IMPRESIONES DE JAVIER

domingo, 24 de octubre de 2010



Está ya próximo el día de nuestro regreso.
Haciendo un esfuerzo por vencer mi, de todos conocida, alergia informática, tomo prestado a Roberto el ordenador y me animo a escribir unas líneas.
Lo hago para que mi gente no me regañe al llegar a España, por mi desidia, y lo hago ahora porque he preferido esperar a que sedimentasen las emociones que he tenido desde nuestra llegada.
Ante todo, he de pedir disculpas por tener la osadía de opinar sobre un lugar en el que apenas llevo tres semanas. Además de ser un tiempo muy corto, este país es complejo y difícil de entender con nuestra mentalidad occidental. De hecho, creo que es imposible entender nada en tan breve período de tiempo, pero, al menos, os daré mi impresión aunque sea superficial y poco objetiva.
Lo primero que os diré es que mi impresión de la experiencia es positiva. Estoy contento y razonablemente satisfecho. No es lo que esperaba, aunque, en realidad, no sé lo que esperaba.
Cuando planteas un proyecto así, todo el mundo piensa que lo haces por un sentimiento altruista. En realidad, es muy poco lo que ayudamos aquí y, sin embargo, mucho lo que obtienes a cambio. Encuentras respuesta a algunas de las preguntas que te has hecho a ti mismo toda la vida.
El país no es bonito. Es pobre, sucio, caluroso; y hay miseria, enfermedades y muerte por todos lados.
Pero está la gente. África y su gente te cautiva, y a mí me ha enamorado.
No sé cuándo, ni cómo, ni a qué lugar, pero quiero volver.
El clima es duro, y eso que esta no es una época del año especialmente calurosa. Si reúnes el clima, el riesgo de contraer enfermedades y la miseria, no resulta un destino especialmente atractivo.
Pero, como dije, está la gente. No creo haber llegado a comprender prácticamente nada. Además, cualquier idea preconcebida que tengas se derrumba por el peso de la realidad.
Creemos que venimos aquí a ayudar, como escolares con buenas intenciones, pero, en realidad, son ellos los que nos ayudan y nos enseñan a nosotros.
La actividad profesional no ha sido especialmente difícil. He tenido tiempo para descansar, meditar, e incluso leer. Sin embargo, el aspecto humano sí que ha sido duro.
Ya me lo advirtieron. No estamos preparados. No lo estamos para ver cómo los niños mueren como moscas por problemas que en otro lugar tendrían solución..
Nadie nos dijo que tendríamos que asumir la muerte como algo natural e inevitable en muchos casos. Y me sorprende la fortaleza de espíritu con que ellos la aceptan. “Dios lo ha querido”, repiten siempre.
Y no es que no les duela, es que ellos lo tienen asumido.
Temo el regreso. Lo temo porque sé que, cuando vuelva a casa, veré y entenderé cosas, desde la distancia, para las que ahora estoy ciego, saturado por las emociones del día a día.
Sé que pensaré en lo que hice, en lo que dejé de hacer, y en lo que pudiera haber hecho.
Ahora tengo sentimientos contradictorios. Por un lado, la satisfacción de la experiencia y la alegría de la cercana vuelta a casa a abrazar a los míos; y, por otro, la tristeza de abandonar un lugar en el que tengo la sensación de que apenas he pisado el suelo.
Hay muchas cosas que me han impresionado. Sobre todo la gente, y, especialmente, las mujeres que han sido el objeto de nuestra atención.
Admiro su enorme fortaleza en un país, de mayoría musulmana, donde la mujer prácticamente no tiene capacidad de decisión sobre su propia vida. Y, a pesar de ello, son fuertes. Soportan el dolor y la tragedia con una capacidad fuera de lo común.
Si tenemos que intervenir a una paciente por un problema en el que está en juego su vida, antes pregunta a su marido, o al consejo de familia, para que autoricen la operación.
Me impresionan sus ojos. Mirar los ojos de una madre que observa el cadáver de su niña recién nacida te rompe el corazón, te destroza el alma. Y ellas aguantan, sufren y repiten: “Dios lo quiere así”.
Este es otro mundo. Es otra cultura, otra filosofía, otra forma de entender la vida. No los entendemos, ni podremos entenderlos nunca. Aunque ellos tampoco nos comprenden a nosotros.
Es muy difícil llegar a este pueblo. Difícil que te miren a los ojos; difícil que sonrían: imposible llegar a tocar su alma.
Somos extranjeros, invasores. Son conscientes de que obtienen algunas cosas de nosotros, pero es como si fuésemos extraterrestres.
En algunos casos, percibes incluso el odio al blanco bajo una mirada.
Me resulta gracioso ver cómo algunos pequeños lloran al ver ante sí un “monstruo blanco” que se les acerca. Es otro mundo.
Aún así, hemos ayudado a nacer sanos a algunos de ellos; hemos evitado, o retrasado la muerte de alguna madre, y también hemos conseguido alguna que otra sonrisa.
El objetivo más importante que nos habían encomendado era la formación de los estudiantes de Medicina, y a ellos les hemos dedicado mucho tiempo.
Los hay de todo tipo, pero, en general, son buenos. Un estudiante de aquí actúa como un residente de especialidad en España, y asimilan conocimientos con una rapidez que me sorprende.
Si consigo que alguno de ellos recuerde uno o dos de los conceptos prácticos que les hemos enseñado, me daré por satisfecho.
Ya lo dice la historia: “No hay que darles peces, sino enseñarlos a pescar”.
El proyecto del jesuita padre Gherardi es muy ambicioso. Complejo, difícil de entender, criticable en las formas y susceptible de mejoras, pero creo que es bueno.
No me siento autorizado a hacer ninguna crítica. Habría que ponerse en su lugar, y eso es imposible.
Me considero afortunado de haber tenido la posibilidad de vivir esta experiencia. He aprendido las lecciones, o, al menos, lo he intentado.
Recuerdo especialmente la fase que me dijeron hace poco: “La suerte depende de dónde hayas nacido”...qué terrible verdad.
Cuando vuelva a casa, recordaré la silueta de los depósitos de agua del hospital recortándose contra el cielo al atardecer (hay que estar aquí para entenderlo). Recordaré el puente sobre el río Chari, siempre abarrotado de gente circulando en ambos sentidos. Recordaré Walia, con la gente viviendo sumergida en su propia suciedad. El olor putrefacto de ese poblado es difícil de olvidar.
Recordaré la mirada de aquella paciente, con un cáncer tan avanzado que no podíamos operar, y para la que apenas disponíamos de analgésicos para paliar su dolor mientras espera la muerte.
Recordaré la mirada de aquellas madres observando a sus hijos.
Recordaré todos y cada uno de los críos cuya vida no pudimos salvar.
Recordaré, repito, sus ojos y la sonrisa fugaz de aquellos niños, inconscientes todavía de la suerte que les tocará vivir por haber nacido en este rincón del mundo.
Hasta siempre, ÁFRICA.