África
es un vendaval de sensaciones, un marasmo para los sentidos.
Contradictoria e imposible de entender desde mis esquemas.
Maravillosa, bella, fascinante, mágica, se nos acaban los adjetivos
cuando pensamos en la utópica imagen de la fotografía. Pero... y
las chozas de adobe, la suciedad en que viven, la miseria, la
malaria, tuberculosis, SIDA... Todo eso queda oculto por la ceguera
colectiva que no queremos ver.
Sus gentes son respetuosas,
entrañables, pero también crueles, violentas, indiferentes incluso
a su propio destino. Son amigos generosos, pero veo también en ellos
una carencia en el concepto del amor. Las relaciones de pareja no
parecen estar dirigidas a quererse, quizás a complementarse para un
objetivo fundamental que son los hijos, única riqueza junto con el
ganado y la casa (no quiero decir ambas cosas estén al mismo nivel).
Los niños hablan con orgulloso de su familia, del número de
hermanos y hermanas, dicen que su mayor satisfacción es reunirse
todos juntos en casa. Ahora (septiembre en nuestro calendario) en su
fiesta de año nuevo los imagino en el barracón de adobe, con el
barro hasta la puerta , alrededor de la comida especial que preparó
su madre, pollo al curry con injera, patatas cocidas con berberé y café etíope. Pienso que en ese preciso instante toda la felicidad
de mucho tiempo se agolpa en aquel lugar pero el día después los
devuelve a una realidad demasiado cruel. La pobreza es tan extrema,
la miseria tan humillante que no les cabe otra posibilidad que
sobrevivir, que ser egoístas. Los niños sufren las mismas
carencias, pero ignoran otras posibilidades, felices sin sus zapatos,
chapoteando en el barro, vestidos con una camiseta raída y a veces
con pantalones heredados de otra generación. Las niñas con sus
vestiditos que perdieron el color hace mucho y sólo se adivina
debajo de una suciedad que confiere un tono marrón como para
mimetizarse al lodo que lo envuelve todo.
Todo
menos el verde, un verde luminoso. La vegetación es casi lo único
que podría decirse que goza de una salud envidiable. La lluvia
diaria, el sol que se abre camino entre las nubes casi siempre
presentes. Un cielo imprescindible en el paisaje. Vistos desde la
distancia aquellos enormes prados de tef,
trigo
o maizales, o los inmensos bosques de eucaliptus, hayedos y acacias
parecen mágicos. Atravesados por caminos embarrados, con sus charcos
brillantes por el sol y el inabarcable cielo azul-gris que choca
contra las montañas al fondo. No es difícil pensar que es un
paraíso, pero en realidad es una caricatura del mismo, un esperpento
donde la belleza pierde su gracia por el dolor que encierran sus
habitantes. Es un edén engañoso, un infierno si se vive en sus
condiciones.
Nosotros somos la isla que se mantiene a salvo entre
tanta miseria. De cuando en cuando cogemos el bote y nos acercamos,
con nuestra ropa más o menos limpia, los zapatos deportivos que
evitan que nos manchemos de barro. Nuestras batas blancas que imponen
la autoridad del hombre blanco, la medicina milagrosa del sabio. Si
supieran que poco se puede hacer con lo que tenemos y cuanto no
podemos hacer con lo que sabemos. Pero somos el referente, nos
entregan su vida, confiados, porque creen en nosotros, porque sienten
la desesperación del enfermo.
Las
mujeres casi siempre víctimas propiciatorias de estas sociedades
empobrecidas y víctimas de su propia condición de mujer. Los nueve,
diez, doce embarazos consumen mucha energía y mucha vida. Todas
ellas aparentan una edad que no tienen, envejecidas prematuramente
por el trabajo, por los partos, por las infames condiciones de vida
que comparten con sus hombres y con sus hijos. Entran a la consulta
temerosas, calladas, con su shama
o nettala,
cubierta la cabeza, a veces la boca y esperan la pregunta del
traductor: Racon ke mani o Esa si Dhukuba? No te cuentan nada de la
tiña o la sarna a la que posiblemente se han acostumbrado. Les duele
todo el alma entera y sólo saben decirlo señalándose la cabeza, el
estómago, las piernas ( escribimos rheumatic pain, burning,...) pero
como se escribe en inglés me duele la miseria.
