había paz. Cuando todo acabó yo estaba dormida y al despertar pensé que encontraría aquel recién nacido a mi lado o en mi pecho, pero me vi en una cama desconocida en una habitación que era la de la maternidad de la misión. Supe de inmediato que algo había ido mal, no oía el llanto de mi hijo, sólo veía caras tristes a mi alrededor y tu sonrisa al saber que había vuelto. A ella me agarré, pero no tenía fuerzas. Me contasteis días después que mi hijo había muerto. Yo ya lo sabía. Dios lo necesitaba porque lo amaba tanto como yo. Sufrí, pero le pedí que ya que el había elegido al primero de mis hijos me dejara el resto para mí, y lo hizo.

    • Dios no existe. Dios nos ha olvidado. Dios se fue de esta tierra hace muchos años. Estamos solos, somos huérfanos. Nos dejó como compañía la pobreza, la miseria, el hambre, la enfermedad, el trabajo agotador y a nosotras nos añadió nuestra propia condición de mujer, de esclavas, de animales sometidos. Si Dios existiera y estuviera aquí no veríamos como nuestros padres mueren jóvenes. Algunos de los hombres blancos que vienen a ayudarnos tienen más edad que nuestros padres y parecen tan jóvenes como nosotras. Porque pueden alimentarse, tienen medicinas para curar las enfermedades, no viven en la humedad de nuestras casas rodeados de pulgas, de sarna, no tosen constantemente. Si Dios te hubiera dado a tus hijos, porqué no les permite crecer como los hijos de otros. Cuando me piden comida y no tengo, maldigo al dios que nos envió a esta tierra estéril. Quizá él me maldijo también a mí, por eso no tuve más que cuatro hijas. Es lo único que podría agradecerle, si él lo ve como un castigo yo lo tomo como una bendición. No quiero parir más hijos en este mundo. Lo que no le perdonaré jamás es que me arrebatara a mi flor, mi rosa, mi alegría, mi hija casi ya en su tiempo de ser mujer. Mi hija mayor era mi sueño, como tu dices veía en ella el rostro de la esperanza, quería vivir en ella mi ilusión perdida. Imaginaba que ese placer que ella sentiría me llenaría de nuevo los poros de la piel y erizaría el vello de mis brazos. La mañana en que despertó con la tos la llevamos a la curandera que le dio unas friegas en el pecho, pero la tos seguía de día y de noche martilleando en mi cabeza, robándome el sueño y la vida. Aquellos golpes que se hacían cada vez más intensos la dejaban extenuada, sólo me decía: “Mamá quiero curarme y conocer a un hombre y tener hijos para ser como tú” poco a poco la tos fue mermando sus fuerzas y se fue convirtiendo en apenas un pequeño estertor. Cuando la llevamos con el carro al hospital de la misión sus ojos ya no miraban, se extraviaban en los sueños. Era la más hermosa y hasta en aquel momento podía verse en ella la pasión por vivir. En esa cara de piel como el ébano, sus grandes ojos y sus cabellos desordenados me pedían poder seguir adelante, pero fue perdiendo la sonrisa en una mueca de aceptación. Yo no podía aceptar perderla, suplique a Dios, le recé, imploré que me llevara a mí a cambio, que no me arrebatara aquella flor que había cultivado con el calor de mi amor. No me escuchó, se fue apagando como la llama de un candil que consume la grasa. Cuando la sacaron envuelta en el sudario fuera del hospital, llevada como una virgen sobre los brazos en alto y todos gritaban para vaciar su dolor, yo callaba, marchaba a su lado en silencio porque ya había agotado el dolor y sólo sentía odio, y el odio es mudo. No perdono a Dios. Nunca le adoraré aunque tenga que hacer como que rezo para que no me repudien. Pero en esos rezos le hablo para mostrarle su verdadero rostro, el de un ser maligno y cruel que abandona a sus hijos a la humillación de esta vida, a estas muertes indignas.

    • Yo iba a tu lado en aquel entierro también en silencio, porque el amor profundo también se guarda en urnas donde el sonido no cabe. El dolor de tu herida, era el dolor de mi herida. Pero es cierto que sólo tú quedaste con esa herida abierta, tu perdiste a tu hija. Dios estaba allí y quizás lloraba como tú, puede que también se hayan secado sus lágrimas de tanto llorar. La vida es un maravilloso don en el que se mezclan la hiel y la miel, el dolor y el placer, a veces tan juntos que no pueden vivir uno sin el otro. Es posible que Él no me quitara mi hijo ni que me diera los otros, pero a quién podía pedir yo aquel favor. Dios está presente para no dejarnos solos. Nos agarramos a su túnica cuando tenemos que decidir en lo esencial de la vida, cuando tropezamos en la piedra del camino y nos vemos en el suelo, esperamos la mano que nos de la paz, la fuerza para seguir existiendo. Le buscamos en los oscuros momentos de desesperación para que nos de luz. Es posible que sólo esté en nuestra mente, que sea fruto del miedo, pero a veces necesitamos una presencia más poderosa que nuestra propia voluntad para darnos confianza, para hacernos seguir adelante. Si Dios no existiese tendríamos que crearlo, lo necesitamos y Él nos necesita a nosotros. No tenemos sentido por separado. Tras la pérdida de mi hijo no hubiera podido seguir adelante sin ese apoyo, sin mi fe, sin la confianza que me daba el pensar que Dios iba a estar de mi parte en el futuro. Pero incluso tú que abominas de Él, que lo niegas, que ignoras su poder, te has valido de ese odio, de esa cruzada en su contra para tener fuerzas y continuar. Las dos hemos necesitado a Dios, cada una a nuestra manera. Y en la hora final, cuando la muerte nos llama, entonces su figura sustituye la de nuestra madre, nos acuna en el lecho, nos da esperanza, nos permite que la muerte sea un tránsito más llevadero.