Me duele este
cansancio de haber parido diez hijos, como describir el dolor de
soportar que dos hayan muerto, el hartazgo de comer poco, de soportar
al marido que no la trata con cariño (o que le pega), que por la
noche se satisface sin creerla con derecho al placer. Aquello no se
puede traducir y si para tratarlo sólo tienes ibuprofeno,
paracetamol, omeprazol o multivitámínicos te sientes un poco médico
de pega, un farsante. Como ginecólogo me preguntan por su regla que
desapareció hace unos años después de quinto o sexto hijo y
quieren más (ellas o sus maridos, o ellas porque si no sus maridos
no las quieren). Se suben las faldas sin pudor ( a veces tienen
vergüenza pero la autoridad del enfermero hace que no pongan trabas)
¿qué se puede saber sólo con dos dedos de una historia obstétrica
que si la conociera me parecería una película de terror? Me acojo a
la ecografía, la ignorancia si se disfraza de técnica se nota
menos. Tenemos un buen ecógrafo mi alivio cuando veo a una
embarazada, porque la imagen de su hijo es para ella como un
medicamento. Decirles si es niño o niña, que todo está bien,
Misha,
repito hasta que me traducen. No sonríen mucho, ni lloran, solo
asienten con esa aahh! aspirada o asse,
asse
que repiten como un mantra a lo que les explican. Ni siquiera en las
malas noticias parecen inmutarse, un hijo muerto o una malformación
supongo que es una gran decepción, pero lo asumen con una entereza
pasmosa. Tienen tantos a los que cuidar y otros por venir que no
parece que les afecte. En nuestro ámbito este es uno de los mayores
dramas que se vive en la obstetricia, aquí sólo un acontecimiento
más.
Me ha impresionado muy
gratamente la atención de las comadronas a las mujeres, les hablan,
las tranquilizan, les ayudan mucho. No es que el parto tenga las
condiciones óptimas, la asepsia es la que es, pero la cuidan dentro
de sus posibilidades. Se les nota además una buena preparación
obstétrica y supongo que lidian con problemas para los que nosotros
requerimos muchos más recursos y personal. El parto sigue siendo
duro, sin epidural por supuesto, con poca analgesia. Son mujeres
fuertes, que tras el parto no viene un celador con camilla para
llevarlas a la planta, se levantan y van andando a su cama. No
protestan, no las he oído gritar. Estoicamente asumen aquel trance
con entereza porque así se lo han enseñado “parirás con dolor”.
No estamos tan lejos de esto, si miramos atrás 50-60 años, como
parieron nuestras madres o abuelas. No tenemos a veces memoria para
lo propio, parece que siempre hemos sido ricos. Lo que ocurre que en
este lugar la miseria se ve tanto que duele.
En el hospital veo una labor
enorme al intentar batirse con la enfermedad, pero en realidad la
lucha es contra la pobreza. No se trata de caridad, se trata de
entender que la enfermedad es una alienación para el ser humano
cuando ante esta situación está desprotegido. No es sólo necesario
trabajar para curarlos, a veces cuando no se puede hacer nada, cuando
sabes que van a morir, lo que necesitan es sentirse atendidos. Que
alguien les haga ver que no están solos. La grandeza de los
gobiernos no se ve en los palacios, no en los estadios, ni en los
polideportivos que construyen e inauguran antes de las elecciones, se
ve en el cuidado de los más débiles, de los enfermos, de los
dependientes. La enfermedad nos hace tan vulnerables, tan frágiles
que no puede dejarse en manos de los mercados. Es un bien
innegociable, un derecho que no podemos permitir que nos arrebaten.
No se necesita piedad ni caridad si no justicia, sólo la justicia
dignifica a las sociedades, en la nuestra y en la suya. La historia
no la escriben los justos pero enseña que sólo los soñadores serán
dignos de figurar en ella, porque al menos habrán intentado hacer de
la justicia su bandera.
África es bella hasta con sus
miserias, al menos para nosotros que la vemos de lejos, como un
paisaje que se desvanece en el recuerdo cuando te sientas en el sofá
de casa.