    • Dios niega la vida, sabe a muerte y esa es la mayor prueba de su inexistencia. Nace de la angustia de enfrentarse al instante final de la vida, a lo desconocido, al miedo como tu dices. En ese instante en que el cuerpo se derrumba surge la fe, la creencia en la magia, en lo irreal. El moribundo se agarra a la esperanza de una vida futura, se arrepiente de lo que cree que son sus pecados. Sus amigos, su familia, sus seres queridos aceptan la quimera de un dios misericordioso, omnipotente, que dará la felicidad a aquel que les abandona y al que aman. La felicidad que no pudo tener en su vida, porque asumen que la vida es un transito por la infelicidad, por la miseria, por el sufrimiento. Los muertos consolidan aquella fe, la extienden como una epidemia, infectando a los vivos. Y sin darse cuenta aquel intruso, aquel germen maligno que es dios, se va apropiando de sus actos, renunciando a vivir. Porque Dios y sus voceros no predican mas que una negación de esta vida para ganar un paraíso futuro. Es pecado el goce, es obsceno el pensamiento que discrepa del credo oficial, abominable el que pretende vivir de espaldas a las normas impuestas por impostores de la moral. Nos pretenden convencer que la vida de privaciones, el hambre de nuestros hijos, nuestro sufrimiento, nos acerca a Dios. Pero sus predicadores viven en la opulencia, abusan de las hijas de los fieles, infringen todas las reglas que la doctrina enseña y se escudan en la debilidad de su carne humana frente a la perfección del creador. A que clase de dios puede agradar que sus hijos vivan en la miseria y ello tenga como recompensa el cielo. Sólo tras la muerte se encuentra la felicidad, esa parece ser la enseñanza de dios. Reniego de esa fe, sólo creo en el hombre, o mejor sólo creo en la mujer, porque sólo las mujeres me han dado muestras de fidelidad, de amor. Mi madre que vivió para sus hijos, mis hijas que son el aliento en la angustia y tú que me escuchas y me quieres. Reniego de Dios, quizás si hubiera sido mujer lo hubiese querido. No temo su castigo, ¿acaso el infierno prometido puede ser peor que el que vivimos? ¿habitaran el cielo sólo los pobres o se habrán reservado un espacio los falsos testigos de la fe, como lo hacen aquí? No temo a la muerte, sólo temo a la muerte de mis hijas, para mí será una liberación, dejaré este mundo sólo con la pena de no veros a ti y a mis pequeñas, mis únicos lazos con la vida ahora que mi madre a muerto.

    • No es verdad que Dios se encuentre en la muerte. Dios es vida. Aunque naciera de los muertos que nos muestran la temporalidad de la materia, nos enseñan también que en nuestro interior vive algo más grande. El pensamiento, el amor, la amistad son pruebas de esa esencia del hombre que trasciende lo corporal. Dios está en los demás, en las cosas bellas, en los momentos felices. Nos da esperanza, ánimo, fuerza, por eso es padre, o madre si lo quieres. No es propiedad de sus clérigos, ni de los devotos, ni de los puros, ni los obispos, ni los santos. Pertenece a los hombres, las mujeres y sus hijos sin distinción. Es el único bien que poseen los pobres, es un bien necesario para que diferenciar la bondad de la maldad, la justicia de lo injusto, el amor de la crueldad. Aunque los injustos se apoderen de Él, aunque los malvados pudieran obrar en su nombre, siempre será el referente, porque Dios es la perfección en el amor. Como tu dices es el amor de una madre, incondicional, silencioso, cálido, necesario. Las dos tenemos dentro a ese Dios maternal.

La tarde iba cayendo en el profundo sueño de la noche, el sol apenas asomaba por el horizonte despidiéndose, alzando sus últimos rayos como si dijera hasta mañana. El frío empezaba a filtrarse por la piel. Aquellas mujeres se abrazaron, cogieron sus bidones amarillos cargados de agua y desaparecieron caminando lentamente hacia sus casas. Me quede aterido, sentado, sin poder hablar, viendo como sus siluetas oscuras se recortaban en el fondo de la plaza y desaparecían. En ese momento no podía pensar, todo el pensamiento ya había sido dicho, no quedaban palabras que añadir. Miré hacia arriba y pude ver la copa de la acacia como una mancha oscura, como una cabellera rizada y alborotada sobre la cabeza de un gigante. Cerré los ojos como para comprobar que seguía despierto, o vivo, y me levanté. No notaba las piernas que se habían acostumbrado a la inmovilidad, estuve quieto todo el tiempo para no romper en encantamiento de aquellas apariciones, para no alterar su discurso que me había cautivado. No sé si he sabido traducir lo que dijeron, si eran esas sus palabras o quizás perdí algún matiz, es posible que con el tiempo haya podido cambiar sus palabras pero no su significado. En aquel lugar bajo la acacia abrí los ojos a un mundo nuevo, vi con otros ojos, me sentí vivo y a la vez extrañamente ausente de mi realidad. Sé con certeza que lo que escuché fue dicho en aquel lugar, son testigos el 
aire y los árboles que allí seguirán incluso tras mi muerte.


cada uno sabe del dolor y la delicia de ser lo que es”
Caetano Veloso